Alfonso Bolado
Emma Bovary o la funesta manía de leer

(Página Abierta, 238, mayo-junio de 2015).
 

«La novela es el arte de enseñar amoríos. Es el arte de familiarizar al lector con todos los atrevimientos y deslices. ¡Desgraciada la mujer que se aficiona a novelas! Yo me he puesto a leer por necesidad  algunas que sé que han leído muchas señoras cristianas… y no entiendo cómo una señora pudorosa puede leerlas sin perder la virginidad del alma con sus lecturas».

Estas frases, escritas por el padre Ugarte, S. J., se encuentran en el postfacio de una obra no rara, pero que hoy resulta curiosa: Novelistas malos y buenos (1910), del padre Ladrón de Guevara, S. J. Para muchas almas de cántaro escépticas con un poso de masoquismo, este libro ha sido motivo de lecturas jocosas, cuando en realidad es, con su tono inquisitorial –el sacerdote califica a los libros por su contenido moral, no por el estético–, un potente, y venenoso, manifiesto antimodernista, dirigido especialmente a las personas «que realmente importaban», las pertenecientes a la burguesía media y alta que llevaban a sus hijos a los colegios de jesuitas y sobre todo que tenían hijas, las principales adeptas al género, como bien sabían tanto Ugarte como Ladrón de Guevara.

Cabe decir, además, que este último es escritor bien informado, en particular de las literaturas española, colombiana y francesa, que si bien no ha leído ni mucho menos todas las obras que glosa, sí se permite citar al marqués de Sade entre otros autores que podían considerarse «malditos» en su momento. Tampoco resulta ocioso apuntar que los novelistas que define como malos con distintos epítetos (inmoral, impío, clerófobo, deletéreo…) son los que han pasado a la posteridad, mientras que los que disfrutan de patente de bondad son difíciles de encontrar en los libros de literatura.

Estas guías de lectura, dirigidas a los padres, fueron bastante populares en determinados sectores. La obra de Ladrón de Guevara conoció cuatro reediciones (la última de 1933) y en el mismo año de 1910 se editó otra: Lecturas nocivas y lecturas útiles, de Amado de Cristo Burguera. Anterior es la obra de Gerard Decorme Lecturas recomendables (1908), dividida funcionalmente por el público al que va dirigida; posteriores son los repertorios de Sagehomme, Cardoso y, sobre todo, el del padre Garmendia de Otaola, S. J., Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y la moral (1949), obra que, dentro de su espíritu ultramontano e inquisitorial, manifiesta cierta sensibilidad hacia los valores literarios, lo que no obsta para que a veces copie literalmente párrafos y comentarios del libro de Ladrón de Guevara.

Hay un aspecto que destaca en el libro de este último: su feroz misoginia, así como su preocupación por que las mujeres no lean novelas; lo pone de manifiesto en sus comentarios, así como en la inclusión del texto de Ugarte, el cual se titula «Nueve tesoros que se pierden con la lectura de novelas» (tiempo, dinero, laboriosidad, pureza, rectitud de conciencia, corazón, sentido común, paz y piedad), y se dirige directamente a ellas: «Infelices mariposillas, salís de los jardines de vuestro colegio sin saber lo que son la luces mundanas, y viene un novelista y os cuenta la felicidad de las mariposas que vuelan derechas a la luz…». Hay que decir, con todo, que en su libro Ladrón de Guevara es tan severo –o tan ponderativo– con las mujeres como con los hombres, aunque a veces no puede evitar un tono de ridícula condescendencia que sí es exclusivo para ellas, como le sucede con la novelista alemana Fanny Lewald (1811-1889; las cursivas son nuestras):

 

«… Fanny se dio a leer a Kant, se ponía tonta por Heine y acabó de perderse en la pseudofilosofía de Spinoza.

Novelas: Una cuestión de vida; Clementina y otras en que, llevada por la manía de filosofar, se empeña en tesis y teorías tales como la emancipación de la mujer, su idea favorita».

Cierto es que Lewald tenía muchos defectos de origen, porque su padre era judío y librepensador. La misoginia del digno jesuita se manifiesta en una consideración que late en toda la obra: que las mujeres no deben leer porque no tienen suficientemente juicio, ni maldita la falta que les hace; para eso están los padres, maridos y directores espirituales (como el Fermín de Pas de La Regenta). Así que, cuando descubren nuevos mundos, son incapaces de discernir («Cuando dejáis el libro y os ponéis a conversar con los míseros mortales… nos halláis insoportables, intratables rudos…») y se cae en el «hastío, el disgusto…». Uno quisiera encontrar en este estado algo de la melancolía romántica, del spleen del que hablaba Baudelaire. Pero no. Se trata de una vulgar enfermedad, la de leer novelas, que «… enflaquece las fuerzas de la razón, anubla el albo y diáfano resplandor del criterio, distiende los nervios del espíritu… produciendo en los  lectores… neurastenia». En esto, los autores siguen la línea del padre Luis de Coloma, S. J., el celebrado autor de la novela Pequeñeces y, más importante, el creador del Ratoncito Pérez, además de ser el más connotado autor jesuita:

 

«De ahí nace el desengaño prematuro, el descontento de la vida práctica, la amarga misantropía propia del que, acostumbrado a mirar a los hombres y las cosas como debieran ser, no sabe tratarlas como son»   padre coloma, prólogo de Jeromín, 1902).

Se trata de un síndrome conocido: podríamos llamarlo el síndrome de Alonso Quijano, el nombre que tenía un caballero manchego que, a fuerza de leer novelas, perdió la cabeza, se cambió de nombre y pasó a llamarse don Quijote de la Mancha.


Quijotes femeninos

 

«… él se enfrascó tanto en su le[c]tura que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio: Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libro» (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, 1).

En un apasionante libro, Ídolos de perversidad, de  Bram Dijkstra (1), dedicado a la imagen de la mujer en la pintura del XIX, el autor constata que en dicho siglo se produce un  cambio de perspectiva en la cuestión, dando a entender que el arte muestra que la condición de la mujer era mejor antes de la revolución burguesa.

Sin llegar a la extremada actitud del autor, sí se puede afirmar que, a partir de fines del XVIII, la mujer real pasa de ser un personaje pasivo (y muchas veces secundario) del arte a uno activo (2). Este hecho solo parcialmente es positivo: por una parte  se debe a que la mujer lee, lo cual está bien por lo que tiene de interés por el conocimiento y la formación entre las clases altas y medias (así, Madame Pompadour se hizo retratar con un libro y en una biblioteca). Pero por otra, la nueva clientela necesita personajes dirigidos a ella, lo que sirvió para proyectar estereotipos; don Quijote se ha hecho mujer. De ese modo nació la figura de la mujer inocente y dominada de, por ejemplo, las novelas de Ann Radcliffe; jovencitas como la Clarisse de Richardson o la Justine de Sade (3) son modelos de esta visión, que, por cierto, anticipaba la de Richard von Krafft-Ebing, el psiquiatra que describió el masoquismo, para el que este solo era una psicopatología en los hombres, ya que en las mujeres el sometimiento al sexo opuesto «es un fenómeno psicológico» (Psycopathia sexualis, 1886).

Pero el siglo XIX es el siglo de la burguesía y de la ciencia. Y si aquella reformuló el añejo sistema patriarcal sobre nuevas bases –la primera Carta a los corintios de Pablo de Tarso había perdido buena parte de su fuerza legitimadora–, la segunda se ocuparía de establecer los criterios «científicos» del nuevo patriarcado, lo que significa, mutatis mutandis, de la inferioridad de la mujer, justamente cuando una de las claves del pensamiento burgués es la autoconciencia del valor del ser en abstracto. Por eso, a pesar de la  hegemonía, filosófica y material, del patriarcado decimonónico pudieron escapar por sus costuras mujeres como Mary Wollstonecraft Shelley, Fanny Lewald, Georges Sand (Aurora Dupin), Flora Tristán y otras tantas que el padre Ladrón de Guevara no glosa o lo hace muy negativamente (4), y que se constituyen en predecesoras de una nueva dinámica.

Con todo, se trata de personas situadas en los márgenes del mainstream patriarcal: para el burgués triunfante, la mujer es la persona responsable de engrasar y reproducir la fuerza de trabajo de su hombre, lo que resulta muy necesario en épocas de fuerte competencia capitalista (5); este papel (que Dijkstra llama de «monja hogareña» o «guardiana del alma del comerciante») aparece con frecuencia en la literatura y el arte, como muestra, por ejemplo, la obra de Dickens Tiempos difíciles. A partir de 1848, la inseguridad de la burguesía ante el doble embate del  ascenso del proletariado y de la concentración del capital produjo una acentuación de los rasgos más autoritarios del sistema  patriarcal (6). Además, por fin, la ciencia, de la mano del positivismo y del evolucionismo, estaba en condiciones de explicar los porqués de la nueva condición de la mujer.

Ya Comte, desde su autoridad, había afirmado que las mujeres son: «Sacerdotisas de la humanidad en el círculo familiar, nacidas para mitigar con su cariño la ley, la necesaria ley, de la fuerza». Por su parte, Schopenhauer, tan brutalmente misógino, anticipaba en Sobre las mujeres (1851): «Las mujeres están preparadas para ser las enfermeras y profesoras de nuestra primera infancia por el hecho de que ellas mismas son infantiles, frívolas y seres de pocas miras».

Este infantilismo, para Darwin, Spencer y, en general, los evolucionistas era «científicamente» consecuencia de su posición atrasada en la escala evolutiva. Para Herbert Spencer, la paralización del desarrollo mental de la mujer se debe a que ha de conservar su “fuerza vital” para el esfuerzo de la reproducción; de ese modo, disminuyen en ellas «las dos facultades que son los últimos productos de la evolución humana, la intelectual y la emocional».

Estas características, añadidas al hecho de encontrarse apartadas de las líneas maestras del desarrollo material, lo que colocaba sus vidas en una especie de limbo social, hacen de las mujeres seres inestables, insatisfechas por la inanidad de su existencia y por ello propensas a enfermedades mentales, comenzando por la histeria, pero que tienen multitud de manifestaciones. Ese malestar difuso, que los psiquiatras decimonónicos habían descrito sin un conocimiento claro de su origen, aunque consideraban que era patológico y no social, solo necesitaba la imprenta para poder  formularse. Los libros ofrecían nuevas visiones, paisajes más amplios, más radiantes. Eran el puente a una vida que, esa sí, merecía vivirse. Es eso lo que prometía Rodolphe cuando seducía a Emma Bovary:

 

«— ¿Es que no sabe usted que hay almas constantemente atormentadas? Necesitan sucesivamente el ensueño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furiosos, y así se lanzan a toda suerte de fantasías, de locuras.
— Nosotras [dice Emma], las pobres mujeres, no tenemos siquiera esa distracción».

Eso era lo que salía en los libros, particularmente en las novelas que, sin duda, estaban mejor adaptadas al intelecto “inferior” de la mujer. Aunque, como sabían Flaubert y después de él los jesuitas antimodernistas, podían despertar demonios.

Una funesta manía que destruye los hogares

Emma, la protagonista dela obra de Gustave Flaubert Madame Bovary (publicada en 1856), leía. Sobre todo novelas. Flaubert cita Pablo y Virginia, la empalagosa novela roussoniana de Bernardin de Saint-Pierre (1787). Pero también debía de leer obras de Ann Radcliffe, o quizá, como sugiere Mario Praz (7), del Divino Marqués («libros extravagantes donde hubiera cuadros orgiásticos»); incluso cuando había turbado definitivamente la paz del hogar, la suegra  de Emma exigía a Charles Bovary que prohibiera las novelas en su casa. También leía los poemas, de un  romanticismo un tanto relamido, de Lamartine y una obra que influyó en algún momento de su vida: El genio del cristianismo (8), de Chateaubriand (lectura que también frecuentó Ana Ozores, la Regenta).

Educada en un colegio religioso, para Emma el matrimonio significaba el cumplimiento de una ley natural. Su marido Charles es calificado siempre por Flaubert como mezquino y vulgar, que no tenía el talante espiritual, incluso la instintiva elegancia, de Emma; pero era también un hombre generoso, lleno de cariño hacia su mujer y bien considerado profesionalmente en la comarca. Pero Emma… Emma había leído novelas, y éstas le habían puesto su vida como frente a un espejo:

 

«Entonces los apetitos de la carne, las codicias de dinero y las melancolías de la pasión, todo se confundió en un mismo sufrimiento; y en vez de desviar su pensamiento, se agarraba más a él, excitándose en el dolor y buscando en todo las ocasiones de sufrirlo. Se irritaba por un plato mal servido o por una puerta mal cerrada, se lamentaba del terciopelo que no tenía, de la felicidad que le faltaba, de sus sueños demasiado elevados, de su casa demasiado estrecha».

El espejo forma parte del atrezo de la mujer dominada por su subjetividad enfermiza, autoconmiserativa, y así lo describe Dijkstra; la misma Emma, al final de sus días: «… con voz clara, pidió un espejo y se quedó un tiempo inclinada sobre él, hasta que le brotaron de los ojos gruesas lágrimas. Entonces, con un suspiro, echó hacia atrás la cabeza y la dejó caer sobre la almohada»; lo que le devuelve el espejo es la constancia de su fracaso existencial.

Es notable la agudeza con que  Flaubert describe las psicopatologías de la mujer burguesa (según los criterios de la ciencia burguesa); sucesivamente la define como reprimida, codiciosa, masoquista y envidiosa, además de ingrata; después, en uno de los pasajes más bellos de su obra, como alucinada histérica. Flaubert no simpatizaba con Emma porque ésta reacciona como una burguesa, un grupo humano que él despreciaba; Emma no es de la pasta de mujeres irreales y perdidas como Salambó, Salomé o incluso la Kuchuk Hanem del Viaje a Oriente. Por eso el adulterio de Emma no es para el novelista una subversión del orden natural, con lo que podría tener de rebeldía o incluso de grandiosa perversidad, sino una respuesta torcida a las limitaciones de su posición, enmascarada, eso sí, por la pasión. Es uno de los momentos claves de la novela:

 

«Se repetía: “¡Tengo un amante! ¡Un amante!”, deleitándose en esa idea como en la de otra pubertad  renacida. Por fin iba a poseer esos goces del amor, esa fiebre de la  felicidad que había desesperado de encontrar…Y recordó a las heroínas de los libros que había leído; la lección lírica de aquellas mujeres adúlteras…Ella misma… realizaba el largo sueño de su juventud, incluida en aquel tipo de enamorada que tanto había envidiado».

La caída de Emma provoca no solo su destrucción, sino también la de su hogar, es decir, de la célula básica de la sociedad. Esta  es una circunstancia común con las otras grandes adúlteras del siglo XIX: Anna Karénina y Ana Ozores, y ello a despecho de sus distintas condiciones sociales. Hay cosas que las une a las tres: todas ellas leían, aunque en el caso de la Regenta eran textos religiosos (también escribía versos piadosos, por lo que en la sociedad vetustense era llamada “Jorge Sandio” [9]) y la aristócrata rusa, frívolamente culta, leía al historiador positivista del arte Taine. Las tres tenían maridos vulgares, aburridos, lejos de su élan espiritual, pero bondadosos y un tanto ingenuos. Las tres consideraban que merecían algo mejor, y eso mejor era un amante que, con la excepción parcial de Vronski, no estuvo a su altura; visto de forma retrospectiva, podría afirmarse que los culpables de las distintas tragedias fueron ellos.

Las tres, en fin, se metieron en un callejón sin salida que las arrastró a la muerte, aunque en el caso de Ana Ozores fuera solo espiritual; pienso que su fin es el más sugerente. Incluso el suicidio de Emma y Ana es insensible y vulgar (como el beso robado por el sacristán a Ana Ozores): carecen del pálpito heroico de la Elaine de Tennyson: «… por eso mi auténtico amor ha significado mi muerte». Emma se suicida simplemente porque no puede hacer frente a sus deudas.

Flaubert (junto a Clarín y Tolstoi) ¿coincidía con el padre Ladrón de Guevara, o viceversa? Pues en un sentido estricto, sí: las novelas tienen una influencia perniciosa sobre las mujeres. En el fondo, los unos y el otro son lo mismo: representantes de una mentalidad patriarcal y misógina cuya «transversalidad» revela cómo la desigualdad y su corolario, la opresión, en este caso de la mujer, son hechos sociales tan indeseables como consolidados, que desbordan y complementan otras desigualdades y opresiones, materiales y culturales.
Sin embargo hay  diferencias: si en los novelistas decimonónicos la lectura de novelas es como una lluvia que cae sobre el campo propicio del «eterno femenino» (ese conjunto de patologías descritas por los psiquiatras y los «científicos sociales»), para el jesuita, llevado por su actitud apologética, es la causa inmediata de la destrucción moral y física a partir  del pecado de pensamiento.

Laicos o fanáticos religiosos consideran que la lectura y sus víctimas, las mujeres, son un peligro para el orden social y moral. Los primeros sabrán hacerlo desde una perspectiva más sutil, que sugiere la banalidad de la subversión, la cual  limitan a la condición de enfermedad romántica (10), dejando de lado que había hecho a sus heroínas dueñas de sus emociones y de su sexualidad, que las independizó del sistema. Los otros, como el jesuita ultramontano, directamente desde la barbarie del dogma.
Como si fueran destinatarios de la famosa redondilla de sor Juana Inés de la Cruz:

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.

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(1) Debate, Madrid, 1994.
(2) Las excepciones como La pícara Justina, obra anónima de 1605, confirman la regla.
(3) El Divino Marqués tiene otro personaje, Juliette, la hermana de Justine, que, aunque tiene rasgos de la marquesa de Merteuil de Les liaisons dangereuses, bien podría considerarse el antecedente de la Belle dame sans merci, la devoradora de hombres, un arquetipo grato a Flaubert, del siglo XIX.
(4) De Aurora Dupin dice: «Casada, divorciada, mal acompañada, incrédula, irreligiosa, impía, socialista, perseguidora del matrimonio, defensora del amor libre… se revela furiosa y lanza anatemas contra ciertas leyes fundamentales del orden social».
(5) Cuando se habla de «mujer» se quiere decir «mujer burguesa», que es la depositaria de  valores y defectos  arquetípicos sobre los que se explayan artistas y «científicos sociales». Las mujeres que no pertenecen a dicha clase (la Nana de Zola, La Fleur de Marie de Sue y, sobre todo, la Germinie Lacerteux de los hermanos Goncourt) responden a otros criterios. Sin embargo, como las adúlteras,  aunque no leían, atentan contra el orden social y merecen el castigo.
(6) Sobre esta cuestión es una lectura obligada El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte, de Karl Marx (ed. cast., Ariel, 1971).
(7) La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (Acantilado, 1999).
(8) Obra no del todo sancta  para el inquisidor Ladrón de Guevara que, por pluma del padre Longhaye, S. J. dice: «Liturgia, clero, misiones, estado religioso; todo esto ha sido trazado por una mano demasiado inexperta, con frecuencia ligera… y alguna vez profana». Guevara apostilla: «Palabras son estas no de un español intransigente berroqueño, sino de un culto francés, pero al fin jesuita».
(9) «Sandio» es de la raíz de «sandez»: el que dice o hace sandeces. Obsérvese la referencia a Georges Sand, que pone de manifiesto que la piedad, valor femenino,  está por debajo de la literatura en la (mala) consideración de los convecinos de Ana Ozores.
(10) Las sátiras del romanticismo son abundantes; quizá debieran  relacionarse con la inflexión conservadora del mismo, degradado a un sentimentalismo vacío y muchas veces cursi. Solo en España, al margen de los cuadros de Leonardo Alenza (las dos Sátira del suicidio romántico del Museo del Romanticismo de Madrid), merece la pena recordar una comedia cuyo título, que deja claro el argumento, ha pasado a convertirse en una frase hecha: Contigo pan y cebolla (1833) de Manuel de Gorostiza.