Antonio Antón
Desigualdad y refuerzo de la escuela pública

          Este texto contrasta los elementos principales del diagnóstico sobre la educación del catedrático Julio Carabaña1 y explica la importancia de la igualdad de oportunidades y el refuerzo de la escuela pública, en el contexto actual en el que se están redefiniendo los problemas educativos y las políticas a adoptar.

1. Diagnóstico: persistencia de la desigualdad de oportunidades

          Adelanto mi valoración general sobre el texto del citado autor: minimiza la existencia de desigualdad educativa y el mayor diferencial de fracaso escolar y abandono educativo prematuro; esa posición puede llevar a infravalorar las medidas necesarias para promover la igualdad de oportunidades y reforzar la escuela pública.

          Primero, señala que el problema del fracaso escolar es más de organización de las titulaciones que de las competencias educativas reales y que esa ausencia de titulación no afecta a la integración laboral en condiciones similares a los titulados en ESO. Es decir, no habría un problema real de fracaso escolar y sí una apreciación deformada de la realidad.

          Segundo, ante esa ‘disociación cognitiva’ habría que cambiar la representación de la ‘gravedad de los problemas educativos’ para hacerla corresponder con los ‘hechos’ de que la ‘enseñanza y la escuela funcionan bien’ (eficacia y eficiencia) en términos comparativos con EEUU y la media europea. Por tanto, la escuela ‘va bien’, los cambios son de ‘diseño’ de las titulaciones de la ESO. En consecuencia, se trataría de rebajar el llamado fracaso escolar –nominal- con fórmulas de cómputo de la experiencia laboral para ampliar la donación del título de ESO y siendo más flexibles: el profesorado de secundaria viene de bachillerato con criterios más exigentes y habría que suavizarlos.

          Tercero, el problema lo sitúa en la ausencia de suficiente porcentaje de ‘excelencia’, con ‘pocos buenos’. Expone que la escuela no explica las desigualdades individuales, ni de redes ni territoriales (entre regiones o países). Es decir, un mismo centro –o profesor- puede estar asociado a diferentes resultados educativos individuales y, así mismo, distintas escuelas producen similares resultados. Éste es un aspecto relativamente cierto; la escuela –la docencia de la enseñanza obligatoria- es relativamente igual, aunque dentro de un mismo centro educativo existen resultados educativos diferentes. En los rendimientos desiguales influyen las características individuales, el profesorado y las instituciones educativas, junto con los condicionamientos externos. El hecho no contemplado, respecto del fracaso escolar o el abandono escolar prematuro, es que la escuela actual no es suficiente para corregir las desventajas derivadas de condiciones socioculturales desfavorables de esa parte del alumnado; es decir, ejerce una acción compensadora muy limitada. La consecuencia es que en torno a ese 30% de alumnos –el doble que la UE- sólo puede aspirar a un empleo poco o nada cualificado, mientras el resto sí puede progresar en la educación, en el empleo y en su estatus socioeconómico, aunque también segmentado. Existe, por tanto, un problema grave de justicia social que afecta, especialmente, a las clases trabajadoras más vulnerables.
  
          Cuarto, este profesor se detiene en la enseñanza básica, sin dar importancia a la existencia de los tres niveles -básica, media y superior- y la doble red privada / pública. Pero, las diferencias sustantivas tienen que ver con el ‘tiempo’ de prolongación de estudios no obligatorios, con las distintas opciones y condiciones socio-familiares, junto con la diferenciación por redes escolares. No es problema tanto de la escuela –enseñanza básica- cuanto del sistema educativo en su conjunto que ofrece tres niveles de oportunidades educativas con desigualdad de condiciones sociales para transitar por esos itinerarios educativos. Dicho de otro modo, aun con ese fracaso escolar, la desigualdad educativa más importante todavía no se ha producido al término de la enseñanza obligatoria, a los 16 años, sino durante los siguientes diez años. En esa etapa postobligatoria de prolongación de estudios, aunque sea formalmente ‘voluntaria’, incide esa desventaja inicial de una parte sin titulación de ESO, a la que se le acumulan las distintas oportunidades derivadas de las desiguales condiciones económicas, socioculturales y familiares.  Por tanto, se amplía la segmentación por niveles educativos y es responsabilidad institucional garantizar la igualdad de oportunidades salvando la equidad meritocrática según los auténticos y exclusivos méritos individuales.

          La cuestión principal respecto de la igualdad es que esa relativa desigualdad que se produce en el primer escalón de la enseñanza obligatoria –extendida al déficit de graduación en enseñanzas medias- se acentúa al quedar ese tercio de alumnado bloqueado en su ascenso educativo y laboral, mientras los otros dos tercios pueden seguir su senda educativa y sus expectativas laborales para conseguir empleos semicualificados –con nivel medio- y cualificados –con educación superior-. Así, el conjunto del sistema educativo –los tres niveles y la diferenciación de las dos redes- no es tan igualitario como la enseñanza primaria y la ESO, y se adecua más a la segmentación socioeconómica y cultural externa. Los planes y medidas de la escuela deben neutralizar esas distancias al culminar la edad de la enseñanza obligatoria, que luego se agrandan con las distintas posibilidades de participación en los niveles educativos medio y superior, que sí establecen, claramente, distintas oportunidades vitales y laborales.

          ¿Cuál es el factor más relevante de la desigualdad educativa en la enseñanza básica –relativizada por Carabaña- y la segmentación de los tres niveles –que no entra-?: Las condiciones externas socioculturales (y habría que añadir la segmentación del mercado de trabajo...). Y como se escapan a las medidas específicas del sistema educativo, desde éste no se pueden modificar. Luego, con la lógica de Carabaña, se llega a una consecuencia: aceptación (resignación) de que la escuela no puede hacer más y que lo que hace lo hace bien. La preparación para el empleo de ese tercio inferior sería adecuada, y el problema se desplaza a que no haya un ‘buen’ tercio, más aventajado. Pero si la tarea es potenciar ese tercio superior ya no habría un problema de ‘igualdad’, sino de ‘calidad’ o excelencia de los mejores.

          La actual escuela –desde la LOGSE- ha recibido fuertes críticas de la derecha y el empresariado por su supuesta inadecuación en la formación de capital humano y por su ‘excesivo igualitarismo’; bajo su retórica de la ‘calidad’ se esconde la consolidación de las ventajas y privilegios comparativos de los alumnos de clases medias y altas (un tercio), mayoritariamente concentrados en la escuela privada y con mayor capacidad familiar de financiar la prolongación de sus estudios. Oponerse a ese diagnóstico instrumental para una política elitista es oportuno pero no debe significar obviar otros problemas de desigualdad educativa. Evidentemente, hay que mejorar la calidad de la enseñanza pero combinada con la igualdad de oportunidades de los sectores populares.

          Es cierto que la escuela obligatoria es –junto con la sanidad pública- la institución más igualitaria; no acentúa esas desigualdades educativas derivadas del origen socioeconómico y las condiciones externas desfavorables sino que, fundamentalmente, las deja como están. No es un suficiente factor ‘compensador’ (no se valora suficientemente esa función), sino que establece un relativo ‘trato formativo igual’ y a la salida de la enseñanza obligatoria deja la estratificación social en similar situación, con algunas excepciones. Esa dinámica dejaría a la escuela, sobre todo, en un papel neutral -‘reproductor’- respecto de la jerarquía social, no de cambio. Sin embargo, dos tercios del alumnado, después de la enseñanza obligatoria, siguen formándose y se alejan de ese tercio que se queda sólo con  ESO (la mayoría sin título, con fracaso escolar). De ese bloque, aproximadamente otro tercio se queda con títulos en enseñanzas medias y otro un tercio consigue graduarse en educación superior y se distancia más, mientras todavía un 10% continúa con postgrado, ya en la élite y con oportunidades muy ventajosas respecto de los tercios medio e inferior.

          Pero una cosa es decir que los docentes hacen lo que pueden y la media no lo hace mal (en particular, como reconocimiento del profesorado de la escuela pública y a pesar del déficit pedagógico en el de secundaria por la inutilidad del anterior CAP). Y otra cosa es negar la evidencia empírica de los déficits del alumnado y la desigualdad educativa. Los logros de la escuela en España, en las últimas décadas, son evidentes. Los límites y problemas nuevos, también. La realidad educativa es ambivalente. Por tanto, es unilateral quedarse en la ‘vindicación de la escuela española’, en el diagnóstico de que no hay problemas educativos graves y no tienen responsabilidad las instituciones educativas. Con esa lógica la pelota estaría fuera, en la sociedad y el mercado de trabajo: ¡que sean ellos los que cambien! (aunque no se entra tampoco en ello). La educación necesita mejoras. El debate es cuáles y con qué orientación.

          Por otro lado, en ese texto de Carabaña, se da por supuesto ese amplio mercado de trabajo poco cualificado y precario como vía de entrada laboral de los jóvenes con sólo enseñanza básica (o menos). No se plantea un cambio de modelo productivo o de mayor cualificación del empleo, o bien, una mejora de las expectativas profesionales de ese tercio inferior que exigiría, cuando menos, una buena formación profesional de tipo medio y una reducción sustancial de la temporalidad. Además, la actual situación de paro masivo, previsiblemente duradera varios años, genera mayores dificultades para una inserción laboral más segura y ascendente de los adolescentes con menor nivel educativo, muchos de ellos de origen inmigrante y con problemas adicionales de integración social y cultural. Y ello traslada a la escuela, especialmente en las zonas más segmentadas y diversas, nuevos problemas de falta de motivación, posiciones reactivas y conflictos de convivencia que desbordan tanto los recursos pedagógicos tradicionales como el intento de atajarlos desde la disciplina y la autoridad. Significa que hay que dar un fuerte impulso interno –reforzando la atención a la diversidad, la acción compensadora y la escuela pública- y externo –más empleo y de mejor calidad y menor segmentación social-.

2. Papel de la escuela e igualdad

           Hay que destacar, en primer lugar, los grandes logros educativos de la escuela en España -desde la LGE e incluyendo la LOGSE- en las últimas décadas: avance ‘medio’ generalizado, particularmente, respecto de las generaciones anteriores; igualdad de sexo –avance sustancial de las chicas-; ampliación del porcentaje con educación superior (de los mayores de la UE). No tienen sentido los discursos ‘catastrofistas’, en particular, los provenientes de sectores conservadores que achacan los graves problemas educativos a la escuela comprensiva (LOGSE) y ofrecen la solución de una educación más elitista y jerárquica.
Por otro lado, el extraordinario incremento del empleo –poco cualificado y precario- en estos trece años ha permitido una fácil integración laboral (aunque en ese segmento precario, de bajos salarios y sin perspectivas de trayectorias profesionales ascendentes) de las personas con poca cualificación escolar. Este hecho cambia con la crisis de empleo. Las personas con fracaso escolar (o sólo con ESO) lo tienen más difícil para ‘progresar’ y salir de la precariedad laboral, aunque también les afecta a personas con bachillerato (mujeres en el sector servicios). La clave aquí es una FP media –y la formación continua- de calidad, junto con la seguridad y estabilidad del empleo poco cualificado o semicualificado.

          Mi tesis, explicada ampliamente en el libro La educación ante la crisis, promovido por la Fundación 1º de Mayo, es la siguiente: a pesar del incremento educativo generalizado (mejoría respecto de las generaciones anteriores y de la igualdad de las chicas respecto de los chicos) y el gran esfuerzo realizado por el profesorado, no se ha reducido la desigualdad educativa, relacionada con el origen y condición social y étnico, en el interior de las nuevas generaciones sino, en cierta medida, se ha incrementado. Las distancias entre el tercio inferior, vinculado a las clases trabajadoras precarias (estancado en fracaso escolar o sólo con ESO, si se mejorase la ‘titulación’ básica que aduce Carabaña) y el superior, constituido fundamentalmente por las clases medias, con ensanchamiento de la educación superior y de posgrado, son mayores no menores. Y ciertos aspectos del tercio intermedio –típico de las clases trabajadoras estables-, que había conseguido un gran avance en estas décadas, comparativamente, van ahora hacia abajo: deterioro de la escuela pública, poca calidad de los estudios medios, mayores dificultades para la graduación superior. Y una parte de este sector, ante la ausencia de garantías públicas, hace una mayor inversión educativa familiar, se va trasladando a la escuela privada –confiando en la ‘seguridad relacional’ no en la mejor calidad académica- e intenta prolongar los estudios con esfuerzos adicionales.

          Además, la acumulación de ‘sobrecarga’ educativa en la escuela pública, con sectores con más desventajas socioculturales, complejidad relacional y mayores necesidades educativas, sin el refuerzo correspondiente, tiende a una mayor disociación social que incluso puede derivar en problemas de integración social y cultural de las capas desfavorecidas, incluido inmigrantes. La dinámica dominante, particularmente en las grandes ciudades y sus periferias –como Madrid-, más segmentadas y con fuerte inmigración, es que no solo las clases medias –cuya separación escolar está históricamente consolidada en la escuela privada- sino parte de las clases trabajadoras salen de la escuela pública y se trasladan a la privada, que en esas metrópolis es ya mayoritaria. Se amplía así una estrategia individual, basada en la idea sesgada de que la escuela pública es un riesgo para su éxito social, que espera no quedarse atrás a través de una mayor ‘homogeneidad’ cultural y relacional en la escuela privada. La otra cara es la mayor separación y aislamiento del tercio social inferior. Sin un refuerzo de la escuela pública se tiende hacia mayor segmentación social y étnica del sistema educativo y –en las zonas con mayores riesgos sociales- se puede profundizar la desigualdad económico-laboral y la disociación social. La inercia tiende a consolidar esa tendencia y el no constatarla y afrontarla impide su freno y superación.

          Por otro lado, la ausencia de mayor porcentaje de ‘buenos’ en la enseñanza básica, el tercio superior la corrige con prolongación de estudios: más años de educación universitaria con el apoyo de mayores ventajas familiares y menores esfuerzos comparativos. Carabaña se centra en los rendimientos al final de la enseñanza básica. Y, como también comparto en mi análisis y según los distintos informes PISA, las distancias de las medias de España con las de los países de la OCDE no son muy relevantes. En ese sentido, no está justificado hablar de fracaso de la escuela en España. El aspecto a destacar son las fuertes desigualdades de rendimiento escolar dentro de cada país, territorio y centro escolar, y que el nivel educativo sí está condicionado por las desigualdades externas; por tanto, los hijos de las familias del tercio sociocultural inferior están en desventaja –y los del intermedio respecto del superior-. No obstante, como se decía, la desigualdad educativa fundamental se establece a través de la distinta consecución de los tres niveles de enseñanza. El diferente itinerario educativo da lugar a tres segmentos de oportunidades diferenciadas para sus trayectorias profesionales y de estatus socioeconómico. Por tanto, la desigualdad educativa: haberla, ‘hayla’.

          Por último, la ‘ambivalente reforma universitaria’ -plan Bolonia- tiene elementos positivos y neutros pero también hay que señalar efectos negativos de mayores desventajas comparativas para las clases populares. Por un lado, tiene componentes para promover mayor ‘excelencia’, beneficiosa para las élites. Por otro lado, apunta a mayor selectividad, jerarquización y mercantilización. Su consecuencia son más dificultades para la graduación universitaria, especialmente, en los estudios de postgrado, perjudicial para las personas con menores recursos económicos. Es un aspecto fundamental del sistema educativo ya que el problema a superar no sólo es la financiación de la reforma universitaria sino corregir la orientación ambivalente de fondo, para impedir la desigualdad de oportunidades para los estudiantes de las clases trabajadoras.

3. ‘Cuestión educativa’ y acuerdo por la enseñanza

          El escrito de Carabaña está enmarcado en la oposición al catastrofismo de la derecha -la escuela va mal, es un fracaso y la responsabilidad es de las reformas comprensivas o igualitarias del PSOE-, que persigue cambios ‘regresivos’ en términos de igualdad: elitismo, mercantilización y refuerzo de la escuela privada para unos, y deterioro de la pública, autoridad y disciplina para otros. Es loable ese objetivo, que aquí se comparte, de combatir ese diagnóstico interesado e impedir los planes de sectores liberales y conservadores. Pero el autor se pasa al otro extremo: la ‘vindicación de la escuela española’, la infravaloración de los problemas –nuevos y viejos- y el simple continuismo de las políticas educativas. Y esa posición no es adecuada para desarrollar las tareas planteadas de refuerzo de la escuela pública, avance en la igualdad de oportunidades, incluso para la mejora de la calidad de la enseñanza y la formación de la mayoría de la fuerza de trabajo: eliminación del fracaso escolar, reducción del abandono escolar prematuro y generalización de las enseñanzas medias, mejora sustancial de la FP media –y la formación continua- e igualdad y calidad en la educación superior.

          A pesar del incremento educativo medio, persiste la desigualdad educativa, no tanto entre sexos cuanto, sobre todo, por la condición socioeconómica y étnica. Se incrementan las distancias –tres tercios y tres niveles educativos- y segmentaciones, con una composición desfavorable para la escuela pública, más heterogénea y con mayores dificultades educativas y sociales. Las diferencias de rendimientos dependen de distintas características personales de alumnos y profesores pero están condicionadas por desiguales circunstancias socioeconómicas, culturales y familiares, como reconocen los estudios PISA. La respuesta debe ser multilateral y exige una reforma progresiva con amplio apoyo social.

          De acuerdo con Carabaña, hay que establecer una coherencia -sin disociación cognitiva- entre los ‘hechos’, la interpretación o representación, las propuestas y las transformaciones. Pero los hechos son más ambivalentes y diferentes a su interpretación. No se trata de culpabilizar a la escuela y menos a la ‘comprensiva’: el profesorado ha hecho ‘lo que ha podido’, pero la escuela es más que la buena voluntad de los docentes. Los problemas educativos se van acumulando y es preciso un nuevo y firme esfuerzo colectivo. En consecuencia, no se pueden minimizar los déficits educativos actuales, la responsabilidad institucional y del sistema educativo y las desiguales condiciones externas –familiares, culturales y del mercado de trabajo- agravadas ahora por la crisis socioeconómica y de empleo. Se debe hacer una ‘representación ajustada’ de la realidad educativa –tal como pretende mi libro citado-. Es difícil conseguir un diagnóstico común de los problemas de fondo y las estrategias a adoptar, dados los diferentes intereses que confluyen en el sistema de enseñanza, la envergadura de los objetivos a conseguir, con los correspondientes medios y financiación, así como por la continuada pugna por la legitimidad política partidista en esta materia -aunque muchos de los problemas educativos son transversales en territorios con gobiernos autónomos de distinta orientación-. Pero la educación se ha convertido en una importante ‘cuestión social’, existe un relativo consenso popular sobre los principales déficits y es posible un impulso social para avanzar.

          No obstante, es insuficiente un diagnóstico que, reconociendo la gravedad o importancia de los problemas educativos, luego sólo avale la continuidad de las políticas educativas y los cambios se queden en la petición del ‘esfuerzo de los alumnos’ o el refuerzo de la ‘autoridad’ de los profesores. En los últimos años se ha generado una ‘alarma social’, a veces confusa, sobre las deficiencias de la educación en España y la actual crisis económica le da mayor relevancia. La cuestión es que existe una fuerte pugna por definir qué aspecto es el más relevante, qué hay que corregir, a quién beneficia más, de quién es la responsabilidad principal y con qué medidas y medios. Ello hace difícil un acuerdo político y social profundo y progresivo.

          El nuevo Ministerio de Educación, consciente de los problemas gubernamentales de legitimidad política en esta materia, ha ofrecido la negociación de un pacto educativo para abordar unas medidas consensuadas que puedan ser creíbles. La primera dificultad es que se priorice el componente de pacto político con las derechas, subordinando las posiciones de los agentes educativos, particularmente, el profesorado y los sindicatos. La segunda dificultad es que el contenido de la propuesta gubernamental reconoce algunos problemas –fracaso escolar, abandono prematuro, deficiencia de la FP- pero es ambiguo en los mecanismos para superarlos, en particular, la financiación2.

          El incremento educativo, con la generalización de las enseñanzas medias y la prolongación escolar hasta los 18 años, de llevarse a cabo, es admitido socialmente, aunque es visto con reticencia con parte del profesorado de secundaria que, sin una ampliación de recursos, contempla con temor la transferencia de esa nueva responsabilidad, precisamente, con el segmento con mayores dificultades educativas. Eliminar el fracaso escolar y garantizar la formación media a ese tercio inferior requiere una estrategia profunda más allá de la simple prórroga de dos años de escolarización, y requeriría una mayor acción compensadora e igualitaria, un refuerzo especial de la escuela pública –para evitar que se concentre en ella este sector y se traslade a la privada el sector más favorecido- y un compromiso social e institucional más amplio.
 
          El primer riesgo de este proceso sería la pretensión de eludir la responsabilidad ‘institucional’ del Estado –administración central y autonómica-, transfiriéndola hacia la propia sociedad: los alumnos y sus familias. La solución novedosa –y antigua- que aparece es aumentar el ‘esfuerzo’ del alumnado. Esa posición liberal es unilateral y puede ser funcional para una parte de familias –acomodadas-, con mayores posibilidades para mantener la prolongación de estudios y las consiguientes ventajas comparativas de sus hijos a través de opciones individuales y privadas, más desiguales. No obstante, dejaría sin apoyo institucional a las clases populares con menores recursos socioeconómicos y culturales ‘individuales y familiares’; es decir, se mantendría gran parte del abandono escolar prematuro y la deficiente calidad de la formación profesional y no se superarían sus desventajas educativas y de promoción profesional. Además, en este contexto de crisis de empleo, con mayores dificultades para una rápida inserción sociolaboral y unas trayectorias laborales seguras y ascendentes, la motivación puede decaer en alumnos de capas populares y la pugna competitiva de las clases medias, mejor colocadas, puede acelerar la segmentación escolar.

          Desde esa posición se desliza el segundo riesgo, de carácter conservador, a evitar: la necesidad de ‘control social’ y disciplina bajo la retórica del refuerzo de la ‘autoridad’ –dominio e imposición- del profesorado, diferente al necesario reconocimiento del mismo y de su autoridad como legitimidad moral, científica y pedagógica y capacidad persuasiva, de liderazgo y de regulación y gestión de conflictos. La solución del mayor esfuerzo estudiantil se combina con el desplazamiento de la responsabilidad hacia el profesorado, al que se le pretender reforzar como autoridad para imponer obediencia, cuando de lo que se trata es de elevar la capacidad comprensiva, racional y crítica de los alumnos, aumentar su implicación, así como afianzar los derechos y deberes cívicos y una convivencia democrática e intercultural.

          No obstante, ese giro ‘autoritario’ tampoco superaría las deficiencias educativas y agravaría la marginación de ese tercio y las tensiones en la escuela. En ese sentido, la opción alternativa es el apoyo, formación, reconocimiento, incentivación y excelencia del profesorado, así como mecanismos especializados –didácticos, psicopedagógicos, de análisis social, de planificación escolar y de gestión de conflictos-, una mayor participación de la comunidad educativa y el reparto más equilibrado de las sobrecargas educativas entre los centros y redes escolares.

          Por consiguiente, la posición de trasladar la responsabilidad principal al alumnado o al profesorado –con similares recursos y supuestamente con mayor autoridad- no permitiría la superación de los problemas educativos. Quedaría en una falsa solución, que podría gestionar y reducir parcialmente la ‘alarma social’, pero sin garantizar la mejora sustancial de la educación y, a medio plazo, se podrían consolidar las brechas sociales y educativas.

          La ‘politización’ de la enseñanza refleja una doble dinámica: por un lado, están las demandas populares, de movimientos estudiantiles, agentes educativos y el sindicalismo con una orientación ‘progresiva’ y de oposición a la ‘desigualdad’ y las medidas selectivas y jerarquizadoras; por otro lado, están los poderes económicos y eclesiásticos y las capas medias y altas, partidarios de la diferenciación escolar. Los gestores institucionales, estatales y autonómicos, y los poderes políticos –partidos de gobierno-, están condicionados por ese conflicto de intereses y tienen dos objetivos básicos: la gestión del poder y su legitimación social. La credibilidad social se consigue no sólo creando expectativas positivas sino dando pasos efectivos en esa orientación de progreso.

          La lógica dominante de cada categoría social, basada en su interés inmediato, tiende a ser la de excluir la propia responsabilidad en la existencia de problemas y sólo admitirlos –incluso su gravedad- cuando se puede disociar de su gestión y responsabilidad y achacársela a otros –otro partido, institución o etapa educativa- o directamente a los individuos, con lo que la solución se les traslada bajo su responsabilidad. Es el caso de las propuestas, de raíz liberal y conservadora, de exigencia de mayor esfuerzo, rendimiento y autoridad: la responsabilidad individual se dirige a los alumnos desde una mayor obediencia, no de mejores condiciones y motivaciones. El cambio educativo vendría de los alumnos, de su mayor esfuerzo individual, pero los más afectados son los que mayor apoyo y motivación necesitan. La otra responsabilidad de la solución se dirige hacia los profesores, con su correspondiente reticencia a convertirse en el eslabón principal del esfuerzo adicional sin el correspondiente apoyo. Igualmente, se plantea el cambio de actitud de las familias hacia un mayor apoyo educativo, aunque también hay diferencias: las acomodadas ya lo hacen –con menor esfuerzo comparativo al tener recursos económicos y académicos suficientes-, y si las de las clases populares no pueden –o no saben- dedicar más recursos, allá ellas. Se cierra el círculo de la reproducción de la desigualdad con el traslado del fracaso a los individuos.

          Esa posición de echar la responsabilidad principal a alumnos, familias o profesores no permite ampliar el necesario apoyo institucional a la escuela, mejorando las políticas educativas. Con esa lógica, la escuela-institución no tendría que cambiar, ni invertir más recursos de todo tipo; ni tampoco habría que modificar las condiciones externas, la segmentación y precariedad laboral y el paro que frustran las trayectorias de inserción laboral a un empleo de calidad y seguro.

          En consecuencia, como se deduce de Carabaña, si la escuela va bien no hay que hacer mejoras; o si sólo existe ‘alarma social’, sin problemas reales, la solución es de ‘comunicación’: conseguir que la conciencia social admita que no hay problemas educativos graves y se ‘desdramatice’ la cuestión educativa... hasta que vuelva a aparecer públicamente. No obstante, la persistencia de esas dificultades educativas también condiciona, por un lado, la calidad de la fuerza de trabajo y, por tanto, la productividad de la misma y, por otro lado, la integración y cohesión social. Hay un diagnóstico y una respuesta compartida por la mayoría de fuerzas políticas, económicas y sociales sobre la importancia de la educación para alcanzar esos objetivos y, particularmente, la vinculación de la formación con el empleo. La diferencia de fondo es sobre qué exactamente va mal, las prioridades respecto de la igualdad, la responsabilidad institucional y los medios aplicados; todo ello poniendo los recursos imprescindibles –institucionales, humanos, pedagógicos y de financiación-.

          En ausencia de una adecuada política educativa, los distintos sectores sociales perciben esa realidad y la afrontan como pueden, en el ámbito individual y familiar. No se pueden obviar las respuestas particulares adoptadas, ante esa insuficiencia institucional del sistema educativo, por las familias con sus propios recursos que son desiguales y cómo la pretenden corregir. Así, existe una diferenciación de las ‘oportunidades’ de los tres tercios sociales. Las clases medias ven funcional, por una parte, la ‘selectividad relacional’ de la enseñanza privada, sin preocuparse del deterioro de la pública y, por otra parte, se aseguran –por sus mayores capacidades financieras- la prolongación y selectividad de los estudios superiores. Las clases trabajadoras ven con preocupación el deterioro de la escuela pública y la dificultad añadida para la graduación superior. A nivel individual les quedan la opción de mayor esfuerzo adicional –posición competitiva-, o bien, una posición reactiva ante el descenso social -rechazo defensivo, impotencia o simple pasotismo-.

          Por tanto, el sistema de enseñanza debe mejorar y adecuarse para afrontar la gravedad de los déficits educativos que, en gran medida, vienen de fuera: la desigualdad socioeconómica y cultural externa, la fragilidad de la economía y el modelo laboral precario y segmentado con poco empleo cualificado, la fuerte inmigración con mayores necesidades de integración sociocultural. Las medidas de política educativa pueden ser relativamente impotentes o con poco éxito si no se produce, paralelamente, un cambio sociolaboral, económico y cultural en la sociedad. En todo caso los esfuerzos sociopolíticos e institucionales deben ser consistentes y continuados. Y el debate público necesario.

          El horizonte principal de las políticas educativas, junto con una adecuada preparación para el empleo, hoy todavía más, debe ser la ‘igualdad’ y una buena integración social y cívica. Las prioridades de las medidas y la ‘calidad’ de la enseñanza deben vincularse a esa igualdad de oportunidades en las trayectorias educativas: eliminar el fracaso escolar, mejorar la FP, reforzar la escuela pública como factor igualitario de integración en la sociedad y garantizar los estudios superiores para las clases trabajadoras. Todo ello reforzando otros componentes igualitarios fundamentales como la laicidad, la convivencia democrática e intercultural y la superación de las dificultades que todavía perviven para una buena coeducación y una completa igualdad entre los sexos.

          En ese sentido, el documento confederal de CCOO sobre consideraciones y propuestas ante el pacto educativo, con propuestas concretas en esos ámbitos y exigencia de una adecuada financiación, es un buen punto de partida.


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Notas valorativas a propósito de la Lección inaugural del curso académico 2009-2010, en la Universidad Complutense de Madrid, del profesor de Sociología de la Educación Julio Carabaña, titulada “Una vindicación de la escuela española”. El tema tiene especial interés dada la relevancia de este sociólogo, su tradicional mirada rigurosa y desde la izquierda y el foro en que se ha expuesto, así como el marco actual de elaboración de propuestas sobre nuevas medidas educativas.

2 El acuerdo de financiación autonómica significa el aumento progresivo, hasta el año 2013, del 0,8% del PIB para gasto social –sanidad, dependencia, servicios sociales y educación-, y está  vigente con pequeños reajustes hasta el año 2017; el déficit del gasto público educativo se sitúa en dos puntos del PIB, pero su incremento sustancial tiene poco margen ya que no está contemplado en las previsiones del Gobierno para los próximos años, preocupado por el control del déficit público. Por tanto, un acuerdo educativo consistente exigiría un nuevo impulso fiscal y presupuestario.

Antonio Antón es profesor de Sociología de la Educación en la Facultad de Formación de Profesorado y Educación. También es miembro del Observatorio social de la Educación de la Fundación 1º de Mayo.