Antonio Antón

Las controversias sobre las rentas básicas
(Página Abierta, 146, marzo de 2004) 

Intervención en las V Jornadas de Pensamiento Crítico, que se celebraron en Madrid entre el 6 y el 8 de diciembre del año pasado.
En primer lugar, señalaré el contexto social y cultural de este debate y definiré las características de las rentas básicas. Luego, me centraré en las principales críticas al modelo ortodoxo de renta básica y sintetizaré los elementos fundamentales de mi postura.
Se pueden considerar tres procesos como contexto general de este debate sobre las rentas básicas:
· La existencia de una sociedad segmentada, con un volumen importante de precariedad laboral, paro y vulnerabilidad, con un aumento de las necesidades sociales del tercio más desfavorecido y con amplias transformaciones socioeconómicas y del trabajo.
· Los límites y el deterioro de los sistemas de protección social y de los derechos sociales, derivados de las políticas neoliberales y de la tercera vía hacia el recorte del gasto social y la “racionalización” del Estado del bienestar.
· Las fuertes tendencias hacia la individualización, los cambios culturales y de mentalidades, junto a la dificultad de forjar nuevas identidades colectivas “progresistas” y “solidarias”.
Estos procesos afectan desigualmente a los diferentes sectores de la población; en particular, tienen unas características específicas entre las generaciones de jóvenes con trayectorias laborales precarizadas, con relaciones sociales más abiertas y una nueva cultura solidaria entre algunos sectores. Voy a considerar dos aspectos: el tipo de reforma social que se plantea y los efectos culturales que se generan con este debate, en particular entre los jóvenes.

Características y definiciones de las rentas básicas

Ante ese marco, consolidado en los años ochenta y noventa, se establecen unos planes y un debate para hacer frente al riesgo de la llamada “fractura social”. Por un lado, se genera la dinámica de resistencia ante el deterioro de los viejos sistemas de protección –pensiones y subsidios de desempleo– y se exige su mejora. Por otro,  aparecen otros mecanismos nuevos, como las rentas mínimas de inserción, adoptados por los poderes públicos, especialmente en Francia, que aquí se generalizan a partir de 1989. Son unos planes muy limitados en cuantía, cobertura, requisitos impuestos, y con una función de control social, en cuya valoración no me voy a detener aquí.  
Al mismo tiempo, se produce un debate teórico sobre las características de las rentas básicas o ingresos sociales, en el que aparecen temas como las bases constitutivas de la sociabilidad, la importancia del papel del trabajo y del Estado del bienestar, el carácter de la ciudadanía, el modelo de sociedad o los valores culturales que es necesario promover. Las justificaciones van desde el neoliberalismo, pasando por el liberalismo social, el republicanismo y terceras vías, hasta el marxismo analítico, corrientes que representan a diferentes sectores de la sociedad y mediante las que se expresan.
No me detendré en las versiones defendidas desde el neoliberalismo, como las de Friedman, sino en la corriente progresista inspirada en Van Parijs, quien se considera partidario del liberalismo “radical”, agrupada en la Red Europea de la Renta Básica,  y cuyo modelo de renta básica acarrea una serie de problemas teóricos y efectos culturales. La definen como una renta pública pagada por el Estado, individual, universal –igual y para todos, e independientemente de otras rentas– e incondicional –sin contrapartidas ni vinculación al empleo–. Añaden dos aspectos fundamentales: debe distribuirse “ex ante”, es decir, al margen de los recursos de cada cual, y “sin techo”, acumulando sobre ella el resto de rentas privadas y públicas; además, consideran que deben ser sustituidas algunas prestaciones sociales.
Planteadas con los valores democráticos clásicos, las características fundamentales de ese modelo están basadas en la idea de libertad –o la de no dominación–, pero dejan en un segundo plano subordinado los principios de igualdad y de fraternidad –o solidaridad–. En general, la definición pura de la renta básica mantiene una ambigüedad deliberada sobre su sentido social y comunitario, sobre a qué clases sociales beneficia y sobre el objetivo de una sociedad más solidaria y con mayor igualdad, aspectos fundamentales para concretar una distribución de la renta pública y el papel del gasto social.
En el Estado español existen diferentes versiones (*): la más “ortodoxa” de la Red de la Renta Básica, que son los representantes oficiales en nuestro país de esa escuela; la más “radical”, defendida por Iglesias; o la más moderada, de Jordi Sevilla, del PSOE. Parten del mismo enfoque y defienden esos principios, pero cuando abordan la segunda parte, su aplicación práctica, se produce una mayor diversificación, al introducir criterios fiscales y de financiación, desde una visión anticapitalista –Iglesias–, hasta otra liberal y regresiva –Sevilla–, que favorece a las clases medias o al recorte del gasto social.
Desde mi punto de vista, hay que hacer una valoración crítica del núcleo del pensamiento de ese modelo, no sólo la forma de su aplicación o el tipo de gestión fiscal, y abandonarlo creando otro enfoque y reformulando las características de una renta social. Adelanto algunas ideas básicas: en una sociedad segmentada, con fuerte precarización y con una distribución desigual del empleo, la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y unas rentas suficientes para vivir; por tanto, son necesarias unas rentas sociales o básicas para todas las personas sin recursos, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social; al mismo tiempo, se debe garantizar el derecho a la integración social y cultural, respetando la voluntariedad y sin la obligatoriedad de contrapartidas, siendo incondicional con respecto al empleo y a la vinculación al mercado de trabajo; pero estimulando la participación en la vida pública y reconociendo la actividad útil para la sociedad; se trata de consolidar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadanía social con una perspectiva igualitaria.
En resumen, parto de una visión de la sociedad con una perspectiva transformadora, con la ampliación de los derechos sociales, con el objetivo de avanzar en la igualdad y promoviendo los valores de la solidaridad y la cultura de la reciprocidad, para garantizar la libertad y el acceso a la ciudadanía de todas las personas. Eso me lleva a tratar y formular de otra manera los criterios de universalidad e incondicionalidad y apostar por otra fundamentación, por otras bases teóricas y culturales, aunque haya muchas coincidencias prácticas.

El modelo ortodoxo de renta básica

En primer lugar, el modelo ortodoxo pone el acento en la universalidad de la distribución de una renta básica igual, para todos, “ex ante” y sin comprobación de recursos. Pero entremezcla y confunde dos planos de la universalidad. Uno, que defiendo, es el derecho universal a la existencia, a unas condiciones dignas de vida, a que todas las personas tengan garantizados los medios y rentas suficientes para vivir sin caer en la pobreza. Ése es la universalidad de los derechos a unos objetivos igualitarios y la garantía para todos de unos ingresos mínimos. Otro plano es el de la universalidad de los mecanismos concretos que, tal como se formulan, no comparto, ya que del derecho a la existencia no se deduce la universalidad distributiva de una renta pública igual y para todos. Esa universalidad de la renta básica no necesariamente es la plasmación ni la configuración de ese objetivo universal.  La sociedad, en estos siglos, se ha dotado de diversos mecanismos de distribución de bienes e ingresos, como la propiedad, el empleo, el gasto público o la solidaridad interpersonal, familiar o comunitaria, hoy día con eficacia diversa.
Por otra parte, hay que distinguir derecho y garantía universal de mecanismo distributivo. Los derechos sociales tienen esa especificidad, la combinación de su garantía universal con la distribución de los recursos materiales según las necesidades individuales y colectivas, por ejemplo, en el caso de la sanidad. La extensión de una renta pública a las clases medias y ricas necesitaría otra justificación adicional, que no es la acción contra la pobreza ni contra la desigualdad. Así, los partidarios de ese modelo, para defender la universalidad de un mecanismo distributivo, tienen que confundir los dos planos, hacer un ejercicio de abstracción de la realidad y considerar el derecho a la renta básica al margen de las condiciones y necesidades de cada cual.
Esa escuela fundada por Van Parijs considera la renta básica como “base” primera y principal, sin contar con la desigualdad distributiva de propiedad, recursos y rentas realmente existentes; por tanto, no parten de la realidad de la pobreza, sino del sujeto abstracto, inhibiéndose de la acción compensatoria por la mejora de las condiciones materiales de existencia del tercio más vulnerable. En definitiva, el núcleo justificativo de esa universalidad distributiva mantiene la ambigüedad de su carácter social, de los beneficiarios, de los resultados netos redistributivos, del avance o no hacia una mayor igualdad.
Normalmente, esconden el sujeto concreto del deber “fiscal”, o se hacen alusiones genéricas al disfrute de la “riqueza acumulada” por la humanidad, infravalorando la oposición de los poderes económicos o de las clases medias, o desconsiderando la realidad de fuerzas sociales. Ese universalismo abstracto choca, entonces, con el núcleo duro distributivo: que la propiedad, las rentas y el gasto público realmente existentes están ya distribuidos de forma desigual; que su modificación progresista entra en conflicto con las clases pudientes, que se van a oponer. Es entonces cuando la imagen neutra y atractiva del universalismo abstracto, con su cara amable y compatible con los intereses de todas las clases e ideologías, pierde fuerza y se tiene que definir. Así, cuando se pasa al problema de quién paga, de dónde se retraen las rentas o cómo se redistribuyen los recursos, aparece la diversidad de talantes progresistas o regresivos, la mayor o menor sensibilidad igualitaria o las tendencias al posibilismo. En definitiva, su punto de partida es ideal –el sujeto abstracto–, lo que les lleva a mantener un carácter social “neutro” y una perspectiva difusa de su modelo de sociedad, de una alternativa transformadora contra la desigualdad y redistribuidora de la riqueza.

El énfasis en la incondicionalidad total

El segundo problema es el énfasis en la incondicionalidad total frente a los valores de solidaridad y reciprocidad. Esto afecta a elementos fundamentales de la modernidad, al tipo de contrato social, al equilibrio entre derechos y deberes. La incondicionalidad pretende hacer frente a la excesiva presión neoliberal por los deberes, a la cultura del trabajo o a la imposición de contratos de inserción, pero es unilateral y genera nuevos problemas. Según su hilo argumentativo, la renta básica sería un derecho sin deber; vuelven a justificarla como “previa” a la sociabilidad, por lo que no exigen reciprocidad; sería la base sobre la que se construye la sociedad y, por tanto, es posterior a la igualdad de oportunidades, el contrato social y la reciprocidad. Después, se embellece la renta básica como base inicial que garantizaría todo ello, enfrentándola al trabajo, en una oposición que está mal planteada.
En el debate sobre las rentas básicas, este tema de la condicionalidad es complejo porque se debe hacer frente a realidades diversas y tendencias contradictorias y hay que referirse a un problema más general, al tipo de vínculos sociales, a los elementos constitutivos de la sociedad, a la necesidad de unos nuevos acuerdos sociales.
Por una parte, plantear la independencia de una renta social del empleo lo considero positivo para garantizar una mayor autonomía frente a los condicionamientos del actual mercado laboral y la presión productivista. En ese sentido, un ingreso social dirigido a los colectivos de jóvenes y mujeres vulnerables proporcionaría una defensa frente a la precariedad y es una garantía para facilitar su emancipación y unos niveles básicos de subsistencia. Pero la formulación a secas de incondicionalidad total coloca en mal terreno la resolución de los problemas del reequilibrio de derechos y deberes, los vínculos colectivos y la cultura solidaria y, en particular, la conformación de los valores y de la identidad colectiva de las generaciones jóvenes.
Por tanto, no estoy de acuerdo en el énfasis en la incondicionalidad total. Van Parijs y sus seguidores defienden el «derecho a disfrutar del capital, capacidad productiva y el saber científico de las generaciones anteriores». Pero la apropiación y distribución de esa riqueza es unilateral y arbitraria sin que, paralelamente, haya unos deberes, una participación en la reproducción de esos bienes, cuando se tiene capacidad para ello. Replantear la incondicionalidad pura nos permite una mejor posición contra el individualismo abstracto liberal o ácrata, un mejor enfoque del tipo de relación social y una visión colectiva y solidaria de las políticas y los derechos sociales.
Al mismo tiempo, también hay que superar la condicionalidad individual rígida. La fórmula “tanto trabajas, aportas o cotizas, tantos derechos tienes” es insuficiente. Las fuertes inclinaciones de individualización tienden a compensar a cada uno según su contribución, su trabajo o su esfuerzo individual; es la base del contrato laboral y de la fuerte monetización de la vida pública y privada actual, y es una parte sustancial de los sistemas de remuneración y del estatus laboral y de consumo. No obstante, ante situaciones, necesidades y oportunidades desiguales no se pueden repartir los bienes públicos de forma milimétrica, según cada aportación individual; incluso, no se puede generalizar la correspondencia mecánica de los derechos sociales sólo en función de un empleo que está limitado y segmentado.
Además, son positivas las políticas de promoción y estímulo a un empleo digno respetando su acceso libre y voluntario, y que se garantice el “derecho al trabajo”, en particular, de los jóvenes y de las mujeres. La participación juvenil en el empleo y la regeneración del mercado laboral tienen algunas consecuencias positivas para sus vínculos sociales y su autonomía personal y para las relaciones con el conjunto de la población trabajadora.
Por otro lado, aun manteniendo la incondicionalidad con respecto al empleo, dejaría abierta la posibilidad de la “condicionalidad débil”, la participación negociada y libre en el voluntariado, en el llamado “trabajo cívico” y en otras actividades en el “tercer sector”, al igual que la participación en actividades formativas con una perspectiva profesional o laboral. Asimismo, la revalorización social del trabajo doméstico y la actividad familiar, de la ayuda interpersonal o la acción formativa, supondría la ampliación del reconocimiento de la labor de utilidad social de la mayoría de las personas y ayudaría a legitimar el derecho universal a la protección social.
En definitiva, los argumentos de ese modelo sobre la incondicionalidad pura parten del énfasis unilateral en el derecho del individuo abstracto, y unidos a la defensa de la universalidad distributiva, al margen de las necesidades sociales, facilitan el desarrollo de una mentalidad insolidaria. Además, ese derecho a una renta básica incondicional se reclama al Estado, y se da por supuesto la existencia de un sujeto del deber, de una realidad social e institucional, de unos acuerdos o imposiciones sociales anteriores y de unos impuestos y un gasto público. Habría que reconocerlo y partir de ese hecho: se pertenece a la sociedad, se nace y se tiene un vínculo colectivo y, en esa medida, se exige un derecho, su reconocimiento y su garantía. Entonces, estamos admitiendo una corresponsabilidad de unos deberes de otra contraparte de la sociedad; no hay nada previo al ser real. En el mismo momento que definimos derechos, estamos definiendo obligaciones de otras personas o instituciones. El sujeto abstracto sólo tiene un valor simbólico. Existe el individuo concreto, en sociedad. Hay sujetos de derechos y de deberes, y su equilibrio debe estar sometido a negociación y acuerdo colectivo, no a decisión o imposición unilaterales. Al admitir ese derecho, debo estar reconociendo la colaboración de otros individuos. El derecho está condicionado por el deber.
Por tanto, se debe apostar por un marco más amplio en el ejercicio y la correspondencia entre los deberes y los derechos, con una trayectoria vital y colectiva más larga y diversa. Todo ello requiere, en conflicto con las tendencias dominantes, nuevos compromisos privados y públicos e intergeneracionales, otros equilibrios y acuerdos sociales, y favorecer nuevos procesos colectivos y una cultura solidaria que atienda las necesidades comunitarias. Pero todos esos elementos son desconsiderados o combatidos por los partidarios ortodoxos de esa escuela de pensamiento.

 La justificación ética y teórica

El tercer tipo de problemas se refiere a su justificación ética y teórica, a la ideología subyacente y a los efectos culturales que generan. Ese modelo defiende valores positivos como la libertad y la ciudadanía civil, pero dejando en un plano subordinado el objetivo de la igualdad, la cultura de la solidaridad y la consolidación de la ciudadanía social y los derechos colectivos.
El primer aspecto que debemos destacar es la importancia simbólica y cultural que esta escuela da a su modelo y a su divulgación. Consideran que tienen una superioridad ética, y acarrean un nuevo enfoque, una nueva cultura alternativa superior a cualquier otra, en particular a la cultura de la reciprocidad, que creen necesario superar. Así, oponen la “ética de los derechos” a la ética de los deberes, situando el derecho a la “libertad” por encima del “deber de trabajar”. Planteada así la alternativa, no deja de ser atractiva: la inclinación individual por lo primero, por la libertad y el derecho, frente al trabajo y el deber es una opción evidente. Pero desde una óptica colectiva y solidaria queda sin resolver el sujeto del deber y el reparto negociado, equilibrado y justo de las obligaciones económicas, sociales y cívicas.
En los últimos siglos ha sido fundamental la defensa de los derechos frente a la coacción de un régimen salarial y unas condiciones laborales de subordinación, así como frente a la opresión autoritaria en diferentes ámbitos institucionales. Sin embargo, la justificación de ese modelo parte de una filosofía individualista –liberal o ácrata– y abstracta; no valora que la base constitutiva de la sociedad, de sus valores, se debe fundamentar en una filosofía realista, y se debe considerar una perspectiva más colectiva y contractualista.
Es decir, se debería partir de la pertenencia social de los individuos y de la negociación y equilibrio de las garantías y las responsabilidades individuales y colectivas, teniendo en cuenta el conjunto de sus necesidades y capacidades. El objetivo igualitario, no como trato sino como “resultado”, no es “compatible”, sino que es “conflictivo” con la universalidad de una distribución pública igual y para todos. Como decía antes, estamos ante un conflicto de valores, y la defensa de la libertad –o no dominación– es insuficiente y se debe reequilibrar con los valores de la igualdad y la solidaridad.
Por otra parte, esa escuela considera que el ecumenismo ideológico y ético para su justificación son buenos, ya que el modelo de renta básica se puede defender desde el neoliberalismo, el liberalismo, el republicanismo y el marxismo analítico. Ese eclecticismo teórico, a mi parecer, es reflejo de la ambigüedad de su doctrina, de los intereses que defiende y de su sentido social. Sin embargo, la base de su filosofía, el hilo conductor común que toma de esas corrientes, es el “individualismo metodológico”, el individualismo liberal o ácrata –no el de la tradición colectivista libertaria–. Por ello, ponen el énfasis en el punto de partida abstracto, en su “independencia” de las condiciones reales y de las necesidades de la sociedad. Ese liberalismo individualista radical choca con las versiones conservadoras y autoritarias, pero también va contra las tendencias contractualistas y redistribuidoras de las corrientes progresistas, y, en particular, ataca los valores de la solidaridad y la reciprocidad de la mejor tradición de la izquierda, presentes hoy, de forma renovada, entre  sectores de jóvenes.
En definitiva, el énfasis en la universalidad y la incondicionalidad “puras” de la renta básica y su doctrina justificativa favorecen la separación de esas propuestas de un proyecto de reforma social transformador y del avance hacia una sociedad de bienestar, y no recoge el sentido social de la redistribución de una renta pública y de los derechos sociales. Así, en el plano práctico ese modelo no afronta el conflicto de intereses sociales en una sociedad segmentada, y es compatible con reformas fiscales regresivas que benefician a las clases medias y con la racionalización del Estado del bienestar. En el plano cultural tiene efectos perversos, al tender a diluir los valores igualitarios que quedan entre las clases populares y la cultura solidaria de algunos sectores juveniles especialmente significativos. Supone una adaptación a las tendencias “individualistas” y la ausencia de una tensión crítica para fortalecer los vínculos comunitarios y la participación en la vida pública.

Los elementos de la renta social

Resumo a continuación las ideas principales de mi postura.
· El punto de partida debe ser la realidad de la sociedad desigual, las condiciones y necesidades sociales.
· Las prioridades son dos: 1) La garantía de protección para el sector vulnerable ante las desigualdades y la precariedad del mercado laboral. 2) La educación en los valores de igualdad, solidaridad y reciprocidad, frente la cultura individualista, en particular, entre las generaciones jóvenes.
· Combinar el universalismo del derecho y la concreción segmentada. El derecho y la garantía a unas rentas suficientes es de todas las personas, pero la distribución pública de una renta, el saldo neto, están condicionados a la necesidad “real”. Por tanto, son importantes el criterio de “necesidad” y la “comprobación de recursos”, que son aspectos específicos de los derechos sociales.
· El papel del gasto social, con el criterio compensatorio de lo público, debe ampliar la redistribución de la riqueza frente a la desigualdad privada. Igualmente, hay que apostar por el reparto de “todo” el trabajo y la disminución de las desigualdades salariales y de las condiciones laborales.
· Promover los valores de la igualdad y la solidaridad y el reequilibrio con respecto al valor de la libertad, que debe garantizar la libertad real para todos reforzando a los débiles.
· Se debe apostar por el reequilibrio de derechos y deberes y un nuevo contractualismo. Superar la condicionalidad individual rígida y el énfasis en la incondicionalidad total, destacando el valor de la reciprocidad. Una renta social no debe estar condicionada al trabajo, pero no se puede dejar de lado la regulación colectiva de las obligaciones sociales, una nueva ciudadanía y los valores de la reciprocidad y la solidaridad.

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(*) He realizado una valoración detallada y más amplia en el libro Rentas básicas y nuevo contrato social, editado por la Fundación Sindical de Estudios, Madrid, 2003.