Alfonso Carlos Bolado

¿Un nuevo antisemitismo?
(Página Abierta, 144, enero de 2004) 

Al parecer, uno de los “demonios familiares de Europa”, como lo llamó el historiador inglés Norman Cohn, cabalga de nuevo: se trata del antisemitismo que, después de décadas de letargo, vuelve a ocupar los desvelos de debeladores más o menos bienintencionados de esa lacra de la tradición europea.

Dos hechos recientes han servido de catalizadores de esta opinión: el resultado del eurobarómetro de noviembre de 2003 según el cual un 59% de los europeos consideraban a Israel el país que supone una mayor amenaza para la paz mundial (no debe olvidarse que seguido de cerca por Irán, Estados Unidos y Corea del Norte) y el atentado contra dos sinagogas de Estambul el 16 de noviembre del mismo año. En ambos casos, miembros significativos del Gobierno israelí reaccionaron culpando al antisemitismo (1) europeo: la encuesta, según Nathan Sharnski, ministro israelí de la Diáspora, es «una prueba del antisemitismo» de la política europea. Los atentados, para Silvan Shalom, ministro de Asuntos Exteriores de Israel, «se inscriben... a la luz de las declaraciones antiisraelíes y antisemitas constatadas estos últimos meses desde ciertas capitales europeas» (2). Es difícil saber si tales declaraciones son del tipo de las que expresa el titular: “La UE critica a Israel por construir el muro, destruir casas y marginar a su enviado” (3).
Sin embargo, la denuncia del antisemitismo es anterior a estos hechos: en 2002 apareció en Francia el libro La nueva judeofobia (4), de Pierre-André Taguieff, una obra relevante entre las varias que se han escrito recientemente en Francia sobre el tema (5), porque sistematiza los elementos esenciales de la denuncia: los Estados musulmanes, los integristas islámicos (tanto los residentes en Dar al-islam como los radicados en Europa) y los intelectuales progresistas europeos.

El affaire Ramadan

Parece difícil no poner en relación este coro de denuncias con el conflicto palestino-israelí, y más concretamente con las protestas que han ocasionado las políticas represivas de Ariel Sharon. Por eso, los prosionistas (6) han realizado sin ningún problema el paso del “antisemitismo” al “antisionismo”: «... el nuevo antisemitismo que impregna nuestra sociedad, reinventada bajo el camuflaje de antisionismo» (Pilar Rahola); «El primer elemento en la prensa europea antisionista es el antisemitismo» (Marcelo Birmajer);  «Se acusa al nacionalismo judío, a diferencia de lo que sucede con el palestino, de... ser “un colonialismo”, un “imperialismo”, un “racismo” y un “fascismo», se queja Taguieff en su libro, poniendo de manifiesto el paso del viejo semitismo, basado en la “perversidad moral” del judío, al nuevo, basado en su “perversidad política”.
El tono demagógico de la frase de Taguieff pone de manifiesto otro aspecto de la denuncia: el estilo insultante que la preside. La denuncia y el insulto presiden una reciente polémica que ha coincidido con el reciente Foro Social Europeo y que es sumamente significativa de la nueva situación.El intelectual musulmán Tariq Ramadan (7) publicó un artículo titulado “Crítica de los (nuevos) intelectuales comunitarios” (8), en el que afirmaba que una serie de intelectuales franceses (Taguieff, Finkelkraut, Bernard-Henri Lévy, Glucksman, Adler) habían abandonado sus presupuestos universalistas para pasar al comunitarismo (como judíos), «que tiende a relativizar la defensa de los valores universales de  igualdad o de justicia», o al nacionalismo (como defensores del Estado de Israel). Terminaba afirmando: «... si es preciso exigir a los intelectuales y protagonistas árabes y musulmanes que condenen en nombre del derecho y de los valores universales comunes el terrorismo, la violencia, el antisemitismo y a los Estados dictatoriales musulmanes... se debe esperar de los intelectuales judíos que denuncien de forma clara la política represiva del Estado de Israel y sus alianzas».
El artículo levantó una considerable –y desproporcionada– polvareda. Lévi respondió con argumentos ad hominem, burlándose de Ramadan, destacando su condición de nieto de Hasan al-Banna (fundador de los Hermanos Musulmanes) y afirmando que su posición se encuentra próxima a los Protocolos de los sabios de Sión; calificó el texto de “nauseabundo”, aunque el único error que comenta es que Taguieff no es judío, y aconseja a los antiglobalizadores que tomen distancia respecto a Ramadan. Glucksman afirmó: « ... lo sorprendente no es que el señor Ramadan sea antisemita, sino que se atreva a reivindicarse como tal». En plena orgía de despropósitos, Finkelkraut habla de una nueva “noche de los cristales rotos”, en referencia a los primeros atentados organizados por los nazis contra los judíos. Este tipo de argumentaciones ya se habían utilizado en Le Monde Diplomatique para referirse a Roger Garaudy tras la aparición de su libro Les mythes fondateurs de la politique israelienne (Samiszdat, 1996) (9); el intelectual, que pasó de comunista a musulmán, se vio acusado poco menos que de enfermo mental, sin que el articulista entrara en el fondo de sus posiciones.
Sin duda, el artículo de Ramadan es torpe, inoportuno y poco matizado, pero en él no hay antisemitismo; en todo caso, una llamada a los intelectuales judíos (con el añadido de Taguieff) para que se opongan activamente a la política israelí (como muchos hicieron con respecto a Ruanda o Chechenia), siguiendo en eso la actitud no sólo de los Nuevos Historiadores israelíes, sino de los sectores más críticos de la propia sociedad israelí. En cualquier caso, es reflejo de una situación en la que, en palabras de Vincent Geiser (10), «se está más atento a denunciar que a analizar».

Los nuevos judeófobos

El libro de Taguieff presenta una singularidad: refiriéndose, en principio, a estudiar el antisemitismo contemporáneo, su obra es fundamentalmente una descripción de lo que podría denominarse “constelación islamista”, en un constante ir y venir de Bin Laden al FIS, pasando por los jóvenes magrebíes de los barrios franceses.
Ello se debe a que, para esta corriente de opinión, son los “islamistas”, “integristas”, “terroristas”,  “wahabíes” o como quiera llamárseles la principal fuente de antisemitismo actual, al atizar un terrorismo fanático y ciego que si en principio se dirige contra los israelíes, en última instancia atenta contra los valores y principios de Occidente; como lo expresa Pilar Rahola, una de las más destacadas, y comparativamente más ecuánimes, prosionistas de este país: «El integrismo islámico, que está destruyendo el alma musulmana así como también la libertad, nos afecta también cuando mata a judíos». Más sintéticamente, y cubriendo otro flanco, Ronen Bergman expresa lo mismo en un artículo titulado “De Hitler a las pirámides” que publicó en el diario israelí Yediot Aharonot; en él se muestra el supuestamente importante papel que tienen libros como los Protocolos o el Mein Kampf de Hitler, o series como la egipcia Caballero sin caballo, en la construcción del odio musulmán a los judíos en Oriente Próximo. Por su parte, el sociólogo Gustavo Perednik dice que la izquierda debería «explorar las causas del conflicto en el violento mundo árabe y no en el Israel agredido». El Middle East Media Research Institute tiene una página (www.memri.org) dedicada a la detección de todo tipo de comportamientos antisemitas en el mundo árabe.
De este modo, la denuncia del antisemitismo se transmuta en una casi evidente islamofobia; por supuesto, los prosionistas distinguen a los terroristas de los buenos musulmanes. Sin embargo, la idea subyacente de que todo el islam está abocado a dejarse arrastrar por el vendaval integrista cierra cualquier ilusión de concordia. Un reciente libro de Antonio Elorza (11) se dedica a explorar la genealogía espiritual de Bin Laden, que al autor encuentra directamente en el Corán, pasando por Ibn Taymiyya, Abd al-Wahhab, al-Afgani y Sayyid Qotb, todos ellos pensadores del islam militante en distintas circunstancias históricas y presupuestos personales. Como si alguien intentara explicar el pensamiento de Sharon haciendo apelaciones al Dios de las batallas o a las matanzas de Josué.
La clave de esta actitud del integrismo musulmán está, por supuesto, en Palestina: una Palestina fundamentalmente torturada por unos palestinos “cegados por el odio” (Pilar Rahola) que reclaman el derecho a ser víctimas en exclusiva, como si en el lado israelí no las hubiera: «Con el Oriente Próximo... todo es más fácil y cómodo: las víctimas siempre a un lado, los verdugos al otro» (12). Lo significativo de estos prosionistas es su  defensa acrítica del Estado de Israel («En realidad, Sharon es un espantajo, una coartada para fingir que no se ataca a Israel, del mismo modo que la izquierda viene respaldando desde hace medio siglo al terrorismo palestino como “antiterrorista”, pero negando ser por ello  “antijudía”... como si no se les matara por ser judíos.») (13). Por otra parte, al ser Estados Unidos el principal soporte del Estado de Israel, la lucha contra los judíos adquiere nuevas dimensiones: se trata de una lucha cósmica de la barbarie contra la civilización («El Estado de Israel es... un régimen democrático perfectamente convencional... impensable en un entorno de incompetencia económica, soldadesca salvaje y violación permanente de garantía jurídica... con demasiada frecuencia se olvida Europa de que Israel fue el único muro de contención del despotismo terrorista islámico», Gabriel Albiac). El choque de civilizaciones está servido.
Los otros productores de judeofobia son los intelectuales de izquierdas europeos: «Desprovista de los grandes relatos, desorientada como nunca, la izquierda occidental se ha volcado sobre la causa palestina con el mismo maniqueísmo combativo como lo hizo en su día en relación con la Unión Soviética, la revolución cubana y otros despropósitos históricos», escribe Mihály Dés en la revista barcelonesa Lateral. Por cierto, su artículo (“El antisemitismo posmoderno”) es de los más respetables del panorama prosionista. Prácticamente, todos los publicistas de esta tendencia participan de esta opinión, incluso sin llegar a los exabruptos de personajes tan singularmente narcisistas como Carlos Semprún («... pero yo veo algo más. Me parece que la “causa palestina” constituye ante todo una magnífica coartada para enmascarar un profundo, secreto, acomplejado antisemitismo con los oropeles progresistas de la lucha antiimperialista»), César Alonso de los Ríos («... es historia vieja. Pertenece al patrimonio fascista, hoy recuperado por la izquierda», ABC, 8 de octubre de 2003) o, de nuevo, Pilar Rahola («... ello explica su histerismo acrítico propalestino, su izquierda ferozmente antijudía, su macabra banalización de la Shoa. Sus intelectuales de pacotilla...»). La pobreza discursiva de estas argumentaciones permite no extenderse más, aunque se da en todas las latitudes. Por ejemplo, en Jacob Abraham: «Esta izquierda se defiende invariablemente diciendo que es antirracista y que rechaza cualquier forma de antisemitismo, pero en su literatura usa todos los estereotipos negativos que se han atribuido a los judíos».
Y no son sólo los intelectuales progresistas en busca de una causa; también los Estados europeos, como se vio, son responsables de la oleada de antisemitismo. En este caso son frecuentes las apelaciones a la mala conciencia europea, al atávico antisemitismo de sus sociedades, a la presión de su minoría musulmana (radical, por supuesto),  incluso al miedo a convertirse en objetivo del terrorismo islamista. Teniendo en cuenta la sistemática acción de Europa a favor de Israel, que es su principal “socio” comercial y que le ha aceptado incluso en sus ligas deportivas, la acusación no parece de recibo. En ningún otro caso parece más evidente que se debe al hecho de que la Unión Europea tiene ideas propias respecto a la resolución del problema palestino.

Antisemitismo ma non troppo

Hablar de antisemitismo es un ejercicio delicado. En parte, por la dificultad de detectar el antisemitismo latente, tan habituados estamos a él; en parte porque, aunque no exista, siempre se puede lanzar dicha acusación («este es el signo distintivo del antisemitismo posmoderno: no se reconoce como tal», M. Dés); el caso de Ramadan es representativo.
Actualmente coexisten tres formas de antisemitismo: el tradicional, de raigambre ultraconservadora y cristiana, que influyó en el nazismo, basada en la perversidad natural del pueblo judío, que le lleva a conspirar para destruir nuestra cultura. La destrucción de las comunidades judías comenzó por persecuciones y expulsiones, continuó con pogromos y culminó con la shoa, el genocidio nazi. Al margen del carácter deicida de los judíos, el texto más representativo de esta corriente de pensamiento es Los protocolos de los sabios de Sión, un libelo aparecido a fines del siglo XIX del que hoy se sabe que fue fabricado en París por un agente de la policía secreta zarista y que copia literalmente amplios pasajes de un libro de un autor francés contrario a Napoleón III titulado Conversación en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (14). Parece increíble que una falsificación tan burda haya podido tener el éxito que incluso hoy en día tiene; pero no deja de ser una manifestación de que los seres humanos creen lo que quieren creer. Este tipo de antisemitismo tiene un carácter marginal y suele ser bastante rechazado; posteriormente se refugió en el pensamiento negacionista, que niega o relativiza el Holocausto (15). 
Los otros antisemitismos son los antes citados. En palabras de Mihály Dés, son: «Uno islámico, particularmente agresivo, y otro occidental, de corte izquierdista y liberal. El primero se traduce en actos violentos. El segundo de alguna manera los legitima». Estas nuevas modalidades son consecuencia inequívoca de la creación del Estado de Israel, y más específicamente  de la Intifada al-Aqsa (2000) y la inflexión derechista del Gobierno israelí. Naturalmente, como dice Alejandro Baer, cubriendo todos los espacios, «la novedad de este antisemitismo radica, por un lado, en sus promotores, y por otro, en su carácter velado en forma de crítica política». Y añade: «La crítica a Israel se adentra en los confines del antisemitismo cuando las acusaciones trascienden al Estado de Israel... y se proyectan sobre los judíos como grupo... [con] utilización distorsionada o paródica de elementos religiosos o culturales judíos».
Un aspecto muy relevante de las críticas al –llamémosle así– nuevo antisemitismo es su carácter general y generalizador, además de su virulencia verbal. El hecho de que éste haya surgido del conflicto árabe-israelí pone de relieve su carácter coyuntural, además de su nula vinculación con el antisemitismo tradicional, tanto desde el punto de vista social como del ideológico: ni el islam tiene una actitud antijudía (16), ni los intelectuales occidentales –que mantuvieron una actitud de clara oposición a Hitler y sus aliados– han participado, en general, de la tradición antisemita occidental.
¿Podría suceder que las críticas al Estado de Israel fueran simplemente críticas a este Estado y a su sistema de alianzas, estatales y sociales? ¿Es posible que, siendo Estados Unidos el patrón del Estado de Israel, al que financia generosamente y apoya en los organismos internacionales más allá de la justicia o de la mera equidad, se coloque a Israel en uno de los campos de la lucha antiimperialista, justamente en el que podría denominarse de contrario a los intereses de los pueblos sometidos?
Quizá sea ése el terreno en el que habría que profundizar. El israelí Avi Shlaim, catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Oxford, dice: «Sharon es el culpable del ascenso del antisemitismo en Europa. Él es parte del problema, no de la solución» (17). Eso es cierto, mal que les pese a los prosionistas, pero habría que ir más allá. Por una parte, el antijudaísmo (más allá del antisionismo) del mundo musulmán, cuyas dimensiones son difíciles de precisar, quizá sólo refleje, en un lenguaje tosco y tomado en buena parte de Occidente, los hechos de que el Estado de Israel se defina como Estado de todos los judíos (una opción legítima); de que, con una mezcla de altanería y torpeza, Sharon haya llamado a todos los judíos del mundo a defender su Estado  (es decir, a defender su política) (18), y de que exista un influyente lobby judío en Estados Unidos (afirmar esto no significa abonar ninguna teoría conspirativa de la Historia). La fragilidad de este antisemitismo musulmán la pone de manifiesto el historiador Dominique Vidal hablando de Francia, un “punto caliente” del auge del antisemitismo musulmán, al poner de relieve que el Libro Blanco de la Unión de Estudiantes Judíos y de SOS Racismo (Francia) muestra que los jóvenes magrebíes rechazan el antisemitismo en la misma proporción que los otros jóvenes franceses.
Por otra parte, descalificar toda crítica (progresista) al Estado de Israel calificándola de antisemita (aunque sea en el plano inconsciente) significa hurtar el debate no sólo sobre las políticas coloniales y contrarias al derecho del Gobierno israelí, sino también sobre el peculiar carácter de ese Estado. En dicha actitud hay mucho de ideología –el discurso prosionista es profundamente conservador (19), aunque utilice en ocasiones jerga izquierdista–, una irritante actitud de soberbia intelectual y moral y, en el fondo, bastante más de un punto de cinismo.

¿El problema es Israel?

Tras una conferencia, una estudiante le preguntó a Narra Pedernik sobre el derecho de Israel a su existencia. Él respondió que en el mundo hay «ciento noventa y dos [y sólo uno] mucho más pequeño que Cataluña y agredido por los regímenes más atroces, al que usted ha reprobado en su minuciosa  inspección. ¿No le despierta sospechas?».
Evidentemente, Pedernik jugaba al victimismo: un pequeño Estado acosado por las fuerzas más oscuras. Sin embargo, atinaba en una cosa: Israel es un Estado peculiar.
En el Estado de Israel concurren dos legitimidades: la internacional, puesto que su aparición  fue decidida por la ONU y cuenta con el reconocimiento de la mayoría de los países del mundo, y la de hecho, al ser un Estado que tiene un funcionamiento eficaz y continuado desde hace medio siglo, incluida la capacidad de defenderse. Ambos bastarían para justificar su existencia. No era necesario que el sionismo –un movimiento nacionalista de carácter laico–, en su empeño de crear un Estado (que no debe olvidarse, no era res nullius),  decidiera hacerlo en la vieja tierra de la Biblia, con lo que añadió, quizá a su pesar, una excesiva dimensión historicista a un Estado de nueva planta; Israel se constituía en heredero de los viejos reinos de Israel y Judá, y los casi 1.900 años que transcurrieron entre la destrucción del Templo por Tito y la fundación del nuevo Estado no dejaron de ser un paréntesis sin relevancia social ni histórica.
Esa percepción tiene consecuencias sumamente perversas: la negación de la personalidad histórica a las poblaciones que ocupaban aquellas tierras quizá desde la época de los hebreos bíblicos (Palestina es, en árabe, Falastin, la “tierra de los filisteos”, más conocidos en la historia universal como “pueblos del mar”), con lo que significa de usurpación de derechos materiales y espirituales. En segundo lugar, un irredentismo (la reivindicación de “Eretz Israel”) cuya expresión trascendía lo religioso para encandilar a laicos como Ben Gurion, que «no se conformaba con una parte del país, salvo sobre la base de que crearíamos un Estado poderoso... y nos extenderíamos por la totalidad  de la tierra de Israel» (20).
A ello debe añadirse que la construcción del Estado se hizo con el apoyo de las potencias imperialistas, Gran Bretaña primero y Estados Unidos después, ambas percibidas en el mundo árabe como enemigas, lo que situó al Estado de Israel en la misma condición; ello se hizo particularmente claro en la guerra de Suez, cuando Israel se alineó con Gran Bretaña y Francia contra Egipto. Por otra parte, el sistemático desprecio de Israel a la legalidad internacional, con hitos como la negativa a evacuar Gaza y Cisjordania, la anexión de Jerusalén Oriental, la construcción de asentamientos y, más recientemente, el vergonzoso muro, al margen de las violencias y las exacciones a la población civil, permiten presumir que las teorías gran-israelíes siguen vivas y que su inevitable corolario sería mantener a la población árabe palestina en un estado de apartheid.
Es en el olvido de esta singularidad donde reside el problema de Israel; cuando se le critica, de forma implícita o explícita siempre hay una puesta en cuestión de la naturaleza del Estado, más allá del rechazo que provoca la política de Sharon. Es en ese ambiguo terreno en el que se incuban juicios sobre el pasado de Israel que a algunos les daría pie para hablar de un nuevo antisionismo (el antiguo se oponía a que el pueblo judío, por el hecho de serlo, tuviera que constituir un Estado; los acontecimientos lo han convertido, como hubiera dicho Kipling, en otra historia),  en el que no está claro que existan elementos antisemitas, del mismo modo que el antiamericanismo político no implica antiamericanismo cultural o étnico. Del mismo modo que en México la imagen del gachupín cejijunto y con boina no impidió la más cordial acogida a los republicanos españoles.
Precisamente por eso los prosionistas, al mantener su denuncia en terrenos concretos como el terrorismo y el fanatismo musulmanes, las negociaciones o el papel de Arafat, lo que hacen es hurtar el debate sobre el “pecado original de Israel” (usando el título de la obra de Dominique Vidal sobre los Nuevos Historiadores israelíes) (21); las muchas veces interesada identificación antisionismo-antisemitismo refuerza el bloqueo del debate. Entre esos dos polos –la islamofobia y el desprecio de los intelectuales propalestinos, por un lado, y las acusaciones indiscriminadas de antisemitismo, por otro– se encuentra una zona muerta en la que viven los monstruos (22).
Para colmarla, Israel debe asumir su historia. A ello se dedican los sectores más lúcidos de la sociedad israelí, entre los que se encuentran los llamados Nuevos Historiadores: Benny Morris (Righteous Victims, 1999, 2001), Ila Pappé (editor de  The Israel/Palestine Question, 1999) o el ya citado Avi Shlaim, que al profundizar valientemente  en los orígenes del Estado de Israel, pueden aportar claves para una distinta percepción de los problemas y abrir las vías a su resolución.
Israel es hijo de la violencia y la desposesión. No es nada extraño: la mayoría de los Estados del mundo lo son. Aceptarlo y tender puentes hacia los desposeídos en vez  de encastillarse en la soberbia imperial convertiría a Israel en un Estado “normal”, como quiere Pedernik.
Entonces se podría combatir a los antisemitas que quedaran. ¿Y también a los antimusulmanes?

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(1) La expresión “antisemitismo” para referirse al rechazo a los judíos es parcial: también los árabes son semitas. Los franceses, tan amantes de las definiciones, han inventado el neologismo “judeofobia”, bien construido pero en el que el sufijo “fobia” resulta muy agresivo para referirse a un complejo de actitudes que van desde el racismo compulsivo hasta lo que en la superficie y en el fondo no son sino críticas al Estado de Israel. Usaremos el término “antisemitismo”, acuñado por el uso, a pesar de sus limitaciones.

(2) El País, 16 de noviembre de 2003.

(3) El País,  18 de noviembre de 2003.

(4) Trad. Cast., Gedisa, Barcelona, 2003.

(5) R. Draï, Sous le signe de Sion, París, 2001; S. Trigano, La démision de la Republique, París, 2003.

(6) Se utilizará la expresión para referirse a los denunciantes de la “nueva judeofobia”, pues ciertamente se trata de defensores del nacionalismo sionista y su encarnación estatal. Por supuesto, se utiliza con una voluntad nominativa y sin ninguna connotación política o moral.

(7) Se han publicado dos de sus obras en castellano: El reformismo musulmán (Bellaterra, Barcelona, 1999) y Musulmanes en Europa (Bellaterra, 2002).

(8) En Oumma.com (2 de octubre de 2003). El artículo fue rechazado por Le Monde y Libération.

(9) Existe en la red una traducción castellana debida a un colaborador de Blas Piñar. Desde luego, sería injusto acusar a Garaudy de nazi, a pesar de que su libro tiene algunos contenidos negacionistas. El libro tiene vocación de ecuanimidad y valió a su autor un proceso en el que fue condenado por “incitación al odio racial”. Un destino muy distinto al infame libelo antimusulmán de Oriana Fallaci, del que se han vendido impunemente millones de ejemplares en todo el mundo.

(10) La nouvelle islamophobie, la Découverte, París, 2003.

(11) Umma: El integrismo en el islam, Alianza, Madrid, 2002.

(12) Joan Culla, El País, 7 de noviembre de 2003.

(13) Jiménez Losantos, La ilustración liberal, n.º 11.

(14) De los Protocolos existen varias ediciones en castellano. Hace tiempo manejé una, fechada en Valladolid en 1940, con prólogo del duque de la Victoria. Existen varias versiones en Internet, generalmente en páginas de organizaciones nazis. Del Diálogo de Joly hay una edición  (hacia 1980) de Muchnik Editores.

(15) Ver el interesante libro de Xavier Casals Neonazis en España, que tiene un amplio y documentado apéndice sobre la literatura negacionista, sobre la que existe un bloqueo que elude cualquier discusión histórica fuera de los círculos nazis.

(16) El antisemitismo es un fenómeno típicamente europeo. Pretender que los ataques del Corán a los judíos son el antecedente de aquella actitud no es más que una manifestación de ignorancia (en el mejor de los casos); se trata de ataques en un contexto de lucha política (de contenidos intercomunitarios) en la etapa mediní del Profeta.

(17) El País, 19 de noviembre de 2003.

(18) En lo que ha tenido un éxito relativo, aunque ha llevado al sociólogo francés Michel Wieviorka a afirmar: «... Sin embargo, en la actualidad Israel ha pasado de constituir una solución a ser un problema para los judíos de la diáspora, que parecen en cambio haber perdido todo espíritu crítico..., lo cual proporciona cierto fundamento a la amalgama antisemita respecto al Estado hebreo y a los judíos en general».

(19) Por ejemplo, en la percepción del terrorismo: su insistencia en no entrar en sus causas y sólo en la necesidad de combatirlo recuerda mucho la posición de Aznar y su jefe Bush.

(20) Citado en Nur Masalha, Israel: teorías de la expansión imperial, Bellaterra, Barcelona, 2002. Esta obra hace un análisis amplísimo de las teorías del Gran Israel desde la fundación del Estado.

(21) Dominique Vidal, Le péché originel d’Israël, L’Atelier, París, 1998.

(22) Declaraciones como las de Jacobo Garzón, presidente de la Comunidad Judía de Madrid, de que “viven asediados” en un país en el que al margen de un antisemitismo nazi residual no hay una comunidad judía relevante y el espíritu cristiano viejo se ha extinguido, son un flaco servicio a la causa de la normalidad.