Antonio Antón
Nuevo escenario tras la huelga general
17 de octubre de 2010.

Éxito de la huelga general

            La huelga general del 29 de septiembre ha sido un éxito en distintos planos: nivel de participación y apoyos sociales expresados, consolidación de la legitimidad de sus objetivos (contra la reforma laboral y el giro antisocial del Gobierno y por otra política socioeconómica). Junto con la reafirmación sindical de la voluntad de conseguirlos, se ha producido el cambio de una conciencia colectiva de impotencia y resignación y se ha generado una dinámica sociopolítica con capacidad de influencia sobre las medidas sociolaborales regresivas y el ajuste económico y productivo, condicionando el tipo de gestión de la crisis. Los poderes públicos y empresariales ya no pueden desconocer esa oposición popular y sindical, por mucho que intenten minimizarla. El sindicalismo, como representación de un amplio campo social, de unas propuestas diferentes, se refuerza como un agente social significativo a tener en cuenta frente a las presiones y tendencias por situarlo en la irrelevancia. En ese sentido, asume una nueva y gran responsabilidad en la gestión de esa capacidad relacional y expresiva alcanzada.

            Como se recordará, la reforma laboral tiene dos componentes especialmente regresivos: abarata y facilita el despido y permite al empresario incumplir los acuerdos colectivos alcanzados por los sindicatos. Es un profundo recorte de derechos sociolaborales y un fuerte desequilibrio en las relaciones laborales. En un contexto de 20% de paro y 25% de temporalidad, el blanco directo de ese retroceso es la otra mitad de la población trabajadora asalariada. La reforma impone mayor inseguridad e indefensión a los trabajadores y trabajadoras con contratos indefinidos, junto con menor capacidad contractual de los sindicatos y mayor poder empresarial. No obstante, esa alta precariedad laboral se consolida alejando a esos sectores más vulnerables de cualquier perspectiva de mejorar la estabilidad y calidad del empleo. A ello se añade una política económica y presupuestaria de reducción drástica del gasto público que prolonga la crisis económica, agrava la situación de paro e inseguridad laboral, debilita los servicios públicos y la protección social y no permite una creación sustancial de empleo.

            Este conflicto ha sido, fundamentalmente, defensivo: frenar el retroceso de los derechos sociolaborales y el desequilibrio en las relaciones laborales con mayor poder empresarial y marginación de los sindicatos. Pero es también una apuesta de futuro: cambio de la estrategia neoliberal y regresiva dominante, impedir nuevas agresiones, aumentar la capacidad de respuesta popular, reequilibrar las fuerzas sociales y conformar un nuevo escenario sociopolítico.

            Este proceso ha sido una dura pugna cultural sobre ideas claves y actitudes centrales en qué basar la sociedad: el tipo de democracia y participación popular, la importancia de los derechos socioeconómicos y laborales, las formas de representación de la ciudadanía e, incluso, valores éticos fundamentales, como la justicia social y la solidaridad. Lo que se ventila es la legitimidad social, los apoyos mayoritarios de la sociedad, entre dos opciones básicas: 1) la continuidad de un tipo de gestión de la crisis defendida por los ‘poderosos’ (mercados financieros, organizaciones empresariales e instituciones de la UE) que descarga sus principales costes en las clases trabajadoras y desfavorecidas, con el intento de anular cualquier resistencia popular relevante y recuperar la credibilidad social perdida de sus gestores institucionales; 2) la conformación de una mayoría popular que dice  “así, no” y exige un cambio de políticas, cuyo sentir ha estado representado por los sindicatos. No es sorprendente que dada la importancia de los posibles resultados inmediatos de este conflicto, condicionando las políticas y la legitimidad de sus gestores, y sus efectos a medio plazo, esta pugna sociopolítica y cultural haya sido especialmente virulenta, aunque con una gran desigualdad de poder y de medios: los sindicatos, apoyándose en la activación democrática de su base social y de la ciudadanía, y los poderosos, utilizando todos sus recursos políticos, económicos, mediáticos e institucionales, incluyendo la coacción jerárquica y empresarial.

            Por tanto, por un lado, los planes de ajuste fiscal y la reforma laboral generan unos efectos estructurales de mayor indefensión de las clases trabajadoras y mayor poder empresarial, y, por otro lado, la campaña propagandística antisindical pretende completar la marginación del sindicalismo y neutralizar la respuesta colectiva. Así, esos poderosos pretenden superar las dificultades de legitimidad expresadas por el amplio descontento popular y reducir la capacidad representativa y transformadora del sindicalismo para consolidar un escenario de impotencia e resignación social y dejar el camino libre a una salida conservadora y regresiva de la crisis económica.

            Estamos en una coyuntura crítica en varios campos (económico-laboral, modelo social y de relaciones laborales), con posibilidades de cambios estratégicos en las relaciones de fuerzas y de influencia más o menos significativa en el diseño de las políticas dominantes. Ello afecta a la consolidación, reajuste o crisis de las distintas fuerzas políticas y sociales, al futuro de la izquierda social y el sindicalismo. Y necesita una reflexión sobre los proyectos y propuestas alternativas y la reorientación de las estrategias sindicales.

            En definitiva, el proceso desencadenado por la huelga general es positivo y ha sido un éxito de participación, considerando el contexto y el poder de los adversarios. No constituye todavía una victoria plena, pero abre un nuevo escenario sociopolítico más favorable para impedir la involución social y promover la necesaria rectificación. La interpretación realista de su alcance y cómo quedan las posiciones y argumentos de los distintos campos sociales conformados es necesaria para analizar las tendencias y perspectivas, y sobre todo, para definir la estrategia adecuada en este nuevo ciclo. Esa reflexión atañe al conjunto de la izquierda social y, especialmente, por su capacidad representativa e influencia, a las direcciones sindicales que asumen una nueva responsabilidad, delegada por esa mayoría social, para gestionar en el periodo que se abre la confianza depositada en ellos.

Arraigo del sindicalismo y apoyos sociales  en el conflicto

            Para explicar el proceso de la huelga general del 29 de septiembre hay que valorar sus objetivos, las características de la movilización realizada, su legitimidad y el proceso sociopolítico desencadenado. Posteriormente, se evaluarán los resultados y efectos a corto y medio plazo. 

            Hemos definido los objetivos de esta movilización sindical y cívica de la forma siguiente. Su tarea inmediata era rechazar la reforma laboral y el plan de ajuste del gasto público, prevenir y modificar su aplicación, evitar otras medidas (pensiones...), expresar la oposición popular a este giro regresivo y antisocial, defender los derechos laborales y sociales y exigir un cambio de la política socioeconómica. Al mismo tiempo, tiene otro objetivo con la perspectiva a medio plazo: reforzar la legitimidad y consistencia del sindicalismo, la izquierda social y los sectores populares para promover una dinámica que asegure una salida progresista de la crisis, apueste por el cambio social, por un modelo socioeconómico y de empleo más justo y sostenible, y garantice un Estado de bienestar avanzado. El blanco directo han sido esas medidas del Gobierno socialista de Zapatero, gestor aventajado de la política impopular decidida por las instituciones europeas y exigida por los mercados financieros, los poderes económicos y empresariales y las derechas políticas. La entidad y la confluencia de esos adversarios constituyen un gran poder de coacción y comunicación al que se han enfrentado los sindicatos, apoyándose en su fuerza social y representativa y sin apenas apoyos institucionales.

            El conflicto ha generado un masivo proceso participativo y democrático. Hay que distinguir dos niveles. Primero, el compromiso activo a través de la huelga y la participación en las manifestaciones. Segundo, el apoyo más amplio a los objetivos de la movilización. Ambos son acumulativos. La interpretación no es que los que están con los sindicatos son sólo los huelguistas y el resto está con el Gobierno y los poderosos. La realidad es que la mayoría de la ciudadanía se opone a los planes gubernamentales (y de la derecha). Los objetivos sindicales tenían plena legitimidad y la acción del Gobierno y sus aliados no han contado con credibilidad social. El éxito o fracaso de los apoyos suscitados hay que interpretarlos por la amplitud y consistencia de los dos campos sociales fundamentales definidos ese día, y representados, por un lado, por los sindicatos, con amplia participación ciudadana y, por otro lado, por el Gobierno, compartiendo posiciones con las derechas y la patronal.

            Los datos de la participación huelguística no son completos. Hay una mayor visualización de la masiva presencia en las manifestaciones. Aquí se van a utilizar fuentes sindicales, informaciones periodísticas y encuestas de opinión mínimamente rigurosas. Las interpretaciones han sido diversas.

            La patronal y la derecha política y mediática enseguida han hablado de fracaso de la huelga: nula participación voluntaria y repercusión limitada a grupos minoritarios, debida a la acción violenta o coactiva de los piquetes. Es decir, han cuestionado su voluntariedad y los motivos para la inasistencia a los puestos de trabajo. Construyen una interpretación falsa con dos polos compactos y desiguales: por una parte, las instituciones económicas y políticas con toda la sociedad detrás y, por otra parte, unos sindicatos obsoletos y sin representatividad. Esa visión tergiversada y antisindical es utilizada como arma de propaganda para intentar reforzar su poder, reafirmar las políticas de ajuste, condicionar al Gobierno, eliminar cualquier atisbo de resistencia popular y destruir la credibilidad de los sindicatos. 

            El Gobierno y los sectores afines han reconocido sólo una parte de la realidad y han valorado el seguimiento como moderado o limitado. Dejan un margen para aceptar un pequeño impacto de la huelga. La conclusión fundamental es similar a la anterior: La gran mayoría de la sociedad apoya sus reformas, su cuestionamiento es minoritario y la representatividad de los sindicatos es escasa. Su sesgada interpretación pretende esconder la realidad de un serio y masivo cuestionamiento a su política; aceptarla le supondría comenzar con su rectificación y renunciar a su giro antisocial, cuestión sobre la que, de momento, Zapatero se reafirma. Su interés es neutralizar el descontento popular expresado, recuperarse del desgaste social producido por sus medidas y evitar la consolidación de los sindicatos y su exigencia de cambio, ofreciéndoles una posición subordinada y marginal a cambio de su corresponsabilidad con la aplicación de las reformas estructurales regresivas.

            Para una interpretación realista, veamos algunos datos de participación en el conflicto. Existen varios grados que reflejan la diversidad de la población asalariada y el conjunto de la ciudadanía, de sus características y los factores que les condicionan. Expresa la gran representatividad e influencia con las que cuentan los sindicatos, así como sus puntos fuertes y sus puntos débiles que merecen estudiarse.

            La primera información oficial de los sindicatos ha sido la de un seguimiento mayoritario del paro, situándolo en el 70% de los asalariados. De una población ocupada de 18,5 millones más de tres millones son empleadores y autónomos (no convocados formalmente a la huelga), con lo que la población asalariada es de unos 15 millones. Pero en torno a millón y medio no podían ejercer el derecho de huelga (la mayoría por pertenecer a los servicios mínimos acordados o impuestos, además de las fuerzas armadas y de seguridad). Es decir, según los sindicatos, de los 13,5 millones de asalariados convocados y con posibilidades de participar lo había hecho cerca de 10 millones. Es la primera valoración sindical, condicionada por ofrecer una imagen inmediata de éxito de la huelga a contraponer con las informaciones de la mayoría de fuerzas políticas y medios de comunicación de fracaso total o seguimiento escaso. La fuente sindical es el muestreo de los centros de trabajo grandes, de más de 250 trabajadores. No obstante, esa referencia, de más de dos tercios de paro, no se puede generalizar a todo el tejido productivo y de servicios, del que se tienen datos fragmentarios o de la observación directa.

            Existen varias encuestas de opinión realizadas antes del 29 de septiembre sobre la disponibilidad de la población para hacer la huelga. Aquí, se van a utilizar varias elaboradas por organismos afines al Gobierno, y de las que éste se ha servido para justificar sus posiciones intentando minusvalorar la influencia de los sindicatos; no son sospechosas de favoritismo sindical sino de lo contrario. Según el Barómetro de Metroscopia (publicado en el diario El País) los partidarios de hacer la huelga (sí, con toda seguridad y probablemente sí), se situaban entre el 27%, en julio, y el 22%, a primeros de septiembre, con la interpretación sesgada de que la participación iba a ser minoritaria e iba a la baja. Como se sabe a lo largo del mes de septiembre se generalizó, en los centros de trabajo, la explicación directa de los sindicatos de las razones de la huelga y aumentó la actitud favorable a la misma.

            En una encuesta realizada el 30 de septiembre (también de Metroscopia), ya con datos reales de participación en el paro, los resultados dan un 21% del conjunto de ocupados, es decir, cerca de 4 millones. Esos porcentajes están realizados sobre población ocupada. Ahora bien, si consideramos sólo la población asalariada y descontamos los trabajadores que no podían ejercer el derecho a la huelga (servicios mínimos y fuerzas de seguridad), el porcentaje se eleva al 29% del total de asalariados. Suponiendo una buena representatividad de esta encuesta (aunque ya se ha dicho que durante septiembre creció la voluntad de participar respecto a la encuesta anterior), y contando el margen de error del muestreo (situado en 4,5 puntos), esos datos reflejan la posibilidad de una participación de hasta un tercio de asalariados.

            También se pueden sacar unos resultados aproximados según la opción electoral (en las elecciones generales de 2008) de los huelguistas. La citada encuesta ofrece sólo datos de la participación en la huelga del electorado –ocupado- del PSOE (20%) y el PP (6%), que adecuada a la población asalariada aquí analizada sería el 28% y el 8%, respectivamente. Ahora bien, si consideramos un comportamiento del electorado de derechas nacionalistas (CIU-PNV-CC) y del UPyD, similar al del PP, junto con una distribución de los que se abstuvieron según la media del conjunto, tenemos que participaron en la huelga el 87% del electorado de los otros grupos de izquierda parlamentaria (IU-ICV-ERC-BNG). En términos absolutos, la orientación del voto pasado de los huelguistas, admitidos en esa encuesta, sería: 1,6 millones al PSOE, 0,5 millones a las derechas, 0,5 millones a las otras izquierdas y 1,3 millones a la abstención. Esa composición es claramente de izquierdas y expresa la ruptura de una parte relevante del electorado socialista enfrentado abiertamente a las medidas del Gobierno.

            Siguiendo con la última encuesta, el porcentaje de participación en alguna manifestación a favor de la huelga ha sido del 7% (con una distribución semejante a la de los huelguistas según su posición electoral). No obstante, para interpretar la dimensión de ese dato hay que considerar que está establecido sobre el total de la población de 18 años en adelante (más de 37 millones), con lo que el resultado sería de 2,6 millones de personas, superior incluso a la referencia dada por los sindicatos de 2 millones. Y en esta presencia en las manifestaciones hay que contar que una parte no han sido asalariados huelguistas, sino que han podido asistir otros trabajadores y trabajadoras con dificultades para participar en el paro, así como personas en paro o inactivas, particularmente estudiantes universitarios.

            Combinando esta interpretación de los datos de esas encuestas y los de fuentes sindicales directas, particularmente de CC.OO., se puede aventurar tres niveles de participación huelguística según tipo de centro de trabajo, composición sectorial y estatus socioeconómico, profesional y laboral.

            El primer nivel citado del 70% (más de dos tercios) es el de los grandes centros de trabajo, particularmente, del sector industrial, la construcción y el transporte. El impacto en ese bloque es relevante, por lo que representan de grado de concentración de asalariados, repercusión productiva, presencia en las grandes ciudades y articulación sindical. Incluso en una parte de ellos el paro ha sido prácticamente total. Corresponde a la típica clase trabajadora fordista (una parte joven), mayoritariamente de renta media-baja y baja, semi-cualificada o poco cualificada, alto grado de sindicalización y capacidad contractual, además de con una relativa seguridad en el empleo ahora amenazada.

            Un segundo nivel, intermedio, con una media de participación en el paro de un tercio (entre el 25% y el 40%), en el que se incluyen la mayoría de las pymes de la industria, muchas medianas y grandes empresas del sector privado de servicios, así como gran parte de la enseñanza pública (con un impacto mayor de la inactividad por la inasistencia de alumnos, en particular, universitarios). La composición básica de sus trabajadores (salvo la enseñanza pública, mayoritaria de funcionarios) es similar a la anterior, con un estatus socioeconómico y laboral medio-bajo y bajo, aunque con menor grado de sindicalización y mayor segmentación y precariedad laboral.

            Un tercer nivel, de participación minoritaria en el paro, con una media del 10%, en algunos casos ni siquiera el nivel de afiliación a los sindicatos de clase. Se incluyen dos tipos de sectores. Por un lado, el conjunto de las Administraciones Públicas -incluido sanidad- y el sector financiero, con una composición relevante de asalariados con estatus socio-profesional y de rentas de clase media, mentalidad individualista y confianza en su capital humano y sus relaciones con la jerarquía del poder; tienen estabilidad en el empleo y se consideran no implicados por el retroceso de los derechos laborales –despido- aunque han sufrido la agresión del recorte salarial, y con importante presencia de sindicatos corporativos (CSIF…) contrarios al paro. Por otro lado, la gran mayoría de pequeñas empresas del sector servicios (comercio, oficinas…), con mucha dispersión de centros de trabajo y fragmentación de condiciones laborales, y una gran parte de gente trabajadora precarizada, poco sindicalizada y sometida a fuerte control jerárquico y presión empresarial.

            Territorialmente, el mayor impacto se ha producido en los grandes polígonos y centros industriales, sobre todo en las grandes metrópolis (Madrid, Barcelona…), y el menor en las ciudades pequeñas y zonas con preponderancia del sector servicios (Canarias, Baleares…). A destacar una participación limitada en la Comunidad Autónoma Vasca, al no apoyar esta huelga la mayoría sindical nacionalista (que había convocado el 29 de junio).

            Además,  se puede destacar el impacto de una paralización no total pero sí significativa de la vida económica, visualizada por la poca utilización ciudadana de los servicios mínimos del transporte y la limitada asistencia a los servicios públicos (enseñanza, sanidad…) o a la actividad comercial y de ocio.

            Este proceso ha sido convocado y protagonizado por los dos sindicatos mayoritarios (CC.OO. y UGT), apoyado por otros sindicatos minoritarios de izquierda, y ha contado con un amplio respaldo del  mundo asociativo (1.600 asociaciones lo han hecho explícito), incluyendo significativos profesionales del espectáculo, la cultura y la universidad. La presencia juvenil ha sido significativa.

            En definitiva, la participación huelguística media se ha situado entre el 30% y el 40% (entre cuatro y cinco millones) de la población asalariada convocada (un nivel similar a la del año 2002). No obstante, existen desigualdades con tres bloques diferenciados según su cantidad: uno, con más de dos tercios; otro, intermedio, en torno a un tercio, y un tercero, con seguimiento mínimo. Todo ello requiere un estudio pormenorizado de los distintos factores que intervienen en cada caso y las lecciones particulares pertinentes.

Nuevo marco sociopolítico

            Para evaluar el apoyo a la huelga y sus objetivos no es suficiente contemplar los datos de participación directa en los paros o manifestaciones. Quedarse ahí, sin valorar la actitud del resto de la población hacia la huelga, puede dar pie a las interpretaciones dominantes en los medios de comunicación: la sociedad ha estado en contra de la huelga y los sindicatos, y apoya al Gobierno o bien a las derechas políticas, y la conclusión es la continuidad de la misma política socioeconómica regresiva. Nada más alejado de la realidad. Así, vamos a comentar otros datos sobre la justificación de la huelga y la valoración de los sindicatos y la clase política (Gobierno y el PP).

            Según ese mismo Barómetro del clima social de primeros de septiembre, el 58% del total de la población adulta (54% del electorado del PSOE) consideraba la huelga justificada frente al 34% que pensaba que no (51% y 43%, respectivamente en julio). La tendencia era de aumento de la justificación junto con la disminución de la no justificación (1). Por otra parte, seleccionando sólo la población asalariada tendríamos unos porcentajes cercanos a los dos tercios que consideran legítima la oposición sindical al retroceso de derechos sociolaborales.

            Por tanto, tenemos tres posiciones repartidas, aproximadamente, en tres tercios en la población asalariada: un tercio que hace la huelga y la considera justificada; otro tercio que no participa en los paros –algunos sí en las manifestaciones- pero que la considera también legítima, y otro tercio que no la justifica. Pero ese tercio intermedio apoya los objetivos de los sindicatos y se opone a la política del Gobierno; no tiene sentido la interpretación contraria, dominante en los medios de comunicación, de que la gran mayoría ciudadana apoya el recorte de derechos sociolaborales y deposita su confianza en Zapatero o que considera obsoletos a los sindicatos.

            Esa valoración queda más clara si se complementa con otros resultados de la misma encuesta publicada en El País: el 75% rechaza la gestión de Zapatero y el 84% dice que no confía en él (72% y 84%, respectivamente, en el caso de Rajoy), y sólo la aprueba el 22% habiendo disminuido durante septiembre 9 puntos, o sea, una reducción de casi un tercio de sus ya limitados apoyos anteriores (31%).

            Igualmente, según el último Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas –CIS- (estudio 2843 de julio, 2010), organismo dependiente del propio Gobierno, la valoración de la gestión del Gobierno es la siguiente: Buena o Muy buena, 7,8%; Regular, 34,7%, y Mala y Muy mala, el 55% (datos similares a los que tiene el PP).

            Por tanto, la gestión del Gobierno de su actual política de reformas ‘estructurales’, su giro antisocial, lo aprueba sólo una minoría (entre el 7% y el 22%) de la población, mientras tres cuartas partes la rechaza explícitamente. Además, según también el CIS (estudio 2844 de septiembre, 2010, en el que no aparece la pregunta del estudio anterior sobre la valoración del Gobierno y habiendo mediado la dimisión-cese de su directora general) ante la pregunta de cuál es el principal problema en España (y el segundo y el tercero), y acumuladas las respuestas, los resultados son: 78% el paro, 48% los problemas de índole económica… y, en tercer lugar y a mucha distancia de cualquier otro problema, aparece el Gobierno, la clase política y los políticos, con el 25%. No sólo se incrementa la desconfianza popular en ellos, perdiendo su legitimidad para aportar soluciones; es que, además, una cuarta parte de la ciudadanía los ve como problema para, precisamente, encarar los grandes problemas socioeconómicos percibidos por la mayoría de la población.

            En resumen, se ha producido un fuerte descontento y oposición social frente a las políticas socioeconómicas y laborales regresivas aplicadas por el Gobierno de Zapatero, y que han contado con el aval y la exigencia de más dureza de las organizaciones empresariales y las derechas políticas. Es una advertencia seria ciudadana de que ‘así, no’, que es necesaria una rectificación y un cambio de orientación de la política gubernamental. La participación popular ha sido un éxito, pero la huelga todavía no ha constituido una victoria plena. Se ha logrado empatar el partido cuando se llevaba una gran desventaja –lo que produce lógica satisfacción-: el contrario, más poderoso, nos había metido ya un par de goles –ajuste y reforma laboral-; además, había cambiado unilateralmente las reglas del juego, la ruptura del sistema de diálogo social, imponiendo su política regresiva; la situación era extremadamente defensiva, el riesgo era de perder por goleada, y el contraataque democrático ha sido fructífero. De momento, no se ha conseguido echar para atrás la reforma laboral, pero se han generado las capacidades para frenar su aplicación, porfiar en su retirada, impedir nuevas agresiones y promover la rectificación y el cambio de la política económica y socio-laboral. Siguiendo con el símil futbolístico, se ha evitado que termine el partido, con la impotencia y la resignación de sufrir una gran derrota; el partido sigue, es difícil la victoria, pero ya no es inevitable perderlo… y, sobre todo, el equipo del sindicalismo está mejor colocado para disputar la liga que todavía queda.

            Se ha generado una profunda disociación entre, por un lado, la mayoría de la ciudadanía y, específicamente, de unos dos tercios de las clases populares (con dos niveles de intensidad en su participación y convencimiento), representada por los sindicatos y, por otro lado, los poderes económicos e institucionales, con el sistema de gestión empresarial y política y una mayoría parlamentaria que, esta vez, sólo ha reflejado la opinión minoritaria de la sociedad. Por supuesto, existen zonas intermedias, distanciamiento a ambos contendientes y ambivalencia de afinidades o lealtades. Pero en este proceso se han configurado esos dos polos contrapuestos en torno a ese cambio de rumbo de la política del Gobierno.

            La subordinación gubernamental a los intereses de los poderosos, de los mercados financieros, tradicionalmente representados por la derecha, y la asunción acrítica de los planes dictados por la UE, de hegemonía conservadora, han profundizado el descrédito y la deslegitimación de la mayoría de la clase política. Dicho de otro modo, por un lado, los objetivos de la huelga general han conseguido una gran legitimidad y, por otro lado, la gestión del Gobierno cuenta con un gran aislamiento social y se ha reducido significativamente la credibilidad popular de la clase política mayoritaria, defensora de las políticas de ajuste y austeridad. A pesar de la fuerte apuesta institucional por la inseguridad y subordinación de las clases trabajadoras y la marginación del sindicalismo, éste ha tenido capacidad de reacción y ha conseguido el respaldo de la mayoría de la sociedad.

            Esa nueva realidad sigue estando sujeta a diversas interpretaciones o tergiversaciones, la mayoría para evitar su reconocimiento y las consecuencias políticas. Hay una pugna cultural desatada para la reafirmación o no de los distintos campos sociales en presencia. Particularmente, aparece un nuevo hecho social, denostado por los poderosos: el despliegue de una izquierda social amplia y diferenciada del poder económico y político, junto con la legitimidad del nuevo papel de representación sociopolítica de los sindicatos, que adquieren una mayor responsabilidad ante la ciudadanía. Ha emergido un nuevo escenario sociopolítico, un nuevo reequilibrio de las fuerzas sociales que hay que caracterizar y valorar en el espacio público. Por tanto, hay que explicar el sentido, el alcance y las consecuencias de este conflicto, así como su contexto social e histórico.

Configuración de dos campos sociales

            El conflicto social desencadenado por esta huelga general afecta a toda la sociedad y ha configurado amplios campos sociales, no totalmente consistentes y homogéneos. Ha cuestionado las medidas sociolaborales regresivas y abierto un nuevo escenario en la pugna por la continuidad o la rectificación de las políticas socioeconómicas dominantes definidas por el Gobierno de Zapatero, exigidas por los mercados financieros y las instituciones europeas y amparadas por las derechas y el empresariado. Tras constatar el amplio nivel de participación popular y la legitimidad de las propuestas sindicales se analizan las diferentes dimensiones del conflicto.

            La huelga general, no sólo la participación huelguística sino la conformación de la legitimidad y los apoyos sociales expresados en todo el proceso, constituye un medio para conseguir un fin, unos objetivos. Los resultados se evalúan por el grado de avance respecto a esos objetivos reivindicativos, por la dinámica generada. Ese medio democrático es el más difícil y complejo de las sociedades modernas, pero es el último recurso efectivo y defensivo, amparado en la Constitución, de las clases trabajadoras para reequilibrar una desigualdad previa de poder o de imposición de medidas lesivas para esa mayoría social o el conjunto de la ciudadanía.

            La ‘eficacia’ de esa acción sindical se mide por una doble dimensión. Primera, la dimensión sustantiva: la influencia ejercida a corto y medio plazo, el condicionamiento o modificación de medidas regresivas, la conquista de mejores condiciones y derechos sociolaborales y los cambios sociales promovidos. Segunda, la dimensión social: procesos de ‘pertenencia’ o identificación de sus bases sociales y la sociedad, el papel sociopolítico, los vínculos sociales y liderazgos, en el plano cualitativo –grado de representatividad, articulación y cohesión de sus bases sociales, capacidad contractual- y en el plano cuantitativo –afiliación, recursos, estructura-. Por tanto, este componente ‘expresivo’ es fundamental: el cambio de la conciencia social, con el incremento de la representatividad y capacidad transformadora del sindicalismo, constituye una condición para el cambio social y de las condiciones económicas y sociolaborales. Su ‘utilidad’ se manifiesta en que es una fuerza real, operativa y condicionante, aunque el éxito no sea inmediato. Ahora bien, para medir el resultado en términos de cambio, rectificación o conquista hay que evaluar el poder del contrario.

            En este sentido, por una parte, el bloque de los poderosos actuales –Gobierno y derecha política y económica, respaldados por instancias internacionales-, representan, aun con diferencias internas, el mayor poder económico, político e institucional de toda la historia democrática; pero, por otra parte, si vemos la sociedad, esos poderes, pese a su prepotencia y amparo legal, cuentan con escasa legitimidad, credibilidad y confianza ciudadana. Al mismo tiempo, los sindicatos han sido capaces de representar una mayoría social, y están en disposición de frenar el giro antisocial y condicionar las políticas socioeconómicas y laborales. Y, más significativo, dependiendo de su voluntad y su estrategia, pueden generar un nuevo factor sociopolítico de reafirmación democrática, garantía de derechos e impulso de un cambio de modelo económico y social, una reforma social progresista y avanzada.

            Este importante aspecto ha suscitado una profunda campaña ideológica,  cultural y sociopolítica para debilitar, esconder o desacreditar esos nuevos componentes democráticos, esa tendencia social emergente representada por los sindicatos y enfrentada al poder establecido. Su objetivo es doble. Por un lado, infravalorar la oposición ciudadana y desactivar la resistencia sindical a las medidas impopulares, junto con la neutralización de la demostrada capacidad representativa del sindicalismo y la configuración de una fortalecida izquierda social autónoma del poder económico, el Gobierno y el partido socialista. Por otro lado, minusvalorar el conflicto, desprestigiarlo, olvidarlo en el plano mediático para pasar página, continuar o profundizar la misma política regresiva e intentar su justificación. La campaña ha sido amplia, continuada y profunda. La crítica a sus fundamentos, el desarrollo de la pugna cultural, es central para la izquierda social, la configuración del nuevo escenario sociopolítico y la definición de las prioridades sindicales. Veamos los dos tipos de mensajes y argumentos: uno, de la derecha, frontal y burdo; otro, de sectores pro-gubernamentales, más complejo y sutil pero no menos efectivo.

            La derecha política, económica y mediática ha desatado una ruda ofensiva antisindical señalando el completo fracaso de la huelga, la nula representatividad de los sindicatos e, incluso, ha insistido en sus medios violentos –piquetes- o su corrupción. Su interés de fondo es anular cualquier atisbo de crítica u oposición popular a una política dominante que comparten, pretenden llevar más allá y esperan gestionar mañana. Es intentar barrer una dificultad sustantiva para sus designios de gestión neoliberal de la crisis y conformar una salida económica regresiva, con total hegemonía cultural y política de derechas. Denota su profundo carácter autoritario y la función propagandista de esa campaña para cohesionar a su mundo conservador.

            Desde ámbitos gubernamentales o afines, los mensajes no han sido de apariencia tan agresiva, pero sí perseguían una similar finalidad de desactivar la presión sindical y ciudadana por el cambio de su política. Han constatado la importante participación popular en este proceso movilizador. Eso ha llevado al Gobierno a aceptar un acuerdo razonable sobre servicios mínimos, destacando la normalidad cívica del ejercicio del derecho de huelga. No obstante, no han reconocido la realidad de su masividad y la amplitud de sus apoyos mayoritarios, así como tampoco han valorado la falta de credibilidad de su gestión. Su conclusión, de momento, es la continuidad de su política, el no a la rectificación, y la desconsideración de la expresión popular y sindical. Veamos sus principales argumentos. Afectan a dos aspectos o dimensiones fundamentales de este conflicto social: influencia sustantiva para la rectificación de la política socioeconómica; profundo proceso democrático y representatividad de un sindicalismo reivindicativo.

Empecinamiento del Gobierno y desconsideración hacia los sindicatos

            Primero, se analiza la capacidad de la huelga general –con el correspondiente proceso de participación y legitimación popular a sus objetivos- para influir y condicionar la política gubernamental. Una vez reconocido al menos un ‘seguimiento moderado’ (y voluntario), los medios pro-gubernamentales han insistido en la misma idea previa: su inutilidad, su ineficacia, para conseguir resultados efectivos, incluso su carácter obsoleto como mecanismo de cambio. Si antes del 29-S divulgaban esa idea para quitarle sentido operativo y desactivar los apoyos, después pretenden diluirlos y generar frustración. Así, hablan de fracaso reivindicativo, ‘anacronismo’ o carácter obsoleto de esa acción sindical, abundando en la idea de la imposibilidad de conseguir los objetivos propuestos, de ‘callejón sin salida’. No sin cierto cinismo aluden a elementos reales: la fortaleza del adversario, su inmenso poder económico e institucional, así como la fragmentación laboral de las clases trabajadoras. Sin embargo, rechazan otros componentes que relativizan lo anterior: la impopularidad de sus políticas, la deslegitimación de los poderosos, la importancia de la conciencia popular de justicia social, la representatividad de los sindicatos. Se refieren a economías avanzadas, reguladas y con fuertes derechos laborales, sociales y sindicales conquistados, muchas veces, con fuertes conflictos sociales en décadas pasadas en los que no es tan necesario este último recurso de la huelga general, para concluir que este instrumento no tiene futuro ni sentido en las sociedades (post)modernas. Pero no contemplan que, precisamente, en este nuevo ciclo regresivo en toda Europa, con una profunda reestructuración del Estado de bienestar y el deterioro de las condiciones sociolaborales, es más necesaria la firmeza y la generalización de la respuesta sindical, como afirma la Confederación Europea de Sindicatos –CES-. Y así ha ocurrido en países que no son periféricos como Francia e Italia.

            La conclusión es evidente, la única opción ofrecida a la sociedad es la aceptación de los planes de ajuste y austeridad, el desequilibrio de las relaciones laborales, la salida regresiva a la crisis económica, el debilitamiento del sindicalismo y la izquierda social, la asunción ciudadana de la resignación. Y si se acata esa dinámica y los sindicatos se hacen corresponsables de esa gestión, legitimándola, se aluda a una vaga promesa de evitar alguna medida secundaria especialmente impopular y admitir un papel periférico para los sindicalistas. La oferta gubernamental (y patronal) de diálogo y negociación no es seria. Ratifican su línea de reformas regresivas, su giro antisocial, y solicitan de los sindicatos que colaboren en su aplicación. Es otro gesto mediático para eludir la demanda mayoritaria de que ‘así, no’, se rectifique y se negocie una salida equilibrada y justa, partiendo del reconocimiento de los interlocutores sindicales y las demandas de la huelga. Pero esa opción ha sido la que el Gobierno ha ido cerrando con el candado definitivo del ajuste del gasto público, en mayo, y la reforma laboral, en junio. Y la prueba del algodón es la rectificación gubernamental, al menos en tres aspectos cruciales: anular la reforma laboral restituyendo los derechos sociolaborales y sindicales; retirar la propuesta de reforma de las pensiones con la prolongación de la edad de jubilación a los 67 años, así como la amenaza de unas reformas regresivas de la negociación colectiva y las prestaciones de desempleo; cambiar la política económica basada en la reducción drástica del gasto público, incluido las medidas restrictivas de los presupuestos generales, y adoptar otra política para la reactivación de la economía, con la fiscalidad necesaria, el incremento del empleo y la protección de las personas desempleadas.

            Los primeros indicios confirman la tozudez de Zapatero en la reafirmación de su política. Llega incluso a justificar la reforma laboral dando la vuelta al argumento: como el mercado de trabajo está muy mal (paro, temporalidad), más necesaria es esta reforma laboral. Ese argumento no tiene credibilidad, pero le sirve para intentar eludir su responsabilidad en las consecuencias de este mercado laboral y aprovechar para profundizar en su empeoramiento, tal como reclaman los empresarios. Es una demostración de la pérdida de hacer pié en la realidad de la sociedad. Es un agarre en la creencia de la construcción mediática de la conciencia popular, frente a la realidad machacona y percibida del deterioro de las condiciones materiales y el retroceso de derechos. Es una sobrevaloración de la capacidad de control de los medios de comunicación frente a los ‘hechos’ palpables por la ciudadanía y sus efectos prácticos. Expresa una tendencia autoritaria, de desapego de la ciudadanía y distanciamiento de la realidad social. Su intransigencia ante la demanda de cambio profundiza y alarga su pérdida de credibilidad popular. Para el propio partido socialista supone el riesgo de mayor aislamiento y desafección social. Eludir sus responsabilidades y negarse a rectificar, le impide al Gobierno ganar legitimidad y recuperar parte de su base social y electoral. Es acertada la figura simbólica de que se encamina al suicidio político. No obstante, prefiere aferrarse a sus compromisos con los poderes económicos –estatales e internacionales- y las instituciones europeas controladas por la derecha. Valora más el beneplácito de los poderosos, aunque no consiga concesiones de su representación política directa (PP, CIU) y organizaciones patronales, ni tampoco recuperar electorado centrista.

            El Gobierno, por tanto, está sometido a una doble dinámica. Por un lado, la presión de los poderosos, con todas las constricciones económicas e institucionales, con los que ha decidido compartir y gestionar su política y su proyecto. Por otro lado, el amplio y profundo descontento popular que la huelga general ha permitido cristalizar en presión sociopolítica para el cambio. No hay empate, existe un equilibrio muy inestable. Llegar hasta ahí ha supuesto mucho esfuerzo de los sindicatos, demostrar su capacidad movilizadora y poner (casi) toda la carne en el asador, y no ha sido fácil. Esta nueva situación no era querida por el Gobierno (y menos por las derechas) que confiaba en encontrar una menor oposición social o bien blindarse del desgaste social a través de un pacto de estado con la derecha y la patronal, de un bloque más compacto frente a la previsible reacción ciudadana y sindical. Se ha producido un reequilibrio de la relación desventajosa impuesta por la ruptura gubernamental de sus compromisos sociales y por su giro antisocial. El Gobierno no quiere reconocer la nueva realidad, y sólo la tolera en parte y a regañadientes. Este nuevo equilibrio es muy frágil; el primer bloque del poder sigue utilizando toda su maquinaria institucional y económica para, una vez encajada esta demostración de fuerza cívica, continuar con la misma política. La cuestión es que no pueden cambiar la profunda conciencia social de descontento ante esta situación y esas medidas, la falta de confianza de la sociedad en sus gestores, la ausencia de legitimidad del Gobierno, ni tampoco, por mucho que lo están intentando, destruir la capacidad representativa del sindicalismo. Por tanto, persisten las dos tendencias básicas en pugna por reconducir las políticas socioeconómicas y laborales y fortalecer la legitimidad de sus representantes respectivos.

La influencia comparada de la huelga general

            Estamos en una coyuntura crítica con rasgos particulares y diferentes a los de otros momentos clave de la historia democrática. Para explicar sus rasgos específicos respecto de la participación, el contexto, los resultados sustantivos y sindicales y su significado sociopolítico, se puede comparar este conflicto con las otras huelgas generales (analizadas en profundidad en otra parte) (2). Dejando aparte los dos paros generales de jornada parcial (año 1978, de una hora, contra el paro, y año 1992, de media jornada, contra el recorte de las prestaciones de desempleo), tenemos cuatro: 20 de junio de 1985,  14 de diciembre de 1988, 27 de enero de 1994 y 20 de junio de 2002. Las tres primeras contra el Gobierno socialista de Felipe González y la cuarta contra el Gobierno del Partido Popular de Aznar.

            Como se sabe, la huelga general del 14-D-88 fue un paro total, con una paralización completa de la actividad productiva y económica. Constituyó un total éxito de participación, la cima de la capacidad movilizadora y de liderazgo social del sindicalismo, y reflejo del gran aislamiento ciudadano del Gobierno socialista en ese momento. Consiguió echar atrás el llamado contrato basura para los jóvenes (desencadenante del conflicto). Tras más de un año de negociaciones y tras unas elecciones generales, con victoria socialista, el Gobierno instrumentalizó esa nueva legitimidad electoral para enfrentarla a la legitimidad social conseguida por los sindicatos y no cambiar de política. Así, se alcanzaron unos avances significativos en materia de protección social (pensiones mínimas), pero no se consiguió revertir la amplia temporalidad que se estaba consolidando y que se iba generando desde la reforma laboral de 1984, con un modelo de mercado de trabajo con alta precariedad laboral. Los resultados más cualitativos estuvieron en la dimensión social: configuración de una amplia izquierda social, consolidación de la representatividad y unidad de los sindicatos y su reconocimiento institucional; expresión de las ansias y propuestas de giro social del conjunto de la política socioeconómica del Gobierno, tras años de crisis económica y reconversión industrial y con el inicio de una etapa de –limitado- crecimiento económico y expansión del empleo; además, tuvo un impacto relativo en el plano electoral (debilitamiento progresivo del PSOE y fundación y ascenso de IU).  

            Las otras tres huelgas generales no tuvieron esa participación total pero consiguieron un seguimiento masivo, particularmente en los grandes centros industriales y urbanos y un impacto general en las dinámicas laborales y sociopolíticas. En ese sentido, fueron un éxito. Pero cada una de las tres es diferente, en la doble dimensión, reivindicativa y expresiva.

            La huelga del año 1985 –no apoyada por UGT, aunque también estaba en desacuerdo con la medida del Gobierno- no consiguió su objetivo más inmediato: revertir le reforma del sistema de pensiones, con el alargamiento de la base de cómputo que suponía un recorte en torno al 8%. No obstante, abrió una etapa de impulso reivindicativo general en la negociación colectiva y de freno a las políticas de ajuste que culminaron en la exigencia del giro social. Pero, sobre todo, fue un éxito en sus efectos sociales y sindicales. Constituyó la quiebra del proyecto de consolidar un modelo sindical y de relaciones laborales con hegemonía del sindicalismo moderado de una UGT dependiente del Gobierno socialista y empeñada en pactos sociales de congelación salarial, y excluyente del sindicalismo más reivindicativo de CCOO. Se reafirmó la autonomía sindical y la unidad de acción, reforzando la capacidad transformadora y sociopolítica del sindicalismo que culminó en el 14-D-88. Su base más activa era una generación curtida en los años setenta (anti-franquismo y transición política), en una dura reconversión industrial con agudos conflictos, y en un significativo peso de otros movimientos sociales, particularmente, el anti-Otan. Todo ello configuró un nuevo ciclo sociopolítico y sindical que duró una década.

            La huelga general del año 1994, en un contexto de aguda crisis económica y del empleo, tampoco consiguió evitar la aprobación de la regresiva reforma laboral. Supuso una relativa impotencia para impedir su aplicación en un marco de altas tasas de paro y temporalidad, y demostraba los límites de la capacidad transformadora de los sindicatos. No obstante, gracias a ella, el sindicalismo mantuvo una credibilidad y unos apoyos sociales relevantes, hubo un progresivo incremento de su afiliación y su mediación con trabajadores y trabajadoras a través de una amplia red de representantes en la base (generalizándose las elecciones sindicales), con la consolidación de sus estructuras intermedias, y un reconocimiento y participación institucional. Era el final de una etapa y la transición a otra que coincidió con el periodo más prolongado de crecimiento económico y creación de empleo y presidido por la estrategia del diálogo social, dominante desde entonces.

            La excepción en esa etapa (1996-2007) de expansión del empleo y relativo equilibrio en las relaciones laborales fue el intento de imposición por parte del Gobierno del PP de una reforma laboral que abarataba el despido –salarios de tramitación- y reducía la protección a las personas paradas con una dinámica de ruptura del modelo de relaciones laborales, marginando a los sindicatos. La huelga general del año 2002, de similar participación popular a la anterior, sí alcanzó gran parte de su objetivo inmediato -la retirada de la mayor parte de la reforma-, aunque tardó unos meses tras nuevas movilizaciones. En ese sentido, tuvo la mayor eficacia inmediata. Además, frenó esa dinámica de involución social y autoritarismo del PP y permitió la continuidad del equilibrio anterior, restableciendo el diálogo social como mecanismo de veto a imposiciones unilaterales de medidas particularmente regresivas. También colaboró –junto con las grandes movilizaciones contra la participación española en la guerra de Irak- al descrédito de esas políticas del PP y al cambio de Gobierno en el año 2004, con el que se consolidó el diálogo social. Esa etapa concluye con la crisis económica, el giro antisocial del Gobierno socialista y la ruptura del sistema de concertación. El riesgo es el cuestionamiento de conquistas sociales de estas décadas, con imposición de un fuerte retroceso de los derechos sociolaborales, marginación del sindicalismo y desequilibrio en las relaciones laborales.

            Por tanto, todas las huelgas generales han tenido un impacto positivo, en unos casos más en los objetivos reivindicativos inmediatos y en otros en la dimensión social o sociopolítica y su repercusión a medio plazo. Si no se hubieran hecho habría sido mucho más pronunciado el retroceso laboral y, sobre todo, la debilidad representativa y articuladora del sindicalismo. A su vez, ese componente ha sido sustancial para frenar intentos agresivos, mantener ciertos derechos y condiciones sociolaborales y conseguir algunas mejoras. En perspectiva histórica, se puede decir que la izquierda social y política en España y, especialmente, el movimiento sindical, no han conseguido superar un mercado de trabajo frágil (con altas tasas de paro y temporalidad) y un Estado de bienestar limitado con importantes déficit en los derechos sociales y laborales. En ese sentido, no se ha llegado a una moderna democracia social y económica, con una fuerte capacidad reguladora de los sindicatos. Pero, por otro lado, ha sido esa izquierda social con un papel relevante de la acción de los sindicatos, quien ha aportado su influencia sustantiva como freno a las políticas socioeconómicas más regresivas, dominantes en muchas etapas de nuestra historia democrática, y alcanzado una relativa mejora de la capacidad adquisitiva y la seguridad  laboral y social de la población (3).

Dimensiones transformadoras y sociopolíticas del conflicto social

            ¿Qué efectos puede tener el proceso de la huelga general y el conflicto social creado en esos dos aspectos fundamentales, externos e internos, a corto y medio plazo?

            En primer lugar, veamos algunos rasgos específicos de este contexto: Primero, el poder del bloque adversario, de los ‘poderosos’, es impresionante, el mayor de estas décadas, por sus apoyos y condicionamientos internacionales y la acumulación de poder empresarial y su capacidad coactiva y de control (desde la deslocalización y descentralización productiva hasta a través de la precariedad laboral y la inseguridad del empleo). Segundo, ese poder no es absoluto; tiene un punto clave muy frágil, un factor mucho más profundo que en otras épocas: escasa legitimidad popular de la élite política y gubernamental (y económica: patronal y mercados financieros). Se ha producido por su responsabilidad –activa o pasiva- en la generación de la crisis económica, con el alto paro, las brechas sociales y la inseguridad laboral, y por su gestión institucional a través de su actual política socioeconómica regresiva. Tercero, existe una limitada capacidad transformadora y alternativa de las fuerzas de izquierda; por un lado, por la tendencia -dominante hasta ahora- del partido socialista que ha aparecido como gestor y corresponsable de las políticas económicas liberales, y, por otro lado, por una dispersión, debilidad o desorientación del resto de la izquierda política y otros grupos y movimientos sociales críticos o alternativos, así como por una base social con gran fragmentación sociolaboral. Cuarto, los sindicatos, en una situación compleja, difícil y defensiva, y aun con diferentes inercias, han demostrado una importante capacidad representativa y una voluntad movilizadora, aspecto sociopolítico que ha desconcertado al poder establecido, que arremete con furia contra él. Quinto, el contexto internacional es desfavorable para el cambio social y completamente distinto al conocido tras la crisis del año 1929 que culminó tras la II Guerra mundial en el establecimiento de las políticas keynesianas y el Estado de bienestar.

            En segundo lugar, en el marco político más inmediato tenemos la ratificación del Gobierno de la continuidad de sus reformas antisociales. Aunque las organizaciones empresariales y la derecha política le nieguen la colaboración para la gestión política de esas medidas, su presión principal va hacia su sostenimiento y endurecimiento. Y cuenta con mayoría parlamentaria (con PNV y CC), limitada pero legalmente suficiente, para proseguir la línea restrictiva: aplicación total de la reforma laboral, Presupuestos generales restrictivos, recorte de las pensiones. Está condicionado por la asunción acrítica de la representación de los intereses del poder económico y la aceptación del mandato de la UE. Parece que asume la prolongación de su desgaste social y electoral a corto plazo y confía a medio plazo (elecciones generales del año 2012) en que los efectos de esas reformas y el marco internacional de relativa recuperación económica sean positivos para el empleo y le permitan recuperar la legitimidad perdida. Craso error, que le puede costar al partido socialista el desalojo del poder gubernamental y afrontar una fuerte crisis en su interior.

            Pero incluso, sin un cambio sustancial de su política, tiene algún margen para aprobar determinadas medidas que, además, tuvieran un impacto simbólico, suavizasen el descontento popular y permitiesen un menor alejamiento de las bases y direcciones sindicales. Por ejemplo, la retirada de la congelación de las pensiones (que hasta apoya todo el Parlamento incluido el PP y CIU) o una reforma fiscal más progresiva (con mayores impuestos a las clases altas y al patrimonio, que redujo hace poco). De momento, ni eso. Su componente expresivo va en la dirección contraria: demostrar a los mercados financieros su firmeza y su ‘responsabilidad’ en la mano dura, garantizarles las condiciones para sus negocios presentes y futuros, insistir en que la huelga general no tiene ningún impacto transformador y tiene el control social. En ese sentido, parece improbable su reconsideración de la reforma laboral. No obstante, durante los próximos meses, su aplicación incrementa la inseguridad laboral y las medidas restrictivas del gasto público mantienen y agravan la situación del paro; por tanto, va a continuar el descontento popular y el distanciamiento sindical.

            La siguiente prueba del algodón para comprobar la posibilidad de una relativa desactivación del conflicto es la retirada de la prolongación de la edad de jubilación a los 67 años, aun manteniendo los demás componentes de recorte de las pensiones. El impacto de esa medida ya no es sobre el gasto público inmediato, aspecto central para la UE y los mercados de deuda pública. El Gobierno podría encontrar pretextos para su reconsideración en la ausencia de consenso político o social y aplazar su aprobación para después de las elecciones generales. No obstante, de momento también mantiene su propuesta, atendiendo a la solicitud de su ‘firmeza’ política ante sus socios europeos y los negocios de los fondos privados de pensiones. Su mantenimiento y aprobación agudizaría otra vez el conflicto social el invierno próximo.

            El tercer elemento es la evidencia no sólo de la disminución de sus expectativas electorales, manifestada en diversas encuestas de opinión, sino del retroceso político real en las elecciones autonómicas (incluidas las catalanas) y municipales, previstas para la primavera. Ya empieza la alarma en las filas del partido socialista ante la previsible pérdida de poder institucional. Acumulado a los malestares anteriores, ¿será suficiente para que rectifique Zapatero? De momento los debates internos se quedan en la conveniencia del marketing electoral, en si la marca del liderazgo de Zapatero está agotada o es contraproducente para los intereses del partido socialista, y si hay que cambiarla (junto con su equipo) y cuándo. Pero no se plantea todavía y claramente la necesidad de una rectificación a fondo de su política socioeconómica que es lo sustantivo. Para ello deberían crecer los sectores más críticos y de izquierda del interior del partido socialista y el grupo parlamentario (hasta ahora han expresado críticas a la reforma laboral sólo cuatro diputados). Su capacidad de renovación interna, de conformar un nuevo equipo dirigente que cambie de rumbo, parece limitada. Incluso hay presiones de los sectores más liberales para, cambiando los líderes, reafirmar la contundencia de su política económica y laboral.

            El laborismo británico y la socialdemocracia alemana, los más significativamente comprometidos con el giro al centro de sus políticas, han tenido que perder el Gobierno y pasar a la oposición para iniciar cierta renovación y un ligero giro hacia la izquierda. ¿El previsible batacazo en las elecciones autonómicas y municipales, con la pérdida de poder institucional, le podrá servir al PSOE de última lección para reorientar su política y cambiar de liderazgo, para intentar no perder estrepitosamente las elecciones generales y el poder gubernamental? ¿Será el momento de la rectificación? Previamente, la desecha, confiando en que el descenso no sea muy pronunciado y buscando una nueva legitimidad electoral para relativizar la oposición sindical a su política, ampliamente respaldada por la ciudadanía. Es la experiencia del Gobierno de Felipe González, en el año 1989, que no dejan de recordarle a Zapatero, sin considerar las diferencias sustanciales: ahora los efectos de la crisis son más pronunciados y duraderos y el giro antisocial ha sido más brusco y profundo; también tiene una fuerte oposición social por la izquierda pero, además, existe una de derecha más potente y unificada y es difícil que gane más electorado centrista. Confía el partido socialista en que, frente a las distintas encuestas de opinión, no va a perder mucho electorado y que, incluso, con distintos encajes podría conservar similar poder local, regional y estatal. Y, así, espera hacer frente con una legitimidad electoral renovada a la oposición sindical, reafirmado su política socioeconómica con sus mismos compromisos económicos e institucionales. Esa ilusión, alimentada mediáticamente por su entorno y temida y combatida por la derecha, también le impide rectificar.

            Por tanto, quizá, sólo con la repercusión electoral y el retroceso institucional encima de la mesa, retomará el Gobierno de Zapatero la reflexión sobre la posibilidad de su rectificación. La reafirmación en su ‘responsabilidad’ ante los mercados financieros y las instituciones europeas, y no ante la sociedad, puede ser el último intento de justificar la continuidad de sus políticas. Pero si la reactivación económica y del empleo no es relevante, cosa bastante probable en este escaso periodo de tiempo hasta el año 2012, la ausencia de cambio de rumbo no le va a permitir ganar credibilidad para conseguir la confianza popular. ¿Tendrá que pasar el partido socialista por la derrota electoral en las elecciones generales y el desalojo del poder gubernamental para que pueda tomar nota de sus errores, reconocer esa realidad democrática e iniciar una auténtica renovación en su seno, ya más distanciado de sus compromisos con los poderes económicos?. La inquietud por salvarse del suicidio político crece, las tensiones internas por evitar cada cual los desperfectos se agudizan, el debate por encontrar nuevas fórmulas de imagen y comunicación se acrecienta. Todo empuja a cómo conservar el poder, pero sin encarar una rectificación sustantiva. Ver si encuentra un último y desesperado amago de hacerlo sólo retóricamente. No valora que hacer políticas de derechas favorece (el acceso y continuidad) a un Gobierno de derechas, y además contribuye a desactivar la izquierda social, profundizar en su desarticulación y fragmentación y abonar una trayectoria de hegemonía prolongada del pensamiento y la representación conservadoras. 

            Sin embargo, para el partido socialista, ésta es la ocasión casi exclusiva para retomar la recuperación de sus apoyos sociales y electorales; sólo que es una rectificación muy dolorosa por la necesidad de una reconsideración autocrítica y el conflicto durísimo que se abriría con los poderosos. En todo caso, ofrece una oportunidad para la renovación profunda de la reorientación de sus prioridades, la minoración de su declive y la recuperación de parte de su base social y electoral. El sindicalismo, la izquierda social y los sectores progresistas deben empujar hacia la rectificación, hacia un cambio de la política socioeconómica, pero está en manos del Gobierno hacerlo… o asumir las consecuencias por no hacerlo.

Prepararse para una exigencia prolongada de rectificación

            Desde el punto de vista sindical, la eficacia de su propia acción es su influencia sustantiva en la defensa de los intereses de las clases trabajadoras, en la rectificación de la política socioeconómica y laboral del Gobierno. El actual proceso de huelga general sirve para condicionar al partido socialista, con el mismo o distinto equipo dirigente, y también al probable Gobierno  del PP. Dicho de otra forma, la oposición firme y continuada de los sindicatos a esta política regresiva, es lo más útil para promover su cambio, sea el partido socialista o la derecha política quienes la gestionen. Constituye un freno a nuevas agresiones y una acción preventiva ante el riesgo de involución con un Gobierno del PP; a no ser que lo sustancial del trabajo sucio impopular esté hecho antes por los socialistas y la derecha sólo tenga que consolidarlo, con el riesgo de una grave y duradera crisis de credibilidad para el partido socialista. Pero la exigencia de rectificación puede tener que alcanzar a la próxima legislatura. Lo hecho hoy también sirve para mañana.

            En definitiva, la apuesta gubernamental, de momento, es el clásico ‘sostenerla y no enmendarla’. Sus amagos de oferta negociadora de algunas medidas, o bien van dirigidas a la derecha política, con intención de reforzarlas y blindarse ante el descontento popular, o bien apuntan a cambios cosméticos para intentar desactivar la resistencia sindical y la indignación social. Aunque salve la continuidad de sus principales reformas con una pequeña mayoría parlamentaria (con PNV y CC), la posición gubernamental es inestable e insostenible desde el punto de vista de su ilegitimidad y sus efectos sociopolíticos y electorales. Y evitar el desgaste en esos planos, con las consecuencias de su menor poder institucional, es un poderoso incentivo para la rectificación.

            Por tanto, son posibles y deseables algunas rectificaciones en los próximos meses, aunque sean parciales. Sin embargo, lo más probable, para el campo sindical, es un escenario a corto plazo de dificultad  para vencer al contrario, conseguir los objetivos reivindicativos de ‘así, no’, imponer una rectificación sustancial, anular la reforma laboral, evitar el recorte de las pensiones y cambiar la política socioeconómica y laboral. Ello no convierte en inútil la huelga general, ni tiene que generar frustración. El horizonte reivindicativo y la exigencia de cambio de las políticas antisociales permanecen y se prolongan. No supone la renuncia a la acción institucional y la utilización de la exigencia de consulta y negociación frente a la unilateralidad de las decisiones gubernamentales; incluso está la posibilidad de acordar alguna mejora parcial y relativa de carácter general o conseguir acuerdos positivos, sectoriales o locales. Y se da por supuesto la necesidad del incremento de la acción en las empresas, la actividad de información y apoyo sindical y jurídico directo a trabajadores y trabajadoras.

            Pero, los efectos perniciosos de esas medidas globales y las dinámicas generadas persisten y se profundizan. La acción contra ellas es imperiosa; no se puede aplazar, ni dejarla como secundaria. Ello significa que la ruptura del diálogo social, como marco dominante en el que negociar acuerdos globales, no es coyuntural sino profunda, y la salida negociada en el marco de su restablecimiento, con la reversibilidad de esas medidas, no es probable a corto plazo y es necesario mantener el conflicto abierto. En ese sentido, salvando las distancias, esta situación tiene más elementos comunes con la del año 1985 –sin rectificación y prolongación del conflicto hasta el año 1988- que con la del año 2002 –con rectificación inmediata y reanudación del diálogo social- o bien con la el año 1994 –sin rectificación y, posteriormente, instauración del diálogo social-.

            Según organismos internacionales (OCDE, FMI) la crisis en España va a ser prolongada y, particularmente, el estancamiento económico no va a permitir reducir sustancialmente las altas tasas de paro (con más de 4 millones). Una reactivación relevante de la economía y el empleo no se prevé hasta los años 2015 o 2017, con recomendaciones de una profundización de las políticas restrictivas del gasto público, reformas ‘estructurales’ de ajuste y austeridad y reestructuración regresiva del Estado de bienestar. El diseño para el sindicalismo es que ocupe un papel subsidiario en ese proceso, acatando una salida neoliberal a la crisis y  un retroceso en los derechos sociolaborales y sindicales. Puede haber una incapacidad o un desfondamiento de los sindicatos. Una adaptación más o menos impuesta para desempeñar un papel de acompañamiento. Es una situación que eliminaría su prestigio y reduciría su representatividad. Pero lo significativo de este conflicto es que indica su voluntad, acompañada de amplios apoyos sociales, de no rendirse. La apuesta es darle la vuelta a ese pronóstico liberal y conservador y abrir la posibilidad de cambio de esa política y ese modelo, con la consolidación del sindicalismo y unas relaciones laborales más equilibradas. Así, no hay que descartar un ciclo sociopolítico y sindical que empuje hacia nuevos conflictos generales. Una etapa, salvando las distancias históricas y de contexto económico e internacional, similar a la que comenzó en 1985 hasta 1990, pasando por la gran huelga de 1988. La dinámica generada en este próximo año y medio, de intento de implantación de políticas regresivas profundas, y hasta las elecciones generales, es decisiva. Es posible que el Gobierno no dé su brazo a torcer y que los sindicatos tampoco. Ello nos sitúa en la próxima legislatura, probablemente con un Gobierno del PP y un PSOE en la oposición, y con unos efectos socioeconómicos graves para la sociedad y los trabajadores y trabajadoras por la continuidad de la crisis y las políticas antisociales.

            No se pueden prever todas las tendencias y si se consolidarán las políticas de derecha y la hegemonía conservadora; incluso el desarrollo de dinámicas profundas de individualización adaptativa, fragmentación sociolaboral, racismo y conflictos interétnicos o inter-grupales. El futuro sería sombrío. Pero, en la realidad actual, echando mano de los mejores valores –democráticos, de justicia social y solidaridad- de gran parte de la sociedad y de sus actores sociopolíticos, también está incardinada otra posibilidad: impedir ese retroceso, forzar el cambio hacia una salida progresista a la crisis y una reforma social avanzada. Hoy existen debilidades estructurales de las fuerzas que pueden propugnar esa orientación, aunque se pueden paliar en el recorrido. También caben otras dinámicas intermedias. Entre ellas, y dados los problemas de cohesión social y los límites de tipo de crecimiento económico –incluido los efectos ecológicos y medioambientales-, el que una parte del poder económico y del propio sistema político (en España, en Europa y en plano mundial) se incline por otro modelo distinto al destructivo neoliberal –como hizo el keynesianismo en los años treinta y cuarenta-, por una reforma de los mecanismos de regulación que garanticen un mejor el desarrollo de la estructura económica capitalista, la estabilidad de su régimen político y la vertebración de sus sociedades. No obstante, incluso para que esa opción pueda concretarse sería imprescindible vencer las resistencias conservadoras y fortalecer un empuje persistente y un apoyo social amplio de las fuerzas progresistas, con su proyecto autónomo de modelo económico y social que condicionase los nuevos equilibrios sociopolíticos. Y la voluntad, influencia y capacidad representativa del sindicalismo es crucial para inclinar la balanza hacia una dinámica u otra.

            Así, se impone la conveniencia de una reconsideración estratégica de la política sindical, con objetivos transformadores a corto y medio  plazo. Durante un periodo prolongado la acción sindical debe buscar más arraigo social, fortalecer sus vínculos con la gente trabajadora y la sociedad y generar mayor unidad y dinamismo en sus bases y sus estructuras. La huelga general, el mantenimiento de su impulso reivindicativo, puede señalar la transición hacia otra etapa diferenciada distinta a las anteriores (1985/1995; 1996/2009). La reflexión, el debate y la readecuación del pensamiento y la acción sindical y organizativa son imprescindibles. Lo que se ventila en los próximos años es el tipo de gestión y salida de la crisis, qué mercado de trabajo y condiciones sociolaborales, qué modelo social y de Estado de bienestar, qué equilibrio en las relaciones laborales, cómo se va a conformar la sociedad democrática y, específicamente, el retroceso o el avance hacia una democracia social y económica avanzada.

            Por tanto, este nuevo escenario supone una gran responsabilidad para los sindicatos y exige una reflexión profunda sobre las estrategias y propuestas sindicales, al menos en cuatro aspectos relevantes. Primero, continuidad y firmeza de la actual política sindical de oposición al giro antisocial y exigencia de rectificación. Segundo, avanzar en un proyecto alternativo de modelo productivo, económico, social y medioambientalmente sostenible, que señale las pautas centrales de una gestión y una salida progresistas de la crisis, un horizonte de sociedad democrática, igualitaria y avanzada. Tercero, reforzar el componente sociopolítico, la autonomía sindical del poder establecido, la integración de las diversas problemáticas de las clases trabajadoras y la sociedad –particularmente la de género y la de la inmigración e interculturalidad- en un proyecto integrador y pluralista y el enganche con la gente joven. Cuarto, mejorar y renovar la cultura y las prácticas organizativas, los vínculos con las bases sociales, los sistemas de representación, gestión, comunicación y liderazgo (4). La elaboración de ideas y propuestas y su debate no atañe sólo a las direcciones sindicales mayoritarias, cuestión central, sino al conjunto del sindicalismo y a los distintos grupos sociales y políticos de izquierda, al mundo asociativo solidario, a la intelectualidad progresista.

            Ha vuelto a la primera actualidad la clásica ‘cuestión social’, para muchos ya superada. Lo primero son las ‘personas’; es positivo la revalorización del ‘trabajo’, de las personas que lo realizan y las que queriendo no lo pueden realizar, así como de sus representantes, frente al pensamiento y la política dominante de la prioridad al beneficio privado del capital y a sus gestores. No obstante, no se puede caer en las unilateralidades del exclusivismo ‘obrerista’ tradicional. La sociedad actual es muy compleja y diversa y es necesario integrar toda su problemática y sus actores en un proyecto común y necesariamente abierto y pluralista. Es un motivo para la renovación, el fortalecimiento y la unidad del sindicalismo y los grupos progresistas y de izquierda.

            En resumen, en el plano de la influencia sustantiva a corto plazo, conseguir los objetivos reivindicativos inmediatos, los resultados pueden ser escasos. Ello tiende a la frustración al no alcanzar ya beneficios materiales directos. Sin embargo, la reafirmación de la capacidad y eficacia transformadora colectiva se sitúa en el medio plazo, con la persistencia de la tensión movilizadora sindical y de los sectores progresistas hasta que se consigan objetivos básicos. El riesgo principal, hacia el que empujan todos los poderes políticos, económicos y mediáticos, es la ‘adaptación’ de la sociedad y los sindicatos a la situación impuesta, la resignación ante los retrocesos, la desactivación de la conciencia colectiva de indignación por esa política y la renuncia a la exigencia de rectificación. La acción por la supervivencia se puede trasladar exclusivamente al plano individual o de la competitividad grupal y los intereses corporativos. Ello nos lleva al plano de las características de la conciencia colectiva, del nivel de ‘identificación’ de las bases sociales y las estructuras sindicales con ese proyecto reivindicativo, a la importancia de la profundización democrática.

Ganar la pugna cultural y la legitimidad democrática

            En la valoración de los resultados queda otro ámbito, la dimensión social, el impacto sociopolítico, la reafirmación o no del sindicalismo como fuerza representativa y transformadora. Ambos aspectos se condicionan mutuamente, pero pueden no ir en paralelo. Es lo que sucede en esta ocasión, en que los resultados en la dimensión social y expresiva son más positivos que la influencia sustantiva e inmediata sobre las condiciones sociolaborales. Pero, la interpretación y la gestión de ese componente son todavía más complejas y difíciles.

            En primer lugar, hay que valorar el carácter profundamente democrático de este proceso de movilización sindical y ciudadana. Se trata de poner en valor la huelga general como expresión de una demanda de cambio con apoyos muy relevantes y una gran legitimidad que refleja unos objetivos generales y comunes de la mayoría de la sociedad, unos valores positivos que anidan en la conciencia social. Constituye una parte significativa de la pugna cultural por la preponderancia de unos u otros valores, la credibilidad y confianza en los representantes respectivos de los dos campos fundamentales enfrentados y la continuidad o desactivación de ese componente sociocultural que constituye el substrato de la nueva dinámica sociopolítica.

            Este conflicto ha desatado una profunda pugna por quién se alzaba con mayor legitimidad democrática, por quién representaba mejor los intereses de la sociedad. Ya se ha comentado la campaña visceral de los medios de la derecha –económica y política- contra los sindicatos pretendiendo quitarles su representatividad y adjudicándoles un carácter violento y ‘antidemocrático’ (5). La virulencia del ataque pretendía deslegitimar a esa nueva élite social autónoma, representativa y crítica a los poderosos que ha configurado esta acción sindical.

            Vamos a analizar otros discursos provenientes del Gobierno socialista o sus cercanías, más sutiles pero con mayor capacidad persuasiva. Su primer paso es justificar la política de ajuste económico y las reformas regresivas como medios que persiguen el ‘interés general’. Sus gestores políticos (o institucionales y económicos) representarían ese interés de la sociedad. El segundo es adjudicar a los sindicatos, a la huelga general, la defensa de un interés ‘particular’ (en el mejor de los casos). El tercero es la idea de que el interés particular debe estar subordinado al interés general, aun cuando su definición haga referencia a un hipotético futuro: austeridad actual para bienestar mañana. Con ello se instrumentaliza una conciencia colectiva de justicia que legitima la acción por su correspondencia con el ‘bien común’, defendiendo valores ‘universales’ de igualdad y solidaridad frente a privilegios o particularismos. El cuarto paso lleva a una conclusión: la exigencia de rectificación va contra el interés general, los sindicatos defienden intereses parciales o corporativos y la voluntad popular se debe someter al dictado de la mayoría parlamentaria. Y el quinto, la solución: desactivación de la movilización sindical, neutralización del descontento ciudadano, subordinación de los sindicatos para, con todo ello, reforzar la escasa credibilidad y confianza en los gobernantes. Es la exigencia de subordinar la ‘parte’ (sindicatos, derechos sociolaborales) al ‘todo’ (Gobierno, ajuste económico), o bien considerar secundario el proceso de conflicto sindical, la amplia participación democrática y la dinámica de la izquierda social (como si fuera la parte) y hacerlo depender del aspecto ‘principal’ las necesidades electorales del partido socialista y su permanencia en el poder (el todo), con el chantaje emocional de que ‘todos somos de la misma familia’.

            Este discurso, políticamente correcto desde la perspectiva liberal, no se corresponde con los hechos y no considera el enfoque de una democracia política, social y económica más profunda y avanzada. Sin desconsiderar la fuente electoral de la legitimidad de los gobernantes, en este proceso los diferentes agentes políticos y sociales han cambiado de función social y representatividad, y así ha sido vista por la sociedad según las encuestas de opinión analizadas. Los gobernantes, la clase política, han defendido o se han subordinado, fundamentalmente, a los mercados financieros, a una minoría de la sociedad, y han despreciado los intereses inmediatos y las demandas de la mayoría de sus ciudadanos. Los sindicatos han representado a la mayoría social, particularmente a las capas trabajadoras y vulnerables y, por tanto, han defendido mejor el interés de la sociedad, del conjunto de la población. Los líderes políticos, ahora, no tienen la confianza de la población para gestionar los asuntos ‘públicos’ y generales. Los líderes sindicales, en condiciones muy desfavorables, se han ganado la credibilidad y representatividad de una parte relevante –incluso mayoritaria- de la ciudadanía que exige una rectificación. El movimiento sindical y ciudadano contra la pérdida de derechos sociolaborales ha sido amplio, con una participación activa y profundamente democrática.

            Eso medios gubernamentales pretenden justificarse con dos argumentos contradictorios: a) la política del Gobierno expresa el ‘interés general’ de la sociedad; b) es una política impuesta por la UE, por los mercados financieros y, por tanto, con poco margen de maniobra para el mismo. Ante la pérdida de credibilidad de la primera, utilizan de forma defensiva la segunda para eludir sus responsabilidades. La conclusión fatalista es que la economía manda y el Estado y la política se subordinan. Es el extremo de la desvalorización de la política, la soberanía popular y la democracia para definir las políticas públicas y la gestión gubernamental e institucional, para exigir responsabilidades. Se abre el camino para tendencias autoritarias o populistas.

            Se ha producido, por un lado, una pérdida de la calidad democrática de la representación del sistema político. Hay una desafección ciudadana relevante respecto de la clase política mayoritaria. Se ha generado una disociación entre preferencias de la mayoría de la sociedad y políticas adoptadas por el parlamento y el Gobierno. Por otro lado, este proceso cívico ha reforzado la calidad democrática de la sociedad, a través de una expresión pacífica y activa de sus preferencias y exigencias. La huelga general ha posibilitado la visualización de las insuficiencias democráticas del Parlamento, pero no debilita la democracia ni las instituciones democráticas. El Gobierno se debilita él mismo al no representar la opinión de la mayoría de la sociedad y, particularmente, la de sus bases sociales. La forma de fortalecer la democracia y el sistema parlamentario, actualmente, es la rectificación, el respeto a sus ‘compromisos sociales’. La superación de la desconfianza en los políticos, la desactivación de la alarma de que sectores amplios no se sienten representados por las instituciones formalmente democráticas, debe pasar por adecuación de la acción de los representantes a la opinión de sus representados, no la búsqueda de mecanismos de comunicación o coacción más eficaces para que la población acate esas decisiones impopulares.

            Este proceso movilizador es un estímulo democrático, una oportunidad para la regeneración democrática del sistema político y, específicamente, una oportunidad para la renovación profunda del partido socialista, de sus políticas y prioridades, de su talante, discursos y élites dirigentes. Y, al mismo tiempo, una ocasión para la revitalización de la izquierda política, los movimientos sociales y el tejido asociativo. En esa medida, tendrá efectos más profundos y duraderos.

            Por tanto, es necesario valorar la importancia del sistema de representación parlamentaria, de las libertades individuales y los derechos civiles y políticos, y reforzarla y completarla con los derechos colectivos y sociales junto con una democracia económico-social más participativa. Los sindicatos, en su función representativa general, defienden intereses del conjunto de la sociedad. Su influencia, su capacidad transformadora, no le viene –a diferencia de las organizaciones empresariales- de su poder económico, que es casi nulo, ni tampoco –a diferencia de la clase política y los partidos de Gobierno- de su control y gestión del poder del Estado, en cuyo ámbito su responsabilidad es escasa; su fuerza social se la reporta su capacidad representativa, sus vínculos con la sociedad, su carácter democrático. Tienen su propia fuente directa electoral y de legitimidad: además de su importante afiliación (tres millones, muy superior a la del conjunto de partidos políticos), unos seis millones de trabajadores eligen sus representantes sindicales cada cuatro años y el conjunto de asalariados (quince millones) están representados por las comisiones negociadoras de los convenios colectivos. En los procesos informativos, consultivos y de movilización popular, como ahora, pueden representar a la mayoría de la ciudadanía y defender una serie de objetivos sociopolíticos y laborales, un modelo productivo, económico y social en interés de la sociedad. El ejercicio de esa representatividad y legitimidad no tiene por qué entrar en conflicto con la representatividad parlamentaria. Pero democracia no es solo la política y electoral siendo obsoleta la democracia social y económica. La acción sindical y cívica permite consolidar las dos, reforzando las libertades y derechos y trasladando al campo político e institucional las demandas ciudadanas.

            El tipo de salida de la crisis y el modelo económico y social a construir son elementos clave que necesitan ser definidos democráticamente y con mayor participación ciudadana. La influencia de la izquierda social y el movimiento sindical sobre la orientación de las políticas socioeconómicas a corto y medio plazo -en los próximos dos a cuatro años- es decisiva para conformar el tipo de economía y sociedad de la próxima década. Esto es lo que ha aportado este proceso de huelga general, la amplia respuesta popular y la firmeza del sindicalismo. La virulencia contra ese legado retrata el carácter poco democrático de sus promotores y su resistencia al cambio aferrándose al poder. Pero también refleja que esa conciencia colectiva democrática y de justicia social es consistente, ha tenido un fuerte impacto y es un componente central del nuevo escenario sociopolítico a fortalecer. La participación ciudadana, el reconocimiento de los agentes sociales, la acción por la democracia, tan cara al sindicalismo en otras épocas y componente central de su identidad, vuelve a constituir una tarea central.

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(1) Tras el 29-S, la misma institución realiza otra encuesta con una infrarrepresentación en el muestreo de este aspecto de la población ocupada –42%, nada menos que 16 puntos de diferencia respecto de la no ocupada, cuando el porcentaje real es mitad por mitad y en la encuesta de septiembre la muestra era del 48%- y con otras preguntas. Las respuestas son: bajan al 42% de justificación y suben al 53% de no justificación; evolución no muy creíble durante septiembre. Otras encuestas han aportado hasta un 62% de justificación de la huelga.
(2) Ver Antón, A. (2006): El devenir del sindicalismo y la cuestión juvenil, editado por Talasa, con la colaboración de la Fundación Sindical de Estudios.
(3) Un análisis del proceso de modernización económica de España, con sus déficits sociales y laborales, junto con las teorías y las tendencias del modelo social europeo en este contexto de crisis socioeconómica, se explica detalladamente en Antón, A. (2009): Reestructuración del Estado de bienestar, editado por Talasa con la colaboración de la Fundación 1º de Mayo.
(4) Una reflexión sociológica sobre ello, debatida en el 1º Encuentro del Comité de Sociología del Trabajo de la Federación Española de Sociología, se encuentra en Antonio Antón (2010): “Representación y burocracia sindical”, en el libro La investigación y la docencia de la Sociología del Trabajo en España, editado por Germanía y de reciente publicación.
(5) Una crítica a esos argumentos ha sido realizada por Antonio Baylos (2010): Discursos contra la huelga general, Fundación 1º de Mayo, septiembre.