Alfonso Bolado
Dies irae. Los árabes y la
rebelión democrática

10 de marzo de 2011.
(Página Abierta, 213, marzo-abril de 2011).

            La insurrección árabe que comenzó a fines de diciembre del pasado año, se consolidó a lo largo del mes de febrero de 2011 y se prolonga hasta la actualidad, es seguramente el acontecimiento político más importante de los primeros años del siglo, no solo por lo que significa para los países árabes e islámicos en general, sino también para el ámbito mediterráneo y para Occidente.

            Todo comenzó el 17 de diciembre de 2010 cuando un joven vendedor ambulante tunecino llamado Mohamed Buaziz se suicidó a lo bonzo tras ser humillado cuando protestaba por una arbitrariedad administrativa; es imposible saber hasta qué punto influyó en su decisión el hecho de que la persona que le humilló fuera una mujer. La noticia trascendió a la localidad donde residía, Sidi Buzid, y de allí a todo el país. A partir de entonces, y en primera instancia a través de las redes sociales e Internet, la noticia se extendió a todo el país y se transformó en una protesta global contra el régimen de Ben Alí y la familia de su mujer, Leila Trabelsi, acusados de una corrupción desenfrenada; las manifestaciones de rechazo a la dictadura, cada vez más teñidas de exigencias democráticas, se multiplican y Ben Alí decreta el toque de queda el 12 de enero; es inútil: abandonado por el Ejército, que se niega a disparar contra los manifestantes, Ben Alí sale del país el 14 del mismo mes.

            A partir de entonces la revuelta se extiende: el 25 de enero comienzan las protestas en Egipto, que culminan el 1 de febrero con la concentración de más de un millón de personas en la plaza Tahrir; el Ejército ya había abandonado a Mubarak que, tras tratar de mantenerse en el poder con distintas maniobras (promesas de reforma política, de no presentarse a la reelección, cambio de Gobierno), dimite el 11 del mismo mes.

            El 30 de enero se produjeron las primeras protestas en Marruecos, donde las redes sociales tuvieron un papel importante en algún momento; y el 9 de marzo, el rey Mohamed VI anuncia una profunda reforma constitucional.

            En Jordania comienzan las protestas el 26 de enero y pronto, el 1 de febrero, el rey Abdullah cambia el Gobierno y promete reformas  democratizadoras y luchar contra la corrupción.

            El 27 de enero se producen en Yemen las primeras movilizaciones para exigir que el presidente Saleh no se presente a la reelección; el presidente accede, pero eso no detiene el movimiento, que ahora exige el fin de una dictadura que dura ya 32 años; el 10 de marzo, el presidente promete una nueva Constitución, cuando ya la oposición exige, en contra de los deseos de Estados Unidos, que teme un vacío de poder, la inmediata renuncia de Saleh.

            En Argelia,  el 3 de febrero, el presidente Buteflika levanta el estado de emergencia a consecuencia de las violentas protestas que se estaban produciendo desde el 6 de enero; ahogadas por una imponente presencia policial, la tensión se mantiene aún hoy.

            El 14 de febrero estallaba la insurrección en el pequeño sultanato de Bahrein, cuya represión causa cuatro muertos y provoca grandes manifestaciones ya decididamente antimonárquicas el 18 y el 22.

            En Libia las protestas se iniciaron en Bengasi el día 16 de febrero por el encarcelamiento de un abogado defensor de presos políticos; la represión desencadena el paso a la insurrección, que se extiende por toda Cirenaica y parte de Tripolitania  y causa más de 200 muertos. La insistencia de Gadafi en no dejar el poder es la causa de que la situación derive hacia una guerra civil que, a grandes rasgos, opone el este del país al oeste, feudo de los Gadafi.
Por fin, en Omán, el 26 de febrero se producen dos muertos en las protestas y el sultán Qabús realiza una reforma del Gobierno para combatir la ineficacia y la corrupción, aunque rechaza reformar la Carta constitucional, que se convierte en la reivindicación prioritaria de los manifestantes. También ha habido brotes de protesta más débiles en Arabia Saudí, sobre todo en las zonas shiíes del Golfo, en Irak y en Palestina.

            Esta larga enumeración permite ilustrar el encadenamiento de los hechos, de los que hasta ahora solo se han librado Siria, como país significativo, Kuwait, los Emiratos y Catar. Es el momento de preguntarse cómo han podido producirse de forma tan coordinada en países que, a pesar de su cultura común, un elemento unificador sin duda muy poderoso, responden a muy distintas características: entre ellos hay dictaduras puras, como Libia, Egipto, Yemen o Túnez; regímenes autoritarios semidemocráticos, como Marruecos o Argelia, y monarquías autoritarias; hay países de un razonable nivel de riqueza, por mal repartida que esté, como Bahrein, Omán y Libia, y países sumamente pobres, como Egipto o Yemen.

Las raíces de la ira

            En 1990, el islamólogo Bernard Lewis escribió un libro que titulaba Las raíces de la ira musulmana, que él encontraba en la frustración por parte de los musulmanes de haber perdido su identidad y valores frente a los occidentales. Las insurrecciones árabes ponen de manifiesto que la ira, en este momento, tenía unas raíces mucho más universales y menos “orientales” de lo que afirmaba Lewis: el hartazgo de las poblaciones, encabezadas por los jóvenes y más particularmente por los titulados sin trabajo ni perspectivas de encontrarlo, de unas dictaduras ya carcomidas por la ineficiencia, la corrupción, las prácticas represivas, la incapacidad de abordar los graves problemas materiales amplificados por la crisis. Estas dictaduras estaban en camino de perder sus bases sociales, ante las cuales se deslegitimaban por su inmovilismo frente a las transformaciones sociales en curso. Sin embargo, no debe olvidarse que en todos los países árabes ha habido revueltas, algunas muy potentes y que en ocasiones llegaron a derribar Gobiernos, como en Argelia en 1989. El hecho de que los acontecimientos de principios del 2011 resultaran inesperados no quiere decir que fueran improbables. El  mundo árabe ya era por entonces un polvorín.

            A partir de ahí, se producían situaciones muy diferentes: en las dictaduras más “puras”, aquellas en las que la Constitución consagraba el poder absoluto de la jefatura del Estado y del partido hegemónico, hasta el extremo de hacer irrelevantes los otros poderes (Túnez, Egipto, Libia, Yemen), las insurrecciones exigían el desmantelamiento del sistema y su sustitución por otro distinto, de carácter democrático convencional, que asegurara las libertades públicas y particulares; en ellas, la claridad de sus objetivos (el derrocamiento del autócrata) favorecía una mayor determinación y, por tanto, las mejores perspectivas de éxito (Túnez, Egipto), a partir además de una reflexión de carácter laico, en concordancia con el carácter mismo de tales dictaduras.

            El caso de dos de ellas (Yemen y Libia) es distinto por la presencia de otros agentes sociales –tribus, grupos religiosos, diferencias regionales…– que pueden dar un contenido liberador, pero no democrático, a las luchas; sin formar parte de este grupo, un caso en el que la irrupción de cuestiones religiosas puede desviar la lucha por la democracia hacia una mera lucha por la igualdad es el de Bahrein, donde la insurrección tiene claros componentes shiíes (esta rama del islam cuenta con un 75% de los musulmanes del país y se considera marginada por la minoría suní) que si por una parte dan consistencia a unas reivindicaciones –expulsión de la familia gobernante, hacia la que no sienten apego–, por otra pueden levantar suspicacias en la influyente minoría suní, que teme una revolución social que la excluya del reparto del poder.

            En otros países en los que el sistema parlamentario, aunque muy mediatizado y con poderes limitados, es operativo, aunque no sea más que para integrar a sectores sociales en el sistema, las insurrecciones piden un aumento de la calidad democrática del sistema, al margen de exigir mejoras en la justicia y en la lucha contra la corrupción. En estos casos (Marruecos, Argelia, Jordania), las movilizaciones han sido menores y, en general, no han puesto en cuestión el sistema, sino su reforma. Parcialmente, este sería también el caso de Irak, aunque en este país las protestas, reprimidas con mucha violencia, tenían un carácter sectorial y concreto, más que global y político.

            Significativamente, las reivindicaciones han sido atendidas en parte y con bastante presteza por los poderes públicos, que confían en desactivar las protestas y encauzar las reformas en el sentido más conveniente a sus intereses; el caso de Omán, con su paternalismo tolerante, es el de un reflejo de las movilizaciones árabes, pero con escaso apoyo social. En Arabia Saudí, las protestas procedían de una minoría y tuvieron muy poca repercusión; de hecho, era más evidente la presencia policial que la de manifestantes. A pesar de ello, el reino liberó a algunos dirigentes esperando con ello evitar cualquier movilización antes de que se produjera.

            Un caso particular es el de Siria, que a pesar de ser una dictadura “pura”, no ha conocido insurrecciones de tipo tunecino; en mi opinión, se debe a que su firmeza frente a Israel da al Gobierno una legitimidad en general aceptada; su carácter fuertemente represivo no es un dato singular en la región. No debe olvidarse que, curiosamente, todos  los Gobiernos que han caído o están en graves dificultades se caracterizan por su actitud  subordinada hacia Occidente. Sin embargo, también es cierto que las consignas antiamericanas y propalestinas han estado casi por completo ausentes en las manifestaciones hasta época muy reciente.

            Un aspecto poco analizado es el de las movilizaciones obreras; sin embargo, estas han sido importantes, tanto en Túnez (un centenar de conflictos entre el 1 y el 15 de febrero) y Egipto (478 huelgas en 2009, con 123.000 despedidos; tras la salida de Mubarak arreciaron las demandas de los trabajadores). La actividad reivindicativa de los trabajadores en ambos países significa una puesta en cuestión del modelo económico neoliberal, que para ellos ha significado un aumento del paro, la pobreza y las desigualdades sociales, así como una llamada de atención sobre el olvido de las cuestiones sociales en los procesos democratizadores. En cambio, no ha sido muy importante la actividad de los movimientos islamistas, si bien el 18 de febrero al-Adl wal-Ishan, el gran movimiento islamista marroquí, anunció su apoyo a las protestas y los Hermanos Musulmanes habían hecho lo propio en Egipto, tras algunas vacilaciones; en Libia es sabido el componente islamista de la sublevación contra Gadafi.

Redes sociales ma non troppo

            Las revueltas árabes han sido consideradas por la prensa occidental como promovidas por una llamada “generación twitter”, dado que fueron jóvenes blogueros los que al principio expandieron la información –incluyendo en Túnez la de Wikileaks– y coordinaron las primeras convocatorias.

            Se trata de una cuestión que hay que matizar. Hacía ya algún tiempo que estas redes eran activas en el mundo árabe, dedicadas sobre todo a favorecer las relaciones personales; al pasar sus usuarios de ellas a los asuntos sociopolíticos no hacían otra cosa que poner de relieve la prioridad que estaban teniendo en su situación personal. En ese sentido, no cabe duda de que las redes sociales tuvieron un papel dinamizador en un principio; de hecho, es sabido que al-Yazira se enteró de lo que sucedía en Túnez a través de un blog; sin embargo, posteriormente las noticias de la cadena catarí y la información a través de los espacios de socialización tradicionales (plazas, mezquitas, barrios...) tomaron el relevo. La lucha por la libertad se gana en la calle, no ante una pantalla de ordenador.

            No podía ser de otra manera, pues la penetración de Internet es baja en los países árabes (en Egipto, el más avanzado en este aspecto y en el que un bloguero, Wael Ghonim, se encuentra entre los dirigentes de la insurrección, solo hay un 9% de la población con cuentas en redes sociales; en Túnez se da una situación similar, y en el resto de los países el número de internautas es muy inferior); el potente levantamiento de Yemen, que se lleva a cabo sin redes sociales, pone de manifiesto el carácter relativo de estas.

            Sin embargo, sí que es posible que estas redes hayan cumplido una función: siguiendo al viejo paradigma de MacLuhan de que el medio es el mensaje, el universo virtual de las reivindicaciones –en los países en que han sido relevantes– ha ofrecido al universo real un proyecto que coincide con la cultura de los propietarios (occidentales) de la red: claramente democrático en lo político, confuso en lo social y mudo en lo económico; y, como se ha visto, nada crítico en el plano internacional. Por supuesto, los blogueros pueden alegar que la reforma política es la base de todas las demás, y no les falta parte de razón, pero daría la impresión  de que los procesos de ruptura, si no se dan en todos los campos, incluso con la prudencia que exigen las situaciones muy fluidas, pueden agotarse.

¿Un futuro imperfecto?

            La situación actual no ayuda a prever cómo pueden evolucionar los acontecimientos: en los dos países en los que hasta ahora ha triunfado la insurrección se dan signos muy esperanzadores, como que el pueblo, dando significativas muestras de madurez, está impidiendo cualquier tipo de continuidad del régimen. Así, en Túnez han obligado a dimitir al primer ministro Ganushi, que ya lo había sido con Ben Alí, que ha sido sustituido por otro, Beyi es-Sebsi, menos sospechoso de connivencias con el régimen anterior (27 de febrero); el nuevo primer ministro ha asegurado que habrá elecciones para una asamblea constituyente el 24 de julio, ha incautado los bienes de los allegados al dictador y ha disuelto el partido de este y la policía política.

            En Egipto, por su parte, los manifestantes lograron que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, que es la institución que tiene el poder, cambiara al primer ministro Ahmed Sahafiq, nombrado por Mubarak, por Essam Sharaf el 3 de marzo, en un intento de atajar las protestas; ya en este momento al-Baradei, el premio Nobel de la Paz y uno de los candidatos a la presidencia de la nueva democracia, ha anunciado, interpretando los deseos de un sector importante, que se opondrá a una reforma de la Constitución y exigirá la elaboración de una nueva.

            Estos avances, sin embargo, tienen una contrapartida: la presencia en la cúpula del poder del Ejército, la única fuerza organizada después de muchos años de represión política y que ha ganado prestigio en ambos países por su decisión de no oponerse a las demandas populares. Sin embargo –y más acusadamente en el caso egipcio–, el Ejército es una hechura de la dictadura, y su jefe, el mariscal Tantawi, ya lo era en tiempos de Mubarak. Que una persona tan sumamente conservadora y autoritaria como el mariscal sea el garante de la democracia no deja de producir inquietud, y hace temer que la institución pretenda convertirse en tutora del nuevo régimen, al estilo turco anterior al triunfo del AKP; en Túnez pasa lo mismo en un tono menor, porque el Ejército es una fuerza más débil y menos determinante; pero en ambos países la inseguridad, a veces provocada por agentes del anterior régimen, otras por la impaciencia ante la lentitud de los cambios y la persistencia e incluso el empeoramiento de las maltrechas condiciones de vida, puede llegar a frustrar parte de las aspiraciones de la gente e impulsar soluciones autoritarias. En ambos casos, el desmantelamiento de las instituciones más impopulares de la dictadura no ha dado paso aún al ascenso de nuevas élites políticas y económicas, que es lo único que puede garantizar que la situación no sea reversible.

            En otros países, el pulso entre el poder y la calle se mantiene, lo que pone de relieve la debilidad relativa de las protestas y la fortaleza de los regímenes; todos han avanzado proyectos reformistas, aunque solo uno de ellos tiene un calado digno de tenerse en cuenta, el de Marruecos (aunque ya hay sectores que exigen no una reforma constitucional, sino una nueva Constitución).

            El más firme candidato a caer es el presidente de Yemen, desde hace 32 años, Abdullah as-Saleh: apoyado por Estados Unidos, que le considera un firme aliado frente al radicalismo islámico, ha sido abandonado, en cambio, por la mayoría de las tribus, los partidos más importantes (tanto el socialista como el islamista Islah) y los ulemas. Las ofertas de abandonar el poder a fines de año y de redactar una nueva Constitución no satisfacen las expectativas de los insurrectos, soliviantados por la persistente pobreza y por la dureza de la represión.

            El caso de Libia está ahora menos claro que hace unos días. Los insurrectos, una mezcla de jóvenes urbanos, miembros de tribus (entre ellas la importantísima de al-Warfalla), islamistas herederos del activismo de la cofradía Sanusiya y miembros del Ejército regular que lo abandonaron en lo que pareció un inicio de su disolución, aceptaron, en vez de una negociación, un choque armado con el régimen de Gadafi, el cual resultó tener más apoyos sociales y capacidad militar de la que sospechaban y ha retomado la iniciativa a principios de marzo. En estos momentos da la impresión de que solo podría salvar a los sublevados una intervención occidental, lo cual tampoco es una buena solución: estos últimos son incapaces por sí mismos de tomar Trípoli, el feudo de Gadafi, por lo que, en una eventual situación de tablas, sería de temer una “somalización” del país, dividido entre distintas fuerzas tribales en equilibrio inestable y sin un Gobierno unitario con capacidad de imponerse en todo el territorio. Pero una victoria de cualquiera de los dos bandos puede dar lugar a sangrientas represalias.

            También en Bahrein la determinación de la mayoría shií en su voluntad de acabar con la monarquía de los al-Jalifa puede resultar un elemento desestabilizador a medio plazo.

Quiénes ganan y quiénes pierden

            Entre los primeros están, sin duda, los pueblos árabes: los espacios de libertad que han conquistado con su lucha serán, en el peor de los casos, muy superiores a la situación anterior. Además, han demostrado su capacidad de tomar su destino en sus manos; para vergüenza de Occidente, con sus movilizaciones masivas han demostrado un talante democrático muy superior y más vivo que el de sus congéneres europeos, en él no caben apelaciones a la “diferencia islámica”, a la incapacidad de los árabes para la democracia o al papel de la religión en la actividad política: hasta los mismos Hermanos Musulmanes egipcios preconizan hoy un Estado laico, lo cual, sea o no sincero, pone de manifiesto que saben de qué mimbres está hecha la sensibilidad política de la calle árabe.

            Entre los Estados vencedores, el principal es Turquía: no solo puede ofrecerse como ejemplo de democracia islámica, sino que su inequívoco apoyo a los movimientos democratizadores le ha dado gran prestigio entre las antiguas posesiones del Imperio otomano. Las posibilidades de influencia política y de expansión económica son incalculables, e incluso podrían llevar a los turcos, tanto tiempo desdeñados por Europa, a abandonar sus intentos y asumir un papel de potencia regional. El éxito turco puede arrastrar a los Hermanos Musulmanes, que tienen la posibilidad de mirarse en el espejo del AKP de Erdogan y aspirar al poder en Egipto, el cual, en condiciones de  democracia, estaría en disposición de recuperar el papel de faro del mundo árabe que había perdido desde la época de Sadat.

            A Estados Unidos, el hecho de que las movilizaciones no se hayan llevado a cabo en su contra y que sus políticos hayan demostrado más reflejos que los europeos (hasta el punto de abandonar a Mubarak) no le compensa de la mala imagen que le da su intervención en Irak y Afganistán, así como su apoyo incondicional al Estado de Israel.

            Entre los perdedores, los regímenes árabes: algunos han perdido poder y patrimonio; otros, buena parte de sus privilegios; pero todos tendrán que palparse mucho la ropa antes de tomar iniciativas perjudiciales para la mayoría. También pierde Europa: a fin de cuentas, los dictadores árabes contaban con su apoyo; ahora, el Viejo Continente, que no entendió lo que estaba pasando hasta que fue demasiado tarde, deberá hacerse perdonar su pasado inmediato y el abandono de los presupuestos democráticos que supuestamente forman parte de sus señas de identidad. Ahora, la Unión Europea ha destinado 6.000 millones de euros para consolidar los procesos democráticos.

            Israel, que no quería perder su papel de “única democracia” de Oriente Próximo, tendrá que lidiar con un Egipto que, por mucho que no piense en romper el tratado de paz, no estará dispuesto a seguir siendo el correveidile de Israel en sus tratos con los palestinos.

            Pero también ganamos nosotros. Los árabes, y en particular los jóvenes, nos han mostrado que la pasividad, el miedo y la resignación solo favorecen a los poderosos, que es posible profundizar en la democracia a través de una lucha pacífica y decidida. Que la crisis y la aterradora contraofensiva de los poderes económicos y sus servidores políticos es también una oportunidad de empezar a construir un mundo nuevo.

            A uno le gustaría que la oleada democrática no se parara en la ribera sur del Mediterráneo, pero...