Albert Recio Andreu
¿Derechos contra economía?
(Mientras Tanto, 113, mayo de 2013).

La decisión del Tribunal Supremo portugués de declarar inconstitucional el recorte de salarios a los funcionarios ha vuelto a poner en la palestra el debate entre la lógica de los derechos de la democracia y la lógica de los mercados. Es evidente que, desde sus inicios, la contrarrevolución neoliberal se centró en demoler el sistema legal que concedía derechos a la población, aunque la derogación de estos derechos se ha producido fundamentalmente por la vía política. Más que una lucha entre derecho y mercado, lo que hemos y seguimos presenciando es una lucha entre propuestas políticas en que los defensores de los derechos del capital van ganando por goleada. De hecho, los mismos mercados financieros que desempeñan un papel tan crucial en el desencadenamiento de tormentas económicas, que se utilizan para justificar la introducción de reformas antisociales, son una creación política. Una política que ha permitido la aparición de grandes conglomerados financieros, de una amplia variedad de activos financieros, opacidad fiscal, paraísos fiscales... Y una política que ha creado un imponente entramado de salvaguardias que han evitado a este sistema financiero irse a pique por méritos propios. Desde esta perspectiva puede concluirse que no existe una oposición entre política y economía, sino una confrontación entre políticas que tienen efectos económicos diferentes.

Una cuestión distinta es analizar en qué medida una estrategia centrada exclusivamente en la defensa de derechos formales es capaz de contrarrestar satisfactoriamente la dinámica del capitalismo mundial. Esta fue en gran medida la configuración del modelo keynesiano posterior a la Segunda Guerra Mundial, el que generó reconocimiento de negociación colectiva, prestaciones sociales y un cierto derecho a la ciudadanía económica. Es en gran medida el núcleo de las políticas socialdemócratas de embridamiento del capitalismo. Dejar que la actividad económica se dirija fundamentalmente bajo pautas capitalistas e introducir regulaciones que limitan su campo de acción y obligan a establecer concesiones, a veces sustanciales, a la mayoría de la población. Un modelo que sólo funcionó mientras a las élites económicas les resultó aceptable mantener estas concesiones. El problema crucial es que el marco legal deja en manos de los capitalistas las decisiones cruciales de asignación y movilización de recursos económicos, y articula un enorme arsenal de medidas que protegen las rentas de la propiedad por encima de otras demandas sociales. Ello concede a los capitalistas una enorme capacidad de iniciativa y acción frente a la que la lógica de los derechos siempre va a remolque. La globalización económica, la articulación de un nuevo marco de acción a escala planetaria, no ha hecho sino ampliar el espacio de acción del capital y debilitar la eficacia de la defensa de los derechos. El caso portugués es ilustrativo: la decisión judicial sobre los sueldos públicos puede permitir que los funcionarios recuperen su salario, pero no va a impedir que el Gobierno practique otros recortes.

Oponer simplemente derechos a economía tiene, además, otro peligro. El establecimiento de derechos se realiza en momentos concretos, suponiendo que la realidad económica va a seguir inalterada. Pero la actividad económica real está inevitablemente asociada a cambios continuos que pueden afectar a estos derechos. En la economía actual esto se traduce a menudo en un vaciamiento de las condiciones económicas que permiten satisfacer estos derechos. Pero también pensando en una gestión económica alternativa no capitalista subsiste este problema. Siempre que pienso en una transición a una economía igualitaria y sostenible me resulta evidente que ello obliga a tocar muchos derechos establecidos, no sólo del capital. Pues, al fin y al cabo, nuestra propia valoración de lo que es un marco de vida aceptable está en gran parte fijada por nuestra experiencia pasada. Una experiencia que incluye las luchas por los derechos, pero también el despilfarro ambiental, la explotación colonial y el sometimiento de las mujeres.

Tenemos la necesidad de luchar por otro modelo económico que garantice a todo el mundo condiciones materiales esenciales. Lo que sugiero es que la estrategia de defender derechos establecidos es insuficiente, y a veces inadecuada, para llevar a cabo una transición hacia una economía democrática, igualitaria y sostenible; una estrategia que obliga a plantearse la defensa de los derechos y la democracia desde otra perspectiva. En primer lugar, aumentar los derechos sociales en el campo de la toma de decisiones —lo que incluye la democratización de las políticas públicas, el aumento del papel de las actividades colectivas y la planificación democrática de actividades clave—, el desarrollo de otras formas de propiedad y gestión económica, y la institucionalización de la participación de la sociedad sobre las actividades de todo tipo de empresas o unidades productivas. En segundo lugar, introducir mecanismos deliberativos serios que permitan un verdadero debate y una toma de decisión social sobre la forma en que se concretan los derechos básicos. Y, en tercer lugar, desarrollar una estrategia de acción internacional básica para quebrar el entramado de poderes internacionales que protege y refuerza los poderes del capital.

Pescanova: ¿un caso aislado?

I

Pescanova añade un nuevo acento a la sostenida crisis económica del país. Se trata del “petardazo” de la primera empresa nacional en un sector en el que el país es una relativa potencia mundial: la pesca. La empresa, fundada por empresarios gallegos en 1960, siempre ha estado orillando el peligro. En el plano financiero ya tuvo graves problemas en la década de 1990, estuvo a punto de ser absorbida por el coloso anglo-holandés Unilever y sólo pudo superar la situación con un generoso crédito avalado por la Xunta de Galicia presidida por Fraga (las buenas relaciones con el PP gallego y con las cajas gallegas han sido cruciales en su historia). En el plano de la gestión ambiental, la empresa ha merecido numerosas denuncias; no en vano es uno de los grandes tratantes y manipuladores de camarones (en países como Guatemala, Nicaragua o Ecuador), una actividad con un brutal impacto tanto ambiental —sobre los marjales costeros— como social, puesto que destruye las actividades pesqueras tradicionales. Es también el prototipo de empresa pesquera transnacional (en Latinoamérica, en el cono sur de África, en Australia...) con un grado de actividad insostenible. En el plano político, aparte de sus relaciones con el PP gallego, destaca su vieja asociación con capitales sudafricanos en tiempos del apartheid, lo que le permitió sentar una de sus principales bases de operaciones en Namibia y Sudáfrica. Un exponente más de transnacional a la española, donde suelen combinarse buenas relaciones políticas, riesgo financiero y depredación ambiental.

También la historia de su crisis se ciñe a un modelo clásico. A los problemas generales de todas las empresas locales se ha sumado el descubrimiento de una deuda adicional de unos 1.000 millones de euros que el máximo responsable del grupo (la familia Fernández de Sousa, que aún controla un 20% del capital) había conseguido ocultar a sus mismos socios (el grupo cervecero Damm y diversos grupos financieros). Ocultó asimismo el fracaso de sus actividades de acuicultura en Chile (salmón) y Portugal (rodaballo) —muestra de los problemas de esta actividad—, algo agravado en el caso de la instalación portuguesa por haberse ubicado en un emplazamiento inadecuado. La elección de Mira (Portugal) fue fruto de la pataleta de la empresa ante su fracaso (por la acción del movimiento ecologista y los jueces) a la hora de instalar la planta en un paraje natural protegido de la costa gallega. No podía faltar tampoco el toque canalla del uso de “información privilegiada”, consistente en que la familia Fernández de Sousa vendió, poco antes de que se destapase la gravedad de la situación, un importante paquete de acciones (7%) por la módica suma de 31,5 millones de euros, una venta que está dando lugar a la apertura de un proceso judicial. La crisis de Pescanova es otro ejemplo prototípico del fracaso de la burbuja española (aunque en este caso es de pescado y marisco en lugar de inmobiliaria), incluyendo en ello la incapacidad o complicidad de la auditora que año tras año evaluaba las cuentas o de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, que debía controlar estrechamente una empresa cotizada. El caso Pescanova sirve, además, para mostrar que los grandes grupos empresariales pueden utilizar el entramado de sus diversas filiales para, entre otras cosas, camuflar deudas (además de evadir impuestos y transferir rentas).

II

Puede que estemos ante un caso particular, uno más, en la larga serie de fiascos empresariales que han ido estallando a lo largo de los últimos cinco años. Pero es también posible que el descontrol de la deuda que ha puesto de manifiesto el caso de Pescanova no sea más que un ejemplo, una punta de iceberg, de un problema más global: el del elevado endeudamiento de las grandes empresas españolas y el del ocultamiento de la misma, lo que puede acabar generando un nuevo estallido financiero. Hay pistas de que está entre los riesgos probables a corto plazo. Es una cuestión que seguir en un momento en que el discurso oficial es que ya hemos culminado el saneamiento financiero de la economía.

La deuda de las empresas no financieras se situaba a finales de 2012 en 1,14 billones de euros. Sólo la deuda de las empresas no financieras cotizadas en el Ibex (las que más movimiento tienen en bolsa) se situaba en 270.000 millones de euros (40.000 más que al final del año anterior). En el total se incluye la deuda de las empresas inmobiliarias, pero en el caso de las empresas del Ibex las inmobiliarias son prácticamente inexistentes. Las causas de este endeudamiento, burbuja inmobiliaria aparte, redican fundamentalmente en el elevado apalancamiento con el que se ha producido el crecimiento y la internacionalización de las grandes empresas españolas: la compra de empresas en el exterior mediante créditos. Mientras la economía estaba en crecimiento, podían suponer que el aumento de las ventas en el futuro podría permitir la devaluación paulatina de los créditos, pero en una economía estancada o en recesión esto no es posible. Como muchos de los grandes créditos se obtienen con un plazo de devolución relativamente corto (5-7 años), las empresas endeudadas pueden encontrarse con graves problemas de liquidez cuando vence un plazo importante. De hecho, este problema también lo tienen los bancos que recurrieron a la financiación exterior, pero en este caso los grandes bancos han podido acudir al crédito “blando” y generoso que les suministra el Banco Central Europeo (y que a finales de 2012 superaba los 300.000 millones de euros).

El problema del apalancamiento y la devolución de los créditos ya se planteó hace unos años, y la respuesta en la mayor parte de los casos fue la refinanciación de la deuda, esto es, un acuerdo por el que se aplazaba la devolución del principal, se pactaban nuevos intereses y, en determinados casos, se condonaba parte de lo adeudado a cambio de la entrega de activos (aquí se ha generado la enorme cartera de activos inmobiliarios —edificios, solares, etc.— en manos de la banca) y hasta se concedían nuevos créditos. El resultado interesaba a ambas partes: con el aplazamiento, las empresas obtenían oxígeno para seguir viviendo y los bancos evitaban tener que contabilizar esos créditos como impagados. La solución podía ser buena en una coyuntura crítica a corto plazo, la crisis en forma de V en la que muchos creían (una recesión corta seguida de una rápida recuperación de la actividad), puesto que el aplazamiento trasladaba el momento de los pagos al de la recuperación. Pero en una economía deprimida de larga duración, en la que las ventas no crecen, el aplazamiento del pago simplemente pospone la situación de crisis (la puede incluso agravar si se han negociado intereses más altos como contrapartida del aplazamiento, lo cual aumenta el volumen de las cantidades a devolver). En gran medida, la magnitud de estas renegociaciones de grandes créditos explica también la ausencia de créditos al resto de la economía, pues los bancos han tenido que destinar grandes sumas a evitar quiebras de sus grandes clientes. Prueba de que la cuestión empieza a escocer es que las grandes empresas españolas se han aprestado a poner en venta activos importantes para reducir deuda, aunque en tiempos como los actuales la venta no siempre es fácil y a menudo es una operación ruinosa. Hay, por tanto, un riesgo serio de que el affaire Pescanova no sea un caso aislado, sino que inicie una nueva serie de grandes suspensiones de pagos (“concursos voluntarios”, se dice ahora; suena más suave) que generen nuevas tensiones al sistema bancario. No hay razones para pensar que no existan otras empresas que hayan realizado prácticas filibusteras para trampear su situación. La libertad que se le permitió al sector financiero para continuar las prácticas especulativas, con la coartada del riesgo global, puede acabar deparando un riesgo mayor y constituir uno de los elementos de prolongación de una crisis que para millones de personas ha pasado ya a ser un drama kafkiano.