Alain Bihr, François Chesnais

¿Aún es posible criticar la propiedad privada?
Un asunto tabú
(Disenso, 45, octubre de 2004)
(Este artículo fue publicado en el nº 95 de Le Monde Diplomatique,
edición española, septiembre de 2003)

Entre 1997 y 2002, el gobierno socialista de Lionel Jospin permitió que se realizara en Francia la mayor operación de privatizaciones de capitales desde que el neoliberalismo se convirtió en la religión de los gobiernos occidentales. El hecho de que esta operación haya sido ejecutada por la llamada “izquierda plural”, otrora abanderada de las nacionalizaciones y del servicio público, muestra hasta qué punto la propiedad privada se ha vuelto una especie de tabú y un derecho cuya legitimidad casi nadie se atreve a cuestionar. Sin embargo…
            Desde el siglo XVIII, el derecho de propiedad constituye una de las bases del pensamiento político y jurídico occidental. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789 lo instaura en su artículo 17 como “un derecho inviolable y sagrado, del cual nadie puede ser privado, salvo que la necesidad pública legalmente comprobada lo exija de manera evidente, y a condición de una previa y justa indemnización”. Se trata de una formulación moderada, pues ese derecho “inviolable” queda condicionado por límites que fueron efectivamente impuestos en ciertos momentos de la historia de Francia. En cambio, la Constitución de Estado Unidos, a semejanza de otros códigos jurídicos nacionales, postula que la propiedad de los bienes no debe tener, fuera de las estrictas cuestiones de orden público, ninguna limitación relativa a su uso (usus), a su aprovechamiento (fructus) y a su enajenación (abusus).

CONFUSIONES GROSERAS. La sacralización de la propiedad privada individual, a expensas de diferentes formas de la propiedad pública y de la propiedad social (1), se basa en varias y groseras confusiones. En primer lugar, respecto a la naturaleza del bien poseído: en efecto, se ponen en el mismo plano los bienes de uso personal, de los que gozan las personas solas o en familia, y los medios necesarios para la producción (tierra, inmuebles, infraestructuras, fábricas y depósitos, etcétera). La segunda confusión, mucho más grave todavía, se refiere al contenido mismo de la relación de propiedad: en ese caso se pone en el mismo nivel la posesión de un bien que por uno u otro motivo proviene del trabajo personal de su propietario, y la posesión de un bien que resulta de la apropiación privativa de todo o de parte de un trabajo social.
            Al cabo de esa doble confusión, resulta que la posesión por parte de una persona de una vivienda, fruto de su trabajo personal, es asimilada a la propiedad privada de los medios de producción (de las empresas), que proviene de la acumulación de lo producido por el trabajo de decenas de miles o de cientos de miles de asalariados durante décadas. La forma capitalista de la propiedad, marco de la dominación y la explotación del trabajo asalariado, puede ser presentada entonces como la condición y el fruto de la libertad personal.
            Semejantes confusiones ocultan de hecho la formidable contradicción  que yace en el centro de esa apropiación privativa del trabajo socializado, y que constituye la esencia misma de la propiedad capitalista. Contradicción que no cesa de reproducirse a una escala cada vez mayor. El capital socializa el proceso laboral organizando la cooperación de los trabajadores en gran escala, dividiendo entre ellos las tareas productivas, aumentando permanentemente la parte del trabajo muerto (materiales y medios de producción) respecto del trabajo vivo (salarios, cotizaciones sociales…). Así, cualquier mercancía –desde una lata de guisantes hasta una refinería pilotada por ordenador- es la materialización y la adición de innumerables actos productivos, repartidos en la totalidad del espacio mundial y del tiempo histórico. El capital encierra ese trabajo socializado en el marco de la propiedad privada, de manera tal que unos pocos individuos o algunos limitados grupos sociales se apropian del resultado de una inmensa acumulación de operaciones productivas.
            Uno de los principales objetivos y resultados del proceso de desregulación y de privatización de las dos últimas décadas, ha sido extender considerablemente la esfera de la propiedad privada. En ese contexto, la cuestión del tipo de propiedad de los medios de producción, de comunicación e intercambio se volvió curiosamente tabú para los dirigentes sindicales y políticos, y también para la mayoría de los intelectuales de izquierda, pero no para la burguesía mundial, para la cual la propiedad tiene un valor estratégico, cuya importancia no oculta.

TRANSFORMACIÓN PROFUNDA. Así es como desde hace veinte años se registra en la esfera del capital privado una profunda transformación de la definición misma de la propiedad, de los derechos que le son propios (los de los ahora todopoderosos accionistas) y de las legítimas expectativas que los accionistas pueden tener sobre la rentabilidad de su parte de propiedad. La “contrarrevolución conservadora” se apoya en la actual reactivación de esa institución muy particular del capitalismo que es el mercado de valores (la Bolsa). Esa institución garantiza a los accionistas, fuera de las crisis financieras graves, la liquidez de sus acciones, es decir, la posibilidad de deshacerse a voluntad de esa fracción de propiedad que cobra la forma de partes de tal o cual empresa. En pocos años, los mercados bursátiles han pasado de ser sitios donde se negocian acciones a ser mercados donde se compran, se venden, se fusionan o se desmantelan empresas enteras (3).
            Hace apenas diez años era de buen tono ironizar sobre los “juegos de mecanos” de los ministerios de Industria. Esas operaciones han sido superadas, y muy ampliamente, por las megafusiones de los mercados bursátiles, gigantescas tanto por su dimensión y su poder monopolístico, como por el derroche que implican. Basta citar el caso de Vivendi y de France Telecom. Dado que la propiedad de las acciones se había vuelto líquida, el capital físico (los medios de producción) y sobre todo los empleados, deben tener la misma liquidez, la misma flexibilidad, debe ser posible deshacerse de ellos como de un trasto viejo, liquidarlos en el sentido corriente de la palabra. Así es que, invocando las exigencias de los mercados, los responsables de los grupos económicos deciden la reestructuración o el cierre de decenas de plantas industriales, despidiendo por esa vía a cientos de miles de trabajadores con el único objetivo de crear valor para los accionistas (y de preservarlos ante el crack que se insinúa).
            Paralelamente, el capital financiero aumenta las presiones para apoderarse de las formas socializadas de la relación salarial: los diferentes sistemas de protección social construidos en las mismas décadas. Es el caso de la transformación de los sistemas de jubilación de reparto en beneficio de los fondos de pensiones, o de los incentivos fiscales para desarrollar fórmulas individuales de ahorro salarial. Las compañías de seguro privadas, cuya consigna es “a cada cual según sus medios (contributivos)” tratan de adueñarse de la parte de la riqueza social producto del trabajo hasta ahora más o menos redistribuida bajo la forma de fondos públicos o sociales.
            A escala internacional, el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS),  vigente en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC), con la excusa de una mayor libertad, apunta a transformar en mercados ciertos servicios públicos (fundamentalmente la educación y la salud). Éstos sólo quedarían al alcance de quienes tuvieran los medios económicos suficientes para acceder a ellos, como ya ocurre en cierta medida en Estados Unidos.
            La ofensiva más reciente se ha producido en el terreno de la apropiación privada de los conocimientos científicos y de ese particular patrimonio común de la humanidad que son los mecanismos de producción y reproducción biológica y la biodiversidad. Actualmente, el capital planea acaparar todas las condiciones, tanto materiales como intelectuales, para controlar el proceso de producción, fruto del trabajo histórico y social de la humanidad.

HACIA LA PRIVATIZACIÓN DE TODO.
Esa voluntad de apropiación privada obedece a la importancia que cobraron la ciencia y la tecnología (el conocimiento como fuerza productiva directa) en la  competencia, y a la permanente búsqueda por parte del capital de nuevos campos de valorización, con el objeto de aplazar el estallido de sus crisis. Pero también corresponde a una de las más profundas tendencias del capitalismo, que lo distinguen de todas las otras formas de organización social anteriores: el movimiento que lo impulsa hacia una apropiación total de todas las condiciones de la actividad social (4).
Así, en nombre de la protección de la propiedad industrial, los grandes grupos farmacéuticos occidentales pretendieron imponer a los países pobres precios exorbitantes para los medicamentos, especialmente para los destinados a combatir el Sida. Finalmente debieron abandonar su pretensión –al menos momentáneamente- a causa de la determinación que mostraron Estados como Sudáfrica, Brasil o India para poner en el mercado copias genéricas de los citados medicamentos. Sin embargo, esto no significa que se haya puesto en tela de juicio la protección industrial ni el sistema de patentes, ni tampoco la extensión de éstos a las sustancias vivas (5).
En realidad, cada vez que un grupo farmacéutico patenta un medicamento se está apropiando de los conocimientos científicos producidos socialmente y financiados por medios públicos. Pues el producto patentado es siempre la consecuencia de una larga acumulación de conocimientos generales realizada independientemente del grupo que finalmente registra la droga, a la vez que resulta de investigaciones precisas de científicos que a menudo trabajan en laboratorios públicos y universitarios de uno o de varios países. La patente organiza y defiende jurídicamente ese proceso de expropiación de los investigadores y de los países que los financian. Además, permite a los grupos oligopólicos transformar el conocimiento social así privatizado en un mecanismo de extracción de renta y en instrumento de dominación social y política (6).
Aún más ilegítimo resulta el registro sistemático de patentes de lo viviente, en el que se embarcaron los grupos agroquímicos y farmacéuticos. Ello consiste ni más ni menos que en una apropiación privativa de los mecanismos de producción y de reproducción biológica que son patrimonio de la humanidad. La UNESCO protege, y con razón, ciudades y sitios naturales de los estragos de la privatización. ¿El patrimonio biológico no merece el mismo trato? Paralelamente, el desarrollo de organismos genéticamente modificados y el reemplazo por éstos de las plantas agrícolas tradicionales, evidencia un proceso análogo que completa la expropiación de los productores (7).
Por último, la propiedad privada y los derechos que ella confiere constituyen el núcleo de la crisis ecológica, consecuencia del productivismo ciego, o al menos miope, generado por la búsqueda de ganancias y agravado por la dominación de los inversores financieros. Sin embargo, las únicas soluciones propuestas consisten en extensiones o en aplicaciones de la apropiación privada. Así, la Convención de Río (1992), generalmente presentada como una etapa importante en la protección de la ecología mundial, aumentó los derechos del capital sobre la naturaleza. Es cierto que reconoció que los campesinos y las comunidades utilizaron y conservaron los recursos genéticos desde tiempos inmemoriales, pero no les concedió ningún derecho de gestión o de propiedad sobre los mismos.

NECESIDAD DE UN DEBATE COLECTIVO. Teniendo en cuenta los múltiples aspectos de la cuestión de la propiedad, el movimiento que se opone a la contrarreforma neoliberal debería, como un primer paso, abrir una discusión colectiva a partir de algunos principios.
En primer lugar, el planeta y el conjunto de sus riquezas –sean minerales, vegetales o animales- deberían ser considerados patrimonio común e indivisible de toda la humanidad presente y futura. Toda apropiación privativa de esas riquezas debería ser ilegítima. A lo sumo se podría reconocer a toda la humanidad o a una parte de ellas (individuos o colectividades) un derecho de usufructo sobre una parte de esas riquezas, a condición de que ello no resulte perjudicial para el resto de la humanidad presente o futura.
En segundo lugar, la propiedad privada de los medios sociales de producción (medios producidos por un trabajo socializado y que sólo pueden funcionar por medio de un trabajo socializado) debiera dejar lugar a una concepción totalmente diferente. La propiedad de ese tipo de medios debería estar en manos de la sociedad (potencialmente, de la humanidad en su conjunto). Un primer paso consistiría en afirmar la supremaciía del derecho de los trabajadores sobre el de los propietarios, accionistas y administradores, fundamentalmente en todo lo que afecte directamente a las condiciones de trabajo y de existencia de los primeros. Pero también es necesario defender el principio de que las cuestiones relativas a la producción y al uso de esos medios –su lugar de implantación, las opciones tecnológicas para su desarrollo- deberán depender de la decisión de la sociedad en su conjunto.
Por supuesto, se considerará fundamentalmente ilegítima la apropiación privada de las instalaciones colectivas, de los servicios públicos y de los fondos socializados de protección social. Asimismo, todo individuo debe tener derecho a una  parte de la riqueza producida, resultado de un trabajo vivo ampliamente socializado, y de un trabajo anterior acumulado bajo la forma de conocimientos científicos y de medios de producción que son fruto de toda la humanidad pasada.”

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(1) Con diversos puntos de vista en cuanto al contenido exacto de estos términos, Yves Salesse: Reformes et révolution: propositions pour une gauche de gauche, Contre-feux, Agone, Marsella, 2001; Robert Castel en su diálogo con Claudine Haroche: Propriété privée, propriété sociale, propriété de sol, Fayard, París, 2001, y Tony Andrenai et alii ; L’appropriation sociale, Les Notes de la Fondation Copernic, Editions Syllepse, París, 2002. 
(2) François Chesnais: « Travail socialisé e appropriation sociale: un enjeu international », en L’Encontre nº 10, diciembre de 2002, Lausana.
(3) André Orléan: Le pouvoir de la finance, Odile Jacob, París, 1999.
(4) Alain Bihr: La reproduction du capital : prolegomènes á une theorie du capitalisme, Cahiers Libres, Editions Page deux, Lausana, 2001.
(5) Philippe Demenet: “El caso Stavudine”, y Phillippe Rivière : “¿Quién debe pagar la innovación farmacéutica?”, en Le Monde Diplomatique, edición española, febrero 2002.
(6) “Les droits de propriété industrielle: nouveaux domaines, nouveaux enjeux, número especial de la Revue d’Economie Industrielle dirigida por Benjamin Coriat, nº 99, 2º trimestre 2002.
(7) Jean-Pierre Berlan (coordinador) : La guerre au vivant: OGM et mistifications scientifiques, Contre-feux, Agone, Marsella, 2000.