Antonio Antón
El Gobierno ante la crisis
(Página Abierta, 196, octubre de 2008)

            Ya existe un reconocimiento generalizado de la existencia de una crisis económica. Las reticencias gubernamentales en admitirlo, entre otras cosas, pretendían evitar el cuestionamiento de su gestión en unos momentos electorales. Por el contrario, la oposición del PP ha venido presentando un cuadro catastrófico con la evidente intención de deteriorar la credibilidad del Gobierno socialista. Actualmente, en el ámbito económico e institucional se ha llegado a un relativo acuerdo sobre la gravedad de la situación. El indicador económico más significativo es la disminución o brusco frenazo del crecimiento del PIB (1), que apunta a un cambio de ciclo. Ello supone menor volumen de empleo, pero también de impuestos y beneficios empresariales. Otros indicadores clave son los elevados índices de inflación y del Euríbor –que afectan a la menor capacidad de consumo y encarecen las hipotecas–.
            Esta crisis tiene una dimensión internacional y una serie de causas externas: explosión de la burbuja inmobiliaria-financiera basada en las hipotecas-basura, aumento de los precios energéticos y de alimentos y “financiarización” de la economía con desregulación de los mercados de capitales. Igualmente, su impacto tiene una singularidad en cada país, derivada de los contextos internos, de los puntos fuertes y débiles de cada economía y de la gestión de los agentes institucionales, económicos y sociales. Aquí sólo se van a analizar las opciones del Gobierno ante esta crisis en España. Aparte de su diagnóstico, lo fundamental es qué políticas se adoptan para combatirla y cómo se reparten sus costes, dentro de la pugna de los diferentes grupos económicos, sociales y políticos para paliarla, colocarse ante esta crisis y salir comparativamente mejor de ella.
            Determinados grupos económicos y la derecha del PP exigen medidas “contundentes” para atajar la crisis. Las recetas liberales están claras. Primero, la bajada de impuestos. Segundo, el refuerzo de la estabilidad presupuestaria que, combinado con la bajada de impuestos, supone reducir el gasto social. Tercero, acometer una profunda reforma laboral con la rebaja de los costes laborales (retroceso salarial y menos cotizaciones sociales) y una mayor “flexibilidad” del mercado de trabajo (abaratamiento y facilidad del despido para favorecer mejor los ajustes de las empresas), es decir, poner a la fuerza de trabajo en una posición más subordinada. Por tanto, la salida sería la acumulación de beneficio privado de las élites económicas, ampliar las ventajas fiscales para empresas y rentas medio-altas y altas, con el supuesto de que se van a fomentar nuevas inversiones, e incrementar la competitividad para llegar a una nueva fase de expansión. Con ese discurso se pretende justificar la austeridad y los sacrificios actuales de la población, los costes se socializan y las mejoras sociales y laborales deben esperar a mejores tiempos. El trasfondo es la idea de que la globalización o la economía no dejan ningún margen de maniobra y que la política se debe centrar en los ajustes que favorecen el mercado.
            Es cierto que la política ha ido perdiendo capacidades para modificar las variables económicas a favor de las instituciones económicas: los empresarios, en particular, los grandes grupos económicos nacionales y multinacionales, o bien instituciones europeas e internacionales como el Banco Central Europeo, que ha asumido la política monetaria. Sin embargo, un Estado intermedio como el español todavía tiene recursos importantes para condicionar los efectos de la crisis. Así, se han visto las consecuencias de la desregulación, particularmente de los mercados financieros, y se ha abierto la idea de que la política debe intervenir y puede regular procesos generados por aquélla. Especialmente en una situación de incertidumbre en la sociedad, el Estado –el total de administraciones públicas–, junto con los agentes políticos, económicos y sociales, aparece como el gestor y garante de la seguridad y cohesión social para compensar las desigualdades producidas en el mercado. Más allá de los niveles de estancamiento o crecimiento económico, la cuestión inmediata, en este aspecto, es reforzar el bienestar y la seguridad laboral para la gran mayoría de la población, los mecanismos de protección social y el gasto público necesario para la integración social.
            Ante esa exigencia de responsabilidades, el tono del Gobierno, inicialmente, ha sido de optimismo en el diagnóstico y de tibieza en las medidas, intentando desarrollar una tercera vía: no aplica propuestas keynesianas o socialdemócratas clásicas de incremento significativo del gasto público y del empleo; ni tampoco contempla la política neoliberal de recortes sociales o laborales sustanciales.

Crisis y diálogo social

            Veamos el ámbito sociolaboral en España junto con la valoración de las medidas del Gobierno. En los últimos trece años de bonanza económica se han creado 8 millones de empleos. Pero la precariedad laboral es elevada, prolongada y se ha estancado, y no se ha mejorado la seguridad y calidad del empleo. Al mismo tiempo, se ha producido el retroceso global de los salarios respecto del PIB. Lo nuevo y añadido es el freno a la creación de empleo, su disminución y el aumento del desempleo (2).
Por tanto, la situación al comienzo de la crisis no era buena y ahora empeora y aumenta el paro –construcción y algunos servicios–, con el agravante de afectar más a población inmigrante, más vulnerable y con dificultades de integración social. A los persistentes problemas de la precariedad laboral, sin resolverse en la anterior legislatura, se añade una composición más grave de ella. Pero, sobre todo, los efectos hay que valorarlos en términos de cambios de trayectorias y expectativas. Para un segmento importante, ahora se inicia una trayectoria descendente y más inseguridad. Para otra parte más amplia de gente trabajadora se consolida la tendencia de estancamiento e incertidumbre. Los perdedores por la crisis se sitúan, sobre todo, en las capas mayoritarias bajas y medias-bajas.
            En definitiva, el efecto más directo de la “crisis” desde el punto de vista laboral afecta al empleo: aumento del paro, estancamiento del volumen global de la ocupación –dificultades para jóvenes y mujeres– y persistencia de alta temporalidad. Ello supone el bloqueo de las expectativas de movilidad ascendente de muchas personas –particularmente inmigrantes–, el incremento de la gravedad de la precariedad laboral y el congelamiento y deterioro (según diversos segmentos) de las condiciones laborales y salariales.
            Ante esta situación, el Gobierno ha impulsado un pacto con las organizaciones empresariales y los grandes sindicatos –CC OO y UGT–, que han firmado la Declaración para el impulso de la economía, el empleo, la competitividad y el progreso social. El acuerdo se mueve en el terreno planteado por el Gobierno en esta etapa ya reconocida de “crisis” económica: no imponer reformas laborales unilaterales ni tampoco garantizar avances laborales o sociales. Así, se descarta la posibilidad de aplicar reformas profundas y regresivas del mercado de trabajo, las pensiones o la estructura de la negociación colectiva. En esos aspectos se mantiene, básicamente, el marco normativo de lo que hay, que, ante las pretensiones de los empresarios y la derecha, no es poco. Es lo que aparece como ganancia relativa para los sindicatos a cambio de continuar con la paz social. Las propuestas anunciadas aluden a un proceso de modernización a medio plazo, pero son genéricas y su concreción está sometida a posterior consulta o negociación.
            Al mismo tiempo, se señalan medidas concretas en temas pendientes de la reforma laboral de 2006, como la mejora de los servicios públicos de empleo (recolocación y políticas activas de formación), aunque el documento pasa de puntillas por esa reforma, central del diálogo social en la anterior legislatura, sin reconocer su relativo fracaso para la reducción de la temporalidad. Otros aspectos son la acción contra la siniestralidad, además de seguir con la aplicación de la Ley de Igualdad, y se vinculan más la inmigración y el control de flujos a las necesidades de empleo. No se aborda la negociación colectiva –cuestión bipartita entre sindicatos y organizaciones empresariales–, aunque se valoran positivamente los acuerdos para la   negociación colectiva y la correspondiente moderación salarial, y no aparece la necesidad de mejora de los salarios.
            Junto con ello se realza el diálogo social “reforzado”, con el fin de evitar medidas que pudiesen generar conflictividad social. Para el Gobierno, ante una situación delicada de falta de apoyos parlamentarios y de incertidumbre general, es importante la visualización de ese acuerdo con los agentes económicos y sociales. Ello excluye las demandas más duras de los empresarios, así como un horizonte reivindicativo y de presión de los sindicatos (3).
            En definitiva, el acuerdo es un intento de salir al paso puntual con unas medidas de perfil bajo que presuponen una crisis corta y no muy grave y expresan un frágil equilibrio en el conflicto latente entre poderes económicos, capas medias y clases trabajadoras no acomodadas respecto de las respuestas a la crisis. Esa política excluye, por un lado, reformas drásticas en materia laboral o social y, por otro,  mecanismos que refuercen sustancialmente el empleo, la intensidad protectora, el gasto social y las condiciones laborales y sociales. Su punto débil es que es insuficiente para hacer frente al deterioro ya existente en materia sociolaboral, que se está agravando. Medidas sociales tan escasas no impiden los retrocesos y desigualdades generados en el ámbito económico-laboral. Por otra parte, los sectores económicos siguen forzando una salida todavía más favorable para ellos. Si la crisis se prolonga y presenta unos perfiles más graves, el Gobierno –junto con empresarios y sindicatos– se enfrentaría otra vez a esa doble opción con menor credibilidad.

Contención del gasto social y financiación autonómica

            El segundo elemento afectado por la crisis es el volumen de gasto social que, junto con un menor crecimiento de los ingresos, se pretende frenar a través de políticas presupuestarias de austeridad con fiscalidad “ortodoxa” –rebaja de impuestos directos y contención del gasto público–. En relación con el sistema de pensiones, de momento, su superávit no se resiente, aunque hay indicios del estancamiento de las cotizaciones sociales. No parece que se vayan a imponer reformas duras y generales inmediatas, aunque son probables, como en la legislatura pasada, algunas pequeñas mejoras de las pensiones mínimas, junto con algunos recortes en otros aspectos. El problema sigue siendo que la pensión pública media es baja, se va alejando de la renta media, se debilita su intensidad protectora, y se deja más vía libre a las pensiones privadas y complementarias. Respecto de las prestaciones de desempleo, cuyo gasto global aumenta, el problema  radica en que la mitad de los desempleados no tiene cobertura y ésta es limitada en su duración e importe.
            Por otro lado están los demás gastos sociales –sanidad, educación, dependencia, servicios sociales–, que tienen un importante déficit de recursos. Su gestión corre a cargo de las comunidades autónomas y ayuntamientos, y aparece bajo el complejo conflicto de la “financiación autonómica”, en el que se entrecruzan las opciones sobre el volumen de gasto social y el conflicto interterritorial y con el Gobierno central.  Veamos algunos elementos del debate.
            El punto de partida es que, en estos años, se ha producido un fuerte aumento de población –sobre todo en algunas zonas– y amplias necesidades sociales, con un incremento de las desigualdades sociales, aunque las rentas territoriales han tendido a la convergencia. Por otro lado, existe un amplio consenso político en no aumentar los impuestos y contener el gasto social, aunque el PP pretende ir más lejos (4).
            No obstante, Gobierno central y Gobiernos autonómicos (5) tienen distintas responsabilidades en la financiación. El primero cobra la mayoría de los impuestos. Los segundos gestionan gran parte del gasto social (6). La presión por no perder credibilidad les lleva, especialmente a la Generalitat de Cataluña, presidida por el PSC, a adoptar una posición legítima de exigencia de mayores recursos al Gobierno socialista. La opción de éste es clara: “hay lo que hay y se trata de cómo repartir” (7). Es la fuente de conflicto. La respuesta justa debería ser el aumento sustancial de la tarta global que se debe repartir, es decir, de los recursos públicos, para disminuir las crecientes desigualdades sociales y garantizar el bienestar de los ciudadanos. Con un enfoque “social” del gasto, los criterios de reparto territorial quedarían en un segundo plano y serían fácilmente resolubles.
            Diferentes estatutos y comunidades autónomas han intentado privilegiar el criterio de reparto más ventajoso para cada cual (8). El riesgo es caer en la trampa del conflicto interterritorial al poner el acento en cómo se reparte la tarta existente sin impugnar su volumen. La promesa del Gobierno es que todas las comunidades autónomas, con el nuevo sistema que se ha de negociar en los próximos meses, van a mejorar algo su financiación. Se puede encontrar un equilibrio en los criterios para el reparto, pero el tope global del gasto constituye una línea “roja” para el Gobierno. El resultado de esa contención global del gasto puede ser el mantenimiento, incluso deterioro, del importante “déficit social” en términos de PIB total y per cápita, y la gran distancia de siete puntos del PIB con la media de la Unión Europea-15 (9). Y los gestores autonómicos se enfrentan al cuestionamiento de su credibilidad.
            Sin una mejora sustancial, la consecuencia para la gente es la persistencia de unos servicios públicos insuficientes y la disminución de la intensidad protectora del Estado, que perjudica más a las clases desfavorecidas y empuja a los sectores acomodados a soluciones privadas.

Posición liberal en materia fiscal

            En materia fiscal, el Gobierno adopta una posición liberal: junto a la anterior rebaja del impuesto de sociedades, los tramos altos de IRPF y el impuesto de sucesiones, en las medidas aprobadas en agosto de 2008 quita el impuesto del patrimonio a los ricos (10). Entre sus objetivos busca mantener la confianza de los grandes inversores financieros internacionales, favorecer a los poderes económicos y disputar a la derecha el apoyo electoral de las clases medias-medias y superiores, sector que considera estratégico para su consolidación electoral frente al PP, especialmente en zonas como Madrid. Durante este ciclo de fuerte crecimiento económico han aumentado mucho los ingresos de impuestos indirectos (IVA, transmisiones, impuestos especiales) y, al ampliar menos el gasto público, se ha producido un superávit de las cuentas públicas que ha llegado hasta el 2,3% del PIB en 2007. Ahora, con el brusco frenazo económico, los ingresos fiscales bajan o crecen mucho menos.
            El Gobierno se enfrenta a una doble presión desde dos frentes. Por una parte, los sectores pudientes y la oposición del PP, cuya punta de lanza económica sigue siendo la rebaja de impuestos. Por otra parte, las necesidades y demandas de la mayoría social, mediadas y representadas –junto con sus propios intereses– por el tripartito catalán, los sindicatos y otros grupos, que reclaman medidas para la mejora de la protección social. El dilema para el Gobierno, con su posición fiscal, es que no tiene muchos recursos presupuestarios disponibles para aumentar el gasto público y, al mismo tiempo, tampoco puede acometer recortes drásticos, en materia laboral y social, que cuestionen su legitimidad entre las clases medias-bajas y bajas, le enfrente a los sindicatos y sus bases sociales, a los gestores territoriales del gasto social o den pie a que se amplíe una oposición de izquierdas.
            De ahí su compromiso de no imponer reformas sociales y laborales duras y unilaterales, contribuyendo al diálogo social, y mantener su compromisos sociales. Pero las nuevas medidas sociales adoptadas este verano –aparte de la financiación autonómica– son todavía más limitadas que las de la anterior legislatura y se reducen, prácticamente, a mejorar algunas pensiones mínimas –con un pequeño esfuerzo financiero– y aumentar el salario mínimo interprofesional –que sólo afecta a un 1% de la población asalariada– (11).
            Por tanto, no existe, prácticamente, ningún esfuerzo fiscal adicional a los anunciados con ocasión de la campaña electoral –cheque bebé, ayuda al alquiler, deducción de 400 euros en el IRPF–. La ampliación del gasto de prestaciones del desempleo (llamado en la jerga económica “estabilizadores automáticos” frente a la crisis) es un derecho adquirido y, por otro lado, la aplicación de la Ley de Dependencia va muy lenta y está sometida al acuerdo con las comunidades autónomas.
            El Gobierno puede contar a corto plazo con un cierto margen de aumentar algo el déficit público previsible y la deuda pública, con la esperanza de una próxima reactivación económica, para finales de 2009, que vuelva a permitir el aumento de los ingresos fiscales. Como se decía, el Gobierno no contempla medidas clásicas de política keynesiana para generar un fuerte incremento de la demanda y la mejora sustancial de los servicios públicos. Ello supondría reactivar la economía, aumentar el empleo y garantizar el bienestar de la población, pero llevaría a una lógica “intervencionista” y de regulación que no acepta. Además, los recursos fiscales actuales son escasos para esa política y forzarían una reforma fiscal progresiva que también rechaza.
            Existe un aspecto fundamental asociado a la crisis: el cambio de “subjetividad” en la sociedad con mayor preocupación por sus problemas socioeconómicos y temor e incertidumbre ante sus condiciones vitales futuras. Esa desconfianza, más allá de detraer el consumo y dada la fragmentación y diversidad de posiciones sociales, se puede traducir en respuestas diferentes y contradictorias: frustración y fuerte malestar entre los perdedores, bloqueos en la integración social de inmigrantes y tendencias xenófobas en los autóctonos, individualismo competitivo entre personas con mayor capital humano y relacional. La confianza en las instituciones públicas depende de la existencia de medidas y expectativas reales que eviten el retroceso y garanticen el bienestar. Se trata de ver en qué medida el Estado corrige los defectos y desigualdades del mercado y, al mismo tiempo, si la acción colectiva, el mundo asociativo y sindical, cumple un papel de cauce para mejorar la situación.
            Por tanto, el discurso socialista de “no imponer recortes sociales” (12) es positivo en la medida en que es defensivo frente a las posiciones de la derecha. Sin embargo, el simple continuismo es insuficiente frente a las crecientes necesidades y desigualdades sociales, y las nuevas medidas son ambivalentes y más limitadas. Tras un ciclo de trece años de bonanza económica y una legislatura socialista, sin avances significativos en calidad del empleo y gasto social, la sociedad española se puede encontrar al final de este mandato no más cerca sino más lejos de la media europea, referencia de la izquierda en estas décadas, y sin haber mejorado su modelo productivo. Por tanto, la cuestión vigente es evitar el deterioro del paro y la gravedad de la precariedad laboral y mejorar los servicios públicos y prestaciones sociales. La opción de una política progresista o de izquierda en España, precisamente en este contexto, debería seguir siendo la consolidación de la ciudadanía social y laboral.

_________________
(1) El segundo trimestre de 2008, en España, el crecimiento económico se ha quedado en el 0,1%, con el bajón más importante de la UE, aunque la media de la UE-15 y la UE-27 (con Alemania, Francia e Italia a la cabeza) ya es de decrecimiento.
(2) La tasa de desempleo, según la EPA-2º trimestre de 2008, ha llegado hasta el 10,44% de la población activa (al 12,5% en 2009 según previsiones oficiales), con un total de 2,38 millones de personas desempleadas, 621.000 más que hace un año, con una tasa del 7,95% (incremento de 2,5 puntos). Además, 553.900 hogares tienen todos sus componentes en el paro. Al mismo tiempo, la temporalidad ha bajado desde 5,34 millones (31,8%) hasta 4,95 millones (29,4%), unos 400.000 menos (reducción de 2,4 puntos), pero lejos de los objetivos del acuerdo de 2006. Con esos dos indicadores no homogéneos –paro y temporalidad– la precariedad laboral sigue afectando en torno al 40% de la población trabajadora (asalariada y desempleada).
(3) Para CC OO y UGT, la prioridad, en el corto plazo, es evitar los efectos del incremento del paro: ampliación de la protección social –las prestaciones de desempleo–, formación y reciclaje de trabajadores en paro y los servicios públicos de empleo, y adoptar medidas complementarias de integración social de los inmigrantes. En el medio plazo la prioridad es “potenciar un modelo productivo que apueste por la innovación...” En sus documentos programáticos hay un desplazamiento del énfasis hacia el objetivo de la “modernización productiva” –similar al discurso del Gobierno–, dejando en una posición más subordinada los objetivos clásicos de las mejoras laborales, sociales y de empleo.
(4) La presión fiscal en España ha subido casi tres puntos en la pasada legislatura, desde el 33,9% de fin del año 2003 al 37,1%, estimado para fin de 2007. En el año 2005, último del que hay datos consolidados, la diferencia entre España (35,6%) y la UE-27 (39,6%) todavía era de cuatro puntos. Ese incremento se ha debido, fundamentalmente, al aumento de los ingresos por beneficios empresariales, transacciones de viviendas y mayor consumo, ya que los impuestos sobre el capital se han estancado desde 2004. En estos datos todavía no se ha reflejado la reducción de impuestos aplicada desde 2007, año en que también se percibe una moderación de los impuestos indirectos al consumo. No obstante, dada la distinta distribución de los impuestos, el incremento de esos tres puntos de la presión fiscal ha sido desigual: las comunidades autónomas han elevado sólo un 0,5% su porcentaje de financiación, y el resto del 2,5% ha sido para el Gobierno central, incluidas las cotizaciones sociales a la Seguridad Social.
(5) Las comunidades de Navarra y País Vasco se quedan al margen al regirse por el sistema de concierto económico.
(6) El sistema de Seguridad Social –pensiones– y el INEM –prestaciones de desempleo– dependen del Gobierno central. Los servicios sociales los gestionan, sobre todo, los ayuntamientos, a los que también el Gobierno plantea una reducción presupuestaria.
(7) La previsión gubernamental es que no crezcan los ingresos fiscales. El Gobierno mantiene el criterio de no aumentar los impuestos y pretende fijar el tope del 50% de los recursos públicos para financiar los gastos de las comunidades autónomas, que actualmente llegan al 57%. Así, el Gobierno y el Ministerio de Economía utilizan la metáfora de la “manta”: si tiras de la manta para taparte la cabeza dejas al descubierto los pies, o al revés.
(8) Hay coincidencia en que el criterio principal es el de población. Su peso actual es del 90%, pero varias comunidades autónomas (del PSOE y el PP) quieren reducirlo al 80%, para considerar otros criterios complementarios como el envejecimiento o la dispersión geográfica. La actual financiación, tras el acuerdo de 2001, se rige por el censo de 1999, que no valora el extraordinario aumento poblacional –sobre todo inmigrante– de zonas como Cataluña, Madrid o la Comunidad Valenciana, lo que ha generado un fuerte déficit de sus servicios públicos. Aquí hay que tener en cuenta que la redistribución básica y, por tanto, la solidaridad, se realiza entre individuos, no entre territorios, aunque haya desequilibrios y especificidades territoriales que atender.
(9) En el año 2005, último con datos disponibles, y según EUROSTAT, con metodología SEEPROS –que excluye el gasto educativo–, el gasto total en protección social en la UE-15 fue del 27,8% del PIB, en la UE-27 el 27,2% y en España el 20,6%. El gasto anual por habitante en España es de 3.165 euros, el 54,9% del de la UE -15 (5.765 euros) y el 67,6% del de la UE-27 (4.683 euros).
(10) Este impuesto supone 1.800 millones de euros y sólo lo paga una parte de los que tienen un alto patrimonio. La gran mayoría de ellos, a través de la ingeniería fiscal o financiera, consiguen eludirlo. Pero en vez de considerarlo “obsoleto”, tal como afirma el Gobierno, las medidas deberían ir en sentido contrario: tapar los agujeros y controlar el fraude por los que los grandes patrimonios pueden evadir su carga fiscal. Su impacto no es pequeño. Así, la medida aprobada de financiar 300.000 plazas de escuela infantil (hasta tres años) cuesta unos 250 millones de euros anuales. Con ese impuesto se podrían financiar más de dos millones de plazas infantiles.
(11) Hay medidas, como la “liberalización de servicios” o el apoyo a las inmobiliarias con la compra –cara– de suelo, con aspectos problemáticos y otras, como los créditos y avales a pymes, que tienen poco impacto. En su conjunto no constituyen un gasto público adicional significativo.
(12) Este discurso se ha visto empañado por dos compromisos regresivos del PSOE en la Unión Europea: el apoyo a la directiva que posibilita trabajar hasta 65 horas a la semana y a la del “retorno” y control de inmigrantes, contestada por los socialistas europeos.