Alfonso Bolado
Israel-Palestina. Por un Estado binacional,
laico y democrático

(Página Abierta, 216, septiembre-octubre de 2011).

En memoria de Ignasi, compañero, amigo y, sobre todo, ejemplo.

  La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto… no es nada agradable cuando se observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda…
                                                           Josep Conrad, El corazón de las tinieblas

            La aceptación de Palestina como Estado miembro de la ONU en septiembre de 2011 –la declaración como Estado ya fue hecha por la OLP en 1988– debería haber culminado la iniciativa de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) para romper el bloqueo de las conversaciones “de paz”. Un brindis al sol por varias razones: primero, porque el veto estadounidense en el Consejo de Seguridad la hace estéril; segundo, por el no reconocimiento por parte de Israel, potencia ocupante, del nuevo estatus; tercero, porque el nivel de soberanía de la Autoridad Nacional en los planos político, fiscal, de defensa… nunca sería el que corresponde a un Estado independiente. De hecho, los bantustanes surafricanos, que la ONU no reconoció, tenían en algunos aspectos una autonomía mayor.

            Más aún, esta iniciativa da munición a Israel para liquidar las conversaciones acusando a la ANP de unilateralidad y, por tanto, de deslealtad. Como los especuladores de los mercados, el Gobierno israelí no necesita razones, sino coartadas, para lograr su objetivo oculto, que lo es de todos los políticos sionistas desde antes de la fundación de Israel (1): la anexión de Cisjordania a través de su ocupación paulatina y la expulsión o la reducción de sus habitantes a la condición de súbditos sin derechos, condenados a malvivir en reservas. El fait accompli legitimaría la operación por encima de las resoluciones de la ONU. Nunca la vieja expresión “marear la perdiz” había servido para ilustrar una operación tan carente de la más elemental decencia.

            Pero es que incluso aunque llegara a conseguirse la independencia, ¿qué Estado sería el palestino? El plan de partición de la ONU de 1947 reservaba a los árabes el 45% del territorio del mandato británico. Tras la guerra de 1948, la línea de partición dejó a los árabes el 26%, y la posterior construcción de asentamientos, carreteras extraterritoriales, más las tierras situadas al oeste del muro lo han reducido aproximadamente en un 46%; es decir, a reserva de algunos ajustes de tierras marginales, la soberanía del Estado palestino se ejercería sobre un 14% del territorio del antiguo mandato, en el que no estarían ni la estratégica ribera del Jordán ni la simbólica Ciudad Vieja de Jerusalén. Más aún, no tendría  continuidad territorial y además, al no poder contar con ejército, estaría sometido a las arbitrariedades y coacciones de Israel.

            Hace años, tras la firma de los Acuerdos de Oslo (1993), el que escribe estas líneas publicó un artículo en esta misma revista en el que preveía que tales acuerdos serían un fracaso, como ha sucedido. No se trataba de ninguna idea original: lo mismo pensaban los analistas más sólidos de la realidad palestina; lo que ahora interesa es resaltar que personas con un acceso limitado a las principales fuentes de información sacaran esas conclusiones, pues refleja hasta qué punto aquellos acuerdos no tenían la menor posibilidad de fructificar y que solo la cobardía política, la mendacidad o la mala fe de los protagonistas podían otorgarlos un valor “histórico”.

            Es el momento de decirlo: la existencia de dos Estados en Palestina no podrá ser, por la confluencia del dogmatismo ideológico y la falta de voluntad política de unos y por la inviabilidad del Estado palestino que surgiría del proceso. Ha llegado el momento, como sugiere un artículo de Leila Farsakh (2), de pensar en la idea de un Estado binacional en Palestina.

Genealogía de una idea

            Se dice que cuando Max Nordau, lugarteniente y sucesor del teórico del sionismo Theodor Herzl, llegó a Palestina se horrorizó al advertir que allí había población. Hechos como ese pusieron de manifiesto el desconocimiento, muchas veces doloso, de la realidad del país y la necesidad de una toma de posición hacia la población nativa que, muy posiblemente, fuera descendiente de los antiguos israelitas a mayor título que los colonos sionistas. Tal posición fue la típicamente colonial: los nativos (swartz, “negros”, en la terminología de los colonos) eran “animales de dos patas” según el primer ministro israelí Menahem Beguin. Expresiones de este tipo son frecuentes en la derecha sionista, desde su instalación hasta la actualidad (3).

            La idea de un Estado judío que fuera expresión política de una nación hebrea ya aparece en el texto fundacional del sionismo, El estado judío, de Theodor Herlz (1896); un Estado que también tendría atributos colonialistas, pues sería «… baluarte de Europa contra Asia, un puesto de la civilización contrario a la barbarie» (4). La ideología alimentó la visión de un Estado único judío y resultó retroalimentada por ella.

            Con todo, en 1925 se fundó el movimiento Brit Shalom (“Acuerdo de paz”), animado por Judah Magnes, rector de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y por el filósofo y teólogo Martin Buber, que preconizaba la alianza entre árabes y judíos en la Palestina del mandato; Buber afirmaba que no era necesario un Estado propio para convertir el territorio del mandato británico en hogar nacional judío. Brit Shalom no pasó de ser un grupo testimonial –nunca tuvo más allá de cien miembros, eso sí, de alta calidad intelectual y moral– y con escasa influencia, y se disolvió  hacia 1936, con ocasión de la revuelta árabe. No debe suponerse que sus posiciones influyeron en el Libro Blanco del Gobierno británico del 17 de mayo de 1939 («… establecimiento en diez años de un Estado palestino independiente… en el cual los árabes y los judíos compartan el Gobierno…»), que está en el origen de la hostilidad del sionismo más radical, de derechas o de izquierdas, hacia los británicos y que es más bien consecuencia de una difícil transacción entre la revuelta árabe de 1936-39 y las presiones de la organización sionista.

            Judah Magnes, que mantenía su posición favorable al Estado único, bajo la forma de confederación judío-palestina, fundó en 1942 el partido Ijud, al que estuvieron vinculados en distintos momentos personalidades como Buber, Arthur Ruppin y Hanna Arendt (5), la cual siempre tuvo una actitud muy reticente hacia el sionismo. Buber y Magnes defendieron en las Naciones Unidas su posición, que interesó vivamente al representante soviético Andréi Gromyko, aunque se plegó a la decisión mayoritaria de dividir la Palestina del mandato en dos Estados. El rechazo árabe a una decisión tan manifiestamente injusta provocó la guerra de 1948 y el inicio de una limpieza étnica que, bajo distintas formas, continúa hasta la actualidad. A pesar de la apariencia de tacitismo (el yishuv era minoritario en Palestina) de las posiciones de Magnes y Buber, su razonamiento  tiene un aliento ético impecable.

            La guerra y el armisticio liquidaron por la fuerza de los hechos la reivindicación del Estado binacional en Israel, que solo fue defendido, a partir de 1967, por partidos minoritarios de extrema izquierda, como  la Organización Socialista Israelí (Matzpen), vinculada a la IV Internacional, que en su manifiesto con motivo del decimonoveno aniversario de la creación del Estado de Israel afirmaba: «… la solución que proponemos [es la] desionización de Israel y su integración en una unión socialista de Oriente Próximo», en una fórmula que parece inspirarse en la ideología del Baaz.

            El relevo de las posiciones israelíes favorables al Estado único lo tomaron las organizaciones palestinas, en particular al-Fatah, cuyo séptimo punto dice: «… el objetivo final de su lucha [de al-Fatah] es la restauración del Estado palestino independiente y democrático, en el que todos los ciudadanos, cualquiera que fuese su confesión, gozarán de iguales derechos»; el punto segundo amplía el concepto de “confesión” referida a los judíos, al considerarlos «comunidad étnica y religiosa». El Frente Democrático para la Liberación de Palestina, en un documento de 1969, dice que la justa solución del problema palestino es «la liquidación de la presencia sionista encarnada en el Estado de Israel y la edificación de un Estado palestino socialista y democrático que contenga a árabes y judíos bajo la dirección de la clase obrera», lo que sin duda eludía el problema de las culturas propias, en especial la israelí; se trata de una manifestación del jacobinismo internacionalista que también inspiró a organizaciones judías de la izquierda no sionista, como el Bund (6).

            Todavía en 1974 Yasir Arafat afirmaba ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: «Actuemos conjuntamente a fin de que el sueño se haga realidad… [que]... yo regrese con mi pueblo para vivir con el judío combatiente… en el marco de un único país democrático en el que cristianos, judíos y musulmanes vivan en un Estado basado en la justicia, la igualdad y la fraternidad».

            Ciertamente, parte de la opinión árabe tendía a pensar que los judíos no constituían una nación, por las profundas diferencias culturales entre ellos, y que los unía la religión y la ideología sionista, como expresión de un nacionalismo exacerbado cuyas raíces se anclaban en el imperialismo y el antisemitismo occidental. De algún modo, Hamas comparte esta idea, teñida con un cierto neootomanismo: Palestina es un waqf (donación religiosa) que no puede ser alienado ni todo ni en parte; sin embargo, los judíos como ahl al-kitab (pueblo del Libro) podrían acceder a la condición de dhimmis (protegidos) en un régimen de autonomía comunitaria similar a los millet otomanos.

            Todas estas opiniones hacían y hacen muy poco atractivo el proyecto para los ciudadanos del Estado de Israel, poco o nada dispuestos a compartir su Estado. Eso, así como la falta de apoyo popular y de los Estados árabes, y la consolidación interna e internacional del Estado sionista, hicieron cada vez más remoto el sueño de Arafat, de modo que las posiciones unitarias se fueron abandonando a favor del Estado independiente. En 1984, el Consejo Nacional Palestino ya pretendía el «establecimiento de un Estado independiente bajo el liderazgo de la OLP», y en 1988 se proclamaba formalmente en Argel el Estado independiente de Palestina.

            Curiosamente, desde una perspectiva antiunitaria, tomaron fuerza en esta etapa posturas israelíes de denuncia de la colonización de los territorios ocupados afirmando que, de seguir, llevaría por la vía de los hechos a la creación de un Estado único, que tendría que hacer frente al reconocimiento de los derechos de los habitantes palestinos o incluso a la opresión de los judíos por la mayoría árabe; el exalcalde de Jerusalén Meron Benvenisti es uno de los que cultivan esta visión.

            La tercera oleada de posiciones a favor del Estado único son más actuales y se caracterizan por haber sido promovidas por intelectuales residentes en general en Occidente, sean palestinos, como Edward Said («Nuestra batalla es por la democracia y por la igualdad de derechos, por un… Estado secular en el que todos sus miembros sean ciudadanos iguales, donde el concepto subyacente sea una noción secular de ciudadanía y pertenencia, y no una esencia mitológica cuya autoridad se derive de un pasado remoto, sea cristiano, judío o musulmán») (7), Azmi Bishara o Ali Abunimah; judíos, como Tony Judt,  Ilan Pappé o Amira Haas (que reside en los Territorios Ocupados), y occidentales como Virgina Tilley (8) y Richard Falk (9).

            La idea del Estado binacional está bastante extendida en determinados círculos, desgraciadamente solo intelectuales, y ha dado lugar a varias conferencias, como la de El Escorial de julio de 2007 (con la presencia de Pappé, Abunimah, Omar Barghuti y Leila Farsakh) (10) y la de Dallas, organizada por la ODS (ver nota 9) (11).

            Todas estas posiciones proceden tanto de la tradición ética de Magnes y Buber, por una parte, como, por otra, del fracaso práctico de la solución biestatal, ante la inexorable colonización israelí de Cisjordania (12) y el lamentable estado de los derechos humanos de la población palestina, algo que, más tácticamente, atrajo el interés de Moshe Arens, exministro israelí de Defensa y Asuntos Exteriores y mentor político de Netanyahu («¿Qué pasaría si la soberanía israelí se aplicara en Judea y Samaria y se ofreciera a la población palestina la ciudadanía israelí? Aquellos que… consideran la “ocupación” como un mal insoportable se sentirían aliviados por un cambio que liberaría a Israel de este peso») (13), con lo que, sin embargo, no ponía en cuestión la hegemonía política y social del sionismo.

Dificultades y posibilidades de la idea binacional

            En el breve recorrido histórico por la idea binacional se han esbozado las dificultades para su extensión:

            1º. No existe ningún movimiento social que la secunde políticamente, ni por parte israelí ni por la palestina. Ambas siguen con el juego de los dos Estados, sin plantearse, los unos, el reconocimiento de un Estado palestino, lo cual es muy peligroso («la “raza superior” judía está condenada no a la conquista, sino al suicido», presagiaba Hanna Arendt en su artículo “Zionism Reconsidered”), y los otros, qué precio van a pagar por el reconocimiento de dicho Estado, incluyendo su viabilidad material. Lo curioso es que cuando más se aleja la solución biestatal más se empeñan unos y otros, así como la comunidad internacional, en apoyarla.

            2º. La falta de soluciones alienta la radicalización de las posturas; en el caso israelí, la victoria de la coalición de la derecha sionista con la ultraderecha racista y religiosa; en el palestino, aunque existe mayor moderación por su propia debilidad, aumentan las posturas de resistencia a ultranza que encarna, aunque con bastante carga retórica, Hamas. Ello, por una parte, alimenta el odio intercomunitario y, por otra, el rechazo a tomar en consideración soluciones alternativas.

            3º.  Las bases ideológicas de ambas comunidades, como inspiradoras de la acción política, de la cual se retroalimentan,  han tendido a hacerse más dogmáticas y menos matizadas. En este aspecto es particularmente peligrosa la posición del sionismo, por tratarse de un nacionalismo fuertemente etnificado y, por tanto, exclusivista y agresivo («Israel debe enfrentarse directamente a la realización de la visión sionista… que no ha cambiado desde los tiempos de Herlz. Yo digo que Israel debe establecer ciudades en todo el… área de Oriente Próximo… Nunca hay que decir de un lugar: Aquí nos detenemos», decía en 1984 el exalcalde del asentamiento de Ariel Yaacob Feitelson) (14). De ello, así como del nacionalismo palestino, se hablará a continuación.

            El sionismo fue una de las respuestas, la más afortunada históricamente, al antisemitismo de la Europa del siglo XIX. En él se une una percepción volkisch de un supuesto pueblo judío en el que no existía homogeneidad lingüística, social y cultural, aunque sí conciencia de pertenencia a una misma comunidad religiosa y, en el caso de los judíos orientales (que constituyeron el grueso de las emigraciones o aliya), de discriminación social y económica (15). El sionismo afirma que dicho pueblo constituye  una nación sin territorio; una  más que dudosa  pirueta historicista lo hizo descendiente de los judíos que abandonaron Palestina o fueron expulsados de allí hace casi dos mil años, lo cual los convierte, junto al inaceptable argumento de la donación divina, en legítimos poseedores de ella.

            El doble principio –el mito bíblico de toma de posesión de la tierra ancestral y la necesidad de escapar de la opresión– constituye las bases de un nacionalismo que, como todos los nacionalismos de base étnica, solo puede enfrentarse a los retos de la historia y de la realidad con el recurso a las creencias y está condenado por ello a bascular hacia posiciones derechistas o incluso criptofascistas, en un vendaval que ha acabado arrastrando a las fuerzas de la moderada izquierda sionista; el caso del laborismo israelí es, en este aspecto, tan patético como revelador. Precisamente por ello, la “desionización” de Israel, especialmente en sus aspectos más dogmáticos, que son los dominantes, es el presupuesto de cualquier solución de carácter binacional.

            Sin embargo, también hay sectores progresistas contrarios a esta solución: muchos de los miembros de Paz Ahora piensan que consolidaría la subordinación de los palestinos. Benny Morris, por su parte, cree que la animadversión árabe provocaría un nuevo éxodo de judíos. Son dudas razonables y que en su momento exigirían cautelas legales.

            Del mismo modo que el sionismo es una respuesta al antisemitismo, el nacionalismo palestino es una respuesta al sionismo y se ha elaborado en distintas etapas; la Carta Nacional palestina define al pueblo palestino como «parte inseparable de la nación árabe», pero, forjado en la opresión, el exilio y la resistencia, sus señas de identidad son la «consciencia de la singularidad de su destino», como dice Bernard Botiveau (16). El suyo es un nacionalismo vinculado al proceso de liberación nacional, lo que le desprovee de mitos fundacionales sólidos, aunque no de una épica. La vieja idea de Fatah –no se lucha contra los judíos, sino contra Israel, «expresión de una colonización basada en un sistema teocrático, racista y expansionista»– permite una mayor flexibilidad en la busca de soluciones.

            Con todo, si las ideologías no cambian, sí lo hacen las sociedades. No son muchos aún en Israel los que dudan de la legitimidad (no la legalidad) del Estado de Israel, pero sí son cada vez más los que ponen en cuestión sus métodos: el Estado de Israel ya ha dejado de descansar sobre los dos pilares que cita Avraham Burg, expresidente de la Agencia Judía y del Parlamento de Israel: «La sed de justicia y un equipo dirigente sometido a la moral cívica». Y añade: «La nación israelí ya no es actualmente sino una masa informe de corrupción, de opresión y de injusticia». Para él, «la revolución sionista ha muerto» (17).

            Una parte de la culpa la tiene sin duda la ocupación; se trata de una política que envilece al opresor y al oprimido, degrada la moral pública y alimenta sentimientos colectivos tan negativos como el odio, el miedo y la sensación de inseguridad, y estos a su vez el fanatismo. Pero junto a ello hay otra cuestión: la ocupación es cara y, a medio plazo, erosiona la economía del país.

            A mediados de agosto pasado se produjeron gigantescas manifestaciones en todo Israel en protesta contra la degradación de las condiciones materiales a la que estaba llevando el régimen. A raíz de eso, el escritor sionista moderado David Grossman, personalidad de singular lucidez, escribió un volcánico artículo (18) en el que tras preguntarse «¿Cómo pudimos resignarnos a que el Gobierno elegido por nosotros convirtiera nuestros sistemas de educación y salud en un lujo?», concluía que «la ocupación es el factor que más ha contribuido al fracaso de los sistemas de control y alerta en la sociedad…» y que «cualquier discusión racional está hoy cubierta por una capa de sentimentalismo… patriótico y nacionalista, del fariseísmo y el victimismo».

            Grossman opina que algo ha despertado; por supuesto, no habla del debate binacional, pero cada vez más la exigencia de justicia no puede dejar de lado las relaciones con los árabes; más aún, cabría pensar que los árabes palestinos, los árabes israelíes y los judíos, todos ellos cada vez más imbricados espacial y socialmente, tienen en este momento un enemigo común, aunque aún poco definido: el aparato de poder sionista. En este sentido, la reivindicación de la binacionalidad recogería la doble tradición de la resistencia palestina laica y del bundismo judío no sionista.

¿Qué Estado binacional?

            Una cuestión relevante y que nadie ha estudiado es qué forma podría tener el Estado binacional: una federación territorial como la de Chipre antes del golpe de Estado de 1974, un Estado unitario con mecanismos constitucionales de defensa de las dos naciones, posiblemente con una organización cantonal, como proponía Arendt, o como el sistema libanés… o una mezcla de todas. Cabría considerar un sistema confederal territorial, pero con libertad de circulación y radicación que evolucionaría hacia un sistema federal y después unitario. Evidentemente, eso solo puede definirlo una Constitución elaborada por ambas partes (sería una novedad parcial, pues el Estado de Israel no tiene Constitución).

            En cualquier caso, las condiciones mínimas serían un laicismo con robustas instituciones democráticas, basado en la preeminencia de los derechos individuales sobre los colectivos, la ciudadanía sobre la identidad comunitaria, la absoluta igualdad legal y políticas de discriminación positiva hacia los palestinos, a modo de compensación por los expolios sufridos. Debería reconocerse el derecho al regreso de los exiliados y suprimirse la “Ley de Retorno” que concede la nacionalidad israelí a todos los judíos del mundo. En lo cultural deberían respetarse y protegerse las dos culturas y hacer hincapié en los aspectos comunes –que son muchos– entre ambas (19). La experiencia surafricana podría servir de guía (20).
Por supuesto, no cabe duda de que no iban a desaparecer las fricciones, los desencuentros y las oposiciones, pero en buena parte la democracia es un sistema que permite arbitrar los conflictos sin llegar a la violencia o pudiendo canalizarla.

            La política es el arte de lo posible; en este orden de cosas se hace difícil saber si la solución binacional es la mejor… porque es la única. Y es que la alternativa no es Estado binacional-Estados independientes, sino Estado binacional-régimen de apartheid.

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(1) «No se conformaba [Ben Gurión, primer ministro de Israel, 1948-1963] con una parte del país, salvo por la base de que crearíamos un Estado poderoso… y nos extenderíamos sobre la totalidad de la tierra de Israel».
(2) “L’Heure d’un Etat binational est-elle venue?”, Le Monde Diplomatique, marzo de 2007.
(3) Sería interesante comparar las actitudes de los colonos sionistas con las de los franceses en Argelia, pues se trata de colonizaciones de poblamiento muy similares; los franceses integraron los tres departamentos del norte de Argelia (Argel, Orán y Constantina) en la Francia metropolitana.
(4) Herlz, El estado judío, trad. cast., Organización Sionista Mundial, Jerusalén, 1960 (ed. original, 1896).
(5) Defendía que «un autogobierno local y consejos mixtos judeo-árabes, tan numerosos como fuera posible son las únicas medidas realistas que a la larga pueden conducir a la emancipación política de Palestina» (en Elizabeth Young-Bruehl, Hannah Arendt, Paidós, 2006).
(6) La Unión de Trabajadores de Lituania, Polonia y Rusia, conocida como Bund fue fundada en 1897. Consideraba que la emancipación de los judíos era paralela a la emancipación de los oprimidos del imperio zarista y siempre mantuvo alianzas con las fuerzas socialdemócratas y revolucionarias. Proponía el yiddish como idioma nacional y rechazaba el sionismo y la aliya, aunque algunos bundistas emigraron a Palestina. Resultó muy afectado por el Holocausto y las purgas de Stalin, pero todavía tiene organizaciones en Occidente.
(7) Al-Hayat, 30 de junio de 1988; en Said, Nuevas crónicas palestinas, Mondadori, Barcelona, 2002.
(8) Autor de The One-State Solution, Univ. of Michigan Press, 2005.
(9) Richard Falk es profesor universitario y relator de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Palestina. Promueve la organización ODS (www.one-democratic-state.org), dedicada a la cuestión.
(10) Es una profesora palestino-estadounidense. Antes se ha citado un artículo suyo en Le Monde Diplomatique.
(11) Existe una bibliografía no muy abundante pero sí significativa sobre la cuestión, sobre todo en forma de artículos, muy eficaces para crear opinión. Entre ellos, hay en castellano un artículo de Luz Gómez aparecido en El País (17.9.2010): “Palestina: la necesidad de un Estado binacional”, que resume muy bien el estado de la cuestión. De los libros, merecen citarse la obra de Ali Abunimah One Country (Metropolitan Books, Nueva York, 2006) y la de Amnon Raz-Krakotzkin Exil et souveraineté, La Fabrique, París, 2007 (esta editorial publica interesantes títulos de autores judíos críticos con el Estado de Israel).
(12) A mediados de agosto el Gobierno israelí anunció la construcción de 1.600 viviendas en Jerusalén Oriental.
(13) Aparecidas en el diario israelí Haaretz y recogidas en el artículo de Alain Gresh “Un seul etat pour deux rêves”, Le Monde Diplomatique, octubre de 2010.
(14) Cit. en Nur Masalha, La Biblia y el sionismo, Bellaterra, Barcelona 2007. La obra del mismo autor Israel. Teorías de la expansión territorial (Bellaterra, Barcelona, 2002) ofrece un amplio repertorio de estas posiciones.
(15) El concepto Volkisch alude al nacionalismo conservador alemán, basado en una comunidad unida por lazos de sangre; tiene bastantes conexiones con el término “étnico”. En el siglo XIX los judíos hablaban distintas lenguas: los orientales hablaban ladino (sefardí), los de Europa central y del este, yiddish, un dialecto alemán, mientras que los judíos occidentales hablaban los idiomas de sus respectivos países. El hebreo era una lengua litúrgica, recuperada por el lingüista Eliezer Ben Yehuda, entre otros, que se convirtió en instrumento de la nation building  sionista.
(16) L’Etat palestinien, Sciences Po, París, 1999.
(17) Ver VV. AA., La revolución sionista ha muerto, Bellaterra, Barcelona, 2008.
(18) “Una ventana a un futuro diferente”, trad. cast. En El País, 7.8.2011.
(19) En un libro que aparecerá a fines de año en Edicions Bellaterra, Fernando Bravo pone de relieve las similitudes entre el antisemitismo y la  islamofobia, hasta el punto de que ambos pueden ser considerados distintas manifestaciones del mismo fenómeno.
(20) El fascinante libro del religioso y teólogo irlandés Michael Prior La Biblia y el colonialismo. Una crítica moral (Canaán, Buenos Aires, 2005) pone el sionismo y el calvinismo racista de los blancos surafricanos (junto a los colonizadores españoles de América) en el mismo grupo de utilización de la Biblia para justificar su sistema de opresión; las consecuencias ideológicas, políticas y sociales, apunta Prior, fueron las mismas.