Alfonso Bolado
Formación del espíritu nacional
(Página Abierta, 244, mayo-junio de 2016).

  En memoria de mi amiga Merche, que me regaló un precioso Cuore en miniatura.

Aceptemos que el nacionalismo es una ideología reciente, al menos tanto como su referente, la nación. Ambos son contemporáneos de la consolidación del modo de producción capitalista, del mercado libre (libre de las ataduras mercantilistas del siglo XVIII), del estado liberal e incluso de la Revolución Industrial.

¿Habrá, podríamos preguntarnos, alguna conexión entre todos estos fenómenos? Por supuesto, la respuesta es que sí. La nación, que es el objeto de estas líneas, se define, en el sentido del siglo XIX (1), como el conjunto de los ciudadanos, herederos de las estructuras políticas absolutistas, recién abolidas, y de su clave, el poder monárquico cuya legitimidad se arroga. Pero, y esto es quizá lo más importante, es también un espacio económico exclusivo –un mercado– en el que se despliegan las relaciones capitalistas de producción, de forma autónoma o subordinada.

El nacionalismo sería, por tanto, el caparazón ideológico que, recogiendo e interpretando en clave “nacional” determinados aspectos (hechos, rasgos antropológicos, valores…) del pasado y el presente de un país imaginado, los eleva a la categoría de intemporales, con lo que sublima y da contenido trascendente a sus relaciones colectivas, materiales o no; a través de esas mediaciones,  la nación se constituye en sujeto último de la historia, “comunidad de destino” en los términos del político y pensador austriaco Otto Bauer.
Y a partir de las revoluciones fracasadas de 1848, con su inflexión hacia visiones más etnicistas y conservadoras (Volkisch) [2], el nacionalismo se convierte en la conciencia acrítica de la nación, pero también en quien le da sentido, quien la establece, más que como un espacio donde vivir y convivir, como una geografía exclusiva, exigente y vampírica. El valle de lágrimas de la religión transmutado en el valle de los sacrificios de la burguesía hegemónica (3).

Este nacionalismo hacía preciso determinados vectores para lograr la adhesión de la sociedad, más aún después de 1848, cuando los grupos más desfavorecidos de ella empezaban a intuir que el Estado en el que se encarnaba la patria ni era ni podía ser neutral en el contexto de la lucha de clases. La sacralización por el poder político de los símbolos patrios –que se reputaban tradicionales, pero que acababan de crearse–, la manipulación, muchas veces inconsciente, de la historia, la expansión imperial, el ejército,  fueron los más importantes. Y, junto a ellos, la educación, especialmente  la infantil y juvenil y, lógicamente, sobre todo la de los varones (4).

De esto último se tratará a continuación: de la educación como forma, no solo de aportar unos conocimientos que deberían ayudar profesionalmente en la vida, sino, sobre todo, como “educación para la ciudadanía”, en el sentido de transmisora de los valores que los sectores dominantes juzgaban oportunos para legitimar su hegemonía material. Quizá el más relevante era el patriotismo, en cuanto sentimiento que se instalaba como “voluntad de ser” por encima de las fracturas sociales que constituyen la forma de las relaciones capitalistas de producción: la educación debía despertar los reflejos para ejercer ese “plebiscito cotidiano” que, según Renan, define  la nación (5).

A ello se aplicaron las diferentes disciplinas, en particular la historia y, en determinados casos, la religión. Pero también tuvieron un importante papel los libros de lectura.

Sin duda, estos podían ser un instrumento muy eficaz, pero para ello era necesario que fueran amenos, sencillos y de fácil lectura. Esta es la característica esencial de las dos obras que se van a analizar: ambas comparten la forma novelada, el protagonismo de niños, la presencia de una figura de autoridad (naturalmente masculina, que es la adecuada para instilar sentimientos viriles, como el amor a la patria). Con todo, a pesar de la similitud de propósitos, las diferencias entre ellos, tanto en su genealogía como en su estructura, contenidos y presupuestos ideológicos son radicales.

Estos libros son Corazón (Cuore), del italiano Edmondo de Amicis (1846-1908), y El libro de España, de autor anónimo. Quizá, en sus distintos ámbitos, se encuentran entre las obras que más contribuyeron a la educación sentimental de la generación que hoy se encuentra más cercana a su desaparición, aunque posiblemente su influencia haya ido más allá, sobre todo en la visión conservadora de la sociedad política (6).

Corazón
: la construcción del buen italiano

Amicis escribió esta novela en 1886. Por su estructura es el diario escolar de un niño, Enrico, hijo de un burgués acomodado, un ingeniero. No es la primera escrita sobre el mundo escolar; anteriores son Hombrecitos (1871), de Louise May Alcott, que es una especie de continuación de Mujercitas, aunque más centrada en un proceso de formación sorprendentemente no represivo, o Juvenilia (1883), del argentino Miguel Cané (1851-1905), que no pasa de ser un conjunto de recuerdos escolares.

Corazón las supera a ambas: desde fechas muy tempranas fue un éxito en todo el mundo, y existen traducciones de ella –algunas, en fechas muy precoces– en la mayoría de  las lenguas (7). Ello se debe a la relativa universalidad (en el sentido burgués occidental) de su mensaje. La panoplia de valores que exalta (generosidad, abnegación, compasión, heroísmo, laboriosidad…), e incluso los defectos (avaricia, envidia, altanería), son fácilmente reconocibles en cualquier latitud; la narración fluye con facilidad y los cuentos mensuales (es particularmente conocido el titulado “De los Apeninos a los Andes”) son aleccionadores, construidos para provocar fáciles emociones que se conciben como positivas.

Además, ofrece una cosmovisión cuyo centro es la escuela –uno de los logros sociales más destacados del liberalismo burgués– como perfecto microcosmos de algo moralmente equivalente: la patria, que, como bien intuía Amicis, es una de las construcciones ideológicas (y sentimentales) más  trascendentales del siglo.

La patria de todos ellos

 
… Se ven también señoras elegantemente vestidas

que hablan de cosas de la escuela con otras
 que llevan pañuelo en la cabeza y cesta en el brazo…
Parece que la escuela las hace a todas iguales y amigas.

En Corazón, la escuela es la alegoría de la patria y de la comunidad escolar, empezando por los alumnos, la representación de la ciudadanía. Pero escuela y patria son, a su vez, alegorías de un deseo: la escuela de Corazón, una escuela pública y laica (solo una nota de la madre de Enrico alude a las clases de religión), a la que asisten ricos y pobres en rigurosa igualdad, no parece propia de la Italia de la época; por su parte, apenas hacía quince años que se había proclamado a Roma como capital del nuevo reino de Italia.

La unidad italiana, que tanto exalta la novela, no dejaba de ser, desde el punto de vista social, una entelequia: las dificultades para lograrla (iniciativa político-militar de la monarquía de los Saboya, que tuvo que  recurrir militarmente a Francia), y el hecho de que en muchos aspectos significara una verdadera anexión del sur, aristocrático, rural y atrasado, por parte del  norte industrializado y burgués, había dejado fracturas sociales y culturales no resueltas. La unificación de Italia fue cuestión de las élites liberales del norte, los intereses de las grandes potencias y las aspiraciones hegemonistas del reino de Cerdeña-Piamonte.  Precisamente, Corazón transcurre en Turín, la capital de los Saboya.

Así que las apelaciones a la unidad italiana resultan un tanto artificiosas, con  niños procedentes de todas las regiones en la entrega de premios y, sobre todo, con loas  al verdadero vertebrador de la patria: el Ejército, al que se dedican dos de los cuentos mensuales.

Los únicos personajes a los que glosa son a los artífices de la unificación, que ellos plantean como independencia nacional (de los borbones, de los austriacos, unos y otros representantes del Antiguo Régimen). Son el conde de Cavour, Giuseppe Mazzini, Garibaldi y Víctor Manuel II; es lógico: ni en Petrarca, Dante, Rafael o Vivaldi, ni en la inmensa mayoría de las infinitas glorias italianas puede rastrearse la menor preocupación por Italia como aspiración política.

Pero donde mayor interés muestra Corazón por la unidad es en la cuestión social. No se trata de que no existan las clases, sino que éstas se armonizan en la superior unidad de la patria. Amicis, que era socialista no marxista, preconiza la concordia entre ellas, de lo que hay abundantes muestras: cuando el aristocrático padre del soberbio Carlo Nobis obliga a este a abrazar al hijo del carbonero, al que había insultado; o cuando el padre de Enrico, después de invitar a este a que dé la mano al cabo de bomberos Robbino, le dice: “Recuérdalo bien, porque entre los millares de manos que estrecharás en tu vida, no habrá tal vez diez que valgan lo que la suya”.

La apoteosis llega en el texto “Los amigos obreros”, en el que el padre  de Enrico le insta a que conserve a los amigos, hijos de obreros, que son los “soldados” del ejército del trabajo (por supuesto, el padre y Enrico son o están llamados a ser  los oficiales). Termina  con un inadvertido canto al “cada uno en su sitio”, en el que el padre expone los límites de la igualdad de oportunidades: “Jura que, si dentro de cuarenta años ves bajo las ropas de maquinista a tu amigo Garrone [que era hijo de ferroviario]… correrás a abrazarle aunque seas senador del reino”.

Pero la paz social exige su contrario: este es la extraordinaria figura de Franti, al que Umberto Eco dedicó un texto (8). Franti es el niño malo (“Hay algo que mete miedo en esa frente baja, en esos ojos turbios, casi ocultos bajo la gorrilla de hule… No teme a nada, se ríe en la cara del maestro…”) que se burla en los momentos más sublimes: el entierro de Víctor Manuel, el traslado del albañil herido, el paso de la bandera de la patria. Esa risa es diabólica –un atavismo que procede de la tradición cristiana–, no la risa franca de la alegría: es una risa que pone en cuestión los valores sociales y que debe ser castigada.

Eco no puede dejar de sentir simpatía por él, el rebelde contrario al sistema; por eso su artículo termina previendo el futuro del Franti niño: sería la encarnación de Gaetano Bresci, el héroe anarquista que acabó con la vida del rey Humberto I. En la novela, como en la vida, Franti es un luchador que no comparte ni clase social ni valores morales con sus compañeros y por eso se condena al aislamiento.

El pobre Enrico, el protagonista, es el contrapunto de Franti. Amicis lo muestra como un ser mediocre, aunque es de suponer que esto es más bien un recurso novelístico, con el que hace de contraste frente a los perfiles más elaborados de los otros niños. Sin embargo, escribe un diario, lo que demuestra capacidad de análisis y de autoconocimiento, en el que se permiten escribir los padres e incluso la hermana (“No soy digno de besarte las manos”, le escribe ante un reproche de ella, que es más un recordatorio de lo que él la debe).

Como censores de los pensamientos de Enrico, los padres son unos verdaderos terroristas emocionales, disfrazados de preocupación por su retoño. Enrico es la infancia domesticada, de la que se extirpan las dudas (la conciencia crítica), apto para acceder a la condición de ciudadano de la monarquía burguesa.

Un libro cuestionado

Aunque algunos autores reconocen su deuda emocional con este libro, lo cierto es que todos ellos han puesto de relieve sus insuficiencias; en general se critica el modelo autoritario de educación que propone.

Un autor español da la nota. El padre Ladrón de Guevara en su Novelistas malos y buenos (9)afirma: “Es chocante que padres católicos den en premio este libro a sus hijos. Lo que hay de moral no es de esa elevada y católicamente práctica…”. Muchas de sus críticas no eran de recibo ya en la época del libro del escritor español, y eran muestra del antimodernismo más ultramontano. Como era de esperar, este abomina de  las referencias a Mazzini y Garibaldi; por cierto, en las ediciones españolas de Mateu (1960) y Círculo de Lectores (1969) ha desaparecido el texto dedicado a Garibaldi.

Los escritores italianos, sobre todo los progresistas, son más implacables: Eco la  juzga como una obra prefascista, e incluso sitúa retóricamente a algunos de los personajes en las squadre fascistas. Quizá resulte un tanto excesivo, y posiblemente las cosas sean al revés: en el fascismo existen pervivencias del modo de pensar burgués porque él mismo es un movimiento burgués. Estas pervivencias son mucho más manifiestas en el libro que viene a continuación.

El libro de España
: ¡cuidado que es bonita mi patria!

En las décadas de 1920 y 1950 hubo una verdadera floración de libros de lectura escolar sobre España que se prolongó hasta la postguerra: Recuerdos de España (ed. Calleja, Madrid, s. f.), Viajes por España, de Federico Torres (Salvatella, Barcelona, s. f.), España, mi patria, de José Dalmau y Carles (Barcelona, 1927) e incluso un segundo El libro de España (10).

Todos aquellos libros tenían una relación muy escasa –más bien nula– con Corazón, lo que quizá ayude a entender el éxito en España del texto italiano, mejor construido, más ameno y menos estereotipado. Los sobrepasa El libro de España. Como  muchos de los anteriores, presenta a dos niños que, por diversas razones, tienen que viajar por España y conocen sus maravillas, la grandeza de sus héroes y la riqueza de sus regiones.

En realidad, el modelo de El libro de España es uno francés, Tour de la France par deux enfants. Devoir et patrie (Belin Frères, París, 1877), obra de G. Bruno (seudónimo de Augustine Fouillée). Esta obra, que se usó como libro de lectura hasta 1950, tuvo un éxito generalizado en la escuela francesa. Los protagonistas son también dos niños, André y Julien, loreneses, que tienen que abandonar su país tras la muerte de su padre para ir a casa de un tío suyo, en Marsella. La última palabra que pronunció el padre fue “France!” (11).

La primera edición de la obra española, de la Editorial Edelvives, es de 1928. Los niños, Gonzalo y Antonio, vuelven a España desde Francia, en donde había muerto su padre, emigrante. Sin embargo, la edición más conocida es la de 1954. En la cubierta de esta campea el escudo franquista y los niños se han convertido en hijos de un “mártir” del Cuartel de la Montaña. El contenido es el mismo con unas cuantas “morcillas”, en su mayoría de tono falangista (12).

Un viaje iniciático

El viaje a España de Antonio y Gonzalo (como el viaje de André y Julien  a la “verdadera Francia”, la no hollada por las botas prusianas)  es un viaje de iniciación a las raíces de la patria. La base estaba establecida: los niños habían sido educados “en el culto a la patria”, pero necesitaban otro elemento: el conocimiento veraz de lo que significaba. ¿Cómo? Pues, a través de la observación de sus riquezas, sus paisajes, su historia…

Todo ello servía, además, para reconstruir el orgullo nacional, muy maltrecho, tanto en el caso francés como en el español, después de las respectivas derrotas, de 1870 y 1898 (pérdida de Cuba y Filipinas), acontecimientos de los que, por supuesto, no se habla en los libros. En el caso español tampoco se habla del desastre de Annual, que había sucedido siete años antes, aunque, hablando de Omar ben Hafsun (13), afirma de él que “Como buen español, odiaba a los árabes”; esto podía tener sentido en 1928, pero no después de la Guerra Civil y la presencia de tropas marroquíes en el territorio nacional.

En realidad, a diferencia de Corazón, estos libros resultan poco militaristas: ambos ejércitos no tenían una ejecutoria contemporánea particularmente  brillante. Como escribía Valle-Inclán en La corte de los milagros (1927): “El Ejército español siempre ha sido glorioso disparando a la turba pelona que corre detrás de la charanga”.

Significativamente, dentro de este orden de cosas, en la edición de 1954 de El libro de España se insiste en que el padre de los chicos, militar, tenía carnet de la Falange, y los únicos hechos de armas que glosa son el del  Alto del  León (Alto de los Leones de Castilla), en el que intervinieron falangistas, y el sitio del alcázar de Toledo, en el que –aclara– había “cadetes, guardias civiles y falangistas”. Para los que revisaron la edición, “falangistas” eran la mejor expresión patriótica de la España renovada y, al tiempo, tradicional. Al igual que en Corazón, el patriotismo se sublima a partir de un caos primigenio: en aquella, la división de Italia; en esta, la República española.

La historia de España que aprenden Gonzalo y Antonio es la establecida canónicamente en el siglo XIX, sobre todo a partir de la monumental obra de Modesto Lafuente (14). La edición de 1954 no enmienda en absoluto la visión de la de 1928, lo que pone de relieve la identidad ideológica entre ambos momentos históricos (la disolución de la dictadura de Primo de Rivera y el momento álgido de la autarquía); eso sí, la enriquece con retazos de historia más actual: “[Los revolucionarios]… hubieran destruido todo lo más hermoso de España con su odio satánico a la religión y a toda la cultura si la parte mejor de España [sic] no se hubiera levantado heroicamente contra ellos”. El tono rencoroso es propio de las “morcillas” de la edición de 1954.

En El libro de España no existen clases sociales, ni cuestión social, porque no hay obreros: apenas aparecen unos trabajadores de los Altos Hornos de Bilbao, orgullosos de su trabajo y ajenos a burdas ideas reivindicativas, lo cual no es raro en la edición de 1954, pero utópico en la de 1928. La patria de este libro está compuesta de pequeños burgueses sin excesivos aprietos económicos, que disfrutan de los ricos recursos de la patria.

Sin embargo, no podía faltar un Franti, menos definido que el de Amicis, en la figura de un minero asturiano que “bebía como un tonel”; este minero comete un fallo jugando a la pelota y entonces “resonó en el juego una horrorosa blasfemia que dejó helado al numeroso público”. Por supuesto, su acto fue afeado por un gallardo joven (“¿Miserable, ¿qué culpa tiene Dios de que estés borracho?”).

El viaje de los niños acaba bien, como era de esperar: en la prosperidad, de la mano de un rico tío indiano (15). Gonzalo estudiará y Antonio ayudará a su tío en su finca. “Ambos trabajan por la prosperidad de España, de su admirada y adorada España”. Y termina con  una gloriosa morcilla: “Y en su pecho [sic] brillan las flechas con que los condecoró un día el zapatero de Sigüenza”.

Dos vías hacia la patria

Como se ha visto, tanto Corazón como El libro de España comparten propósito: la “formación del espíritu nacional”, tomando el nombre de una asignatura de la etapa franquista. Las diferencias entre ambos son consecuencia, sobre todo, de las diferentes trayectorias históricas, situación política y, por supuesto, del talento del que lo escribe: Corazón es fruto de la iniciativa y del genio de un escritor notable y con un pensamiento bien asentado; El libro de España, al margen de su condición de copia de Tour de la France... –los supuestos del nacionalismo español siempre han ido a remolque del francés–, que hace sin la responsabilidad editorial del libro francés, es más estereotipado y aburrido, con sus biografías  de personajes ilustres, con la carencia de matices, con situaciones que no emocionan, con una galería de personajes reducida y poco atractiva, cuando no imposible (16).

Por eso, el libro italiano es mucho más interesante y original: tiene tensión dramática, ahonda en los sentimientos (con una inevitable tendencia a la sensiblería) y es más rico en la descripción de grupos sociales.

Pero hay otro aspecto: Corazón surge en el contexto de un país que formalmente es una nación pero que aún no ha llegado al corazón de la gente, sin una historia nacional densa y antigua. La clave de su visión nacional es burguesa: la patria es la escuela y es, asimismo, el espacio donde se desarrollan los valores que definen al buen patriota burgués. Adoptar dichos valores convierte a sus alumnos en hombres rectos, es decir, en italianos orgullosos de serlo. Eso explica también su sustrato autoritario, el papel que se da a sectores (presos, sordomudos, trabajadores…) que la patria debe ayudar y tener en cuenta, así como la posición secundaria de la religión, que mantiene un sistema de valores contrarios al patriotismo (17).

El libro de España no se molesta en tales sutilezas. El suyo es un universo monocolor,  sin conflictos ni grandes convulsiones, de una grandeza y prosperidad que contrastan con la pobreza real: las gentes son en general bondadosas, pequeños burgueses rurales, y, aunque en algún momentos se atisban valores, como la generosidad (no la solidaridad), la valentía e incluso pequeñas mezquindades, rápidamente corregidas, del pequeño Gonzalo, estos valores no resultan convincentes. Se trata de un país mal nacionalizado, pobre, poco educado (18), que recuerda aquella frase de Jaime Gil de Biedma: “La historia de España es la más triste de todas porque siempre acaba mal”. Encima, las grandes derrotas de los años anteriores a su publicación habían dejado un poso  de baja autoestima que explica el desmesurado chute adrenalínico que pretende producir el libro.

Hoy han cambiado mucho las cosas: el patriotismo, en general, ha rebajado sus expectativas a causa de la globalización e incluso resulta de buen gusto ser un tanto cosmopolita. Sin embargo pervive en los reflejos más profundos de la gente y sobre todo en un nacionalismo menos exaltado, más materialista (en el peor sentido de la palabra), pero tan abstracto como el que aparece en ambos libros. Se muestra sobre todo en las tendencias populistas, sean de derechas o de izquierdas y en algunos movimientos nacionalistas subestatales.  Es difícil saber hasta dónde puede llegar todavía. Corazón y El libro de España están para recordárnoslo.
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(1) El término “nación” se aplicaba durante el Antiguo Régimen a un grupo de personas unidas genéricamente por una misma cultura o procedencia (los gitanos, por ejemplo, constituían una nación); no tenía ninguna relevancia política, que estaría reservada  a la condición de “súbdito”.
(2) Esta línea de reflexión procede de Friedrich Herder (1744-1803), lingüista, historiador del arte y filósofo alemán que preconizaba, en la línea idealista de Hegel, la existencia de un “espíritu del pueblo” (Volkgeist) que atravesaba las épocas y se convertía en el elemento legitimador de la existencia de las naciones.
(3) “Dar la vida por la patria” es la ultima ratio de este sacrificio y el Ejército nacional, liberado de sus estructuras monárquicas y aristocráticas y con su reclutamiento universal, su herramienta idónea. Se emociona Enrico, el protagonista de Corazón: “…y si llega el día en que tenga que dar por ti mi sangre y mi vida, moriré gritando al cielo tu santo nombre y enviando mi último beso a tu bandera bendita”.  Aterran estas  palabras que Amicis pone en boca de un niño de unos 13 años, pero dan una buena medida de la toxicidad de esta creencia.
(4) Se advertirá que todas estas reflexiones se refieren a los Estados-nación. Con todo, las naciones sin Estado responden en buena parte al mismo paradigma, por mucho que en determinados casos, como el de los Estados coloniales, tenga importantes elementos liberadores que, desgraciadamente, han abocado con frecuencia a indeseadas dinámicas militaristas.
(5) Ernest Renan, ¿Qué es una nación?, conferencia en la Sorbona, 1882. Este texto es fundamental para el conocimiento de la cuestión, y de él existen múltiples ediciones en castellano.
(6) Umberto  Eco, Abraham Yehoshua y Manuel Vázquez Montalbán, e incluso el que escribe estas líneas, se encuentran entre los que se confiesan fascinados por Corazón.
(7) La primera edición española es de 1898.
(8) “Elogio di Franti”, en Diario mínimo, Arnoldo Mondadori, Segrate, Milán,  1963.
(9) El Mensajero, Bilbao, 1910.
(10) Poco imaginativo hasta en el título. Esta obra, de Ediciones Bruño (1948), no solo es ridícula de forma y contenidos, sino que resulta de una pobreza discursiva casi obscena. Las disquisiciones histórico-geográfico-fascistas de los niños Isabel y Fernando y del maestro don Marcelino (obsérvese la sutileza) son un magnífico exponente de la miseria cultural y moral de la época. La editorial es propiedad de los Hermanos de las Escuelas Cristianas (La Salle).
(11) Lorena y Alsacia habían sido anexionadas al Imperio alemán tras la derrota de Francia en la guerra Franco-prusiana (1870). Los niños estaban sometidos s la hostilidad de los prusianos.
(12) Algo que provoca algunas curiosas incoherencias. Antonio, que tenía 15 años (14 en la edición de 1928), era zapatero, lo cual está muy bien para el hijo de un emigrante, pero queda raro en el hijo de un oficial del Ejército.
(13) Umar ibn Hafsun  (h. 850-917) era un muladí (hijo de conversos al islam) que se enfrentó al califato de Córdoba, al que hostigó desde su plaza fuerte de Bobastro  (en el norte de la actual provincia de Málaga) durante tres décadas.
(14) Un libro reciente sobre la imagen de la historia de España en la pintura oficial del siglo XIX es el mejor exponente de la ideología del historicismo patriótico: Historia imaginada, de Tomás Pérez Vejo, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2015. Es realmente apasionante.
(15) El tío había emigrado a México y forjó su fortuna casándose con la hija de su jefe; esta murió y él, “viendo rugir a su lado las olas de la revolución y del comunismo…, vendió a tiempo el suyo [su rancho]” y se vino a España. El tío resulta ser, en la edición de 1954, un fogoso falangista.
(16) El amistoso debate en un barco entre un marinero valenciano y otro mallorquín sobre las grandes personalidades de sus respectivas “regiones” es sencillamente risible.
(17) El reino de Italia había conquistado Roma, capital del papado, en 1870. El Papa se consideraba prisionero en el Vaticano y había excomulgado al rey de Italia; para los católicos, el Estado italiano era un usurpador.
(18) La escasa calidad de El libro de España, e incluso la apatía de la realización, incluida la pésima puesta al día de 1954, es un reflejo del desinterés hacia la educación, incluso en aquello que era más precisa.