Antonio Antón
La conformación del sujeto de cambio

Los actuales procesos de indignación ciudadana y de movilización social progresista presentan algunos rasgos particulares, diferentes a los anteriores movimientos sociales. Dos aspectos tienen importancia para contrastar la experiencia pasada y las teorías convencionales: 1) su doble componente democratizador y socioeconómico, con una dimensión más global o sistémica; 2) los mecanismos y procesos que intervienen en su configuración, condicionan su influencia social y política y su futuro.

En particular, este proceso sociopolítico se ha transformado en un cambio político-electoral e institucional, inédito desde la Transición democrática en España. Ha dado lugar a un nuevo sistema de representación política que supera el clásico bipartidismo y a la posibilidad de abrir un nuevo ciclo institucional progresista. Se abre un nuevo panorama en la gestión y la salida de la crisis socioeconómica e institucional, en el marco europeo. En particular, se reconfigura el espacio entre las fuerzas progresistas y de izquierda, con la consolidación de un campo social y electoral para un nuevo proyecto social y democrático que desborda la inercia socioliberal o de ‘tercera vía’ y ‘nuevo centro’ de la vieja socialdemocracia. Ambos componentes, la dinámica popular de cambio y su expresión institucional, junto con la reconfiguración de un nuevo sujeto político, exigen una nueva interpretación.

Todo ello, más allá de su análisis empírico desarrollado en otra parte (ver los libros Resistencias frente a la crisis, Ciudadanía activa y Poder, protesta social y cambio institucional) requiere una revisión crítica de las principales teorías sociales y un nuevo esfuerzo interpretativo, cuyo desarrollo se encuentra en el libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos.

Aquí, primero, señalamos la importancia de la articulación de esta amplia corriente social crítica en el campo electoral-institucional. Nos centramos en la estrategia del PSOE y las características de Unidos Podemos, para definir la dimensión, las características y el impacto de un amplio electorado comprometido con el cambio, así como las propuestas y dificultades para configurar un Gobierno de progreso y de cambio que pueda abrir un nuevo ciclo político transformador.

Segundo, aludimos a una valoración crítica de las deficiencias interpretativas de las principales corrientes teóricas que han explicado los movimientos sociales y la contienda sociopolítica y, especialmente, evaluamos detalladamente las aportaciones y los límites de algunas características de la teoría populista: la polarización sociopolítica como lógica política a partir de la configuración de las demandas populares frente a la oligarquía, su visión constructivista en la conformación del sujeto ‘pueblo’ y la conquista de la hegemonía política y cultural y su dificultad para definir una orientación programática o estratégica, derivado de la infravaloración del contenido sustantivo, político-ideológico, del movimiento popular.

Tercero, explicamos (en dos partes) los fundamentos teóricos que explican la conformación de un sujeto de cambio sociopolítico. Tenemos como referencia la experiencia popular y, en primer lugar, analizamos el papel y la relación entre los intereses y las ideas en ese proceso y, en segundo lugar, abordamos la problemática de la transversalidad, la igualdad y la hegemonía, destacando la importancia de un proyecto democrático-igualitario.

1. La estrategia equivocada del PSOE

En las elecciones generales del 26-J, todo parece indicar, que se va a reafirmar la superación del bipartidismo y el mapa de las cuatro principales formaciones políticas y, especialmente, consolidar la nueva coalición de Unidos Podemos con sus confluencias. Ello significa que no va a haber mayorías absolutas y que la garantía del cambio real reposa en un deseable acuerdo entre el PSOE y Unidos Podemos y sus aliados. Al igual que el 20-D, un Gobierno de Progreso, compartido y con un programa intermedio o negociado pero claramente de avance para la gente, puede tener mayores apoyos parlamentarios que un Gobierno continuista de las derechas (PP- Ciudadanos) y, desde luego, que un Gobierno de Gran Centro (C’s-PSOE) con un continuismo de las principales políticas y solo un recambio de élites gubernamentales.

Pues bien, la dirección socialista ha diseñado una estrategia errónea para su campaña electoral que consiste en bloquear un Gobierno de Progreso, un acuerdo entre las fuerzas progresistas para impulsar el necesario cambio sustantivo de las políticas socioeconómicas, en favor de las capas populares, y la democratización y regeneración institucional y política. Su apuesta sigue siendo el pacto con Ciudadanos, con una política económica y europea subordinada al gran consenso liberal-conservador y otra política territorial e institucional continuista y dependiente de las derechas. Todo ello con algunos retoques, particularmente retóricos y solo con el recambio de élites gubernamentales.

Pero esa estrategia, aplicada a tope en estos meses, le ha conducido al fracaso. Gran parte de la ciudadanía considera que siendo posible un Gobierno de cambio y progreso, el PSOE ha renunciado a él y es responsable del bloqueo institucional. No ha calado su campaña de culpabilizar a Podemos, al que le exigía una completa subordinación a su hegemonía y su plan continuista. Así, no han conseguido doblegarlo ni dividirlo. Y según las encuestas ese acoso mediático socialista contra Podemos tampoco les ha generado mayor simpatía electoral.

Además, el PSOE tiene difícil crecer por sus dos lados. Por la parte del electorado de centro derecha, aunque baje algo más el PP, fruto de su inmovilismo, sus políticas regresivas y su corrupción, Ciudadanos, al que trata con guante blanco, constituye un tapón para el trasvase de esos votos hacia ellos. Por la parte de los votantes auto-ubicados en el centro progresista y la izquierda, la nueva coalición Unidos Podemos (y confluencias) refuerza y da más solidez y credibilidad a una alternativa de cambio real y no cosmético y dificulta su intención de quitarles millón y medio de votos.  

No obstante, la dirección del Partido Socialista se reafirma en su estrategia equivocada. Para ella su fracaso no derivaría de su orientación política que necesita una reflexión autocrítica y un giro progresista y democrático. El problema sería la tozuda realidad de Podemos y sus aliados a la que hay que cambiar… como sea. La cuestión es que esa tesis y ese proyecto socialista, continuista y sectario, parte de unos presupuestos falsos y les lleva a una actitud fanática y a utilizar unos mecanismos cada vez más irreales y prepotentes.
Ya hemos comentado la falsedad de su crítica hacia Podemos y sus aliados sobre su supuesta pinza con el PP para bloquear el (re)cambio, que representaría Pedro Sánchez. Esa idea no tiene credibilidad social y su insistencia la convierte en manipulación interesada. La evidencia pública ha sido la renuncia socialista a un acuerdo (único) posible para un Gobierno auténtico del cambio, desalojando al PP y sus políticas autoritarias y de austeridad y del que el más firme partidario era Pablo Iglesias.

Por un lado, el actual eslogan socialista de un Sí por el cambio pretende obscurecer su responsabilidad por el bloqueo del cambio. Por otro lado, vuelve a emplazar a las fuerzas reales del cambio a que renuncien a él y se subordinen al continuismo programático del pacto PSOE-C’s y la prepotencia del propio Sánchez para decidir los planes y composición gubernamentales. Una completa tergiversación del lenguaje que sigue sin convencer (ni siquiera, ya que se nota el cinismo) a  los suyos ni tampoco a Rivera que no termina de fiarse de sus intenciones.

El cerco hacia Unidos Podemos se resquebraja

Ese agresivo ataque contra Unidos Podemos y confluencias se complementa con otros discursos descalificatorios que pretenden quitarles más de un millón de votos del total de seis recibidos. Las tergiversaciones del aparato socialista para desacreditar la dinámica del cambio y ensanchar sus posibilidades electorales son: La radicalización (izquierdista, populista y/o independentista, según convenga); la indefinición política (o los ambiguos u obscuros intereses que defiende, en versión venezolana ya que no existe el peligro del comunismo internacional y la asociación con la extrema derecha europea es demasiado burda); la división interna (o su fragilidad, centralismo e inexperiencia); y como colofón de todos ellos el denostado liderazgo de Pablo Iglesias que reuniría todos los males: radical, demagogo y autoritario. Desde el punto de vista democrático, debemos estar preparados ya que parece que hay un gran consenso tripartito (PP, C’s y PSOE) para frenar a Podemos y sus aliados sin juego limpio ni debate sosegado y con argumentos.

La descalificación de radical, izquierdista… pretende alejar a Podemos y sus aliados de las mayorías sociales progresistas. No tiene fundamentos, más allá de algunos pequeños errores de excesos retóricos. Lo principal de su estrategia ha sido lo contrario; han ganado en realismo, concreción y madurez (no estrictamente en moderación). La alternativa institucional principal, el gobierno de progreso, cambio y de coalición con el PSOE (a la valenciana) era justa y fácilmente justificable ante la mayoría ciudadana. Se adecua a los equilibrios existentes y se modifica el objetivo precedente (irreal) de ganar y gobernar solos y frente a la ‘casta’, admitiendo el carácter ambivalente y de posible socio del Partido Socialista.

Ahora bien, desde el Comité Federal socialista del 28 de diciembre y más desde su pacto con Ciudadanos, la renuncia del PSOE a un Gobierno de Progreso estaba clara. Así, la determinación de Podemos (y aliados) de no apoyar un plan continuista era coherente con el proyecto de cambio y el compromiso con su electorado y no síntoma de radicalización. Tampoco fructificó la brecha inducida con Compromís e IU a los que mediáticamente se les tildaba entonces de dialogantes y moderados.

Las propuestas programáticas de Podemos, particularmente las más distantes con el PSOE, las políticas socioeconómicas y sobre la cuestión catalana, derivan del continuismo inmovilista de ellos y su dependencia de C’s. Sin embargo, las primeras alternativas son ‘socialdemócratas’ y las pueden comprender y apoyar más del 60% de la ciudadanía, aunque necesitan de una posición firme y con temple ante la Unión Europea. Y las segundas, de carácter básicamente democrático y de reconocimiento de la plurinacionalidad, tienen un altísimo apoyo en las nacionalidades históricas y, según distintas encuestas de opinión, son aceptadas en el resto de España sin pérdida electoral para Podemos.

Las fortalezas de Unidos Podemos

Está claro el perfil de Unidos Podemos y confluencias como defensores de las capas populares, de los sectores desfavorecidos, de los de abajo… frente a las oligarquías. Su defensa de los derechos sociales y laborales, así como de las libertades civiles y políticas es innegable. En todo ello gana a las tres fuerzas (PP, C’s y PSOE) defensoras del poder establecido y el consenso europeo y comprometidas con las políticas de austeridad y una gestión autoritaria frente a las demandas populares y democráticas.

Igualmente, su planteamiento global cabe dentro de los parámetros (como dice Pablo Iglesias) de una nueva socialdemocracia. Es secundaria la etiqueta, la cuestión es rechazar las que son tergiversadoras o marginadoras. Lo principal es construir un proyecto identificador, con un discurso y una práctica de carácter democrático-igualitario, defensor de la mayoría social. Luego llegará el símbolo y la nominación. Y ese perfil progresivo lo ha ido adquiriendo Podemos y sus aliados, tiene una bases sólidas en la experiencia popular, y lo ha ido perdiendo el Partido Socialista.

Además, el fenómeno Podemos (al igual que se decía del movimiento de protesta en torno al 15-M) no es una burbuja que puede estallar en cualquier momento y desaparecer.  Está asentado en la amplia y prolongada experiencia ciudadana, de más de un lustro, de pugna sociopolítica contra los recortes sociales y la prepotencia institucional de las élites gobernantes, con la reafirmación cívica en la cultura democrática y de justicia social. Ese amplio y diverso movimiento popular contra las injusticias sociales y por la democracia constituye los fundamentos del electorado indignado que Podemos (junto con IU y las confluencias) ha sabido encauzar y consolidar.

La ciudadanía activa española es progresista. La desafección hacia el PSOE, de cerca de seis millones de votos ya se inició hace seis años y continuó el 20-D. Los intentos sucesivos de comunicación y retórica no han impedido ese declive. Se han distanciado algo (por el paso del tiempo y la falta de ocasión) de la responsabilidad gubernamental directa. Pero cuando han tenido una nueva oportunidad para un nuevo plan de Gobierno, han preferido la alianza con la derecha de Ciudadanos y han vuelto a reafirmarse en una estrategia continuista y prepotente. Es dudoso que incrementen su credibilidad sin un giro consecuente de su orientación y su práctica política.

El electorado socialista (según Metroscopia) está envejecido (media de edad de 55 años, poco más de un millón de jóvenes -18 a 34 años-) y en las zonas rurales. Mientras, el de Podemos y sus aliados está en zonas y sectores más dinámicos, grandes áreas urbanas, clases trabajadoras, nuevas clases medias-profesionales e ilustradas y entre jóvenes (unos dos millones, el 35% de su electorado cuando la media es el 21%).

¿Qué le queda al Partido Socialista para remontar su pérdida de credibilidad entre sectores progresistas, particularmente jóvenes? Su respuesta es acentuar la garantía del continuismo y, sobre todo, intentar el aislamiento y descrédito hacia Unidos Podemos y su líder. Esa pose de dar apariencia de hegemonía representativa conlleva la nostalgia del bipartidismo, pero después de la pérdida de casi seis millones de votantes, la mitad de su electorado, no es realista y da poca seguridad a su base social actual. Esa opción es difícil que dé esos resultados e impide el cambio institucional sin generar nuevas expectativas a su propia base electoral.

También tiene otro efecto contraproducente: no les garantiza un deseable incremento de su voto de centro-derecha en disputa con Ciudadanos y el propio PP, para asegurar, en todo caso, que no alcancen ambas derechas la mayoría parlamentaria. Es decir, esa estrategia socialista de, sobre todo, asegurar el recambio de su élite gobernante, neutralizar el auténtico cambio y sin cambiar las políticas de fondo no tiene fundamentos políticos ni credibilidad ciudadana. De ahí que se tenga que basar en la manipulación comunicativa y en el sectarismo hacia las fuerzas del cambio.

Su penúltimo relato divisorio consiste en su apuesta por su deseado fracaso del ‘radicalismo’ de Pablo Iglesias para confiar en la ‘moderación’ de Iñigo Errejón que, en último extremo, garantizaría con la abstención o una posición subordinada la investidura de Sánchez con un similar esquema programático y de pacto con Ciudadanos. O sea, que al final, la ansiada estabilidad de un gobierno continuista de PSOE-C’s, tras el 26-J, dependería del descrédito de Pablo Iglesias y el ensalzamiento de Iñigo Errejón para que se haga con el control (o la escisión) de Podemos y avale a Pedro Sánchez. Ésa, la división y descalabro de Podemos y sus aliados, sería la base de la supuesta confianza y seguridad socialista en acceder a la Presidencia del nuevo Gobierno y, tal como ha confirmado el líder socialista al empresariado catalán, garantice la estabilidad gubernamental sin terceras elecciones.

No obstante, ante el incumplimiento de esa profecía, la actual dirección socialista intentará adjudicar su causa a la malignidad de Podemos. Así, volviendo sobre sus pasos y con la correspondiente catarsis y nuevo liderazgo, podría justificar esa estabilidad por la vía del apoyo (abstención) socialista a un gobierno continuista de las derechas. Con esos mimbres tan irreales, prepotentes y de bajos vuelos, de la vieja política, el equipo de Sánchez no se hace acreedor de ninguna legitimidad ciudadana para liderar un Gobierno de Progreso. El ciclo del declive representativo del PSOE continuaría.

Los obstáculos para el desarrollo de ese plan continuista con reales. Unidos Podemos y las confluencias tienen fortalezas con las que resistir esa ofensiva de cerco político o cordón sanitario. Aunque tienen gran diversidad ideológica y dinámicas organizativas perfectibles, existe un alto grado de unidad política en torno a las alternativas políticas fundamentales. No hay riesgos de rupturas. Es más, existe la potencialidad de una mejora integradora con las distintas confluencias y, particularmente, con las fuerzas de Izquierda Unidad-Unidad Popular. Por otro lado, Pablo Iglesias sigue siendo su referente principal pero dentro de un liderazgo más colectivo y plural y, sobre todo, una organización más estructurada y flexible.

En definitiva, la estrategia de la dirección socialista les puede llevar al fracaso de sus propios objetivos, su papel institucional preponderante. También a un debilitamiento representativo más o menos lento y profundo, con un alejamiento respecto del PP y un adelantamiento de Unidos Podemos (y confluencias), junto con una evidente crisis interna y de liderazgo. No obstante, la consecuencia negativa principal es que esa operación neutraliza la dinámica del cambio, de un Gobierno de Progreso en torno a unas políticas fundamentales de justicia social y mayor democracia. Por tanto, afecta a la mayoría de la sociedad que, probablemente, le exigirá responsabilidades. El reto inmediato para las fuerzas del cambio es impedir un gobierno continuista de las derechas y garantizar un Gobierno de progreso y de cambio. Ése es el desempate principal, abrir un ciclo político-institucional que favorezca los avances progresivos y democráticos en favor de la mayoría ciudadana.

En resumen, el PSOE, de entrada, no está por la labor del cambio real y lleva una estrategia equivocada. Las fuerzas del cambio todavía son insuficientes y dependen de la colaboración socialista. La prioridad son los intereses de la gente, dejar atrás esta etapa autoritaria y de austeridad. Hay que insistir en los argumentos para llegar a un acuerdo razonable y compartido y desarrollar una campaña con la mano tendida y sin crispación.

Pero el deseado giro en la actitud socialista va a depender, fundamentalmente, de los hechos: comprobar la amplitud y firmeza de las demandas populares de cambio a través de la ampliación del apoyo electoral a Unidos Podemos y confluencias. Desde otra perspectiva: evaluar la demostración cívica de los costes para el Partido Socialista, en el caso de persistir en su estrategia equivocada, con el  continuado debilitamiento de su representatividad. Es el elemento que puede condicionar su cambio de actitud para iniciar una nueva etapa de acuerdo gubernamental de progreso.

El PSOE, en su ambivalencia, tiene un aparato dependiente y colaborador con los poderosos y su obcecación puede provocar el bloqueo del cambio. Será necesario enfrentarse a esa situación con un plan B, para evitar la frustración social y seguir haciendo camino al andar. De momento, el plan A es ganar las elecciones generales al PP, dejar en minoría a las derechas y reforzar las fuerzas del cambio.

2. Límites de la teoría populista

Se ha abierto un debate político-ideológico entre varios líderes de Podemos y sus aliados (I. Errejón, J. C. Monedero, M. Monereo, B. Fernández…) que reflejan distintas sensibilidades a la hora de encarar sus estrategias presentes y futuras, incluido el debate sobre la construcción de una alternativa más unitaria con el conjunto de las confluencias e IU. No entramos en su significado dentro de los equilibrios internos o de liderazgo, cuyos detalles no conocemos. Tampoco valoramos las implicaciones políticas que necesitan un tratamiento específico en el actual contexto electoral, con el objetivo común de ganar las elecciones generales del 26-J e impulsar el cambio real a través de un Gobierno de progreso, de coalición y programa compartido con el PSOE. Aquí solamente apuntamos varias reflexiones de carácter teórico que subyacen en ese debate, para darle otra perspectiva y como contribución al mismo de la forma más rigurosa y constructiva posible.

Podemos, y todavía más si incorporamos las distintas confluencias, incluyendo IU y las distintas fuerzas de Unidad Popular, tiene una gran diversidad en sus influencias ideológicas. Una de las más significativas entre algunos de sus dirigentes es la teoría populista de E. Laclau  (La razón populista, 2013). Sin detallar una valoración de la misma exponemos algunos de sus puntos polémicos, así como las ideas marxistas más débiles, suscitados en el referido debate. (Un desarrollo más extenso está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-)

La ambigüedad ideológica del populismo

La primera insuficiencia de la teoría populista es su ambigüedad ideológica. En el plano analítico y transformador es central explicar y apoyar (o no) el proceso de identificación y construcción de un sujeto, llamado ‘pueblo’, precisamente por su papel, significado u orientación político-ideológica, es decir, por su dinámica emancipadora-igualitaria (o nacionalista, xenófoba y autoritaria).

Lo que criticamos de la teoría de Laclau es, precisamente, que se queda en la lógica política de unos mecanismos, como la polarización y la hegemonía, pero que son indefinidos en su orientación igualitaria-emancipadora si no se explicita el carácter sustantivo de cada uno de los dos sujetos en conflicto (amigo/enemigo) y el sentido de su interacción.

Por otro lado, nos distanciamos de la interpretación marxista convencional (estructuralista según Althusser): lucha de clases y hegemonía inevitable de la clase obrera, derivada de su posición en las relaciones de producción y que aseguraría su avance hacia el comunismo. Laclau (postmarxista) pretende superarla, pero cae en otra unilateralidad: la infravaloración de la experiencia vivida y compartida de las capas populares en sus conflictos sociopolíticos con las élites dominantes, teniendo en cuenta su posición de subordinación y su cultura, así como la sobrevaloración del discurso en la configuración del sujeto social. Así, el estructuralismo mecanicista o economicista, infravalora a los actores reales, sus condiciones, su articulación y sus valores (la agencia). Lo específico de ese determinismo económico no es tanto la afirmación o negación de la primacía de lo material, aunque su concepción del ‘ser social’ sea mecanicista, como realidad pasiva y excluyendo su cultura, en la doble acepción de ideas o valores y costumbres, hábitos o conductas, que formaría parte de la ‘conciencia social’. El idealismo althusseriano consiste, sobre todo, en

  Un universo conceptual que se engendra a sí mismo y que impone su propia idealidad sobre los fenómenos de la existencia material y social, en lugar de entrar con ellos en una ininterrumpida relación de diálogo… La categoría ha alcanzado una primacía sobre el referente material; la estructura conceptual pende sobre el ser social y lo domina” (Thompson, Miseria de la teoría, 1981: 28-29).

En el ser social, en el sujeto, debemos incorporar no solo sus condiciones materiales de existencia, sino cómo son vividas y pensadas. La conciencia social forma parte e influye en el ser social, no es solo un mero reflejo de una estructura material (sin sujeto). Y la reflexión compartida de esa experiencia permite interpretarla, elaborar nuevos proyectos de cambio y promover la transformación de la sociedad.

No obstante, la reacción (acertada) a la primacía del ser social pasivo y la reafirmación (post-estructuralista) del discurso, perviven en la teoría populista con otro tipo de idealismo abstracto (desacertado), con similar hilo conductor: la sobrevaloración del evidente impacto de las ideas o el discurso como causa determinante en la construcción de la identidad y la pugna de los sujetos colectivos, dejando en un segundo plano la experiencia ciudadana de articulación social, económica y política.

J. C. Monedero (Las debilidades de la hipótesis populista y la construcción de un pueblo en marcha), al remarcar sus diferencias con I. Errejón, apunta alguna deficiencia similar de la teoría populista: “Laclau quiere convertir el cambio social en un discurso y, con bastante probabilidad, lo desactiva”. Aunque, más bien cabría decir que Laclau pretende un cambio social y político a través del desarrollo del discurso (la hegemonía cultural) y no acierta con los adecuados criterios teóricos, dinámicas político-ideológicas y estrategias transformadoras para impulsar un proceso igualitario-emancipador.

Hay una diversidad de movimientos sociales con rasgos comunes de tipo ‘populista’ pero son muy distintos, incluso completamente opuestos, por su carácter ‘sustantivo’, su significado respecto de la libertad y la igualdad de las capas populares. Ese carácter ‘indefinido’ o ambiguo en el papel y la identificación ideológico-política de un movimiento popular es el punto débil de esa teoría populista. Es incompleta, porque infravalora un aspecto fundamental. Nos vale poco una teoría que no sirve para explicar y favorecer un proceso de transformación liberador y solidario y que es solo una ‘técnica’ o lógica política (polarización, hegemonía) que se puede aplicar, indistintamente, a movimientos populares antagónicos por su contenido o significado. La garantía de basarse en las ‘demandas’ salidas del pueblo, sin valorar su sentido u orientación, es insuficiente. Ese límite no se supera en el segundo paso de unificarlas, nombrarlas o resignificarlas (con significantes vacíos) con un discurso y un liderazgo cuya caracterización social, política e ideológica tampoco se define. 

Así, la palabra populismo no es una referencia adecuada para significar un proyecto ‘nacional-popular’ (plurinacional en España). Además, como reconoce I. Errejón, es una palabra no ganadora para atraerse a las mayorías sociales. El adjetivo adicional de ‘izquierda’ la mejora pero no resuelve su carácter polisémico. Es necesaria otra identidad con otro significante para expresar el significado transformador de fondo democrático-igualitario-emancipador (con componentes comunes al de otras tradiciones progresivas). Y en el marco europeo es ineludible la diferenciación frente a las ascendentes tendencias populistas de derechas, xenófobas, regresivas y autoritarias.

El populismo de izquierda, como teoría del conflicto social, presenta ventajas respecto del consenso liberal, defensor del poder establecido. La particularidad en España es que esos líderes de Podemos han superado los límites de esa teoría y han demostrado una superioridad política, moral e intelectual respecto de los dirigentes de la derecha y la socialdemocracia, atados a los poderosos. La han completado por el contenido cultural, la experiencia sociopolítica y el carácter progresista y de izquierdas de unas élites asociativas y políticas, dentro de un movimiento popular democrático y con los valores de justicia social; es decir, por el tipo de actor (o sujeto) existente.  El éxito de Podemos (y sus confluencias) no deriva tanto de las bondades de esa teoría, cuanto de la capacidad política de sus dirigentes para interpretar, representar y dar cauce institucional, con suficiente credibilidad, a la experiencia sociopolítica (el rechazo contra las políticas regresivas y autoritarias del poder establecido), la cultura (democrática y de justicia social) y las demandas de cambio de una ciudadanía activa progresista conectada con una amplia corriente social indignada.

La mezcla de espontaneísmo y constructivismo no es suficiente

La segunda insuficiencia de Laclau es que parte del proceso de conformación de las demandas ‘democráticas’ de la gente como algo dado; y a partir de ahí expone toda su propuesta (equivalencias, discurso, articulación) para transformarlas en ‘demandas populares’ frente a la oligarquía. Sin embargo, la explicación y el desarrollo de ese primer paso es clave, ya que está condicionado por todo lo que expresamos como relevante para nuestro enfoque: condiciones, estructura, cultura, experiencia, conflictos… de los actores y su sentido emancipador-igualitario. El segundo paso se convierte en ‘constructivista’.

Pero, además, Laclau admite ese constructivismo, esa ‘independencia’ de las condiciones materiales y relacionales de la gente y los actores, porque lo considera una virtud (como superador del marxismo o estructuralismo). Como efecto péndulo de su crítica al determinismo, se pasa a otro extremo idealista, como Touraine, que prioriza como causa explicativa el cambio cultural del sujeto individual. En ese eje –estructura/agencia- nos ponemos en el medio, en su interacción, en la importancia de la experiencia de la gente, aun con sus límites (Thompson, 1981: 18 y ss.).

Por el contrario, (de forma simplificada) Laclau defiende un ‘espontaneísmo’ articulatorio del pueblo (en el primer paso), combinado con el discurso y el liderazgo (en el segundo paso); aunque no define su orientación y composición, solo que represente o unifique las demandas populares, que todavía no sabemos qué significación ética tienen. No es equilibrado en su interacción; además, seguiríamos sin superar la ambigüedad de su sentido. Es imprescindible la interrelación de los distintos segmentos del movimiento popular, incluido sus élites, medios de comunicación e intelectuales, y contar con su posición social y política.

Además de la confianza excesiva en la espontaneidad articuladora (anarquizante), hay que superar también el otro extremo: la suplantación del activismo vanguardista o elitista y del discurso. Existe, por un lado, el clásico partido elitista o de vanguardia (leninista, trotskista o socialdemócrata) y, por otro lado, el ‘movimiento’ con el que se relacionaba (movimiento obrero, nuevos movimientos sociales o el nuevo sujeto pueblo). La función y los mecanismos de mediación o interacción se han modificado, pero siguen sin estar bien resueltos. El concepto de partido-movimiento pretende abordar ese doble papel aunque falta por articular su relación con el resto de movimientos y su autonomía, dando por supuesto que en la formación de los sujetos colectivos tienen un papel decisivo la comunicación, la ‘nominación’ o la conciencia individual.

Podemos y sus aliados (incluyendo IU-UP) han conseguido ser reconocidos como representantes políticos por seis millones de personas. Su discurso y su liderazgo, con un plan rápido y centralizado de campaña electoral prolongada, han sido suficientes para obtener ese amplio reconocimiento como cauce institucional de una masiva ciudadanía descontenta. Pero ese electorado se ha construido sobre la base de la existencia de un campo sociopolítico indignado, conformado por todo un ciclo de protestas sociales progresivas, con un activo movimiento popular y miles de activistas sociales. Está terminando este ciclo electoral, de reajuste institucional, político y representativo. El nuevo ciclo, consolidar y ampliar las fuerzas del cambio e impulsar transformaciones políticas y socioeconómicas de calado, exige una nueva articulación de esas dinámicas populares, junto con la nueva representación institucional, y nuevos discursos y estrategias, particularmente en el ámbito europeo frente al decisivo poder liberal-conservador.

Por tanto, hay dos cuestiones entrelazadas: Cómo construir un sujeto social o político (llámese pueblo, clase social o nación) y qué tipo de sujeto (el sentido de su papel y orientación). El proceso de identificación colectiva está unido a los dos elementos y es indivisible (salvo analíticamente). Se basa en la experiencia, la vida, la cultura y el comportamiento de la gente concreta; se define por su papel respecto de la igualdad y la democracia, los dos grandes valores de la ilustración,  la modernidad progresista y la mejor tradición de las izquierdas.

Populismo de ‘izquierda’ y ‘radicalización democrática’, complementos ‘sustantivos’ pero insuficientes

La posición de no diferenciar claramente el populismo de izquierda del populismo de derecha es un ‘inconveniente’. Hay que explicar su inclinación ideológica o su significado político, a lo que se resiste la versión más ortodoxa, más indefinida. Con esa denominación se completaría la lógica ‘populista’ (similar en abstracto) con el contenido de izquierdas -o derechas- (antagónica en lo sustantivo). Igualmente, se debería añadir como consustancial a ese populismo de izquierda la tarea de ‘radicalización democrática’. Con ello corregimos la pureza rígida del último Laclau e incorporamos dos ideas (o valores, doctrinas y proyectos) básicas y fundamentales, la igualdad y la democracia. No serían significantes vacíos a la espera de su utilización según su función unificadora. Sino alternativas programáticas fundamentales desde las que elaborar la estrategia de cambio y promover la conciencia social y el conflicto político. Incluso son elementos clave de un relato o mito identificador del sujeto político pueblo (progresivo). Es lo que, en cierta medida y sin valorarlo, hace la dirección de Podemos (y sus aliados) donde se mezcla ese componente discursivo populista con una tradición de izquierda (marxista) y una experiencia democrática (su activismo social y político previo en movimientos sociales, más abiertos y participativos).

Esa incorporación ideológica o de contenido sustantivo al simple esquema o lógica populista es lo que, en parte, hace Ch. Mouffe en su conversación con I. Errejón, en la que corrige a Laclau (Errejón y Mouffe, Construir pueblo, 2015: 111 y ss.). Con ello se superaría (parcialmente) el problema de la ambigüedad o el ‘vacío’ de las propuestas identificadoras populistas. Tendríamos dos componentes ‘sustantivos’ –igualdad, democracia- para completar su estrategia constructiva y procedimental de ‘pueblo’. Algunas de esas reflexiones vienen de lejos y estaban expuestas hace tiempo por Laclau y Mouffe. Pero el Laclau de La razón populista no avanza por ese camino, retrocede; solo duda del carácter insuficiente de su teoría ante los horrores del etnopopulismo (yugoeslavo). Y lo sintomático es que Errejón, ante la insistencia de Mouffe, presionada por la necesidad en Francia de diferenciación con el populismo ultraderechista de Le Pen, tampoco avanza y sigue los postulados más ortodoxos del último Laclau. La reafirmación de éste en separar, prescindir o relativizar el contenido sustantivo de un movimiento popular y su papel sociopolítico y cultural o, si se quiere, relacional e histórico, es un inconveniente no una ventaja en el doble plano, analítico y normativo.

La ‘transversalidad’ tiene un límite ideológico (igualdad-libertad-democracia o derechos humanos) y otro político-social (gente subordinada o solidaria). No se puede aplicar o no puede ser neutra en los conflictos con esos intereses y valores, aunque sí sirva para superar ideas marxistas de ‘izquierda’ política o ‘clase’ trabajadora, que serían restrictivas. 

La posición populista rígida es que la elección de significantes, discurso clave para la polarización hegemonista, no debe estar condicionada por nada previo o relacional (material o ideológico); solo por su eficacia para convertir las demandas parciales en  identificación del pueblo, mediante esa construcción de identidad hegemónica. La teoría de Laclau insiste en la abstracción o infravaloración de la realidad y el contenido sustantivo de un movimiento popular, que considera innecesario o contraproducente para tener más posibilidad de elegir (nominar) una idea ‘populista’, construir ‘pueblo’ y ganar  hegemonía y poder (sin definir su papel y orientación).

Así, el concepto y la función de ‘significante vacío’ son insuficientes; desde su visión constructivista una palabra o consigna puede cumplir funciones ‘unificadoras’ de las demandas democráticas o parciales realmente existentes. Pero esa tarea no la valora desde el punto de vista ideológico-político, de avance o retroceso para la igualdad y la libertad (del pueblo). Prioriza su función ‘identificadora’ a partir de las demandas parciales, dando por supuesto que éstas están dadas y son positivas en su articulación hegemónica frente al poder oligárquico, aunque tampoco asegura su orientación política e incluso admite una pluralidad de efectos antagónicos –progresivos/emancipadores y regresivos/autoritarios.

En ese autor hay también una infravaloración del contenido político-ideológico o ético de un movimiento popular y, en consecuencia, del tipo de cambio político que promueve. Esa pluralidad de realidades en que se concretaría su teoría demuestra una desventaja, no un elemento positivo o conveniente. Es incoherente al juntar tendencias con diferencias y antagonismos de sus características principales. Esa interpretación o comparación basada en el ‘mecanismo’ común refleja esa ambigüedad ideológica y confunde más que desvela la realidad tan diferente, incluso opuesta, de unos movimientos u otros (ya sea Le Pen con Podemos, el nazismo con el PCI de Togliatti, el populismo latinoamericano con la Larga Marcha de Mao o los Soviets, o el etnopopulismo y el racismo con los nuevos movimientos sociales y de los derechos civiles).

¿Para qué sirve meterlos todos en el mismo saco de ‘populistas’?. ¿Para destacar la validez teórica de una teoría por su amplia aplicabilidad histórica? Pero, esa clasificación, qué sentido tiene; ¿solo el de resaltar un ‘mecanismo’ constructivo, el del antagonismo amigo-enemigo, en oposición al consenso liberal y en vez de la clásica lucha de clases –completada en este caso por la ideología del comunismo?. Esa diversa y amplia aplicabilidad no demuestra una teoría más científica (u objetiva) sino menos rigurosa y más unilateral.

Esa ambigüedad político-ideológica refleja su debilidad, su abstracción de lo principal desde una perspectiva transformadora: analizar e impulsar los movimientos emancipadores-igualitarios de la gente subalterna. Para ello la teoría populista sirve poco y distorsiona. Como teoría del ‘conflicto’ (frente al orden) es positiva en el contexto español, con actores definidos en ese eje progresista-reaccionario. El partir de los de abajo le da un carácter ‘popular’. Pero, lo fundamental de su papel lo determina según en qué medida conecta y se complementa con un actor social progresista, con su cultura, experiencia y orientación sustantiva… igualitaria-emancipadora (como en España). Aquí, sus insuficiencias teóricas se contrarrestan, precisamente, con el contenido sustantivo progresivo (justicia social, democracia…) de la ciudadanía activa española y sus líderes, incluido los de Podemos, que se han socializado en esa cultura progresista, democrática… y de izquierda (social).

Por otro lado, Laclau pone de relieve o supera algunas deficiencias de la clásica interpretación estructural-marxista y su lenguaje obsoleto. Pero se va al otro extremo constructivista. Y, sobre todo, no tiene o infravalora elementos internos sustantivos (éticos o ideológico-políticos) para evitar su aplicación o su conexión con actores autoritarios-regresivos. Es su inconveniente y nuestra crítica principal. Podríamos también decir: menos Laclau y más Kant.

En definitiva, dada la importancia de las necesidades políticas y estratégicas del movimiento popular en España, la diversidad de corrientes de pensamiento entre las fuerzas alternativas y, específicamente, la tarea de cohesión y consolidación de las nuevas élites representativas en torno a Podemos y el conjunto de sus aliados y confluencias, son imprescindibles un esfuerzo cultural y un debate teórico, unitario, riguroso y respetuoso, para avanzar en un pensamiento crítico que favorezca la transformación social en un sentido democrático-igualitario-emancipador.

3. La experiencia popular en la construcción del sujeto (I): IDEAS E INTERESES

Existen distintas teorías sobre el papel y el proceso de construcción del sujeto social y político, llámese pueblo, clase o nación. Aquí, tras desechar las doctrinas convencionales, vamos a evaluar las insuficiencias de la teoría marxista tradicional o determinista y los límites del discurso populista. Defendemos un enfoque relacional y dinámico que basa la construcción de un sujeto colectivo en la experiencia de la gente en sus relaciones sociales y económicas y los conflictos sociopolíticos, evaluada por su cultura, en nuestro caso, democrática y de justicia social. (Un desarrollo más amplio está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-).

No es adecuada la visión atomista, individualista extrema e indiferenciada, de carácter liberal o postmoderno que, fundamentalmente, contempla a individuos aislados y diferentes entre sí, sin vínculos con otros individuos y sectores de la sociedad. La visión funcionalista de la agregación de individuos, con la distribución en estratos continuos, también tiene insuficiencias. Igualmente, es unilateral el idealismo, presente en enfoques ‘culturales’, con la sobrevaloración de la subjetividad y el voluntarismo de la ‘agencia’ y la infravaloración de la desigualdad socioeconómica y de poder o el peso de los factores estructurales, contextuales e históricos.

El determinismo economicista o de clase es un idealismo

Nos detenemos en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista, de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda. No es adecuada la posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción –la estructura económica- que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases (el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, de justicia social, derechos humanos y democrática.

El determinismo es un idealismo. Es imprescindible superar ese determinismo económico, dominante en el marxismo ortodoxo, con la influencia de Althusser. E, igualmente, el determinismo político-institucional o el cultural de otras corrientes teóricas, desarrollados, muchas veces, como reacción al primero.

En consecuencia, es importante la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales…

Aquí adoptamos una visión relacional o interactiva, dinámica o histórica y multidimensional de la configuración de las clases sociales y su actuación como actores o sujetos a través de sus agentes representativos. Hay que partir de la experiencia y el comportamiento social sobre la base de intereses compartidos, demandas colectivas, relaciones sociales y expresión cultural. Estos aspectos son claves para la formación de las ‘clases’ o el ‘pueblo’ en cuanto sujetos colectivos, como pertenencia o identidad y práctica social, o sea los ‘agentes’ o sujetos sociopolíticos. No hay que quedarse en la clase ‘objetiva’ (en sí), considerando que la conciencia puede venir por añadidura de élites políticas, y desde ahí construir la clase (para sí); la existencia de una clase, un pueblo, una nación o un gran sujeto social debe comprobarse en la ‘experiencia’, en el comportamiento público, en la práctica social y cultural diferenciada, aunque no llegue a conflicto social (lucha de clases) abierto o esté combinado con consensos o acuerdos. La conciencia social se ‘crea’, sobre todo, con la participación popular masiva y solidaria en el conflicto por intereses comunes frente a los de las clases dominantes.

El papel de los intereses y las ideas

Veamos un ejemplo ilustrativo del papel de los intereses y las ideas en la construcción del sujeto político, valioso por su carácter sintético y procedente de una personalidad relevante de Podemos, Íñigo Errejón (Twitter, 2-4-2016) y desarrollado posteriormente (Errejón, Podemos a mitad de camino, 2016):

  No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos.

Es cierta la primera expresión, los ‘intereses sociales’ (las condiciones objetivas) no construyen el sujeto político. Admitirlo sería prueba de un burdo determinismo económico. Los intereses o las condiciones materiales (por sí solos) no construyen nada y menos una determinada dinámica social u orientación política. Es insuficiente el esquema de la relación entre ‘condiciones objetivas’ y ‘condiciones subjetivas’, y la preponderancia causal de las primeras sobre las segundas, aunque se introduzcan conceptos ambiguos como el de la determinación ‘en última instancia’ (de la infraestructura económica) o la ‘autonomía relativa’ (de la superestructura política e ideológica), que dan por supuesto la prioridad explicativa de la sociedad y su dependencia respecto de la estructura (económica).

Por otra parte, las identidades colectivas no son previas al conflicto, a la práctica social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan. Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente. Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad articuladora y de cambio. Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto, las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos colectivos, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad. Así, esa segunda frase, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración de la capacidad articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del sujeto político. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de sus condiciones, experiencia y cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente) de su posición social y su identidad colectiva.

Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad, con un relato o un juicio ético, que le da sentido. Es la experiencia humana de unas relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados mutuamente.  
Para explicar la conformación de los sujetos sociales y el conflicto sociopolítico, hay que superar esa falsa bipolaridad abstracta (idealista), asentada por el marxismo determinista y estructuralista, y partir de la realidad de la gente, su experiencia y su interacción. Como dice uno de los mejores historiadores, E. P. Thompson (Tradición, revuelta y consciencia de clase, 1979: 39):

Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura.

En sentido estricto, los grandes sujetos colectivos se conforman en los procesos históricos con la participación en el conflicto social de sus componentes más relevantes y desde una posición e intereses específicos. Tienen un carácter relacional: la configuración de un bloque social o un campo sociopolítico se genera por la diferenciación social, cultural y política frente a otro (u otros).

El aspecto fundamental de la investigación sobre las clases o capas y grupos sociales en cuanto sujetos colectivos, de su papel como actor o agente social, debe empezar por el análisis de ese comportamiento sociopolítico de cierta polarización y su interpretación a la luz de sus valores o su cultura en determinado contexto.

Aquí, desechamos el enfoque determinista, dominante en muchos ámbitos, sociopolíticos y académicos, de partir de la situación material de la población, su situación objetiva, para deducir su conciencia social, sus condiciones subjetivas y, por tanto, su identificación de clase y su comportamiento social y político. La crítica a esta posición la expresa bien Thompson en esta larga y clarificadora cita:

Clase es una categoría ‘histórica’… Las clases sociales acaecen al vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus situaciones determinantes, dentro del ‘conjunto de relaciones sociales’, con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas culturales… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha (Thompson, 1979: 38).

El determinismo, como decíamos, es un idealismo. Hace depender el proceso histórico de una causa explicativa, cuando la realidad es más compleja, multicausal e interactiva. El determinismo economicista, por mucho que priorice un factor material (las relaciones económicas y productivas) y su papel determinante en el desarrollo del resto de las relaciones sociales, es también idealista. Sustituye el análisis concreto, empírico, de la gente, de los pueblos o las clases sociales, en el que se combinan los diferentes componentes y tendencias sociales, por la aplicación de leyes generales abstractas que no facilitan la compresión de la realidad sino que la distorsionan.

Es lo que le ha pasado al estructuralismo más dogmático de Althusser, de amplia influencia en la izquierda comunista europea. Explica también su dificultad para analizar y adaptarse a los cambios reales de estas últimas décadas, particularmente con los procesos de los nuevos movimientos sociales, de las nuevas energías populares por el cambio social y político. La utilidad y la credibilidad política y científica de ese marxismo, funcional para el estalinismo, como ya vaticinaba Thompson (Miseria de la teoría, 1981), ha entrado en crisis, incluso como forma de legitimación de los supuestos representantes de la clase obrera.

Pero de un tipo de determinismo economicista (idealista), a veces, se ha pasado a otro idealismo,  incluso en el llamado post-estructuralismo o postmarxismo, en que se desprecia las realidades materiales de la gente y las estructuras económicas, medioambientales o de seguridad y sobrevaloran el papel transformador de las ideas o la subjetividad individual. Es la posición culturalista, dominante en el último Touraine o la discursiva de Laclau, ambas como reacción a su posición estructuralista anterior, pero con la continuidad de un enfoque idealista, aunque de distinto signo. Por tanto, habrá que reafirmar el realismo analítico y desechar el determinismo, integrando la pugna de intereses y los conflictos de valores de la gente en una visión más relacional y dinámica:

  Cada contradicción es tanto un conflicto de valor como un conflicto de intereses; que en el interior de cada ‘necesidad’ hay un afecto, una carencia o ‘deseo’ en vías de convertirse en un ‘deber’ (o viceversa; que toda lucha de clases es a la vez una lucha en torno a valores; y que el proyecto del socialismo no viene garantizado por NADA –por supuesto no por la ‘Ciencia’ o el marxismo-leninismo-, sino que solo puede hallar sus propias garantías mediante la ‘razón’ y a través de una abierta ‘elección de valores’ (Thompson, 1981: 263).

En conclusión, se ha abierto una nueva etapa sociopolítica. El cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia popular de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La participación cívica y la conciencia social de una polarización (social y democrática) entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos agentes sociopolíticos y la conformación de un electorado indignado, representado mayoritariamente por Podemos y sus aliados. A continuación valoramos la transversalidad y su relación con la igualdad y la hegemonía.

4. La experiencia popular en la construcción del sujeto (II): transversalidad, igualdad y hegemonía

 

En la sección anterior hemos explicado la importancia de la experiencia popular en la construcción de un sujeto colectivo (llámese clase, pueblo o nación) y la relación entre intereses e ideas en la articulación de ese proceso. En esta segunda parte nos centramos en el alcance de la transversalidad entre izquierda y derecha, señalando la relevancia de la igualdad y la democracia, y en el análisis sobre el papel del discurso y la hegemonía. (Un desarrollo más amplio está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-).

Transversalidad e importancia de los valores igualitarios y democráticos

No consideramos positiva la existencia de una ideología completa y cerrada, pero sí es necesario algo de doctrina, normativa, estrategia, ideas y valores o propuestas políticas que enlacen con la cultura ciudadana (o conciencia social) y una actividad articuladora de élites o representantes ‘populares’ (en la tradición marxista eran vanguardias). Los grandes valores o ideas clave (igualdad, libertad, solidaridad, democracia, laicismo…) de la historia ilustrada y la mejor izquierda democrática reflejan el esfuerzo colectivo y el proyecto transformador de amplias capas populares, forman parte de su experiencia y su cultura para cambiar las dinámicas de fondo de desigualdad, dominación y subordinación. No son significantes vacíos sino componentes fundamentales de un proyecto emancipador-igualitario, elementos de identificación para construir un ‘pueblo’ liberado de las oligarquías autoritarias.

La construcción de un sujeto sociopolítico, su identificación como pueblo (libre e igual), está ligada a su propio comportamiento y su experiencia articuladora del conflicto… por la igualdad y la libertad… frente a las oligarquías y el autoritarismo. En ese sentido, es similar y recoge las mejores tradiciones democráticas, igualitarias y emancipadoras de las izquierdas y otros movimientos de liberación popular. Están justificadas las reservas a la denominación ‘izquierda’ (política) al estar asociada a la última evolución socioliberal de la socialdemocracia (o al autoritarismo de los regímenes del Este).

Pero como dice Mouffe, aludiendo a Bobbio, el valor de la igualdad es clave como identificación de la(s) izquierda(s). Es una seña de identidad diferenciada del populismo de ‘izquierda’ frente al populismo de ‘derecha’. No hay ‘un’ populismo; sus rasgos comunes son lo secundario, y algunos de ellos similares a los de otras corrientes políticas. Hay, como mínimo, dos populismos, diferenciados por lo sustancial, su significado ético-político: democrático-igualitario o autoritario-segregador. Y el llamado populismo de izquierdas (al igual que la izquierda social) debe basarse en la igualdad, en la defensa de los derechos políticos, civiles, sociales y laborales de las mayorías populares.

El problema que tiene esa teoría populista es que, precisamente, debe construir un relato, un mito, para profundizar en la trayectoria igualitaria-emancipadora, de las mejores experiencias democráticas y populares. Dicho de otra forma, el eje izquierda/derecha, en cuanto a identificación política, es confuso, ya que incorpora dos realidades contraproducentes para una dinámica democrática y de igualdad: el giro socioliberal o centrista de la socialdemocracia y la tradición autoritaria de los regímenes comunistas del Este. Mucha gente asocia esa referencia izquierda (social) a una posición progresiva en la política económica y fiscal y defensora de los derechos sociales y laborales y el Estado de bienestar. Y es bueno que por ello se auto-ubique ideológicamente en la izquierda.

No obstante, es positiva la ‘transversalidad’ respecto de esa denominación como cuestión determinante en la identificación política y electoral. La principal es la apuesta por el continuismo o por el cambio. La cuestión es que no es irrelevante la identificación político-ideológica de la gente en torno al eje de fondo igualdad/desigualdad o, si se quiere, intereses de los de abajo y los de arriba, o bien, de la democracia y la oligarquía. En estos campos no es adecuada la transversalidad, como indefinición o posición intermedia entre los dos polos. La apuesta por un polo debe estar clara: la igualdad, los de abajo, la democracia. Muchas personas pueden estar menos ‘ideologizadas’ en esos aspectos o tener posiciones intermedias. Pero la línea de identificación alternativa pasa por su posicionamiento en esos campos democráticos-igualitarios frente a los grandes poderes regresivos. Es lo que en el actual proceso de indignación se ha conformado, superando, las viejas representaciones de las élites socialistas, liberales o comunistas.

Es fundamental la conformación ‘ideológica’ o cultural de la gente en ese eje de contenido sustantivo, hacia los valores y actitudes de un polo del conflicto (igualdad, libertad, democracia, intereses y demandas de la gente) y frente a otro (desigualdad, dominación, autoritarismo, privilegios de las oligarquías). En estos planos es negativa la transversalidad como indefinición ante ellos, eclecticismo o posición intermedia; al contrario, es positiva la educación y la identificación cívica con esos valores y estrategias fundamentales, basadas en los derechos humanos, la justicia social o la emancipación. 

Eso quiere decir que la construcción de un sujeto emancipador (el pueblo o el sujeto del cambio) no se puede disociar de esa experiencia social y esa cultura igualitaria y democrática. La construcción del ‘pueblo’ no se puede quedar en la afirmación de un mecanismo identificativo (la polarización con el adversario) o el llamamiento a la importancia de los mitos y relatos, desconsiderando los intereses y demandas de la gente en la contienda política y su papel y significado.

Por ejemplo, una sobrevaloración del papel del discurso es la afirmación de P. Iglesias en el programa de TV La Tuerka, sobre Podemos y el populismo (noviembre de 2014): La ideología es el principal campo de batalla político. Por supuesto, es importante la batalla de las ideas, la hegemonía cultural y por el ‘sentido común’. Podemos ha conseguido ser reconocido como su representación política por una gran parte de la ciudadanía indignada. Y en ello ha tenido un papel central su discurso y su liderazgo. Sus propuestas han conectado con la experiencia y las aspiraciones de gente descontenta, han sabido presentarse como cauce institucional de esas demandas y se ha modificado el sistema político.

No obstante, esa base social, en gran medida, estaba ‘construida’, incluso con sus ideas clave, o sea, con una hegemonía cultural: más democracia, menos recortes y más derechos sociales (igualdad). La conformación de ese nuevo campo político ha sido posible por la masiva pugna sociopolítica de la ciudadanía activa española, democrática en lo político y cultural y progresista en lo social y económico, frente a las graves consecuencias de la crisis económica y las políticas de austeridad de las direcciones del PSOE y luego del PP, que habían quedado desacreditadas. El sentido común básico de justicia social y democratización, junto con el apoyo a dinámicas de cambio de progreso, ya estaba asumido por amplios sectores de la ciudadanía indignada. Su cultura, su relato y su identificación dentro de la polarización política (la gente descontenta frente a los poderosos) ya estaban asumidos por millones de personas y reafirmados por esa experiencia popular.

El nuevo paso del fenómeno Podemos (y sus aliados y confluencias) ha consistido en crear una nueva élite política como cauce de ese proceso popular y esas demandas cívicas, con suficiente representatividad y credibilidad. Ello permite promover y visualizar el cambio institucional, ofrecer nuevas oportunidades de cambio social y político y reforzar ese campo o sujeto sociopolítico. Esa tarea específica de representación política desborda el ámbito ideológico y, aun con el componente cultural aludido, es fundamentalmente político-institucional.

La formulación por el líder de Podemos de esa frase genérica de carácter teórico podría tener solo un carácter retórico y convivir con una estrategia política más realista, como se puede deducir de su otra fuente de inspiración, la serie Juego de Tronos con su pragmatismo maquiavélico de las relaciones de poder. Pero, la prioridad jerárquica y determinante de esa expresión, precisamente para todo el periodo anterior y posterior, tiende a infravalorar, como si fuera secundario, el campo propiamente de las relaciones sociales y los conflictos políticos: el proceso real de construcción de ese movimiento popular;  la articulación del amplio electorado indignado; el cambio del sistema político e institucional y la propia delegación ciudadana en unas élites representativas; así como las pugnas ciudadanas por sus intereses y demandas sociales, económicas y democráticas. Son aspectos políticos, socioeconómicos e institucionales que están pasando a un primer plano, como el propio P. Iglesias reconoció en el debate de investidura, y que tras el 26-J van a adquirir todavía una nueva y mayor dimensión en el campo de batalla político y europeo.

Papel del discurso y hegemonía

Antes hemos comentado una cita de I. Errejón, revalorizando el papel de los mitos frente a los intereses materiales. Veamos otro ejemplo: En la política las posiciones y el terreno no están dados, son el resultado de la disputa por el sentido (Errejón y Mouffe, Construir pueblo, 2015: 46). Es cierto que las posiciones políticas no son ‘naturales’ ni están predeterminadas por condiciones ‘objetivas’; están conformadas y sujetas a cambio por el comportamiento de la gente y los distintos sujetos activos. La cuestión es que son resultado no solo de la disputa por el sentido, sino por la pugna en las relaciones de fuerza y de poder, además y en conexión con la legitimación social o hegemonía cultural.

La acción por la hegemonía político-cultural o ideológica es importante. Aunque ya hay alusiones en el propio Marx, ese concepto lo ha desarrollado Gramsci y, ahora, Laclau. Ambos resaltan la cultura nacional-popular, aunque con planteamientos distintos. Digamos que en la construcción del ‘pueblo’, el primero conserva parte de un enfoque ‘determinista’ (posición objetiva de las clases sociales, lucha de clases) sobre el papel de eje hegemónico de la clase trabajadora, y el segundo, defiende una mirada ‘constructivista’ (discursos, significantes vacíos) en la configuración identitaria y hegemónica de ese pueblo.

Los cambios culturales y de mentalidad son fundamentales para las fuerzas progresistas cuya capacidad transformadora depende más del tipo de subjetividad, valores e ideas incorporados por las capas populares para desarrollarlos como capacidad de cambio social y político. No lo son tanto para los poderosos y las élites dominantes que cuentan con el control de los recursos económicos e institucionales, aunque también se vean influidos por el grado de legitimidad pública o consenso representativo respecto de su poder o el orden desigual existente. Desde una óptica popular, el cambio cultural precede, se combina y se refuerza con el cambio sociopolítico y de las estructuras económicas y sociales, con la experiencia cívica compartida en el conflicto social frente a unas relaciones de dominación. Como dice Thompson (1979: 38), los sujetos sociales surgen de la lucha sociopolítica, de su vida y experiencia en el conjunto de relaciones sociales, modeladas por su cultura.

Por otro lado, el discurso articulador de un proceso igualitario-emancipador no se construye con significantes vacíos, funcionales solo para cohesionar a la gente y ganar hegemonía. El sentido de esos significantes y la orientación de su papel constructivo son fundamentales. Y esos valores son clave para definir el camino y el proyecto. El asunto es que esos grandes objetivos globales y transformadores hay que rellenarlos con estrategias, programas y relatos y, sobre todo, con una experiencia popular, participación democrática o articulación masiva en el conflicto social y político… emancipador-igualitario.

El término izquierda además de confuso (ampara élites y actuaciones regresivas y prepotentes) es restrictivo (deja fuera a gente progresista, democrática y anti-oligárquica). La palabra ‘izquierda’ se puede resignificar, según propone Mouffe, particularmente en el ámbito de la izquierda social, donde su significado está más asociado a la experiencia popular europea de tradición democrática y defensora de los derechos sociales y laborales de las capas populares, el papel de lo público y el Estado de bienestar. Pero en el campo político-institucional es más dificultoso, dada la deriva socioliberal de la socialdemocracia y su ambivalencia.

No obstante, sigue siendo positiva y fundamental la tradición igualitaria, emancipadora y solidaria de la(s) izquierda(s) democrática(s) europea(s), aunque no exclusiva de las mismas. Ahí entra la rica experiencia de movimientos sociales emancipadores. La solución es triple: superar, renovar y reforzar elementos de esa tradición de izquierdas. Y, específicamente, levantar un nuevo relato, una nueva aspiración, con una nueva denominación. Pero no es suficiente una alternativa procedimental (polarización, hegemonía) o sociodemográfica (abajo/arriba). Debe incluir, para fortalecer su sentido democrático, emancipador e igualitario, esos valores ilustrados, progresistas y de izquierda y adecuarlos a la tarea de construcción de un movimiento popular (nacional-solidario) progresivo, es decir, cuya expresión enlace con sus demandas y aspiraciones de progreso. Ese ideario-proyecto, con el horizonte de una democracia social en una Europa más justa y solidaria, está por desarrollar.

En ese sentido, se puede afirmar, junto con Pablo Iglesias, que se ha generado un espacio distinto de la actual y vieja socialdemocracia europea, con su dinámica dominante socioliberal (de ‘tercera vía’ o ‘nuevo centro’), para configurar un nuevo sujeto político con una orientación y un papel ‘social’ y ‘democrático’, una ‘nueva socialdemocracia’. Se conforma un nuevo eje articulador de las identidades colectivas en torno a posiciones, intereses e ideas favorables a la igualdad/democracia/capas populares frente a la desigualdad/autoritarismo/minorías oligárquicas. Es decir, la polarización sociopolítica y cultural, con zonas intermedias y mixtas, tiene un contenido sustantivo de carácter político-ideológico. Se supera la posición de transversalidad o neutralidad ideológica, se recogen las mejores tradiciones de la izquierda democrática y otros sectores progresistas pero, sobre todo, se afirma un nuevo proyecto-ideario emancipador cuya denominación y perfil está por contrastar.

Es fundamental un discurso o un pensamiento crítico que, conectado a la experiencia democratizadora, de oposición a los recortes sociales y defensa de los derechos y demandas populares, pueda favorecer la construcción de una identificación popular democrática-igualitaria. Dicho de otro modo, el perfil del nuevo sujeto popular y cívico debe basarse en la igualdad y la democracia, aunque se distancie de determinadas posiciones ideológicas, completas y cerradas, de las izquierdas (u otras corrientes), hoy contradictorias y superadas o, bien, se acerque a otras tradiciones, algunas de la propia izquierda democrática, social o política. Se trata de profundizar el republicanismo cívico y el carácter social-igualitario de la democracia.

En definitiva, en la construcción de la identidad ‘pueblo’, del sujeto popular transformador, hay que combinar los dos planos –intereses (populares) y discursos (emancipadores)- de la experiencia popular y la cultura cívica, junto con la afirmación (no la indefinición) del primer polo, progresivo, de cada eje: abajo / arriba; igualdad / desigualdad; libertad / dominación; democracia / oligarquía; solidaridad / segregación.

 

_______________
Antonio Antón es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Distintos fragmentos de este trabajo han sido publicados en diversos medios: Mientras Tanto, Público, Nueva Tribuna y Rebelión. Una versión académica se presenta en el XII Congreso español de Sociología (Gijón, 30 de junio y 1 y 2 de julio) en la sesión conjunta de los Grupos de Trabajo de Sociología Política y Movimientos sociales, acción colectiva y cambio social.