Alejandro Ramírez
Razones para un debate monetario: por qué el euro no es
el problema ni salirse de él la solución

(www.sinpermiso.info, 4 de noviembre de 2012).

Desde el inicio de la llamada “crisis soberana” en el 2010, el debate sobre la conveniencia o no de que los países de la “periferia” de la eurozona (España, Grecia, Portugal, Italia e Irlanda) abandonen la moneda única europea se ha convertido en una controversia política de creciente actualidad entre diversos sectores de la izquierda política y académica.

En el Reino de España existen diversos autores que ya en su día se opusieron a la entrada de España en el euro, argumentando que la moneda única era un proyecto neoliberal sin ninguna coherencia económica, que estaba condenado al fracaso desde el inicio[1]. Para estos autores el final tanto del euro como del denominado “sistema euro” es algo “inminente”, para lo que el sector mayoritario de la izquierda, partidaria de la permanencia en el euro, haría bien en prepararse tanto política como estratégicamente. Otros autores, como el Profesor Vicenç Navarro, aunque no comparten todas las posiciones del primer grupo, reconocen encontrar cada día más razones para simpatizar con la opción de salir del euro, al considerar que sería la mejor forma de superar la crisis en clave favorable a los intereses de los trabajadores[2]. El objetivo principal del presente artículo es argumentar que los partidarios de salir del euro están seriamente equivocados, tanto en sus análisis de la situación actual como en sus predicciones acerca del futuro de la moneda única.

Existen también diversos economistas críticos que conciben la actual crisis del euro principalmente como un problema de “mal diseño” y no como un problema fundamentalmente político, cuyo origen esta en las relaciones de poder construidas a lo largo del complejo proceso histórico de integración económica europea. Me refiero aquí a los representantes de la Teoría Monetaria Moderna (TMM) -entre cuyos exponentes más conocidos se cuentan Randall Wray, Stephanie Kelton, Warren Mosler y Marshall Auerback-, y otros economistas como Yanis Varoufakis. Aunque ninguno de ellos ha predicado nunca la salida de ningún país del euro, sino más bien todo lo contrario, el uso a menudo “bastardo” de muchos de sus argumentos por parte de algunos de los partidarios de la salida del euro, y el diagnostico erróneo que hacen de la enfermedad que padece el euro, hace también necesaria la critica de algunos de sus razonamientos.

Creo que nadie pone en duda que, como mínimo, el periodo intermedio en una hipotética transición del euro a la peseta, en condiciones de inestabilidad financiera y económica como las actuales, generarían significativos costes económicos y sociales. No hace falta más que recordar la fuga de depósitos bancarios minoristas que tuvo lugar en Grecia ante la incertidumbre de que el país abandonase el euro durante las últimas elecciones griegas o cuando Papandreou propuso celebrar un referéndum sobre los recortes. Enfrentados a la posibilidad de que sus depósitos fuesen convertidos de la noche a la mañana en una nueva moneda nacional, cuyo valor no puede más que caer en picado en el corto plazo, la gente saca todos sus ahorros en euros del banco para proteger su valor. Los que llegan tarde simplemente se quedan sin nada que poder sacar. Pero supongamos por un momento que toda esta inestabilidad y costes son solo transitorios y son hasta asumibles por parte de un gobierno, incluso de izquierdas, con el fin de allanar por fin el camino a una recuperación económica sostenible y socialmente justa. Veamos exactamente qué posibles alternativas mejores tendría España para salir de su crisis si recuperase su propia moneda.

Devaluar la moneda y monetizar los déficits públicos: ¿Instrumentos esenciales para reactivar la economía?

Tanto Pedro Montes como Vicenç Navarro argumentan en artículos recientes que la pertenencia de España al euro no le permite a ésta disponer de dos instrumentos “esenciales” para salir de la crisis: la posibilidad de devaluar su propia moneda y de disponer de su propio banco central, que “la proteja” de los especuladores financiando su deuda pública [3].

Estos autores suponen que una vez que España recupere su “soberanía monetaria” -entendida como la capacidad de devaluar su propia moneda y de tener un banco central propio que compre deuda pública de manera ilimitada o adapte su política monetaria a las necesidades específicas de España-, las presiones para aplicar políticas de ajuste neoliberal serían mucho menores que con el euro.

Se podría empezar por preguntar por qué manteniendo el euro no se podrían aplicar algunas de las medidas, aparte de la devaluación, que estos autores consideran esenciales para estabilizar los mercados financieros y reactivar la economía. ¿Qué impide, por ejemplo, que el Banco Central Europeo (BCE) compre de manera ilimitada deuda pública como quieren estos autores? Desde luego, no lo impiden sus estatutos, como explicaré después, y de hecho el nuevo programa de compras de deuda pública del BCE, conocido como el OMT y anunciado en agosto, precisamente habla de que las compras se harán en cantidades ilimitadas hasta eliminar el riesgo de “convertibilidad” que implican las elevadas primas de riesgo de la deuda pública de los países de la llamada “periferia” europea. Se objetará que el programa de compras del BCE está condicionado a que los gobiernos que se beneficien de él cumplan con un programa impuesto de ajustes fiscales y estructurales neoliberales. Pero, como todo el mundo sabe, está condicionalidad neoliberal se basa en un consenso ideológico y político entre los gobiernos europeos sobre cómo afrontar la crisis. Que duda cabe que este consenso obedece a la influencia de determinados sectores corporativos, en especial de parte del financiero, y de las influencias desiguales de distintos gobiernos a la hora de escoger las respuestas estratégicas que se están dando a la crisis. Basta comparar el peso de las propuestas del gobierno Merkel (el “pacto fiscal”, por ejemplo) con las tímidas desviaciones socio-liberales de Hollande (“pacto europeo por el empleo y el crecimiento”). Sin embargo, este consenso no tiene nada que ver con la existencia en sí de una moneda única compartida llámese euro o lo que sea. ¿Acaso cabe esperar que el gobierno español, en el hipotético caso de que España abandone el euro, vaya a romper el consenso dominante y adopte una visión radicalmente distinta a la neoliberal sobre cómo afrontar la crisis? No hay ninguna razón para pensar que vaya a ser así y, sin embargo, uno podría pensar que la capacidad de un gobierno por si solo de resistir a las presiones de los mercados financieros sobre su economía estaría mucho más limitada que si pudiese acordar políticas económicas comunes con los gobiernos de 17 países que conjuntamente gobiernan un área económica del tamaño de la zona euro.

Se dirá que el proyecto del euro tiene el neoliberalismo grabado en sus genes y que es indistinguible de él, como lo prueba, por ejemplo, la existencia del tratado neoliberal de Maastricht de 1992, sobre el que se construyó la moneda única. Tratado que, por cierto, ya se ha modificado más veces en menos tiempo que la constitución española. Se dirá, por lo tanto, que no se puede acabar con el neoliberalismo sin acabar con la moneda única, como si el neoliberalismo fuese a dejar de gobernar nuestras vidas con la reintroducción de la peseta. Una vez más, parece claro que el carácter neoliberal de la arquitectura económica de la zona euro obedece a la voluntad política de los gobiernos de la zona del euro de que esto sea así y no a la existencia en sí de una moneda única compartida. No existe nada más, aparte de la voluntad política de los gobiernos de la zona del euro, que impida que la moneda única se pueda construir con una arquitectura radicalmente distinta a la neoliberal, como tampoco hay nada que garantice que la nueva peseta se fuese a construir sobre una gobernanza económica anti-neoliberal.

No se trata de idealizar las instituciones europeas como entidades neutrales, desprovistas de una ideología ligada a la influencia de ciertos intereses corporativos o relaciones de poder determinados, pero tampoco de idealizarlas como la encarnación absoluta del “ordo- liberalismo”. Se trata precisamente de comprender que estas instituciones tienen el carácter que tienen no por ser instituciones europeas (de la Europa que sea), sino precisamente por obedecer a aquellos que son sus amos políticos en estos momentos, que es lo que hay que centrarse en cambiar. Concebir a las instituciones europeas como la encarnación inmutable de una ideología e intereses determinados para concluir que solo se puede escapar de la dominación neoliberal fugándose del marco institucional europeo, y retirándose hacia el viejo marco del estado-nación, es una ilusión.

A vueltas con la devaluación de la peseta...

Pero volvamos sobre las herramientas que supuestamente nos habrían arrebatado con el euro. Según algunos de estos autores volver a la peseta nos permitiría devaluar la moneda lo que fuese necesario, hasta que nuestras exportaciones ganasen en competitividad y se iniciase una recuperación económica impulsada por el sector exportador. Recordemos que las recetas de la Troika también se basan en generar crecimiento a través del sector exportador, pero en vez de ganar competitividad con la devaluación del tipo de cambio, la Troika propone e impone ganar competitividad a través de la deflación de los precios y la reducción de los costes salariales internos. Esta deflación interna vendría generada por una contracción de la demanda interna y reformas “estructurales” para liberalizar los mercados de trabajo y de bienes y servicios.

En el caso del profesor Navarro, éste defiende que las políticas para impulsar el crecimiento deben basarse principalmente en fomentar un aumento de la demanda interna y no en las exportaciones y, sin embargo, al mismo tiempo afirma que una devaluación de la moneda, para favorecer las exportaciones, es un instrumento esencial por el que merece la pena salirse del euro asumiendo todas las consecuencias. Pone como ejemplo a Argentina, precisamente para decir que, a pesar de la devaluación de su moneda, la recuperación de la economía argentina no tuvo que ver con el aumento de las exportaciones sino con la recuperación de la demanda doméstica. Pero entonces ¿por qué tanto énfasis en la necesidad de devaluar la moneda? Una razón puede ser la sustitución de las importaciones por una mayor demanda de bienes producidos internamente, ya que en teoría una devaluación encarecería los precios de las importaciones relativo a los bienes producidos en el interior. Pero a menos que la economía española sea capaz de sustituir todo lo que hoy importa con producción local, cosa evidentemente imposible, lo más probable es que el encarecimiento de las importaciones producido por la devaluación elevase los precios internos, tanto de los productos finales importados como de los bienes producidos internamente compuestos de productos intermedios importados. Esto causaría un aumento importante de la inflación interna y la caída de los salarios reales. La caída del poder adquisitivo interno no fomentaría la demanda interna, sino que la reduciría. En el caso de España, además, su dependencia energética de las importaciones de petróleo la hace particularmente vulnerable a aumentos de la inflación importada si se produjese una devaluación significativa.

Pedro Montes argumenta que las devaluaciones de la peseta, y de otras antiguas monedas nacionales que desaparecieron con la llegada del euro, eran un instrumento esencial que permitía ajustar periódicamente los desequilibrios competitivos entre las distintas economías europeas. Cualquiera se podría preguntar entonces porque tanto empeño por parte de los gobiernos de la época en evitar en todo lo posible devaluaciones de su moneda -agotando sus reservas en intervenciones en los mercados de divisas para defender su valor contra los ataques de los especuladores-, si una devaluación al final solo podía acarrear beneficios a cambio de poco o ningún coste. Además de los costes que supondría una devaluación que ya he mencionado, habría que añadir que, cuando todavía existía la peseta, el riesgo crónico de devaluación suponía que España debía pagar tipos de interés superiores al 10% por su deuda pública.

Es evidente que las presiones para que la peseta se devaluara periódicamente eran un síntoma de otros problemas, como los desequilibrios internos de la economía española o, a veces también, de los flujos de capital provocados por acontecimientos ajenos a la economía española, por ejemplo la subida de los tipos de interés en Alemania tras la reunificación de este país. ¿Ayudaban estas devaluaciones a corregir los problemas estructurales de la economía española o a evitar el resurgir continuo de déficits por cuenta corriente causados, según Pedro Montes, por la falta de “competitividad”? El retorno periódico de las presiones para devaluar la peseta parecen indicar que no.

Es importante señalar que las devaluaciones tienen efectos positivos y negativos para unos y otros y que, en balance, no se sabe si serán globalmente buenas para una economía nacional, dependiendo del tipo y medida de su inserción internacional. Pero desde luego no es aconsejable desde el punto de vista internacional.

Lo más curioso de todo este debate es que mientras se discute si con la peseta podríamos devaluar y reducir nuestro déficit por cuenta corriente favoreciendo un aumento de las exportaciones, este mismo déficit se ha ido ya cerrando a pasos vertiginosos aún manteniéndonos en el euro. Efectivamente, en 2011 el déficit por cuenta corriente español se había ya reducido hasta el 3,5% del PIB (desde un déficit del 10% en el 2007), el mismo nivel que tenía España justo antes de iniciarse el boom inmobiliario.

El aumento sin precedentes del déficit por cuenta corriente durante el período 2003-2007, y de nuestra dependencia de los influjos de capital exterior para financiarlo, no vino generado por una supuesta debilidad de nuestras exportaciones por una supuesta falta de competitividad. Las estadísticas nos muestran que la tasa de crecimiento real anual de las exportaciones españolas aumentó desde un 3,6% en el 2003 hasta un pico del 7,5% en el 2008 y que tras una importante caída del 10% en el 2009, debido a la recesión global, las exportaciones han vuelto a crecer al impresionante ritmo del 15% en el 2010 y 8,5% en el 2011. Todo sin necesidad de devaluar ninguna peseta. Solo hay dos países en la zona euro en los que las exportaciones han crecido más que en España desde el 2001, Alemania e Irlanda. Si además nos atenemos a la evolución de la cuota de mercado de las exportaciones españolas desde el 2000, observamos que ésta se ha mantenido en niveles relativamente estables (entorno al 2% de las exportaciones globales) durante todo este periodo, mientras que las cuotas de otros países como Francia, Italia o Reino Unido han caído entre 0,8 y 1,7 puntos porcentuales.

Las conclusiones erróneas acerca de una supuesta pérdida de competitividad de la economía española bajo el euro se basan exclusivamente en análisis reduccionistas, que señalan al aumento de los Costes Laborales Unitarios (CLU) en España durante este periodo como prueba de ello. Los CLU ponen en relación los costes del factor trabajo con la productividad y, por lo tanto, muestran los costes laborales nominales que implica producir cada unidad real de producción. Sin embargo, la competitividad no se puede reducir de manera simplista a los costes de un solo factor de producción, como el trabajo o el elemento precio, como evidencia la evolución contraria de las exportaciones y de la cuota de mercado española relativa a la de los CLU. Como ya han puesto de relieve economistas de todos los signos, en las economías avanzadas capitalistas la mayor parte de los productos compiten no solo en base al precio, sino fundamentalmente a la diferenciación en la calidad y la innovación entre distintos productos. Es lo que se conoce en los libros de texto de economía como competencia monopolística.

El aumento del déficit por cuenta corriente entre el 2003-2007 se debe principalmente al crecimiento acelerado de la demanda interna, posible por el acceso a la financiación exterior a tipos de interés históricamente reducidísimos. Este hecho, a su vez, fue el resultado del proceso de integración financiera en la zona del euro que acompañó a la adopción de la moneda única y la eliminación del riesgo cambiario para los inversores extranjeros. La reducción acelerada del mismo déficit desde el 2008 se debe a la dinámica inversa: a la fuga de capitales masiva de España y la resultante contracción de la demanda interna y de las importaciones. En ambos casos el comportamiento de las exportaciones, si ha jugado algún papel, ha sido el de contener el aumento del déficit cuando aumentaban las importaciones durante el boom y a ayudar a corregir el déficit cuando caían las importaciones durante la recesión.

Si lo que se pretende es sostener el crecimiento de la economía española, lo que corresponde es buscar el modo de contrarrestar la fuga de capitales para sostener la demanda interna, no devaluar para supuestamente apoyar a un sector exportador que ya está entre los que crece más rápido de toda Europa. Pero tampoco tiene sentido simplemente imponer el control de capitales para evitar su fuga, puesto que mientras la economía continúe cada año generando un gasto superior al ahorro interno, esto, quiere decir que para sostener el nivel de gasto la economía necesita recurrir a nuevos flujos de financiación exterior. El capital privado exterior difícilmente va a continuar acudiendo a financiar nuestra economía si tiene la salida vetada. Lo que si es posible es reemplazar los flujos de capital externo privado por financiación publica del exterior, para sostener la demanda interna, y combinar esta medida con un impago o controles de capital para reducir la necesidad de refinanciar saldos vivos de deuda, según vayan venciendo, o el pago de intereses sobre la deuda. En estos momentos la reducción acelerada de las necesidades de financiación exterior de la economía española se debe principalmente a la caída del PIB. De lo que se trata es de frenar la caída del PIB y de gestionar un proceso de desapalancamiento ordenado de la economía, en el que el gasto publico o socialmente útil vaya gradualmente reemplazando al gasto privado generado por la economía del ladrillo.

Flujos de capital y mecanismos de reciclaje

Llegados a este punto es donde adquiere interés discutir propuestas como las del economista Yanis Varoufakis. Este economista griego trata de buscar un mecanismo que permita reciclar el capital privado que huye de la deuda pública y privada de la periferia, cada vez que surgen tensiones en los mercados, y que se traslada a inversiones consideradas “seguras” como la deuda pública alemana. Este efecto perverso es la causa de que cuando los tipos de interés de la deuda periférica se disparan, los de la alemana, por ejemplo, tocan nuevos mínimos e incluso a veces llegan a niveles de interés negativos para la deuda a plazos más cortos. Es decir, cuanto más difícil les resulta financiarse a las economías de la periferia en momentos de mayor inestabilidad financiera, más fácil les resulta hacerlo a las del “centro” de la eurozona.

Merece la pena recalcar que la zona euro en su conjunto siempre ha mantenido una balanza por cuenta corriente equilibrada, lo cual significa que en términos netos no necesita recurrir a la financiación exterior. La crisis del euro, por lo tanto, se manifiesta en una redistribución de los flujos de capital privado entre los países que comparten la moneda única, no en un éxodo del capital financiero de la zona del euro en su conjunto. Mecanismos públicos de financiación como el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF) o el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) lo que hacen es captar capital privado a tipos de interés más bajos que a los que puede acceder en estos momentos la periferia y lo prestan a países como Grecia, Irlanda o Portugal para tapar el agujero de financiación que deja el capital privado que se fuga de estas economías. La razón por la que el FEEF y el MEDE son capaces de obtener financiación del mercado a tipos más reducidos que los países periféricos es porque están respaldados por las garantías y el capital de los países del centro de la eurozona, que no tienen problemas para financiarse.

Mecanismos como el FEEF y el MEDE pueden ser ya considerados mecanismos públicos para reciclar los flujos de capital dentro de la zona del euro. La financiación proveniente de estos mecanismos en teoría debería permitir sostener los niveles de demanda interna de las economías periféricas, que el capital privado ya no quiere financiar. El problema del FEEF y el MEDE es que conceden financiación solo a cambio de ajustes neoliberales en las economías de la periferia. Estos ajustes van encaminados a reducir la demanda interna en estas economías, reduciendo sus necesidades de financiación exterior y así posibilitar que los países receptores devuelvan cuanto antes el dinero al FEEF y el MEDE. Como hace patente el caso de Grecia, la irracionalidad de todo ello es que los programas de ajuste neoliberal, lejos de estabilizar la economía y generar crecimiento, lo que hacen es profundizar la recesión y aumentar la dependencia de la financiación exterior proveniente del MEDE y del FEEF.

Nada que no sea la voluntad política de los gobiernos de la zona del euro, impide, sin embargo, que el FEEF y el MEDE concediesen préstamos para apoyar programas económicos de crecimiento alternativos cuyo objetivo fuese impulsar la demanda interna, o cambiar gradualmente de modelo productivo.

¿Tendríamos menos problemas para financiarnos si recuperásemos nuestra soberanía monetaria?

El profesor Navarro defiende en su artículo la idea de que si España no estuviese en el euro podría acceder a la financiación exterior con más facilidad, y a tipos de intereses más bajos, que estando en el euro. Como prueba de ello señala al Reino Unido que, aun teniendo un monto de deuda pública mayor que España, su gobierno es capaz de financiarse a tipos de interés más bajos que España gracias a que mantiene su propia moneda y un banco central que compra la deuda de su gobierno. Siguiendo la misma lógica argumentativa, podía haber también utilizado a los EE.UU. o a Japón como ejemplos.

Para el profesor Navarro el único fundamento contrario a la salida del euro es un posible aumento de la inflación, derivada de que un hipotético futuro banco central de España, con la nueva peseta, “imprimiese moneda” para apoyar las políticas expansivas. Este argumento carece de peso, ya que un aumento de la masa monetaria sólo puede elevar la inflación si viene asociada a un aumento en paralelo del gasto, lo cuál no tiene por qué ocurrir, puesto que en un contexto como el actual es más probable que aumente la tasa de ahorro (por efecto precaución). Además, en una economía en recesión los factores productivos se hallan infrautilizados y, por lo tanto, existe margen para aumentar la producción para hacer frente a un aumento del gasto sin presionar al alza los precios.

Es cierto que países como el Reino Unido y Suecia están en la UE y no en el euro y que sus gobiernos pueden financiarse a tipos de interés inferiores, pero esto por supuesto no implica que cualquier país que no esté en el euro lo pueda hacer también. Para empezar, países como Alemania o Francia, a pesar de estar en el euro, también se pueden financiar a tipos de interés mucho más bajos que España, a pesar de que han cedido su soberanía monetaria y de que el monto de su deuda pública supera al de España. Otras economías relativamente grandes, como Hungría, asimismo en la UE pero no en el euro, y que además mantienen regímenes cambiarios flexibles, solo son capaces de financiar la deuda pública que emiten en su propia moneda a tipos más altos que España, sin haber siquiera sufrido una crisis económica o financiera comparables. Países como Hungría o Polonia además emiten una parte importante de su deuda pública en monedas extranjeras (50% en el caso de Hungría y 30% en el caso de Polonia), principalmente en euros, porque solo así son capaces de colocar su deuda entre inversores extranjeros y acceder a tipos de financiación más reducidos[4]. Argentina, a la que tanto gusta citar el profesor Navarro, al día de hoy emite el 60% de su deuda pública total y el 98% de su deuda externa en moneda extranjera (principalmente en dólares), aun después de haber abandonado la paridad con el dólar, acometer un impago en el 2005 y haber recuperado su “soberanía monetaria” tras la crisis del 2001-2002. Curiosamente, cerca del 10% del total de la deuda pública Argentina está denominada precisamente en euros [5].

La inmensa mayoría de los estados soberanos no pueden acceder a los mercados de capitales internacionales en su propia moneda, ya que los inversores extranjeros sólo están dispuestos a comprar deuda pública de un país que esté denominada en unas pocas monedas, como el dólar, el euro el yen o la libra esterlina. Esto es algo que algunos economistas denominan “el pecado original” y que llevan poniendo de manifiesto desde hace años. La capacidad de un país de financiar su deuda pública a tipos de interés sostenibles tiene que ver con otros factores (la confianza en la estabilidad de la moneda, la estructura de los mercados de capitales internacionales, etc.), más allá de que el país cuente con su propia moneda y un banco central al que se le permita comprar deuda pública.

Sobre la  “monetización” de los déficits por parte de los bancos centrales

Existe una confusión total muy extendida acerca de lo que realmente se está hablando cuando diversos autores pretenden argumentar que mientras a algunos bancos centrales -como la Reserva Federal Americana (Fed), el Banco de Japón (BdJ) o el Banco de Inglaterra (BdI)-, pueden comprar deuda de su propio gobierno, el problema en la zona euro es que al BCE no le está permitido hacer lo mismo. Cualquiera que consulte los estatutos de todos estos bancos centrales podrá comprobar que a todos ellos les está permitido comprar deuda pública en el mercado secundario, pero que todos tienen prohibido comprar esta deuda en el mercado primario directamente de su gobierno [6].

La razón oficial que se da es siempre la misma: evitar la “monetización” de los déficits públicos por los bancos centrales. Por lo tanto, en este aspecto no existe ninguna diferencia entre el BCE y los demás grandes bancos centrales. Desde el 2010, el BCE de hecho ha comprado deuda pública en el mercado secundario valorada en más de 200.000 millones de euros y como hemos visto acaba de anunciar en agosto del 2012 un nuevo programa de compras ilimitado llamado OMT.

El siguiente elemento de confusión consiste en afirmar que aunque la Fed, el BdJ y el BdI solo compren deuda pública en el mercado secundario -como lo hace también el BCE-, las políticas conocidas generalmente como “Quantitative Easing” (flexibilización cuantitativa), que practican los tres primeros bancos centrales, consisten en “monetizar” los déficits públicos. Este tipo de afirmaciones ignoran que el objetivo declarado del “QE” de la Fed, el BdI y el BdJ es aumentar la liquidez o la cantidad de reservas que los bancos comerciales tienen en sus cuentas con el banco central. Los títulos de deuda pública son simplemente el instrumento mediante el cual los bancos centrales aumentan los fondos o las reservas disponibles para los bancos comerciales en las cuentas que éstos tienen en el banco central. La cantidad de deuda pública que compran los bancos centrales viene fijada en base a la cantidad de liquidez que estos quieren inyectar en el sistema bancario y no depende del tamaño del déficit público que el gobierno quiera financiar. Es decir, son políticas para proveer a la banca de liquidez, no para financiar la expansión del déficit público de sus gobiernos [7].

Esos mismos bancos centrales tampoco se marcan como objetivo defender un nivel determinado de tipo de interés sobre la deuda pública del gobierno central a la hora de decidir la cantidad de esta deuda que quieren comprar, como por ejemplo sí hacia la Fed en los años cuarenta e inicios de los cincuenta, cuando sí tenía como uno de sus objetivos declarados ayudar al gobierno a financiar el gasto militar.

Los programas conocidos como “QE”, además de comprar deuda pública, adquieren deuda privada (por ejemplo, titulizaciones hipotecarias, deuda corporativa, etc.) precisamente porque la compra de estos títulos, lejos de constituir un fin en si mismo, es solo el instrumento mediante el cual el banco central aumenta la liquidez del sistema bancario y presiona los tipos de interés de todo el sistema financiero a la baja. Un objetivo, el de presionar los tipos de financiación en la economía a la baja, que coincide plenamente con el objetivo que tradicionalmente persiguen los bancos centrales cuando bajan sus tipos de interés de referencia a corto plazo (generalmente el tipo de interés sobre los préstamos interbancarios a día) para influir de manera indirecta sobre los tipos de interés a largo plazo en la economía.

Las políticas de “QE” son una herramienta adicional que han adoptado los bancos centrales cuando, a pesar de haber reducido al mínimo sus tipos de interés de referencia, no consiguen reactivar el crédito y el crecimiento económico, porque la aversión de los agentes económicos a asumir riesgos financiando nuevas inversiones mantiene los tipos de interés reales a largo plazo a niveles tan elevados que no es rentable que las empresas inviertan.

Quizás sorprenda a algunos saber que el principal método por el cual los bancos centrales como la Fed llevaban a cabo su política monetaria “inyectando liquidez” en el sistema bancario, ya mucho antes de la crisis, era precisamente comprando deuda pública americana en el mercado secundario. Exactamente igual que sucede hoy, cuando la Fed compraba deuda pública en el mercado secundario automáticamente, inyectaba fondos en las cuentas que los bancos tienen en el banco central.

Este tipo de inyecciones de liquidez al sistema bancario se hacían principalmente para que los bancos pudiesen financiar la compra de billetes en efectivo que necesitan para cuando sus clientes minoristas van al banco a transformar parte del dinero electrónico en su cuenta corriente en dinero en contante. No tenía absolutamente nada que ver, ya entonces, con financiar el déficit público. La razón por la que la Fed escogía comprar deuda pública, y no otro tipo de activos para inyectar liquidez, era simplemente porque era, y es, el tipo de activo más líquido y abundante y con menor riesgo de impago disponible.

¿Está condenado el euro a la autodestrucción?

Para diversos economistas de izquierdas (Pedro Montes, Varoufakis) el euro es un proyecto “mal concebido” desde sus inicios. Para Varoufakis, la arquitectura del euro sufre de un error de diseño, pero por suerte este es un error que no tiene por qué llevar a su desaparición, si realizamos algunos ajustes y cambiamos algunas piezas a tiempo. Varoufakis, inspirado en las propuestas originales de Keynes en los tiempos en que se creó el sistema de Bretton Woods, propone crear un mecanismo (los detalles se pueden consultar en su “Modesta propuesta” en su blog) que permita reconducir los flujos financieros de los países con excedentes (como Alemania) a los países con problemas de financiación (como la periferia europea).

Pedro Montes emplea un tono más apocalíptico e insiste en que no existe arreglo alguno que pueda salvar al euro. Según él, era imposible que una moneda única funcionase sobre la base de economías con estructuras y niveles de desarrollo económico tan desigual. Afirma, por ejemplo, que: ¨...la moneda única vio la luz del día por decisiones políticas pues las condiciones económicas distaban de crear el contexto propicio...¨[8]. ¿Pero acaso se conoce en la historia caso alguno en el que la creación de una unión monetaria no haya obedecido fundamentalmente a razones políticas? ¿Acaso no conviven regiones con estructuras económicas o niveles de desarrollo económico tan o más desiguales que los que hay dentro de la zona euro en uniones monetarias que nadie cuestiona como los EE.UU.? ¿Y qué decir de las desigualdades económicas que ya existían dentro de países como España, Italia o Alemania, por ejemplo, ya antes de que estas abandonasen sus monedas nacionales? Se dirá que la diferencia estriba en que en estas economías existe un Estado que permite reequilibrar los desequilibrios internos mediante transferencia fiscales. Pero si éste es el problema ¿qué es lo que impide concebir que algún día pueda construirse un sistema de transferencias fiscales dentro de la zona del euro? La Política Agraria Común (PAC) europea y los fondos estructurales europeos, que hoy se financian a través de un presupuesto común europeo (aunque equivalga a menos del 2% del PIB de la UE), ya constituyen mecanismos de transferencia fiscal entre los estados de la UE. ¿Qué es exactamente lo que hace imposible que se creen más mecanismos de este tipo? Es evidente que se trata simplemente de una cuestión de voluntad política, que no tiene nada que ver con ningún supuesto impedimento de tipo técnico o económico, y ni siquiera con una supuesta “genética neoliberal”. ¿Que tendrán que ver la PAC o los fondos estructurales con el neoliberalismo?

Por supuesto que el euro es el fruto de una decisión política de los estados que lo crearon. A pesar de estar dotado de varias instituciones supranacionales, la zona del euro, como la Unión Europea (UE), es fundamentalmente un entramado institucional intergubernamental. Precisamente por eso, su supervivencia depende exclusivamente de la voluntad política de estos estados. Sobre todo de Alemania y Francia. Ninguna solución “técnica” y ningún banco central supranacional, investido de los poderes que se quiera, puede dar solución a la crisis del euro si los estados soberanos que hay detrás deciden que ya no les interesa. Esto también quiere decir que es perfectamente posible contemplar la implementación de cualquier solución para salvar el euro, por muy irreal o contraria a los dogmas y principios que algunos gobiernos como el alemán hoy defienden como irrenunciables, si los estados miembros del euro deciden que les interesa que la moneda única sobreviva. ¿Acaso no hemos visto ya como reinterpretaban principios “sagrados” del tratado de Maastricht a su conveniencia -como aquel que decía que ninguna institución o Estado de la UE puede hacerse responsable de la deuda de otro-, cuando crearon el FEEF en mayo del 2010 para salvar a Grecia y evitar la desintegración del euro?

Por qué la historia ayuda a comprender el presente

Es imposible entender la creación del euro como algo desligado del proceso histórico y político más amplio que impulso la integración económica Europea después de la Segunda Guerra Mundial. La motivación principal de este proceso histórico era crear un marco que hiciese posible reconciliar los intereses de las clases capitalistas francesas y alemanas para hacer posible que el desarrollo de ambas economías se produjese de manera complementaria y no contrapuesta. Por supuesto que en los orígenes de la UE también se encontraba el objetivo de posguerra de los EE.UU. de crear un polo fuerte de reconstrucción del capitalismo, para hacer frente a la URSS, pero esto no excluye el hecho de que entre la mayoría dominante de las elites europeas también fue arraigando un consenso sobre la necesidad de crear un marco institucional, para reconciliar los intereses tradicionalmente enfrentados de los capitalistas a ambos lados del Rin. Sin tener en cuenta esto, es imposible entender, por ejemplo, por qué el impulso decisivo para la creación del euro llegó solo tras la caída del muro de Berlín.

La condición para permitir que, tras la guerra, una Alemania derrotada volviese a convertirse en la principal potencia económica del continente era que encauzara su desarrollo económico en armonía con el resto de las economías europeas. La única forma de garantizarlo era construyendo un marco institucional único de gobernanza económica europea, donde las clases dominantes europeas pudiesen gestionar sus intereses y resolver sus conflictos en común. A la clase capitalista alemana le interesaba el proyecto porque sabía que era la única forma de poder asegurarse el acceso al mercado europeo, del que dependía para levantar su economía. Sin embargo, a pesar de ser la potencia económica hegemónica, siempre fue reacia a dirigir el proceso y a asumir los costes de mantener el sistema del que era el centro.

La necesidad de crear una moneda única o un sistema de cambios fijo fue siempre vista como algo coherente con el objetivo de promover la integración económica europea y de diseñar políticas económicas en común. Difícilmente se puede avanzar en la creación de un mercado común europeo cuando cada uno de los 27 países miembros devalúa y revalúa sus monedas regularmente. Al fijar los tipos de cambio de cada una de sus monedas, los estados de la UE se veían obligados a coordinar sus políticas monetarias y fiscales y a tener en cuenta el impacto que las políticas macroeconómicas en un país tenían sobre los demás. Bajo el sistema de Bretton Woods, el problema nunca se planteaba, ya que todas la monedas europeas fijaban indirectamente su tipo de cambio entre ellas al estar todas también ancladas al dólar. No es de extrañar entonces que las primeras discusiones sobre la posible creación de un sistema de cambios fijos alternativo europeo, o incluso una moneda única, se diese en el contexto de la crisis de Bretton Woods.

El problema de los diversos intentos infructuosos de mantener un sistema europeo de tipos de cambios fijos estable fue siempre que éste era un sistema asimétrico, en el que las monedas europeas quedaban básicamente ancladas a la moneda de la economía más fuerte, el marco alemán, por ser ésta la moneda más fuerte del sistema, con tendencia constante a reevaluarse y a acumular reservas de divisas. Esto significaba que los países que anclaban su moneda al marco también subordinaban su política económica a la alemana. A cambio, la responsabilidad de Alemania, la potencia hegemónica, consistía en utilizar sus reservas de divisas para intervenir en favor de las monedas de los demás países cuando estos sufrían presiones para devaluar sus monedas y corrían el riesgo de quedarse sin reservas. El problema es que, de manera recurrente, cuando el sistema sufría presiones y los intereses de mantener una cierta política económica en Alemania entraban en conflicto con los de sostener el sistema de cambios fijos con las reservas alemanas, Alemania siempre escogía no sostener el sistema y se producía un reajuste de todos los tipos cambiarios. Es decir, a Alemania le sucedía algo parecido a los EE.UU. cuando esta potencia decidió dejar caer al sistema de Bretton Woods. Esto es: cuando el sistema se tambaleaba, la potencia económica hegemónica europea, Alemania, se resistía siempre a subordinar sus políticas económicas al imperativo de sostener un sistema monetario europeo que tuviese en cuenta los intereses del conjunto de las clases capitalistas europeas.

Esta situación cambió sólo en el momento de la unificación alemana, cuando el entonces presidente de Francia, Mitterrand, condicionó su apoyo a la reunificación alemana a que el gobierno alemán se comprometiese a abandonar su soberanía monetaria y a poner en marcha un proceso que llevaría a la creación, en 1999, del euro. La diferencia fundamental entre el euro y el sistema anterior en el que todos los demás países anclaban su moneda al marco alemán era que la política monetaria de Europa ya no la decidía el banco central alemán, el Bundesbank, y los demás países se adaptaban a ella para poder mantener el sistema de cambios fijos, sino que la política monetaria y cambiaria ahora la decidía un nuevo banco central supranacional, el BCE, en el que el voto del gobernador alemán, por increíble que parezca, vale tanto como el de cualquier otro de los 17 países del euro [9].

La evidencia más clara de este cambio la proporciona todos los días el gobernador actual del Bundesbank, cuando protesta en público por no poder impedir con su único voto contrario que el BCE haya decidido lanzar el programa de compras de deuda pública conocido como el OMT.

Conclusiones: las consecuencias políticas de un análisis equivocado

Autores como Pedro Montes reconocen que recuperar la peseta no nos libraría de la necesidad de tener que seguir luchando contra la imposición de un programa económico neoliberal, pero defienden que esta lucha sería mucho más favorable a la clase trabajadora en el terreno nacional que en el de una zona euro condenada a la autodestrucción.

Por ello argumentan que, en realidad, al final todo se reduce a la correlación de fuerzas existentes dentro de cada ámbito de actuación, que es lo decisivo para poder imponer políticas económicas anti-neoliberales. Según él, la correlación de fuerzas sería mucho más favorable a la clase trabajadora española teniendo que enfrentarse sola a su propio gobierno, bajo un marco de gobernanza económica separado del resto de la zona euro, que teniendo que construir y luchar por un programa político europeo común con la clase obrera de 17 países distintos. Estos argumentos denotan un profundo pesimismo con respecto a la potencialidad emancipadora del internacionalismo de los y las trabajadores. Pero lo peor es que además condena al fracaso cualquier intento de la clase trabajadora de imponer un programa económico anti-neoliberal.

Hoy las clases dominantes y elites políticas europeas coordinan sus políticas económicas, construyen sus consensos políticos sobre cómo defender mejor sus intereses colectivos y actúan unidos a escala europea. Esto les concede una ventaja inigualable a la hora de defender sus intereses sobre una clase obrera europea que todavía actúa y se expresa políticamente principalmente dentro de los límites del marco nacional. Las tristes consecuencias de esta desventaja son del todo evidentes. Es lo que permite, por ejemplo, a la clase dominante mantener convencida a la mayor parte de la clase obrera alemana de que sus intereses son contrapuestos a los de los trabajadores griegos que, supuestamente, solo pretenden vivir mejor que ellos a costa de los impuestos de los alemanes. Es lo que permite a algunos partidos “socialdemócratas” del norte de Europa decir que su estado de bienestar está en peligro por tener que subvencionar a países como Grecia. Es lo que le permite a Ford cerrar tres plantas en Bélgica e Inglaterra despidiendo a miles de trabajadores y trasladar la producción a su fábrica de Valencia, argumentando que los trabajadores y sindicatos españoles son mucho más “flexibles” y productivos que sus homólogos belgas o ingleses. Ello sin que los sindicatos de los tres países tengan posibilidad alguna de influir en las decisiones de una empresa que, al contrario que ellos, actúa a escala europea y, por lo tanto, puede dividir y contraponer los intereses de sus trabajadores en distintos países. Lo triste es que, en la situación actual, parece inconcebible plantearse siquiera que los trabajadores españoles apoyen a sus homólogos belgas e ingleses con huelgas de solidaridad o con fondos de apoyo para sostener la huelga de aquellos.

En una economía cuyos flujos comerciales y financieros están altamente integrados, como lo es Europa, las disyuntivas sobre política económica están totalmente condicionados por lo que sucede fuera de cada uno de los países individuales. Por ello limitar la actuación política de la clase trabajadora al marco nacional, cuando la clase dominante hace lo contrario todos los días, es condenar cualquier proyecto de emancipación de la clase trabajadora al fracaso.

Algunos objetarán que la UE no es un “espacio nacional”, es decir, un lugar en el que, por lo menos: 1) los poderes políticos, institucionalmente reconocidos como tales, pueden representarse jurídicamente como comisionados fiduciarios del pueblo soberano, idealmente representado como comitente; 2) y un lugar donde hay “pueblo-nación” con conciencia de tal, capaz de legitimar transferencias fiscales o redistribuciones territoriales de la riqueza “nacional” europea.

Pero, ¿por qué suponer que solo donde existe un sentimiento compartido de nación se pueden justificar redistribuciones territoriales de la riqueza europea? Los capitalistas entienden perfectamente la necesidad de ceder soberanía nacional para crear una unión bancaria, y salvar su sistema financiero con un fondo de rescate pan-europeo, sin necesidad alguna de tener que inventar ninguna nación europea. ¿Qué impide entonces, por ejemplo, que la clase trabajadora acepte ceder soberanía nacional, con la posibilidad de reemplazarla por otras nuevas formas de soberanía supranacional, para crear un estado de bienestar europeo donde exista un fondo de pensiones pública y de seguridad social común que, por su dimensión continental, sean mucho mas sostenibles y amplios que los que hoy existen a nivel nacional?

Y ¿por qué suponer que el estado-nación es el único marco concebible dentro del cual se puede ejercer y legitimar el poder y actuar políticamente? Nuestros lideres europeos, en sus consejos europeos inter-gubernamentales, adoptan todos los meses, de manera conjunta, decisiones sobre el rumbo que ha de seguir la zona euro contrarias a las que les dictan sus respectivos estados-naciones, que son supuestamente los que les otorgan su legitimidad. Esto, por cierto, le pasa tanto a Rajoy -cuando explica en Madrid que ha acordado algo porque es lo que mandaban en Europa- como a Merkel cuando la abuchean a su regreso a casa por haber cedido un nuevo pedazo de soberanía alemana a Europa. Lo cierto es que cuando estos “lideres” se juntan a discutir como salvar el euro, abandonan en gran medida el punto de vista nacional y adoptan el punto de vista de como hacer lo mejor para el conjunto de los intereses de todo el sistema capitalista europeo. Ya no son solo delegados fiduciarios de su estado- nación, o del grupo concreto de poder que domine cada país, sino que las decisiones que toman las adoptan ya por el bien del conjunto de un sistema continental, de cuya supervivencia saben que dependen todos.

Es evidente que, al contrario que los estados-nación que la componen, la UE en si no es un estado-nación y que las elites dominantes europeas nunca han sido capaces, ni tampoco les ha interesado, construir un discurso político de la UE capaz de legitimarla ante sus poblaciones. Sin embargo, la UE se ha convertido en el único marco concebible para las clases dominantes europeas para gestionar, la muy real, interdependencia e interconexión de las economías europeas; un marco en el que la parte más dinámica del capitalismo de cada nación hoy en día actúa y concibe sus intereses principalmente a escala continental y no nacional.

La realidad de una economía continental totalmente interdependiente hace tiempo que ha convencido a las clases dominantes europeas que, hoy por hoy, es imposible gestionar sus problemas e intereses económicos dentro del marco limitado del estado-nación, sin acudir al marco de la UE. ¿Cómo puede entonces aspirar la clase trabajadora a construir una alternativa política, que de solución a los problemas económicos más importantes, limitándose al marco de actuación de su respectivo estado nación?

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NOTAS

[1] Véase por ejemplo, “Europa es un problema” de Pedro Montes, aparecido el 1 octubre 2012, en el blog Sociología Crítica o “La izquierda debe prepararse para el colapso de la eurozona y asumir que la deuda es impagable” de Alberto Montero Soler, publicado el 27 de septiembre del 2012 en Rebelión.
[2] Ver “Salirse del Euro” de Vicenç Navarro publicado en el diario Público el dia 27 de septiembre del 2012.
[3] Las referencias a estos dos autores provienen de: “Europa es un problema” de Pedro Montes, publicado el 1 octubre 2012 en el blog Sociología Crítica, y “Salirse del Euro” de Vicenç Navarro, publicado en el diario Público el dia 27 de septiembre del 2012.
[4]Los datos se pueden consultar en: http://epp.eurostat.ec.europa.eu/statistics_explained/index.php/Structure_of_governmet_debt
[5] Los datos se pueden consultar en el boletín de deuda pública del estado argentino, en la pagina web del Ministerio de Economía y Finanzas y en el Instituto Nacional de Estadística argentino.
[6] En el caso del BCE se puede consultar el artículo 21.1 de sus estatutos. El famoso artículo 123 del Tratado de Lisboa prohíbe tanto al BCE como a todos los bancos centrales de la UE, incluido por supuesto el Banco de Inglaterra, la financiación directa de los gobiernos. Para la Fed se puede consultar la Sección 14 (b) del Federal Reserve Act. En el caso de Japón esta prohibición se encuentra estipulada en el artículo 5 de la Ley de Finanzas Públicas de Japón de 1947, al cual hace referencia directa el estatuto del Banco de Japón.
[7] El QE no contradice el objetivo declarado de los principales bancos centrales de mantener la estabilidad de precios, sino que al contrario se justifica precisamente como instrumento para combatir las presiones bajistas sobre la tasa de inflación, causadas por la recesión, y así mantener la estabilidad de precios.
[8] Cfr: “Europa es un problema” de Pedro Montes, aparecido el 1 octubre 2012 en el blog Sociología Crítica.
 [9] Cfr. artículo 10 de los estatutos del BCE.