Antonio Antón
Ambivalencia de la reforma universitaria
(Página Abierta, 204, septiembre-octubre de 2009)

          La reforma universitaria en España, amparada en el Plan Bolonia, tiene un carácter ambivalente. Existen tres tipos de componentes: 1) Positivos: homologación europea de títulos, desarrollo de prácticas, movilidad. 2) Neutros o ambivalentes con elementos mixtos: racionalización de la oferta, mejora del rendimiento. 3) Negativos: mayor proceso selectivo, particularmente en el cuarto nivel educativo (posgrado), mayor peso “mercantil” –precios– e influencia empresarial. La versión oficial del Gobierno y la de la mayoría de instituciones económicas y académicas hacen hincapié en los primeros, tienden a justificar los segundos e infravaloran los terceros. Tampoco es justa la posición contraria de ver sólo lo negativo. Desde esa mirada más multilateral se va a analizar la complejidad de los aspectos problemáticos, particularmente el “rendimiento”, y cómo afectan al hilo conductor del análisis sobre los problemas educativos: la diferenciación social o (des)igualdad de oportunidades.

          Estas reformas universitarias exigen un mayor “esfuerzo” y dedicación exclusiva –presencia del 80%, eliminación de convocatorias sin presentación a la evaluación y reducción desde las tres actuales hasta un máximo de dos matrículas–. Ello refuerza la presión hacia el abandono escolar ya importante en el primer curso de universidad (1). En el plano institucional se exige “mayor cultura y valor del esfuerzo, el mérito y la capacidad” (2). Así, uno de los objetivos centrales de la reforma universitaria es el incremento del “rendimiento medio” (3). La solución oficial propuesta es una presión hacia mayor rendimiento y “mérito”, con mayor dedicación estudiantil, sobre todo, en actividades no presenciales.

          No obstante, el cumplimiento de esas medidas y su gestión por el profesorado está por ver. De aplicarse estrictamente supondrían una presión muy fuerte sobre el alumnado para aprobar y el riesgo de un incremento sustancial de suspensos y, por tanto, de abandonos, con el descenso del alumnado universitario. Evidentemente, ello puede generar crispación social. Considerando que no hay mejoras sustanciales –presupuestarias, de personal docente y pedagógicas– para facilitar un mayor apoyo y seguimiento al alumnado, en particular al nuevo sistema de mayores prácticas e investigación, la otra alternativa pragmática que se puede ir instalando en el profesorado es seguir con la inercia tradicional de clases magistrales, estudio de manual, leves indicaciones tutoriales y tolerancia en las evaluaciones. Ello supondría “aflojar” la selectividad de los primeros cursos, hacerla más “voluntaria” a lo largo del tiempo, mantener el volumen de alumnado –y de empleo en la universidad– y trasladar la “excelencia” hacia el posgrado, más caro y selectivo y, en menor medida, dada la importante diferencia de precios y posibilidad de acceso, favoreciendo la universidad privada.

          Por consiguiente, existe un desplazamiento discursivo: se abandona, prácticamente, la idea de igualdad de oportunidades en la enseñanza superior, y se pasa desde el énfasis de la calidad de la enseñanza –responsabilidad institucional– hacia un mayor esfuerzo –responsabilidad individual–.

El problema de la elevación del rendimiento medio

          El problema de la elevación del rendimiento medio es que se combina con el diagnóstico de que hay “sobrecualificación”, es decir, exceso de personas con titulaciones universitarias respecto de las necesidades productivas –de empleo cualificado–. En consecuencia, se cuestiona la falta de “productividad” de esa inversión pública educativa, con menor esfuerzo del gasto público, y se abre más hueco a la inversión privada justificada por las ventajas competitivas individuales.

          Esa estrategia de exigencia de mayor “rendimiento” expresa una apuesta por una mayor “diferenciación” en los estudios superiores. Por un lado, una parte deberá quedarse en el empleo semicualificado y, en ese sentido, aparece la lógica, según la teoría de capital humano, de que tanta inversión “pública” en educación superior “no es rentable”. Por otro lado, el sistema universitario debe ofrecer la garantía de formación de una élite con “excelencia” que pueda pasar al posgrado y competir con sus colegas europeos, teniendo en cuenta que las universidades españolas –con grandes diferencias entre ellas– no se encuentran entre las mejores de la Unión Europea.

          Por otra parte, es verdad que existe un menor rendimiento medio del alumnado universitario –respecto de la media europea–. La discusión es sobre sus causas y, por tanto, las soluciones. Entre ellas se suelen citar la insuficiente preparación académica en los estudios preuniversitarios –con lo que la responsabilidad se desplaza a la enseñanza primaria y secundaria–, un estilo docente tradicional –hacia la responsabilidad del profesorado– y, sobre todo, unas condiciones laborales mucho más precarias que las de sus colegas europeos a la salida profesional de los estudios superiores. Las responsabilidades se situarían en el ámbito institucional y económico.

          Sin embargo, no se suelen contemplar respuestas de mejora del mercado de trabajo o de mayor inversión y mejora de la dedicación del profesorado. Aunque se observa el temor hacia la precariedad laboral y el objetivo del “desarrollo personal” y alcanzar un empleo de calidad, no se suele dar importancia a otros problemas cruciales del sistema educativo –recursos, calidad pedagógica–. Pero, sobre todo, no se suelen contemplar dos elementos externos decisivos: 1) la garantía de una transición laboral más corta y segura y unas expectativas profesionales de mayor calidad; 2) la desigualdad de recursos iniciales entre estudiantes de diferente estatus socioeconómico, con reducción de las oportunidades a los de clases trabajadoras y ventajas derivadas de su estatus a los de clases acomodadas. El ligero reforzamiento del sistema de becas es insuficiente para evitar ese sesgo socioeconómico discriminatorio en el acceso al posgrado (4).

          Sin cambiar esas condiciones externas al sistema educativo la opción de exigir mayor rendimiento universitario tiene esa doble cara: es funcional para mejorar las exigencias de excelencia de los que, con mayores ventajas socioeconómicas, pueden formar la élite y, al mismo tiempo, es una barrera selectiva que dificulta las expectativas ascendentes de sectores económicos más desfavorecidos que deben hacer más “méritos” individuales –o familiares– en desventaja. La exigencia de una mayor excelencia académica es imprescindible, porque está vinculada a la innovación, el desarrollo técnico y científico, a la pertenencia a las élites profesionales y la alta gestión empresarial y de la Administración pública. Esas posiciones sociales reúnen el control del conocimiento experto y las posiciones de poder. La entrada en esa minoría de élite (10%) exige esa base académica y “científica”, pero, sobre todo, es imprescindible la capacidad relacional entre ese mundo –influencia y “hábitus”–. Más todavía ante la alta movilidad de estos grupos en el ámbito europeo y mundial.

          Al final, la presión se ejerce hacia un mayor esfuerzo individual del estudiante universitario, adecuando los “incentivos” y aumentando la diferenciación interna (CES, 2009: 253) como sistema de remuneración de esos méritos. Ello supone mayores “premios”... y más “castigos”, en forma de evaluaciones más estrictas y detención en la carrera académica. Y dadas las mayores posibilidades económicas de las clases acomodadas para facilitar la prolongación de los estudios de sus hijos, incluidos los de posgrado y en centros extranjeros, se vuelve a acrecentar la desigualdad de oportunidades por esta diferencia de estatus socioeconómico de sus familias.

          Un tópico extendido es la afirmación de que en la responsabilidad individual por el menor rendimiento influye sólo la “indolencia” estudiantil. La solución sería un cambio de actitud del alumnado. Y como la psicología y la pedagogía no son suficientes, se gira hacia la “disciplina” encubierta a través de un control –no apoyo u orientación– más rígido. Al mismo tiempo, la reforma tiende a ser opaca, autoritaria y selectiva, ya que la responsabilidad se hace recaer en la actitud de los propios estudiantes, en su “esfuerzo o mérito”, con desventaja para los sectores con mayores dificultades socioeconómicas o relacionales, y los filtros selectivos son más “personalizados”.

          La diferenciación principal en la educación superior, de momento, no viene de la doble red –pública/privada– como en la secundaria, ya instalada históricamente. Las universidades públicas todavía mantienen unos niveles de excelencia investigadora y docente superiores a las privadas, que sólo pueden presumir de ello en algunas especialidades, mientras intentan incrementar sus canales relacionales con las élites técnicas y empresariales. Su presencia cuantitativa todavía es limitada –en torno al 10%– (5) y el aumento “privatizador” es lento aunque persistente. Los problemas son de dos tipos: 1) el condicionamiento empresarial en la conformación de los másteres públicos y la instrumentalización en la transferencia de la investigación y el conocimiento técnico y científico; 2) la barrera selectiva a los estudios de posgrado con menor subvención pública y mayor financiación privada y particular. Por consiguiente, es un paso atrás en la igualdad de oportunidades en la enseñanza superior y un paso adelante en su mercantilización (6).

          Paralelamente, dada la evidencia de este marco laboral desigual y con amplia precariedad y la posible frustración por una mayor selectividad en el “acceso” a la universidad, se mantiene de momento la función de “aparcamiento” para una parte de estudiantes –y estabilidad de plantillas docentes y no docentes–, con permisividad en los primeros cursos y prolongación de los años de estudio, aunque en la actual reforma universitaria se empiezan a poner topes más estrictos.

          En definitiva, hay una tensión entre, por un lado, mayor selectividad y jerarquía, agravada en esta crisis del empleo, y, por otro lado, la retórica de la educación como igualdad de oportunidades y ascenso social general. La inclinación por lo primero, como adaptación estratificada de la educación al mercado de trabajo, significa mayor control y autoridad y menor igualdad. Acentúa el bloqueo de la movilidad social ascendente de alumnos y alumnas de clases populares –excepto unos pocos estudiantes muy ilustrados con becas–. A la mayoría se les fuerza a quedarse con títulos de las enseñanzas medias o FP –o con estudios de primeros cursos de estudios superiores–.

La relación entre educación y empleo

          La otra alternativa en la relación entre educación y empleo es ampliar el empleo cualificado y ensanchar las salidas de la educación superior, cuestión que exige una estrategia profunda y prolongada de mejorar el aparato productivo y la calidad del empleo. No obstante, la opción fundamental, por su impacto inmediato, es hacer más atractivo el mercado de trabajo semicualificado: mayores calidad, seguridad y condiciones laborales y de remuneración, reduciendo el paro, la temporalidad y la flexibilidad de la contratación. La educación es clave para mejorar la economía, pero, a su vez, las medidas para ofrecer seguridad, calidad del empleo y expectativas profesionales ascendentes son fundamentales e imprescindibles para favorecer el estímulo, el esfuerzo y la capacitación de los jóvenes estudiantes.

          La diferencia de “credenciales”, de inversión en “capital humano”, puede explicar ciertas diferencias de remuneración por esa desigual productividad derivada estrictamente de esas distintas competencias. Aunque la seguridad en el empleo debería regirse por la estabilidad y persistencia de ese puesto de trabajo semicualificado o poco cualificado, y todos los empleos deberían tener unas condiciones laborales y salariales justas y decentes.

          La mejora educativa es paralela con unas mejores condiciones laborales y de empleo. Se debe “elevar” la calidad de ese empleo semicualificado y poco cualificado y cerrar esas importantes brechas con el cualificado –aunque una parte de éste es también precario–. La respuesta adecuada vendría de la mejor regulación del mercado de trabajo y una mejora de las condiciones laborales y salariales de la mayoría de empleos –semicualificados y poco o nada cualificados–. Entonces, la diferencia de “credenciales” no tendría efectos tan importantes y graves para el futuro laboral de estabilidad y calidad profesional de la gran mayoría. Es una idea enfrentada a la contraria, usual en el ámbito empresarial: la necesidad de remunerar todavía más a los altos directivos y profesionales, ampliar la brecha salarial y la desigualdad con la mayoría de empleados y empleadas, como “incentivo” adicional, para ampliar la desigualdad. Esa posición empresarial de privilegios comparativos se ofrece a las élites como mayor estímulo para su preparación técnica, como motivación para ampliar su capital humano. Aunque, en la práctica, la mayor parte de esos puestos se cubren no por la “excelencia científica” sino por la capacidad y lealtad relacional y su mayor productividad práctica.

          Los estudios superiores proporcionan una diferencia de rendimiento y estatus respecto de los estudios medios menor que en décadas pasadas, aunque todavía es considerable (7). Se han ampliado los empleos de titulados universitarios con salarios medios y no altos y ha disminuido la distancia en remuneración y en rendimiento con los titulados medios. Esa tendencia general de desvalorización de los títulos superiores es compatible con la ampliación de las distancias en la remuneración y el poder social de la élite de altos directivos de las empresas.

          Por otra parte, entre jóvenes –25 a 34 años– existen algunas variaciones significativas en las remuneraciones por sexo: más favorable a las mujeres en los estudios medios, más desfavorable en los estudios básicos y similar con los varones en los estudios superiores (8). Esto significa que las mujeres obtienen más ventaja salarial de la educación que los varones, mayoritarios en el nivel inferior, y explica uno de los factores de su mayor motivación por incrementar su nivel educativo.

          Por consiguiente, la educación influye en las condiciones laborales y de empleo que se consiguen; pero el factor fundamental de cambio social no es la educación –el esfuerzo individual para escalar de forma muy competitiva a los escasos empleos de calidad– sino la mejora de la seguridad y calidad del mercado de trabajo derivada de la regulación y la acción colectiva.

          La educación es clave en la salida de la crisis, hay que mejorarla. Pero existen dos enfoques diferentes: por un lado, la educación como integración social y cultural y factor igualitario; por otro lado, la educación como “adaptación” a las necesidades de un mercado de trabajo segmentado y unos valores empresariales de jerarquía y productividad. En medio, y como elemento que han de compartir los dos enfoques, está la educación como medio de preparación técnica, en competencias y habilidades expertas, relacionales y simbólicas necesarias para asegurar unas trayectorias profesionales proporcionales al mérito. Ello supone aprendizaje, esfuerzo y resultados académicos, aspectos centrales en la evaluación. El auténtico mérito debe ser reconocido y legitima una desigual distribución de estatus e incentivos, con cierta proporcionalidad –equitativa–. Pero el criterio meritocrático individual es insuficiente y es necesario analizar el contexto social y fortalecer el principio de igualdad. Igualdad y mérito son dos valores en conflicto que hay que combinar.

Deterioro de la igualdad de oportunidades

          La mayor y mejor educación facilita la movilidad ascendente en el mercado de trabajo. Los condicionamientos de origen socioeconómico y étnico explican muchas diferencias en los resultados del rendimiento escolar. El “esfuerzo” o mérito individual sólo lo explica en parte. La cuestión es que, ante la persistencia de la precariedad laboral, la expectativa de conseguir un empleo de “calidad” se asocia a un empleo “cualificado” y, por tanto, con educación superior. La educación se convierte en un campo doblemente competitivo ante un bien escaso. Cobra importancia, pero como salida pragmática a través de la competencia individual, precisamente en un contexto de gran estratificación y regresión del volumen de empleo –paro– y las condiciones laborales. Y las condiciones de esa competencia son desiguales para las distintas capas socioeconómicas. El sistema educativo se “adapta” a la segmentación laboral, y se deteriora la igualdad de oportunidades en el acceso al mercado de trabajo, particularmente al empleo cualificado.

          La complejidad y especialización de los puestos técnicos, de expertos y científicos es cada vez más grande y exige un alto nivel de excelencia de las nuevas élites, en competencia con las del resto de países. Pero las garantías e itinerarios para el acceso a ese estatus tienden a hacerse más exclusivas y diferenciadas con el protagonismo de la doble red de enseñanza secundaria, privada y pública. En el ámbito universitario la universidad pública todavía tiene un papel fundamental en cantidad y calidad de la enseñanza, y no se contempla todavía un sistema de “concierto”, de financiación pública de las universidades privadas (9), como en la enseñanza secundaria. Es decir, la universidad privada es más cara, comparativamente, y mucho más selectiva, y la pública ofrece unos niveles de calidad en general superiores.

          En consecuencia, la diferenciación en la distribución de posiciones sociales no pasa, de momento, por aumentar sustancialmente la red de universidades privadas –que puede ser lenta– sino por incrementar los recursos privados –de alumnos y empresas– de las universidades públicas, haciéndolas más selectivas y condicionadas al mundo empresarial. Esta barrera se establece, sobre todo, en las enseñanzas de posgrado, que van a constituirse en claves para adquirir las competencias y credenciales de acceso al empleo cualificado. Por tanto, el “grado” se queda, en gran medida, para competir por los mejores empleos semicualificados en posiciones más ventajosas que las personas con educación media. Y aquí viene la distinta “capacidad técnica y de habilidades” según los diferentes puestos de trabajo en los que pueden estar en una mejor posición competitiva personas con buenas cualificaciones de tipo medio profesional. La mejora de la formación profesional superior supondría un apoyo a esos sectores “intermedios” en competencia con los graduados universitarios por los mejores empleos semicualificados.

          En resumen, la teoría del capital humano explica la inversión en educación en la medida que favorece el incremento de la productividad económica, pero también justifica la reducción de la parte inversora pública “improductiva” en una “sobrecualificación” considerada innecesaria para la economía, aunque esa “pérdida” se socialice en el ámbito público, todavía condicionado por otros objetivos sociales. Las principales tareas educativas, contando con sus funciones sociales y para el empleo, deberían ser: superar el fracaso escolar, ampliar y dar calidad a las enseñanzas medias –profesionales–; fortalecer la igualdad de oportunidades –de clase, género y origen cultural– en los niveles de primaria y secundaria –con la escuela pública como instrumento básico de cohesión social– y en la presencia y culminación de estudios superiores y posgrado. Ello implica mayores recursos para el sistema público, incentivación, reconocimiento y apoyo al profesorado y un compromiso social por la igualdad y la calidad de la educación.


 

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(1) Del 40% de personas que tienen acceso a estudios superiores, el 8,4% no pasa de primero –60% del total del 14% que no finalizan–, y quedan sólo el 31,6% matriculados en segundo.
(2) Este aspecto está resaltado por el Informe del Consejo Económico y Social, Sistema educativo y capital humano (CES, 2009: 126): «Parece, por tanto, que el nivel de esfuerzo de los alumnos en la universidad española es relativamente bajo, y que la sociedad en su conjunto y el sistema universitario no incentivan suficientemente la cultura y el valor del esfuerzo, el mérito y la capacidad como factores diferenciadores entre los estudiantes de cara a fomentar objetivos de excelencia en la formación».
(3) Los estudiantes universitarios españoles se matriculan de un 79,4% de la carga docente –créditos–, pero se presentan a evaluación el 47,8%, y aprueban el 36,8%. La tasa de “rendimiento” neto –créditos aprobados respecto de créditos matriculados– es de un 61,6%, y la tasa de “éxito académico” –créditos aprobados respecto de créditos evaluados– es del 76,6%. Existen diferencias según las ramas. El mayor rendimiento se da en las ciencias de la salud, el menor en las técnicas y en el medio el resto –sociales, humanidades y experimentales–. El promedio de horas/año en España está entre 700-900, mientras en el Espacio Europeo de Enseñanza Superior (EEES) es de 1.500 horas/año. A ese nivel, con los nuevos ECT, se pretende llegar con la actual reforma universitaria en España y supone un cambio cualitativo –casi el doble– en el nivel de esfuerzo formalmente requerido.
(4) En el curso 2000-2001 había 231.969 becarios universitarios, con un gasto total de 431 millones de euros y una media de 1.857 euros por beca.
(5) En el curso 2006-2007, del total de 1.427.134 estudiantes matriculados en la universidad (incluido posgrado), 1.281.452 lo eran en universidades públicas y 145.682 en universidades privadas [Ministerio de Educación. Las cifras de la Educación en España. Estadísticas e indicadores (2009)].
(6) En la tabla 1 se indica la desigualdad de oportunidades según el nivel de estudios del padre, y en las tablas 2 y 3 las tasas de acceso y escolarización universitaria.
(7) Según datos del año 2004 (OCDE-2006), tomando como nivel 100 el salario medio de las personas con estudios de segunda etapa de la educación secundaria, en España la educación superior se remunera con 32 puntos más de salario, mientras que los niveles inferiores tendrían entre 10 y 15 puntos menos. La diferencia entre este nivel de ESO o inferior y el superior es de 47 puntos, aunque en los últimos años la diferencia se ha reducido –en 1997 la diferencia era de un 73%–.
(8) En esas personas, entre 25 y 34 años, en el ámbito de estudios superiores no hay diferencias y ambos sexos cobran la misma remuneración, el 139%, respecto del promedio de 100; las mujeres con estudios medios reciben el 103% y los varones el 99%, y con estudios básicos las mujeres obtienen un 86% y los varones el 94%.
(9) Aunque en la Comunidad Autónoma de Madrid su Gobierno del Partido Popular ha sugerido en alguna ocasión la aplicación del “cheque escolar” para que cada universitario “elija” la universidad pública o privada que prefiera.