Albert Recio Andreu
El "efecto boomerang": quien causa un mal económico
acaba obteniendo un beneficio adicional

Cuaderno de incertidumbre: 3
(Mientras Tanto, 31 de octubre de 2015).

Parece una ley implacable del periodo neoliberal. Quien provoca un gran mal social en lugar de pagar por ello acaba viendo reforzados sus intereses. El caso más evidente es el de la crisis financiera. Al principio fue evidente que existía una relación directa entre el crac financiero, la burbuja inmobiliaria que habían experimentado algunos países (España, Irlanda, Reino Unido, EE.UU.) y la persistencia de medidas en favor de la desregulación financiera. No sólo se hizo patente la responsabilidad sistémica del sector financiero, sino que además se pusieron en evidencia numerosas actividades directamente delictivas: manipulación de los tipos de cambio, colocación fraudulenta de preferentes, etc. Excepto algún caso aislado y especialmente vistoso (Madoff) nadie ha pagado por esto. Por el contrario lo que se produjo es una movilización inusitada de recursos públicos para salvar a la banca y seguir permitiendo su gestión por los mismos grupos de siempre. Tampoco se hicieron reformas sustanciales del sistema financiero; la mayor parte de mecanismos que posibilitaron el crac y las burbujas especulativas siguen ahí, favoreciendo un capitalismo de casino, generando mayores desigualdades e impidiendo un cambio de orientación de la economía global.

Peor aún, pasado el susto, salvado el capital, el sector financiero y sus aliados han conseguido poner en pie una explicación alternativa de la crisis en la que son los estados, sus gastos, los culpables de la crisis económica. En lugar de estrictas regulaciones financieras y políticas económicas igualitarias lo que tenemos son políticas de austeridad que generan un enorme daño social. El debate sobre la refundación del capitalismo ha desaparecido y el capitalismo financiero vuelve a imperar.

Ahora con el affaire Volkswagen tenemos otra versión, más específica pero igualmente terrible de la misma lógica. Primero se descubre que el primer, o segundo, productor mundial de vehículos ha trucado sistemáticamente sus ingenios para saltarse los límites de emisión de sus coches diésel. Con ello la empresa trató de resolver un dilema costoso: o cambiaba completamente su tecnología diésel o sus vehículos tendrían menor potencia que los de la competencia. Y contribuyó poderosamente a elevar la contaminación y empeorar el calentamiento del planeta. Cuando todo el mundo esperaba sanciones graves lo que se acaba de anunciar es que la Comisión Europea eleva los límites de emisión tolerados. Un verdadero desafío a nuestra salud y al equilibrio ambiental. De nuevo el mismo efecto. 

El proceso que permite reconducir culpabilidad en ganancia es siempre el mismo. La justificación se plantea siempre en términos de “ética de las consecuencias”, el mal que se provocaría de actuar de otro modo sería peor que el que se infringe salvando a los culpables del desaguisado. En el caso de la crisis bancaria se suponía que dejar caer a los bancos globales provocaría un caos económico insoportable (como sí las políticas de ajuste no provocaran por sí mismas un caos total en los países donde se implementan). En el caso de Volkswagen y la industria automovilística se recurre al manido argumento del mantenimiento de los puestos de trabajo para justificar lo injustificable. Y seguramente volveremos a verlo si tira adelante el tema de las cláusulas suelo: nos amenazarán con el argumento de que devolver el dinero pone en peligro el empleo en el sector. Una justificación que esconde en su seno la profunda erosión democrática que han generado los potentes lobbies puestos en pie por las oligarquías económicas dominantes, las prácticas de puertas giratorias y la enorme hegemonía de las ideas neoliberales en todas las instancias que influyen en la opinión económica (universidades, organismos públicos, medios de comunicación).

Romper este “efecto boomerang” exige sin duda quebrar todos estos mecanismos de transmisión del poder económico sobre las políticas públicas. Exige una clara democratización de las instituciones. Pero exige también la elaboración de un discurso más articulado, reflexivo y al mismo tiempo claro, por parte de los oponentes del sistema. 

Es evidente que parte de la impunidad con que se producen estos efectos tiene que ver con la muy desigual distribución del poder en los tiempos actuales. Pero cambiar la correlación de fuerzas exige también claridad de ideas y discursos.

Y esta claridad a menudo falla. Tomemos como ejemplo uno de los grandes recursos retóricos con los que se justifica la adopción de medidas antisociales, el de la creación de empleo. Un argumento con el que a menudo se busca la complicidad de trabajadores y sindicatos. Nadie pone en duda que en una sociedad capitalista el empleo es esencial para alcanzar una vida satisfactoria. Pero es un argumento que esconde muchas trampas. En primer lugar, es sólo retórico, las empresas lo utilizan sólo cuando quieren alcanzar objetivos que afectan a sus intereses (eludir regulaciones, eludir impuestos etc.). Se olvidan completamente del mismo cuando se trata de mejorar su rentabilidad (la mayor parte de despidos masivos se justifican con la necesidad de reducir costes, sin consideración alguna a los costes sociales). En segundo lugar porque cada vez es más evidente que no existe una relación directa entre empleo y un nivel de vida satisfactorio, especialmente cuando se trata de empleos manuales. En tercer lugar porque es falso que sean los empresarios capitalistas los únicos capaces de crear empleo. Gran parte de los empleos privados dependen de decisiones públicas que crean empleo de forma directa o indirecta. No es casualidad que sean los países con tasas más elevadas de empleo los que tienen, a la vez, un mayor peso de la esfera pública en la actividad económica. En cuarto lugar, y esta es una cuestión más compleja de tratar de forma sucinta, porque el empleo no es en sí mismo un bien. El objetivo de cualquier sociedad no debe ser el trabajar mucho sino el alcanzar una vida satisfactoria. El trabajo es la aportación ineludible que todos los humanos deberíamos hacer para alcanzar aquel objetivo y por tanto la cantidad de trabajo a realizar está relacionada con los objetivos productivos que nos plateemos. En las sociedades capitalistas reales hay montones de empleos indeseables por sus condiciones e indeseables porque se dedican a promover actividades innecesarias o directamente indeseables, pero que generan rentas privadas a los empresarios. Salir de la trampa del empleo necesario requiere un planteamiento que combine una distribución adecuada de la renta, una capacidad de intervención democrática en las decisiones productivas esenciales y una regulación adecuada que equilibre derechos y obligaciones. Combatir la tiranía de la creación de empleo como alibi para justificar cualquier medida antisocial requiere definir, crear y buscar una hegemonía social en torno a qué formas de producción, vida y trabajo son esencialmente deseables. En el libro de Pizzigati, que recomiendo en la sección de libros, se explica cómo se construyó una hegemonía social en base a la crítica a la extrema polarización de la riqueza. Hoy las cosas no son tan simples, pero es igualmente claro que la única forma de afrontar con posibilidades de éxito el rechazo a las políticas antisociales incluye un elemento esencial de defensa de un modo de vida diferente y asequible a todo el mundo. Un proyecto que debe combinar componentes de igualitarismo, de democracia, de sostenibilidad ambiental y que discuta el funcionamiento económico en base de parámetros diferentes a los del beneficio y el crecimiento. 

En el caso Volkswagen hay otra cuestión que debería estar clara. Lo más importante no era el presunto castigo a los culpables (aunque bien está que se haga algo), porque lo crucial está en otra parte. Está en evitar que las empresas automovilísticas sigan contaminando. En poner límites a una industria que hace de la contaminación, de la destrucción del espacio, su base de negocio. De la misma forma que tan importante como la devolución del dinero robado a los afectados por las triquiñuelas bancarias es conseguir regulaciones del sistema financiero que reviertan el intolerable nivel de financiarización.