Paul Krugman
Selección de trozos y resumen de A. Laguna.
El crepúsculo del euro
(Página Abierta, 220, mayo-junio de 2012).

 

  El afamado premio Nobel de Economía en 2008, Paul Krugman, acaba de publicar un libro sobre la crisis –¡Acabad ya con la crisis! (*)–, que enseguida ha sido traducido al castellano, y al que se han dedicado ya numerosos comentarios y del que se han recogido algunos textos contenidos en él. En concreto, El País Negocios publicaba uno de los capítulos de este libro el pasado domingo 29 de abril.

 

En este capítulo se resumía el proceso positivo del proyecto de unidad europea desde los años cincuenta haciendo hincapié en lo que consideraba un error: la decisión de pasar a una moneda común. «Las élites europeas estaban tan embelesadas con la idea de crear un poderoso símbolo de unidad que exageraron los beneficios de una moneda única e hicieron caso omiso de las advertencias al respecto de un inconveniente importante».

Y a la explicación de este error y su papel en la actual crisis dedica buena parte de este capítulo, comenzado por admitir los problemas que en un proyecto de unidad económica y política entre países conllevan el uso de varias monedas:

«Existen, por supuesto, costes reales derivados del uso de varias monedas; costes que pueden evitarse si se adopta una moneda común. Los negocios entre dos países fronterizos son más caros si hay que cambiar divisas, tener a mano distintas monedas o mantener cuentas bancarias multidivisa. Los posibles tipos de cambio introducen incertidumbre; la planificación se complica y la contabilidad es más confusa cuando los ingresos y los gastos no están siempre en las mismas unidades. Cuantos más negocios haga una unidad política con sus vecinos, más problemático será que tenga una moneda independiente…».

Pero también advierte de las ventajas de tener una moneda propia, algo de lo que ahora se habla mucho: «La más conocida es cómo la devaluación –reducir el valor de la propia moneda en relación con las otras– puede, en ocasiones, facilitar el proceso de ajuste posterior a una crisis económica».

En definitiva: «De un lado, compartir moneda aumenta los rendimientos: disminuyen los costes empresariales y, es de suponer, mejora la planificación de los negocios. Del otro, se pierde flexibilidad, lo cual puede acarrear serios problemas si llegan a producirse choques asimétricos como el hundimiento de un boom inmobiliario cuando tiene lugar solo en algunos países, no en todos».

Con estas premisas, Krugman pasa, a continuación, a analizar en qué contextos de unidad, y con qué mimbres construida, resulta más conveniente o más problemática la unión monetaria. Para ello se basa, como indica, en los estudios que apuntan cuáles deben ser los criterios para determinar lo que llama una zona monetaria óptima.

De modo esquemático, tres son los rasgos determinantes: un gran comercio común, la movilidad laboral entre esos países y la integración fiscal. Aplicados al caso europeo, Krugman concluye que solo se cumple, en buena medida, el primero: «A este respecto, a Europa no parecía irle mal: los países europeos realizan aproximadamente el 60% de su comercio entre sí, y el suyo es un comercio muy profuso».

En cuanto a la movilidad laboral, apunta que «aunque los europeos tienen, desde 1992, derecho legal a trabajar en cualquier parte de la Unión Europea, las divisiones lingüísticas y culturales son suficientemente grandes como para que incluso grandes diferencias en las tasas de desempleo ocasionen unas tasas migratorias muy modestas». [Explicación, quizá, demasiado concisa que no parece tener en cuenta otros condicionantes sobre el mercado laboral europeo].

Y respecto de la integración fiscal, ya se sabe que no ha formado parte del proyecto europeo tal y como está concebido. Y sin embargo, como subraya Krugman, es de vital importancia para mantener una moneda común.

Para ilustrar ese punto de vista, el premio Nobel escoge un ejemplo, la comparación entre dos economías parecidas, las de Nevada (un Estado de EE. UU.) e Irlanda (un Estado perteneciente a la zona euro de la UE).

«Ambas [economías] tuvieron enormes burbujas inmobiliarias que han estallado, ambas cayeron en profundas recesiones que dispararon las tasas de desempleo y en ambos casos hay una elevada morosidad en las hipotecas de la vivienda.

»Pero en el caso de Nevada, las crisis se han visto amortiguadas, en gran medida, gracias al Gobierno federal. Ahora Nevada está pagando muchos menos impuestos a Washington, pero los jubilados del Estado siguen cobrando los cheques de la Seguridad Social, y Medicare sigue pagándoles las facturas sanitarias; en consecuencia, la realidad es que el Estado está recibiendo mucha ayuda. Además, los depósitos de los bancos de Nevada están garantizados por una agencia federal, la Corporación Federal de Seguros de Depósitos (FDIC en sus siglas inglesas), y algunas pérdidas derivadas de la morosidad hipotecaria recaen sobre Fannie y Freddie, que cuentan con el respaldo del Gobierno federal.

»Irlanda, por el contrario, está principalmente sola: tiene que rescatar a sus bancos, pagar las jubilaciones y costear la Sanidad a partir de sus propios ingresos, muy disminuidos. Por tanto, aunque la situación es dura en ambos lugares, Irlanda no está pasando por la crisis igual que Nevada».

La euroburbuja 

Prosigue Krugman su relato de la implantación del euro señalando, de entrada, cómo la unión monetaria ha incidido en la creación del mayor de todos los choques asimétricos entre el norte y el sur de Europa.

Para ello, actuó, en primer lugar, el fuerte descenso en el coste del dinero prestado en el sur de Europa y los grandes flujos de dinero desde el corazón de Europa hacia su floreciente periferia, en palabras del autor de este libro. Lo que provocó «enormes explosiones inmobiliarias que pronto se convirtieron en enormes burbujas inmobiliarias». Todo ello alimentó una gran deuda bancaria de los países del sur: «Los bancos locales no tenían, ni de lejos, depósitos suficientes para respaldar el volumen de préstamo que movían, de modo que se volcaron en el mercado mayorista y solicitaron préstamos a los bancos del corazón de Europa –de Alemania, sobre todo–, que no estaba atravesando un auge comparable».   

Para Krugman esos auges crearon a su vez un incremento de los costes laborales por aumentos de los salarios (superiores, por ejemplo, a los alemanes), lo que implicó una pérdida de competitividad de la industria del sur. [Aquí también se echa en falta un análisis más amplio de las diferencias de competitividad previas entre unas industrias nacionales y otras; en particular, el caso español con su anterior desmantelamiento industrial, que fue denominado, eufemísticamente, “reconversión”]. Y de ahí, su correlato: el incremento de los desequilibrios comerciales dentro de Europa tras la introducción del euro. «Esta ampliación del diferencial se halla en el núcleo de los problemas de Europa».

«El estallido de estas burbujas inmobiliarias –que se produjo algo más tarde que en EE. UU., pero que en 2008 ya había recorrido un buen trecho– hizo más que hundir a los países de las burbujas en una recesión: además ha colocado sus presupuestos bajo una terrible presión. Los ingresos cayeron a la vez que caían la producción y el empleo; el gasto en los subsidios de desempleo se disparó; y los Gobiernos se encontraron (o se colocaron ellos mismos) en una peligrosa posición a consecuencia de los gravosos rescates de los bancos, puesto que no solo garantizaron los depósitos, sino también, en numerosos casos, las deudas que sus bancos habían contraído con otros bancos en países acreedores. Por lo tanto, también se dispararon la deuda y el déficit, y los inversores se inquietaron».

Más adelante, Krugman hará referencia, también, a otra debilidad causada por la moneda común, que confiesa ha cogido a todo el mundo, incluido él, por sorpresa: «Resulta que los países sin moneda propia son muy vulnerables a caer víctimas de un pánico que acarrea su propio cumplimiento; un pánico en el que el empeño de los inversores por evitar pérdidas por impago termina desencadenando precisamente el impago temido».

Y, por último, no deja de responder a la candente cuestión de si se debe o no romper la unión monetaria. Su respuesta es contundente: hay que salvar el euro. De lo contrario, en su opinión, se pagaría muy caro. «En primer lugar, cualquier país que pareciera candidato a abandonar el euro se enfrentaría, de inmediato, a una descomunal estampida bancaria, puesto que los depositantes correrían a desplazar sus fondos a otras euronaciones más sólidas. Y la vuelta del dracma o de la peseta provocaría enormes problemas legales, cuando todo el mundo intentara esclarecer el significado de las deudas y los contratos expresados en euros».

            A esa razón añade la de que representaría la derrota de un proyecto, el de la unidad europea, que considera muy valioso, no solo para Europa sino para el mundo entero. [Así dicho, sin más].

Y a la pregunta que se hace a continuación de cómo se puede conseguir salvar el euro, responde que, en primer lugar, hay que cortar con el pánico, afirmando por parte de la UE que va a haber garantías de liquidez ante las deudas «comparables a las que existen en la práctica para los Gobiernos que asumen préstamos en su propia moneda». Para ello, «la forma más clara de lograrlo sería que el Banco Central Europeo estuviera preparado para comprar bonos gubernamentales de los países del euro».

Y, en segundo lugar, buscando las vías necesarias de retorno a la competitividad de «esos países cuyos costes y precios se deben ajustar –los países europeos que han venido generando grandes déficits comerciales, pero que no pueden continuar haciéndolo–». Lo que supone que ya, a corto plazo, «los países con excedente tienen que ser la fuente de una gran demanda de exportaciones».

Y más allá de ello, concluye, se exige «una política monetaria muy expansiva por parte del Banco Central Europeo, además de un estímulo fiscal en Alemania y unos pocos países más pequeños».

 

_______________

(*) Barcelona: Editorial Critica, 2012.