Alfonso Bolado
Israel: los mitos de legitimación
(Página Abierta, 197, noviembre de 2008)

            Seguramente todos los Estados-nación del mundo tienen sus mitos fundacionales: una batalla o guerra, una revolución, un reinado. Se trata fundamentalmente de acontecimientos históricos que se consideran una especie de cristalización de fuerzas internas cuya dialéctica se dirige precisamente en esa dirección de “unidad de destino” (concepto procedente de la filosofía política alemana) que es el Estado-nación.

            Menos frecuentes son los que denominaremos “mitos de legitimación”, que son los creados –“inventados” en la terminología de Hobsbawm– para dar un sentido a la existencia del Estado; estos mitos de legitimación suelen darse en los Estados imperiales; así, la defensa del catolicismo para la España de los Austrias, la mision civilisatrice para la Francia decimonónica, la promoción y defensa de la libertad para Estados Unidos, la patria del socialismo para la URSS. Algunas dictaduras crean mitos de este tipo para dar un contenido trascendente a su existencia: la España bastión frente al bolchevismo del franquismo, la Italia que recrea las glorias latinas del fascismo o la patria aria del nazismo. Estos mitos, a diferencia de los fundacionales, desaparecen con la transformación de la naturaleza del Estado o la extinción de éste, de modo que poner de relieve su inconsistencia –que no significa carencia de fuerza movilizadora– permite avanzar en la abolición de estructuras de pensamiento que, si bien confortan a algunos, perjudican a los que se encuentran al margen de ellas, que suele ser una mayoría.

            Una de las excepciones de Israel es la existencia de potentes mitos de legitimación al lado de los fundacionales: El Estado judío, la obra fundacional de Herzl; las migraciones o aliya; la primera victoria del “David” israelí frente al “Goliat” árabe o el “milagroso” abandono de sus tierras por parte de la población palestina. El acuerdo de la ONU de 1948 es una decisión jurídica de escaso valor mitificador, aunque ha sufrido manipulaciones por parte israelí para acomodarla a su voluntad expansionista. De tales mitos de legitimación, o de algunos de ellos, se tratará a continuación.

            Es preciso decir que esos mitos sólo parcialmente se integran en el corpus de la teoría sionista, que, en esencia, es una teoría nacionalista con fuertes componentes volkisch, propios de la tradición alemana, y  elementos de los «nacionalismos antiliberales de la Europa central y oriental» (Sternhell). Estos mitos, cuya fuerza procede de su apelación a los sentimientos, se encuentran en la periferia de la teoría pero posiblemente sean más eficaces que ésta, tanto de cara al interior como al exterior de Israel.

Primer mito: el origen bíblico

            Curiosamente, la idea de que la Biblia da un título de propiedad a los judíos sobre Palestina no es judía: procede de la tradición protestante y está relacionada con la exégesis bíblica a partir de la libre interpretación del libro sagrado; aparentemente, el primer texto que invita a la creación de un Estado judío en Palestina es Apocalypsis Apocalypseos  (1585), del sacerdorte Thomas Brightman; esta idea tuvo fortuna durante las revoluciones puritanas, y Cromwell era partidario de ella. Con el dispensacionalismo del siglo XIX, el regreso de los judíos a “Tierra Santa” se inscribió en un proceso históricamente necesario para llegar a la segunda venida de Cristo y el fin de los tiempos. La Declaración Balfour (1917), por la que el ministro de Asuntos Exteriores británico de dicho nombre comunicaba a Walter Rothschild su opinión favorable a la creación de un “hogar nacional judío”, es heredera de esas corrientes de opinión. De hecho, el libro de Herlz no cita Palestina como meta nacional.

            De forma paradójica, fueron los sionistas laicos los que con mayor firmeza se basaron en la Biblia para apoyar sus proyectos. Así, en 1919, el laico ruso Ushishkin dijo en la conferencia de Versalles: «En nombre... de los judíos de Rusia, [vengo a] presentar la exigencia histórica del pueblo judío: por  nuestro retorno a nuestras propias fronteras, por la devolución a los judíos de la tierra que el Poder Supremo nos prometió hace cuatro mil años... Pedimos que nos restituyan aquel robo histórico».

            Ben Gurion, por su parte, consideraba firmemente que la Biblia avalaba el «sacrosanto derecho del Pueblo Elegido». Y concluía: «Aunque rechazo la teología, el libro más importante de mi vida es la Biblia». El libro bíblico preferido por Ben Gurion era el de Josué, el conquistador de Jericó que aniquiló a los cananeos y cuyas campañas se estudian en las escuelas, en consonancia con las palabras de Moshe Shertok, primer ministro de Asuntos Exteriores israelí: «Hemos olvidado que no hemos venido a una tierra vacía para heredarla,  sino que hemos venido para conquistar un país que lo habita, que lo gobierna en virtud de su lengua y su cultura salvajes».

            Es imposible no observar la contradicción que late en estas tomas de posición: recuperar una tierra que quizá se abandonara –porque ni en las fuentes romanas ni en el historiador contemporáneo judío Flavio Josefo existe ninguna referencia a una “diáspora”; lo más posible es que la mayoría de la población acabara convirtiéndose a las religiones dominantes– casi dos mil años atrás, sólo es posible si el donante es una figura que está por encima de las convenciones que marcan la moral, la lógica y el sentido común. El ascenso del pensamiento religioso en el Israel actual está prefigurado en el biblismo laico. Los resultados son, como afirma el profesor de la universidad de Haifa Benyamin Beit-Hallahmi, que «hoy en día, la mayoría de los israelíes consideran la Biblia una fuente de información histórica fiable de tipo político, laico... En Israel la historización de la Biblia es una empresa de carácter nacional... Afirmar que esta antigua mitología es  verdadera historia es una parte esencial del nacionalismo sionista laico...»

            Al empeño de corroborar la historicidad de la Biblia se dedicaron esfuerzos intelectuales considerables a partir del siglo XIX, cuando empezó a desarrollarse la que se ha llamado “arqueología bíblica”, un esfuerzo que continuó con entusiasmo el Gobierno israelí, con renovado interés a partir de la guerra de 1967 y la anexión de “Judea y Samaria”, en la terminología bíblica para referirse a Cisjordania. Los resultados fueron decepcionantes: los restos de la civilización israelí resultaron ser muy escasos y además poco significativos: ningún resto de los momentos más gloriosos de la historia bíblica, como los reinados de David y Salomón, nada que fuera más allá de lo propio de una civilización material poco desarrollada. De modo que, a pesar de los esfuerzos, las excavaciones y los hallazgos, han llegado a esta conclusión, en términos de los arqueólogos israelíes Finkelstein y Silberman (citados en la obra de Nur Masalha La Biblia y el sionismo, Bellaterra, Barcelona, 2008): «En efecto, desde finales de los años sesenta los descubrimientos arqueológicos han revolucionado el estudio del antiguo Israel y han sembrado serias dudas sobre la base histórica de relatos bíblicos tan conocidos como las andanzas de los patriarcas, el éxodo de Egipto, la conquista de Canaán y el glorioso imperio de David y Salomón».

            Y Zeev Herzog, de la universidad de Tel Aviv y director del Instituto de Arqueología resume: «Esto es lo que los arqueólogos han hallado: que los israelitas no estuvieron nunca en Egipto, no atravesaron el desierto, no conquistaron la tierra en una campaña militar y no la transmitieron a las doce tribus de Israel. Quizá resulta más difícil   aceptar que la monarquía unida de David y Salomón... fue como mucho un reino tribal. Y para muchos será un shock desagradable saber que el Dios de Israel tenía una consorte femenina y que... se adoptó el monoteísmo no en el monte Sinaí, sino en el ocaso de la monarquía...»

            Lo cierto es que la mayoría de los arqueólogos están de acuerdo con estas afirmaciones. Actualmente se tiende a considerar que los textos bíblicos fueron escritos en una fecha muy tardía (siglo VI antes de nuestra era o más tarde), posiblemente en Babilonia, recogiendo mitos “auténticos”, presentes en otras culturas (el diluvio universal, el jardín del edén), acontecimientos milagrosos y verdaderas novelizaciones de tradiciones remotas, conocidas a partir de numerosas mediaciones, todo ello escrito con el fin, en términos de Giovanni Garbini en Historia e ideología en el Israel antiguo (Bellaterra, Barcelona, 2002), «de afirmar una tesis (ideología)». Así pues, los distintos redactores de la Biblia no pretendieron en ningún momento escribir historia, sino crear un corpus ideológico que sirviera de referente a un pueblo con grandes dificultades de cohesión. De hecho, los primeros talmudistas, como los primeros cristianos, expurgaron los textos que peor se acomodaban a sus intereses. Ello no obsta para que, a fines del siglo XX, un 55% de la población israelí crea en la historicidad de la Biblia, frente a un 14% que la rechazaba totalmente.

            Toda historia nacionalista es en buena parte una historia mítica: narra un esfuerzo colectivo para crear, engrandecer o retrasar el proceso nacionalizador de un pueblo determinado. Para ello reinterpreta o selecciona los datos de la realidad histórica. Los problemas de convertir la Biblia en historia nacional son mucho más grandes: por un lado, pensar que un Estado moderno es el sucesor de otro desaparecido hace 2.000 años (la destrucción de Jerusalén tuvo lugar en el año 70 después de nuestra era) es un verdadero despropósito que sólo resulta concebible desde una fe muy arraigada o un cálculo perverso; por otro, la Biblia no es una reelaboración nacionalista de los datos del pasado: es directamente, y en buena parte, una obra de ficción, con muy débil sustrato real, que, por mucho que pudiera confortar a espíritus religiosos, proyecta unos valores (presencia de Dios en la Tierra, idea del Pueblo Elegido, odio feroz al enemigo) que tienen poco que ver con la racionalidad.

Segundo mito: la superioridad moral

            La confluencia de la creencia en la condición de los judíos de pueblo elegido (que aún hoy acepta el 68% de la población israelí) y una aguda y poco matizada conciencia de haber sido perseguidos sistemáticamente, dio a los pioneros del nuevo Estado la convicción de una superioridad moral (ellos eran los justos de la Tierra, los no contaminados por el afán de dominio) que se trasladaría al mismo; como dice el progresista crítico Avraham Burg, ex presidente de la Agencia judía y del Knesset, el Parlamento israelí: «Nuestra vocación era convertirnos en un modelo, la “luz de las naciones»; aunque añade: «Y hemos fracasado» (artículo “La revolución sionista ha muerto”, 2002).

            Es esa conciencia de superioridad moral lo que ha producido en el establishment israelí una actitud arrogante que se manifiesta en las sistemáticas acusaciones de antisemitismo dirigidas a todos los críticos con su política. Y también lo que lleva a los israelíes, incluso a los más progresistas, a no poner en cuestión los criterios de legitimación de su Estado; de ese modo, el citado Burg afirma: «La realidad, al cabo de 2.000 años de lucha por la supervivencia, es un Estado que establece colonias...» Los comportamientos depredadores, para él, no comenzaron en 1948, sino en 1967. En el mismo sentido, el diario progresista Haaretz declaraba en 1967: «Nuestro derecho a defendernos del exterminio no nos da el derecho a oprimir a los demás... La confiscación de los territorios ocupados nos convertirá en asesinos».

            Por supuesto, contra quienes se proyecta más acusadamente esa superioridad moral es contra los palestinos; se trata de una actitud típicamente colonial; el colonizado (schwartz, “negro”, era el término despectivo de los primeros colonos hacia los palestinos) es ignorante, incapaz de trabajar con constancia, y eso se nota en el estado de postración material y espiritual en que se encuentra; más aún, es invisible. Buena parte de la propaganda –incluida la que se disfraza como educación– se basa en que Palestina era una tierra prácticamente vacía, habitada por grupos seminómadas que en última instancia no se sentían apegados al país y que perfectamente podían trasladarse a cualquier otro territorio árabe. Eso, según la propaganda y en contra de las abrumadoras pruebas históricas, en buena parte debidas a los “nuevos historiadores” israelíes, explica la facilidad con que abandonaron sus casas.

            Esa invisibilidad se muestra palmariamente en un manifiesto de apoyo al Estado de Israel elaborado por “personas de izquierdas” españolas (www.aseiweb.net) en el que acusa de la hostilidad hacia Israel exclusivamente al antisemitismo, sin hacer ni una sola referencia a la actitud israelí hacia el pueblo palestino.

            Donde se hace más patente esa conciencia es en la tesis de la “pureza de las armas” (tohar haneshek). Dicha idea surge, según el sociólogo Uri Ben Eliécer, «... de la tradición revolucionaria y socialista de la dirección del yisuv [la comunidad judía de la Palestina preestatal] y evoca al mismo tiempo las nociones de moralidad, de alto nivel de conciencia y de motivación ideológica. La guerra de Independencia instaurará después esta expresión como efigie identificativa de la talla moral constitutiva y superior del Ejército israelí».

            La “pureza de las armas” implica para los israelíes el “uso mínimo de la fuerza”, poner el “énfasis neoortodoxo, laico y reformista en los valores éticos y morales que derivan de la tradición profética”. Los hombres y mujeres de las Fuerzas de Defensa de Israel “mantendrán la humanidad” incluso en el combate y no usarán sus armas contra los no combatientes y prisioneros de guerra.

            El balance de la “pureza de las armas”, al margen de lo creativo del nombre, que se inserta en una tradición judía (“justos absolutos y únicas víctimas”), no puede ser más decepcionante, y eso desde el principio: las matanzas de 1948 (no sólo la famosa de Deir Yasin, única reconocida por Israel) fueron abundantes: Safsaf, Gish, Sasa Saliha Deir al-Asad, Kabri..., así hasta 16 como mínimo (Masalha, 2008; Sylvain Cypel, Entre muros, 2006). Ello llevó al historiador israelí Uri Milstein a decir: «En todas las guerras de Israel se han cometido matanzas, pero no albergo ninguna duda de que la guerra de Independencia fue la más sucia de todas». La consecuencia de esta guerra fue la práctica desaparición de la huella palestina, vieja de 1.200 años, en Israel.

            Es difícil saber si la situación fue peor después de 1967 y, sobre todo, después de la primera Intifada (1987-91): lo cierto es que la prensa ha dado cuenta de infinitas irregularidades: muerte masiva de no combatientes, incluidos niños, saqueos, detenciones ilegales, humillaciones..., cuya frecuencia y gravedad van mucho más allá de “abusos esporádicos” y sugieren una táctica implícita.

            Si bien la superioridad moral puede servir de coartada de todos los excesos (Israel se concibe como una isla de humanismo, democracia y bienestar en un océano de tiranía y barbarie), lo cierto es que la sistemática violación de los derechos más elementales de la población palestina a partir de 1967 significa el fin de una época, el fin de la inocencia. Hoy día Israel es un Estado férreamente conservador, violento, despectivo hacia la opinión internacional; un Estado, como denuncian muchos israelíes de buena voluntad, contaminado por su carácter colonial. Y otro dato que haría revolverse en sus tumbas a los padres de la patria: ha aparecido la plaga de la corrupción.

Tercer mito: la Shoah israelí

            La Shoah, el holocausto de los judíos del centro y este de Europa (aunque no sólo de ellos) a manos del régimen nazi, es uno de los acontecimientos más terribles de muestra modernidad, hasta el punto de haberse convertido en una verdadera materialización del Mal. Por sus propias características –afecta a la conciencia europea, el continente del que formaban parte víctimas y verdugos, por su trascendencia y las dimensiones de los comportamientos individuales y colectivos implicados en ella– es un acontecimiento universal, una llamada a las conciencias de todos los occidentales, responsables de otros genocidios (el de los indígenas norte y sudamericanos, el de los africanos, aparte de los genocidios tutsi y camboyano), de los que apenas los separa el método y la planificación del nazi y el hecho de que éste hubiera sido perpetrado en la civilizada Europa, por uno de sus países emblemáticos y sobre personas que en buena parte compartían la cultura del opresor.

            Como el resto de Occidente, Israel tuvo al principio una postura ambivalente hacia la Shoah. Por una parte, porque los muertos fueron como “corderos al matadero” (Jeremías, 51), en contra de la imagen de fortaleza frente a los enemigos que pretendía dar el nuevo Estado. Por otra, la Shoah demostraba post factum que los judíos no necesitaban un hogar propio, vista la imposibilidad de convivir con quienes siempre los habían perseguido. El Vad Yashem, creado en 1953, guarda la memoria de las víctimas del Holocausto y a él se suele llevar a los niños para que no olviden.

            Sin embargo, a partir de 1967, cuando las críticas al Estado de Israel aumentaron con la ocupación de Gaza y Cisjordania, Israel echó mano de forma intensiva al recuerdo del Holocausto. En primer lugar, estableciendo una identificación en muchos aspectos abusiva entre la tragedia (de la que se expurgó a gitanos, homosexuales, comunistas y simples soldados soviéticos) y el Estado sionista, al cual pretendía exculpar, a través de la maldad etnocida, de las maldades propias. En palabras del historiador Yehudá Elkana, en un artículo titulado “En pro del olvido” (Haaretz, 1988), se pasó del «esto no puede ocurrir nunca más» al «esto no puede ocurrirnos nunca más». La “invención” de un absoluto que subsume todo lo concreto ayuda a explicar por qué, ante las acusaciones de brutalidad o conculcación de los derechos humanos, el Estado de Israel apela sistemáticamente a acusar de antisemitismo a personas, organizaciones... a Europa entera si es preciso.

            Cara al interior, los efectos de la sobreexposición de la Shoah son también perniciosos. El ya citado Elkana observa en ella peligros para la democracia («el culto del pasado y la adicción al “recuerda” minan los fundamentos de la democracia») e incluso para la conciencia colectiva («¿Qué puede hacer un niño con este tipo de recuerdos? Muchos de ellos sólo han visto [en la visita a Yad Vashem] una llamada al odio»). Por lo que concluye: «Tampoco deseo que se deje de estudiar la historia de nuestro pueblo. Tan sólo trato de luchar para que la Shoah deje de ser el eje central de nuestra existencia nacional».

Como conclusión

            Yehudá Elkana, en el artículo citado, afirma: «Creo que si la Shoah no estuviera tan profundamente anclada en la conciencia nacional, el conflicto entre judíos y palestinos no provocaría tantos actos “anormales” y el  proceso político seguramente no estaría en un callejón sin salida». Es imposible no estar de acuerdo con esa aseveración, pero llevándola a las últimas consecuencias: la desaparición de estos mitos que hemos llamado de legitimación supondría el fin de la excepcionalidad del Estado sionista –uno de los escasísimos Estados coloniales que quedan en el mundo– y abriría las puertas a la única solución –aunque extremadamente difícil– al drama de la región: un Estado binacional, al estilo del logrado en Sudáfrica que, lógicamente, pasaría por la eliminación de los infames bantustanes palestinos.

            Ahora se cumple el sexagésimo aniversario de la constitución del Estado de Israel, a través de un acuerdo abrumadoramente mayoritario de la ONU. Lo que se oculta es que la resolución 181 creaba dos Estados independientes, vinculados por una unión económica y en los que quedaban expresamente prohibidas las confiscaciones de tierras. Ciertamente, los árabes rechazaron una resolución injusta que daba a los judíos un territorio proporcionalmente muy superior a su población y en el que más de la mitad de la población era palestina; pero también lo es que los judíos tenían desde antes la voluntad de no respetar la resolución. Como dijo Ben Gurion, «estamos dispuestos a aceptar la creación de un Estado judío en una parte significativa de Palestina,  al tiempo que afirmamos nuestro derecho sobre toda Palestina».
           
            Así pues, el Estado de Israel fue fruto de un expolio. Eso no da medida de excepcionalidad porque una buena parte de los Estados del mundo tienen el mismo origen. Lo excepcional es que eso se produzca en nuestros días y basándose en una ideología (en el sentido de “falsa conciencia”) tan vacía de contenidos. Lo excepcional del Estado de Israel es la reclamación de su excepcionalidad.

            En 1996 se publicó en España (Crítica, Barcelona) el monumental libro de Benzion Netanyahu (el padre de Binyamin) Los orígenes de la Inquisición española, cuya conclusión es que los judíos siempre estarán perseguidos. Hoy en día, cuando el antisemitismo es residual y en Occidente es más peligroso ser rumano, magrebí, turco o subsahariano, es llegado para Israel el momento de salir del infernal círculo vicioso de resentimiento y victimismo para impedir que la repugnancia que inspiran sus prácticas hacia los palestinos se transformen en un odio renovado e injusto hacia todos los judíos. Es el momento de saber que israelíes y palestinos comparten el mismo territorio, con demasiada historia, real o sagrada, a sus espaldas. Es el momento de seguir el consejo de Gide en su Los alimentos terrestres: «No aceptes. Desde el día que comprendas que el responsable de casi todos los males de la vida no es Dios, sino los hombres, no tomarás más el partido de esos males. No sacrifiques a los ídolos».