Alfonso Bolado

Palestina, diez años después
(
Página Abierta, nº 141, octubre de 2003)

Cuando se cumplen diez años de los Acuerdos de Oslo, asistimos al fracaso de una nueva iniciativa para establecer la paz en el conflicto que enfrenta a palestinos e israelíes, la llamada “Hoja de ruta”, promovida por el cuarteto EE UU, Rusia, UE y la ONU.

Hace diez años, en el mes de septiembre, se firmaron los Acuerdos de Oslo, aparentemente una oportunidad para llevar la paz a la torturada tierra de Palestina. Hoy ya nadie se acuerda de aquel proceso, cuya defunción fue certificada con el estallido de la Intifada al-Aqsa, y que sin duda venía anunciada desde el momento mismo de su firma.
La de Oslo, por supuesto, no fue la última iniciativa de paz; de hecho, el décimo aniversario de su firma se celebra con el fracaso de su sucesora, la absurdamente llamada “Hoja de ruta” (1). Es posible, sin embargo, que este fracaso, unido a las dificultades estadounidenses en Irak, refleje un fracaso aún mayor: el de los proyectos de reorganización del espacio político mediooriental por parte de Washington.

Hacer de la necesidad virtud

En efecto, la “Hoja de ruta para una solución permanente al conflicto palestino-israelí basada en dos Estados”, aunque promovida por el “cuarteto” (EE UU, Rusia, Unión Europea y ONU), responde fundamentalmente a la necesidad de Estados Unidos de desactivar un conflicto que constantemente amenaza con desbordarse. De hecho, ha sido Estados Unidos el que ha monopolizado su puesta en marcha y supervisión («La lección que hay que extraer de la última ola de atentados [en Palestina, en junio] es que en gran manera el unilateralismo norteamericano se olvidó de invitar a los otros miembros del cuarteto a la pasada cumbre de Aqaba», decía Miguel Ángel Moratinos, enviado de la UE en Oriente Próximo [El País, 16 de junio de 2003]).
La “Hoja de ruta” fue publicada por el Departamento de Estado de EE UU a fines de abril. Proponía un cronograma en tres fases, la primera de las cuales culminaría en 2003, durante la que la Autoridad Nacional Palestina se compromete a erradicar la violencia y a completar su estructura constitucional, fundamentalmente con el nombramiento de un primer ministro. Israel, por su parte, se retira de las zonas ocupadas a partir de septiembre de 2003 y se compromete a no establecer nuevos asentamientos. Ambas Administraciones cooperarán en materia de seguridad. A lo largo de la fase segunda se iría consolidando un Estado palestino, con fronteras provisionales y determinados atributos de soberanía; el rasgo determinante de esta fase será la capacidad del Gobierno palestino de erradicar el terrorismo; al final de esta fase, una conferencia internacional dará paso a la fase tercera (2004-2005), en la que se negociarán los asuntos pendientes: fronteras, asentamientos, Jerusalén, refugiados..., así como un arreglo general con Líbano y Siria. Esta fase terminaría en 2005.
Solamente desde la perspectiva de unas inmensas ganas de lograr un acuerdo se puede entender que un proyecto de este tipo pudiera salir adelante. En efecto, una lectura, ni siquiera atenta, pone de relieve que, como en otras ocasiones, los palestinos ponen todo –neutralización de Arafat a través de un primer ministro con amplios poderes y talante “negociador”, desmantelamiento y represión de la resistencia armada– y los israelíes nada, excepto una retirada que tiene un valor más simbólico que estratégico y algunos gestos de “buena voluntad” que dependen exclusivamente del humor del Gobierno. Incluso el ex ministro Shlomo ben Ami afirmó: «Tampoco hay que olvidar que la “Hoja de ruta” no exige grandes sacrificios en su primera fase a la derecha israelí» (El País, 5 de julio de 2003).
De hecho, el buen resultado de la “Hoja de ruta” dependía exclusivamente de la capacidad de EE UU de convencer a su aliado Israel de que hiciera concesiones significativas, que pudieran servir para que el nuevo Gobierno palestino, inevitablemente carente de apoyo popular simplemente por no haber sido elegido, pudiera ofrecer resultados. En este punto se pusieron de manifiesto las limitaciones de la política estadounidense; incapaz de arrancar algo tangible a Sharon, tanto por ideología como por opciones de política interna (2), dejaron al Gobierno palestino en la patética condición de grupo de suplicantes.

Itinerarios divergentes

Ni que decir tiene que los palestinos cumplieron, bajo presión, su parte del trato. Arafat nombró un primer ministro, Mamad Abbas, más conocido por su nom de guerre Abu Mazen. Hábil negociador, de talante moderado, no contaba, sin embargo, con el apoyo de Arafat, ni tampoco con el de las fuerzas radicales, que lo consideraban demasiado blando y títere de los israelíes. Los meses de gobierno (8 de marzo-6 de septiembre) fueron para él un calvario, enfrentado a una opinión pública que no le apoyaba, a un movimiento radical que lo despreciaba y a un presidente que en ningún momento abandonó los resortes del poder, en concreto de las fuerzas de seguridad; incluso tuvo que dimitir de la dirección del partido, Al-Fatah, ante las críticas de sus compañeros por su política de concesiones sistemáticas sin contrapartidas.
Porque de todos los problemas que tuvo Abu Mazen el peor era el mismo Israel. Quizá hubiera debido aprender la lección de Oslo, en la que los distintos gobiernos israelíes se dedicaron sistemáticamente a dar largas y dificultar los avances. Sharon, en parte por su carácter e ideología, en parte por las servidumbres que le imponía un Gobierno de coalición nítidamente escorado hacia la extrema derecha, fue mucho más allá que sus antecesores.
La mala fe negociadora de Sharon se puso de manifiesto en muchos aspectos. El primero de ellos fue intentar introducir en una “Hoja de ruta” de por sí muy sesgada (3) una serie abusiva de cautelas: imponer la ausencia de terrorismo como condición para cualquier avance, que la supervisión estuviera sólo a cargo de los EE UU, que el carácter del Estado palestino sólo fuera negociado de forma bilateral por palestinos e israelíes, que en las negociaciones debía figurar el abandono de la reivindicación del retorno de los refugiados... Así hasta 14, destinadas a garantizar la posición subordinada en las formas y en los contenidos de la parte palestina. De forma nada extraña, Condoleeza Rice comunicó que Washington consideraría “de forma completa y seria” las reservas de Israel. El desdén hacia los términos de la “Hoja de ruta” llegó al extremo de que, durante la discusión para su aprobación en el Parlamento israelí, Sharon defendió el “crecimiento natural” de los asentamientos, a pesar de que lo prohibía la “Hoja”, garantizando que se construya «para los hijos, los nietos e incluso los biznietos».
La destrucción de asentamientos “ilegales” (como si no lo fueran absolutamente todos) es otra manifestación de esta actitud mezquina: afectó, y sólo parcialmente, a un 10% de éstos (15 de 116), todos ellos deshabitados; muchas veces no eran más que un par de caravanas. Por supuesto, los 145 asentamientos “legales” (según la legislación israelí) no estaban afectados.
Tampoco el Gobierno sionista se mostró mucho más generoso en la liberación de presos (unos 7.000). Quedaban excluidos los pertenecientes a cualquiera de los movimientos de resistencia armada, los que tuvieran las “manos manchadas de sangre”, los naturales de Jerusalén Oriental y los ciudadanos israelíes. Incluso para los otros, el proceso era complicado y largo. Los susceptibles de ser liberados –muchos de ellos detenidos “administrativos”, es decir, sin cargos, y delincuentes comunes– no pasaban de 400.
Ante esta actitud cicatera, la retirada de Gaza y de algunas ciudades de Cisjordania y la supresión de controles, así como algunas medidas para favorecer el trabajo de palestinos en Israel o el levantamiento parcial del confinamiento de Arafat, no significan un avance apreciable. A ello se une que en ningún momento abandonó Israel su política –contraria a cualquier legalidad– de “asesinatos selectivos” (4).
Pero aún queda una última monstruosidad que Israel no está dispuesto a ahorrar: el muro de separación de Cisjordania.

Un nuevo “muro de la vergüenza”

«Nos vemos obligados a construirlo [el muro] para poner fin a las actividades terroristas» (Ariel Sharon, 29 de junio de 2003). Ante una de las mayores ignominias de los tiempos modernos, las reacciones diplomáticas, al margen de algunas tibias protestas estadounidenses que han acabado limitándose a pedir una modificación de su trazado, han sido escasas, lo mismo que la oposición interior, excepto la de grupos pacifistas israelíes y palestinos.
Dividida en tres partes, una a lo largo de la frontera occidental de Cisjordania (aunque penetrando dentro de la zona entre 6 y 7 kilómetros), otra en la región del Gran Jerusalén y otra a lo largo de la frontera oriental de Cisjordania (estas dos últimas no comenzadas), esta gran muralla de unos 650 kilómetros, de los que ya se han terminado unos 150, tiene una anchura de entre 60 y 70 metros, en la que hay alambre de espino, un muro propiamente dicho, foso, carretera de uso militar y alambrada, aparte de medios electrónicos de vigilancia.
El muro fue concebido por los laboristas, a los que la idea de una separación física entre los dos pueblos no les resulta odiosa, y en su momento fue criticado por el Likud, pues temía que consolidara una frontera que sirviera para delimitar un Estado palestino independiente. Sharon, con la coartada de la lucha antiterrorista, ha retomado la idea, pero dándole unos contenidos distintos. Como dice Gadi Algazi, israelí miembro de la asociación Taayush (5), forma parte de un “proyecto político global”: acompañado del aislamiento de distintos enclaves en el interior del muro que encierren distintas localidades, trata no sólo de usurpar nuevas tierras de Cisjordania que, al quedar al otro lado del muro, pueden ser anexionadas o controladas con facilidad, sino también trocear el territorio de la Autoridad Palestina. Separados de sus campos, prácticamente prisioneros, a los palestinos no les quedaría sino someterse a la voluntad del ocupante... o emigrar, lo que ha sido la secreta aspiración de la derecha israelí desde siempre (6).
El muro, una vez terminado en su totalidad (si realmente llega a hacerse), reduciría el terreno palestino a un 40% de Cisjordania, rodeado por todas partes por el Estado israelí. La viabilidad de ese Estado sería totalmente imposible. Desde luego, el muro no sería “irrelevante”, como afirmó Bush.

Adiós, “Hoja de ruta”

El día 9 de septiembre, dos atentados suicidas dejaban 14 muertos en Israel. Se trataba de la respuesta de Hamas al intento israelí de asesinar a su líder espiritual, el jeque Yasin. Este atentado era el último de una serie de ellos –ni siquiera el más sangriento– que punteó el enfrentamiento entre Israel y los radicales palestinos. En una brutal espiral de “asesinatos selectivos” y atentados suicidas, jugando ambas partes al juego de la provocación (Hamas, el Yihad Islámico y el Frente Popular habían declarado una tregua el 26 de junio, aunque Israel no la respetó aduciendo que lo que pretendían era reorganizarse), los acontecimientos pusieron de manifiesto que realmente ni los israelíes tenían voluntad de respetar la “Hoja de ruta”, ni los radicales palestinos pensaban que dicho instrumento servía para llevar la paz a Palestina.
Tres día antes, el 6 de septiembre, dimitía Abu Mazem. Había resultado perdedor en su pulso con Yasir Arafat por controlar las fuerzas de seguridad. Lastrado por su carácter de persona impuesta por el enemigo, encajonado entre Arafat y Sharon, Abu Mazen jamás tuvo un mínimo margen de maniobra y su dimisión estaba cantada.
Ante su dimisión, los israelíes dieron un paso arriesgado: amenazar a Arafat con la expulsión de Palestina. Las protestas internacionales (incluso de EE UU, aunque al final, fiel siempre a su alianza, vetó una resolución del Consejo de Seguridad que prohibía a Israel dicha expulsión) y el apoyo interior han permitido al anciano y trágico dirigente recuperar buena parte de su prestigio perdido.
¿Es posible que el nuevo primer ministro, Ahmed Qureia (nombrado el 8 de septiembre), enderece una situación sometida a un deterioro considerable? Israel, crecido con el veto estadounidense pero al tiempo presionado por su protector (7), quizá pueda flexibilizar un poco su posición; pero la capacidad del Gobierno de Sharon de «hacer dolorosas concesiones» (?) en favor de la paz es escasa. La insistencia en que la Autoridad Palestina tome la iniciativa en la lucha contra las organizaciones radicales es simplemente una invitación a la ruptura.
Es difícil saber hasta qué punto el actual Gobierno de Israel tiene voluntad de favorecer la constitución de un Estado palestino sobre un territorio que los sionistas consideran propio. La historia y la ideología sugieren que no es ése el caso, al menos mientras la correlación de fuerzas –por mucho que, en un cínico alarde de victimismo, aparente lo contrario– esté a su favor (8).
Si esto fuera así, la lucha nacional palestina tendría que plantearse en otros términos. Una lucha que no necesariamente pasa por los atentados suicidas, sino sobre todo por la capacidad de mantenerse, de sobrevivir allí, en su tierra, de protestar frente a todas las amenazas, las coacciones, las humillaciones. Quizá haya que dejar un espacio a la firmeza, la coherencia y la dignidad, unido a la búsqueda de alianzas con los sectores más lúcidos del pueblo israelí y a la opinión internacional, y complementado con formas de lucha más imaginativas y no más sangrientas, para lograr lo que ni la muerte ciega ni la sumisión han logrado.
Desgraciadamente, no deja de ser un buen deseo. Como para algunos era la “Hoja de ruta”.


(1) En castellano, “hoja de ruta” es simplemente “itinerario”. La ignorancia léxica desmiente el principio de economía del lenguaje. Después de dicho esto, la seguiremos llamando “Hoja de ruta”.
(2) Cuando Bush (12 de junio de 2003) afirmó que los “asesinatos selectivos” y los asaltos a campos de refugiados eran obstáculos para la paz, amplios sectores de su partido protestaron diciendo que Israel tenía el mismo derecho que EE UU a defenderse del terrorismo “con cualquier medio a su alcance”. La Casa Blanca reconoció la pertinencia de este argumento.
(3) La reiterada exigencia a la Autoridad Nacional Palestina para que luche enérgicamente contra el “terrorismo” deja la sensación de que la “Hoja de ruta” sólo pretende garantizar la seguridad de Israel, y que los derechos palestinos son secundarios. Ya de por sí, la exigencia es cínica: el aparato de la Autoridad Nacional ha sido destruido por los israelíes durante la Intifada, y su capacidad es nula. Además, luchar contra organizaciones tan bien implantadas como Hamas es una invitación a la guerra civil.
(4) Que no son tan “selectivos”: en ellos la mayoría de muertos son inocentes, y bastantes, niños.
(5) Le Monde diplomatique, julio de 2003. Este artículo está acompañado de un mapa del proyecto final que resulta estremecedor.
(6) En los programas de los partidos de derecha y ultraderecha figura expresamente el no abandono de “Judea y Samaria”. Esto responde a una ideología anexionista de profundas raíces en parte del pensamiento, sionista o religioso, de Israel. Sobre el pensamiento anexionista hay un libro excelente: Israel imperial, de Nur Masalha (Bellaterra, Barcelona, 2002).
(7) EE UU ha amenazado a Israel con represalias económicas si no modifica el trazado en la zona de Jerusalén.
(8) La idea de que Israel es víctima de un terrorismo ciego y sin sentido ante el cual no le queda más remedio que defenderse se une, cara a la opinión progresista europea, a una peligrosa identificación entre antisionismo y antisemitismo, que se consideran dos aspectos de la misma pulsión racista. Ver este párrafo del ex anarquista Carlos Semprún: «... pero yo veo algo más, me parece que la “causa palestina” constituye ante todo una magnífica coartada para enmascarar un profundo, secreto, acomplejado antisemitismo con los oropeles progresistas de la lucha antiimperialista». Esta línea de defensa (o ataque) resulta moralmente repugnante.