Antonio Antón

La renta básica de ciudadanía del PSOE.
Reforma fiscal con reestructuración
del Estado de bienestar
(Página Abierta, nº 136, abril de 2003)

En la Conferencia política del PSOE de 2001, el nuevo equipo de Rodríguez Zapatero aprobó su posición oficial sobre las rentas básicas mediante una propuesta basada en la ampliación y generalización de las rentas mínimas de inserción (RMI). En esa Conferencia, el nuevo responsable de Economía del PSOE, Jordi Sevilla, defendió su propuesta sobre la renta básica de ciudadanía (RBC), que salió rechazada por mayoría. Sin embargo, la dirección de ese partido ha vuelto a incorporar tal propuesta de RBC a su alternativa de reforma fiscal, anunciada como clave en su programa político para ganar las elecciones generales de 2004. Sus criterios centrales ya están definidos, y su desarrollo más concreto lo está elaborando una comisión de expertos, que lo hará público próximamente.
La principal apuesta de su reforma fiscal es la aplicación a todos los contribuyentes del mismo tipo impositivo. Así, con el llamado “tramo único” se aplicaría a los diferentes niveles de renta un mismo porcentaje, un tipo impositivo medio entre los actuales. Actualmente, hay seis tramos, y para este año 2003, el Gobierno del PP ha rebajado los tipos: el más alto tributa el 46%, y el más bajo, el 15%. El tipo medio que se utiliza de referencia está en torno al 30%. Por tanto, al tributar todos con ese tipo impositivo medio, a las personas con tipos más altos, es decir, con unos ingresos superiores a 40.000 euros (6.680.000 pesetas) y una cuota para pagar de unos 12.000 euros, se les rebajarían los impuestos; al mismo tiempo, a la gran mayoría de la población, con ingresos inferiores a esa cantidad, se les subiría el porcentaje y, por tanto, los impuestos que han de pagar. Una compensación parcial podría venir por un gran aumento del “mínimo personal y familiar”, que actualmente está exento de pagar impuestos; ese importe considerado mínimo vital es hoy de 3.300 euros anuales, y los impuestos y las retenciones se aplican a partir de esa cifra, aunque no se tenga la obligación de hacer la declaración de la renta; así, los sectores más pobres no se verían perjudicados. Sin embargo, el PSOE descarta un aumento sustancial de esa parte exenta de impuestos.

Deducciones fiscales y protección social

En segundo lugar, aparece la propuesta de una RBC, como aspecto subordinado a esa reforma fiscal. Jordi Sevilla considera que actualmente existe una RBC compuesta por las deducciones fiscales y la protección social no contributiva. Según sus propios estudios (con datos de 1999, en pesetas), el importe de las deducciones fiscales es de 3 billones, el 42% de lo recaudado por Hacienda, una gran parte de él repartido entre las clases medias y acomodadas (1). Por otra parte, el gasto en la protección social no contributiva es de 1,6 billones, distribuidos principalmente entre las capas bajas o vulnerables (2). Sumada esta protección social no contributiva a las deducciones fiscales, supondría un gasto de 4,6 billones, más del 64% de los impuestos recogidos.
La propuesta de RBC de Sevilla consistiría en una reestructuración global de todas las deducciones, desgravaciones y prestaciones sociales para sustituirlas, gradualmente, por una subvención o “desgravación universal” para todos los contribuyentes, deducida del IRPF por pagar y gestionada a través de la declaración de la renta. Su cuantía podría llegar hasta el umbral de la pobreza, pero sin pasar ese límite para, según el responsable de Economía del PSOE, no condicionar la actual flexibilidad del mercado de trabajo. Esa rebaja fiscal de la RBC sería igual para todas las personas de las diferentes clases sociales, altas, medias y bajas. Es decir, se abonaría a todos, ricos y pobres, al no tener un carácter compensatorio preferente hacia las clases bajas. En ese sentido, la propuesta de Jordi Sevilla entronca con el modelo de una RBC universal, independientemente de los recursos, aunque su aplicación sería gradual, tanto en la cantidad como en el número de personas beneficiarias, y se inclina por establecer alguna contribución o contrapartida para ser beneficiario; es decir, estaría condicionada a un contrato laboral o de actividad.
Para justificar estas propuestas, Sevilla utiliza el siguiente hilo argumental: empieza por cuestionar las tradiciones de la izquierda sobre la redistribución y la progresividad fiscal clásica del Estado de bienestar y por criticar el criterio de necesidad social, hasta plantear la reestructuración del actual Estado de bienestar. Seguidamente, concluye que la RBC hay que aplicarla gradualmente, ya que «el criterio central es la aceptabilidad social y [estas propuestas] tienen sentido con la perspectiva de ganar las elecciones». El objetivo del PSOE es ganarse parte de ese electorado centrista, para lo cual debe demostrar que su fórmula va a beneficiar a las capas medias y, por otro lado, expresarlo de forma que le permita no perder electorado de izquierda. Sin embargo, los criterios de esa reforma fiscal, incluida la RBC, no avanzan en unos objetivos de igualdad y se enmarcan en el planteamiento más general de la “racionalización” del gasto social, desde una orientación de fondo similar a la de la llamada tercera vía.

Los efectos más problemáticos en el plano fiscal y distributivo

Como decía, con la reforma fiscal del PSOE, con el mismo tipo impositivo para todos los niveles de riqueza, salen beneficiadas las rentas del capital y las clases medias-altas, a las que se les abonaría además una RBC. Sin embargo, las clases medias-bajas –con ingresos por debajo de 40.000 euros– saldrían perjudicadas, y aunque se verían compensadas por la RBC, como su importe sería mínimo, el saldo neto para la mayoría sería negativo, teniendo en cuenta que su financiación se plantea a través de la eliminación de la protección social no contributiva, las RMI y las ayudas sociales y familiares. Y por otro lado, esto supone otro problema distributivo con agravios comparativos. Al eliminarse esas prestaciones sociales, sus receptores saldrían más perjudicados que los que no las reciben, con la agravante de que son las personas más vulnerables.
Las deducciones fiscales son muy diversas, aunque los beneficiarios son las personas de mayor poder adquisitivo. Han sido producto de una larga presión de los diferentes grupos sociales, lobbies y poderes económicos; una parte de esas deducciones son conquistas sociales para gente con necesidades específicas o para la mayoría de la población; otra son privilegios de diversos grupos de presión. Su sustitución por una RBC universal lleva aparejado un fuerte reajuste de impuestos e ingresos nada fácil de llevar a cabo. Por ejemplo, una deducción muy sensible, social y electoralmente, es la desgravación por inversión en la compra de la vivienda, sobre la que Jordi Sevilla ya ha anunciado que es mejor no tocar, al igual que otras, como muchas subvenciones a los empresarios.
La eliminación de algunas deducciones podría ser progresista y repercutir sólo en las clases acomodadas; muchas son mejorables y habría que reformarlas partiendo de las necesidades colectivas y asegurando su transparencia y su sentido redistributivo igualitario. Sin embargo, la propuesta del PSOE tiende a sustituir precisamente la RBC por las prestaciones sociales de los sectores necesitados, o por algunas deducciones personales o familiares. Además, el resultado final para personas de un nivel similar va a ser muy diferente. Al eliminar esas prestaciones, se generarán discriminaciones y agravios comparativos múltiples, abiertamente contrarios a la filosofía inicial de distribuir a todos una RBC. En el mejor de los casos, con la percepción de esa RBC, una parte de las clases bajas conseguiría un saldo cero, ya que solamente compensaría la subida de la cuota impositiva y la eliminación de desgravaciones y prestaciones, y por tanto, no constituiría ningún ingreso complementario.

El contexto de la reforma fiscal del PSOE

Las condiciones económicas y las soluciones presupuestarias con que contaba el PP están bastante agotadas, en particular las privatizaciones de las empresas públicas y la bajada de los intereses de la deuda pública. También se excluye un aumento importante de la carga impositiva global o del déficit público, en una situación en que la bandera electoral común de PP y PSOE es la “reducción de impuestos”. Tampoco se contemplan transferencias de rentas de las clases medias-altas a las capas bajas; se desechan claramente por los inconvenientes electorales que acarrean, lo que las hacen hoy prácticamente inviables.
Otra vía por explorar, aparentemente sin sectores perjudicados, sería ampliar la carga impositiva global a través del crecimiento económico y con otros impuestos indirectos al consumo, a la contaminación o al uso de bienes naturales; o bien, atajar el fraude fiscal y las ineficiencias y corruptelas de la propia Administración, cuestiones sobre las que no se hace mucho hincapié. Sin embargo, en todos esos casos, aparte de las resistencias de los grupos afectados, también estaría el problema de la capacidad de presión para el reparto de esa nueva ampliación de los ingresos. La pugna se volvería a dar con los mismos poderes económicos y sectores sociales pudientes, que vienen exigiendo la disminución de impuestos de forma regresiva o el aumento de las subvenciones a los empresarios, que es lo habitual hoy en las políticas económicas y fiscales de la UE.
Ante la debilidad de los movimientos sociales para reorientar los procesos de globalización económica y las políticas neoliberales dominantes, las posibilidades prácticas de una “redistribución” sustancial de la riqueza y de las rentas son muy limitadas. El PSOE, en ese marco europeo y mundial, no prevé promover un cambio en las fuerzas sociales presentes, sino ganarse la confianza electoral de los sectores medios de la población. En este contexto, redistribuir –de ricos a pobres, de clases altas a bajas, del capital y el Estado a la población trabajadora y vulnerable– es más difícil que distribuir –a todos por igual o en el interior de cada clase social–, donde aparentemente no sale nadie perjudicado; así, la RBC, con esa reforma fiscal, se puede presentar como más accesible y sin oposición.
El problema se traslada, entonces, a quién paga, es decir, de dónde se retraen los recursos; y la justeza de la fiscalidad y de una renta pública sigue siendo su carácter social.
Teniendo en cuenta todas estas condiciones, el enfoque pragmático de Jordi Sevilla lleva a la conclusión de que la RBC se financiaría, fundamentalmente, con la reestructuración del gasto social. Así, con esa “ingeniería fiscal”, la implantación de su reforma fiscal con esa RBC es más posibilista, aunque no globalmente más justa.
El PSOE deja al margen la opción del aumento de la presión impositiva que, comparada con la de otros países, todavía goza de margen, al igual que una reforma fiscal de fondo, con un sentido progresivo y redistributivo; ésos serían unos objetivos vinculados a la mejor tradición fiscal de la izquierda de mejorar la protección social y los servicios públicos universales. Sin embargo, no se considera esa orientación, y se apuesta por la “racionalización” del gasto social, para garantizar la “eficiencia” económica, con algunas mejoras parciales, pero con medidas claras de recorte o contención de ese gasto, como en el caso del sistema de pensiones.
El Estado de bienestar actual, a pesar de sus insuficiencias, todavía mantiene diversos mecanismos de seguridad frente a los riesgos; el acceso a los bienes públicos y el sistema impositivo directo –el IRPF– es algo progresivo; y algunas de sus políticas tienen un papel atenuador de las desigualdades socioeconómicas y una función de atender a diversas necesidades sociales. Pero las políticas económicas dominantes en estas últimas décadas van en la dirección contraria.
Jordi Sevilla utiliza unos criterios de fiscalidad universal. Podrían ser positivos en el sentido de que todo el mundo pague impuestos y se evite el fraude. Sin embargo, con la universalidad fiscal, pretende que todos paguen el mismo porcentaje –cuando ahora pagan más quienes más tienen– y que todos reciban lo mismo, independientemente de sus necesidades. Pero, más allá del discurso universalista abstracto, sigue siendo fundamental la respuesta a la pregunta de a quién benefician esas medidas distributivas, y evitar la legitimación de opciones regresivas.
En definitiva, el elemento clave para valorar la política fiscal es la orientación de la redistribución, entre las diferentes capas de la población, de la renta, de los ingresos fiscales y los gastos sociales.

La filosofía de la reforma y los efectos culturales

La filosofía de esta reforma fiscal, su cultura y su justificación son liberales, de aparente trato igualitario, de “aplicar a todos el mismo tipo impositivo”, y no progresivamente según las rentas. Pretende neutralizar la cultura redistributiva y solidaria de los derechos sociales y la protección social, cuya plasmación era aportar a la ciudadanía según las necesidades sociales y recoger los impuestos progresivos según el nivel de renta, con el fin de corregir las desigualdades del mercado.
Ese discurso de fondo de la universalidad de las “medidas” distributivas, de que todas las personas reciban el mismo trato fiscal, se dirige, en realidad, en un doble sentido: primero, para justificar que todos paguen el mismo porcentaje de sus rentas; y segundo, para que toda la tarta de subvenciones y prestaciones se reparta entre todas las personas por igual, independientemente de sus recursos. Con ello se hace abstracción de las necesidades de las personas y, como consecuencia, se acentúa la insolidaridad. Se pueden mantener concepciones diferentes y aplicar medidas también distintas en relación con los objetivos igualitarios de una renta pública; pero, en unas condiciones de fuerte desigualdad, una RBC como la propuesta por el PSOE, con una gestión fiscal problemática, es contraproducente para garantizar el avance hacia la igualdad; éticamente mantiene un discurso insuficiente y no genera unos valores solidarios.
En conclusión, es fundamental la cultura universalista de los derechos, y en particular de los derechos sociales, con una renegociación de los acuerdos sociales básicos y repensando la cultura contractualista, una nueva combinación de derechos y deberes. En materia fiscal y distributiva, sobre todo, hay que afianzar el objetivo de igualdad social y un sentido solidario. La universalidad debe garantizar un resultado más justo y se debería definir sobre un objetivo claro: el derecho universal a una vida digna, a unas condiciones dignas de existencia y, por tanto, a la garantía del acceso a unos bienes y rentas suficientes para cubrir las necesidades básicas, individuales y colectivas.
La orientación de la gestión fiscal es fundamental, y lo importante es el resultado final de ingresos y gastos. Pero, dada la desigualdad del punto de partida, los criterios operativos fiscales y la distribución de unas prestaciones públicas no deberían ser universales –iguales para todos–, sino progresivos, de acuerdo con los diversos niveles de renta y riqueza. Por tanto, serían medidas prácticas de “redistribución de la riqueza” frente a la desigualdad y la segmentación de la sociedad, e instrumentos adecuados y subordinados a ese objetivo universal y al refuerzo de la ciudadanía social. De esa forma, se complementaría el principio de más libertad real para todas las personas con el de más igualdad entre ellas. Hablaríamos de una fiscalidad, de una renta, más social y solidaria.

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(1) De esta cantidad, las referidas al patrimonio y sociedades ascienden a 0,5 billones, y el resto –2,5 billones– se distribuyen en vivienda (687.198 millones); protección familiar (427.532 millones); fomento del ahorro (527.667 millones); políticas redistributivas dentro de esos sectores (412.658 millones), etc.
(2) Que se desglosan así: complemento de mínimos de las pensiones, 600.000 millones; pensiones no contributivas y LISMI, 485.000 millones; y subsidio de desempleo, 468.000 millones.