Antonio Antón
Respuesta masiva, intensa y prolongada
(14 de febrero de 2012)

El Gobierno del PP ha aprobado y pretende imponer, con su mayoría parlamentaria, una reforma laboral profundamente regresiva: abarata y facilita el despido, recorta derechos y condiciones laborales, precariza el empleo y debilita la regulación laboral y la negociación colectiva. Sus objetivos son dobles: por un lado, la subordinación de trabajadores y trabajadoras, el abaratamiento de los costes laborales y asegurar una inserción laboral en la inseguridad, y, por otro lado, el incremento de los beneficios empresariales y el fortalecimiento de la capacidad empresarial para disponer arbitrariamente de las personas empleadas y en paro. El resultado es un fuerte desequilibrio en las relaciones laborales: por una parte, mayor indefensión para las capas trabajadoras y marginación de sus representantes sindicales, y por otra parte, mayor poder y control empresarial.

Lejos de constatar el fracaso de las anteriores reformas laborales para crear empleo, asegurar su calidad y atender las demandas ciudadanas de superar el paro y garantizar la protección al desempleo, esta contrarreforma laboral del PP profundiza su contenido regresivo y desarrolla su impacto antisocial.

Facilita y abarata el despido, empeora las condiciones laborales y precariza el empleo

Es una reforma ‘completa’ porque impone un retroceso en los tres ámbitos fundamentales: facilita un despido más barato; empeora las condiciones laborales de los empleados marginando la negociación colectiva, y crea nuevos tipos de contratación más precarios. Se generaliza la flexibilidad externa, en la entrada y la salida del mercado de trabajo, y se añade mayor flexibilidad interna, reduciendo las garantías laborales. Se refuerza el poder discrecional de la jerarquía empresarial, y se profundiza la ‘inseguridad’ para la gente trabajadora.

Primero, reduce drásticamente la protección del empleo al facilitar y abaratar el despido. Tiende a generalizar el despido procedente objetivo, con 20 días de indemnización por año trabajado y un máximo de doce mensualidades. Elimina la protección del contrato indefinido ordinario (45 días y 42 mensualidades) y a partir de ahora lo convierte en el indefinido de fomento del empleo (33 días y 24 mensualidades). Facilita el despido colectivo a través de los expedientes de regulación de empleo, eliminando la necesidad de autorización administrativa previa y la consiguiente participación y negociación de los representantes de los trabajadores. El empresario aduciendo causas económicas, productivas, técnicas o de organización puede decidir libremente la rescisión de contratos de trabajo. Y para que no haya dudas jurídicas establece que un descenso de ventas o beneficios durante tres trimestres es motivo suficiente.

Segundo, empeora las condiciones laborales de trabajadores y trabajadoras y debilita la regulación colectiva. Posibilita la inaplicación de los convenios colectivos y el descuelgue empresarial, con reducción de salarios, cambio de jornada y horarios, movilidad funcional y geográfica. Esta ‘modificación sustancial de las condiciones de trabajo’ requiere la consulta a una representación de trabajadores de la empresa (o de la comisión negociadora del convenio sectorial), pero en caso de desacuerdo dictamina la correspondiente comisión de arbitraje, ajena mayoritariamente al sindicalismo. Además, el empresario, puede imponer arbitrariamente y bajo amenaza de despido procedente objetivo, una modificación colectiva (en torno al 10% de la plantilla) de esas condiciones cuando se den esas circunstancias.

Tercero, crea unas figuras de contratación subvencionada, especialmente precaria. El nuevo  ‘contrato indefinido de apoyo al emprendedor’ sólo tiene el nombre de indefinido; es un cambio nominal para rebajar las estadísticas de temporalidad y dar apariencia de que se amplía el empleo estable. Pero es sólo un cambio nominal. Ese contrato es más precario incluso que el temporal. El empresario lo puede rescindir durante el primer año –de prueba- sin ningún motivo ni indemnización por despido improcedente (el temporal tiene ocho días). Por otra parte, se desarrollan el contrato a tiempo parcial y el contrato de aprendizaje y formación, dirigidos sobre todo a jóvenes, con fuertes subvenciones para abaratar su coste a los empresarios (a cargo de la Seguridad Social), pero sin garantías de su continuidad. Se crea un segmento todavía más bajo y más inestable e inseguro. Se impone un proceso de inserción profesional a los jóvenes basado en la indefensión y la precariedad laboral. A falta de creación de empleo neto, a corto y medio plazo los nuevos contratos de infra-empleos y con pocos derechos irían sustituyendo a personas con contratos con mayor estabilidad y protección. En perspectiva, supone la ampliación de la contratación precaria y la reducción de la estabilidad laboral.

Este plan de incentivación a los nuevos contratos tiene otro efecto perverso. También segmenta a los propios desempleados, favoreciendo la contratación de los que reciben prestaciones de desempleo (y cuanta más alta y más tiempo mayores beneficios para el empresario al que revertiría el 50% de su prestación). Tiene la lógica de reducir el gasto público en prestaciones de desempleo en el 25% (el nuevo contratado seguiría recibiendo el 25% como incentivo para la búsqueda de empleo). La cara principal es que condena a unos cuatro millones de desempleados y a los jóvenes sin empleo previo a un paro prolongado y sin apenas protección social.

En definitiva, esta reforma laboral no tiene ningún plan de creación global de empleo neto, y facilita una reestructuración de plantillas hacia un mercado de trabajo más barato y dócil. Empleos más estables disminuyen su protección para sustituirlos por nuevos contratos más precarios. Se somete a la gente joven y desempleada a una vida laboral estancada, de paro y precariedad. Por tanto, frente a los discursos oficiales, no crea empleo sino que pretende sustituir unos contratos, hasta ahora con mayores derechos de protección, por otros precarios. Tampoco frena la dualidad del mercado de trabajo, sino que empeora las condiciones de los distintos segmentos e incrementa la inseguridad y desprotección de los nuevos empleos, particularmente, los destinados a jóvenes. Su apuesta es consolidar la capacidad empresarial de control social y productivo, mediante la coacción y reglas autoritarias para garantizar la subordinación e impotencia de la gente trabajadora.

No crea empleo, prolonga la crisis y perjudica a la mayoría

Su justificación oficial es la creación de empleo, aunque se diluye en el tiempo y aparece condicionado. Así, sin mucha convicción y acompañado por otras reformas estructurales (financiera y presupuestos restrictivos), se considera un medio imprescindible para generar un nuevo periodo de expansión económica, la condición necesaria para salir de la crisis económica. Cuando menos, ese pronóstico es dudoso. Probablemente, va a contribuir a la prolongación de la crisis, la contracción económica y, sobre todo, el empeoramiento de las condiciones de empleo, laborales y de vida de la mayoría de la sociedad. Estos efectos son claros a corto plazo. Pero, no hay que descartar la persistencia de esta situación a medio plazo con estancamiento del empleo y menor protección social: continuidad de un paro masivo, ampliación de las capas trabajadoras precarias y baratas con mayor incertidumbre socioeconómica, mantenimiento de una estructura productiva frágil y de baja cualificación, recortes del Estado de bienestar, probabilidad de un fuerte descontento popular y dificultades para la cohesión social.

Estos ‘sacrificios’, esta contrarreforma laboral del PP, tendrían todavía menos legitimación ya que se diluiría la credibilidad que todavía pueden contar en un parte conservadora de la sociedad española. Su apoyo electoral e institucional actual no le avala ahora, y menos indefinidamente, para continuar con esta vía antisocial. El desacuerdo popular a recortes sociales fundamentales, como el abaratamiento del despido, es mayoritario. La oposición social y sindical frente a estos retrocesos laborales es ya muy amplia (según la encuesta de Metroscopia –El País 12-2-2012- realizada antes de saber el fuerte impacto ‘agresivo’ de la reforma laboral, el 46% de la población -67% de los votantes del PSOE- estaría de acuerdo con la convocatoria de una huelga general).

En la medida que sus efectos oficiales positivos no se confirmen, pueden aparecer ante la ciudadanía sus objetivos implícitos y percibirse sus consecuencias negativas. Este plan de fuerte ajuste y austeridad se vería resquebrajado. La amplitud y la consistencia de esa conciencia ciudadana de rechazo es la condición para el cambio. Supone la activación del movimiento sindical y la ciudadanía indignada para hacer valer las críticas y alternativas y demostrar su carácter injusto y engañoso. Por tanto, es imprescindible un impulso intenso y prolongado de concienciación y movilización social para hacer reversible esta contrarreforma (y las dos anteriores) y conseguir su abolición.

El desarrollo de la indignación ciudadana y el conflicto social puede socavar la legitimación de la nueva élite política de las derechas y su política de austeridad. Las propias élites económicas e institucionales pueden incluso desconfiar en sus pronósticos de reactivación a medio plazo. El engaño, incluso respecto de su propio programa electoral, y la visualización de estas medidas como medio para imponer una dinámica no solo injusta sino además ineficaz para el conjunto de la sociedad, añadiría una fuerte pérdida de su credibilidad. Aparecerían públicamente sus intereses: incrementar los privilegios de los poderosos a costa de la mayoría de la ciudadanía. Ni interés general, ni bien común. Retroceso colectivo, perjuicio para la mayoría y, particularmente, bloqueo para las expectativas ascendentes de la gente joven.

Pero parece que ante esa dinámica de desvertebración social y/o indignación ciudadana, la opción conservadora que se dibuja es reforzar la autoridad y los mecanismos de coacción de la jerarquía empresarial, someter a la población a una fuerte socialización en la precariedad laboral, debilitar los mecanismos sociales de defensa sindical y representación colectiva, neutralizar la expresión colectiva del descontento ciudadano, marginar las opciones progresistas y de izquierda.

Prolongación de la crisis y desequilibrio en las relaciones laborales

Esta agresiva contrarreforma de las derechas (PP y CIU) profundiza el retroceso laboral impuesto por las dos reformas del Gobierno socialista anterior: la reforma laboral de junio de 2010, con el abaratamiento del despido, y la reforma de la negociación colectiva de julio de 2011, con el debilitamiento de la capacidad contractual de los sindicatos. En su conjunto es un recorte generalizado de las garantías colectivas e individuales de trabajadores y trabajadoras, una marginación del sindicalismo en la regulación de las relaciones laborales, un incremento del poder empresarial.

Se basa en la lógica liberal de culpabilizar de la crisis y el paro a los trabajadores y sus derechos: salarios, protección social y regulación colectiva. Su opción para ellos es clara: abaratamiento, inseguridad e indefensión. Tratan a aprovechar el desempleo masivo para intentar trasladar la responsabilidad de la ausencia de puestos de trabajo decentes a las personas empleadas y crear una brecha social interesada. Pretenden justificar la austeridad salarial y los sacrificios laborales de la gente empleada como imprescindible para crear empleo o evitar su destrucción. A los empresarios se les garantiza una mano de obra más dócil y barata y una flexibilidad casi total para la adecuación de sus plantillas (despedir, contratar en precario, disponer libremente), y eso les incrementa los beneficios; sin embargo, no es suficiente para asegurar el crecimiento económico y del empleo.

La realidad de estos años ha demostrado que es la actividad económica, las perspectivas de la demanda y el consumo, el factor determinante para la inversión y la creación de empleo. Y en condiciones de pérdida de poder adquisitivo de los salarios, mayor inseguridad del empleo e, incluso, menor cobertura protectora a las personas desempleadas, la incertidumbre económica se mantiene, y se retrae la producción de bienes y servicios. Además, la otra variante de la austeridad, la del gasto público y social, amplía la contracción económica e impide la necesaria vía de la inversión pública con una reforma fiscal profunda y progresiva.

Por otro lado, esta política liberal-conservadora, amparada por las instituciones europeas (UE) e internacionales (FMI), al priorizar la reducción del déficit público y la deuda pública y no ofrecer un plan global de reactivación económica y mutualización de los riesgos de la deuda, no permite vislumbrar a medio plazo (dos/tres años) el cambio hacia un crecimiento significativo del empleo. Así, las condiciones de penalidad y pérdida de derechos laborales van a beneficiar la acumulación de beneficios empresariales, pero tampoco van a facilitar la creación de empleo. En el medio plazo junto con altas tasas de paro se puede conformar un mercado de trabajo más barato, precario y vulnerable. Además, la intensidad del trabajo en las empresas ya es alta, tanto en los segmentos cualificados cuanto en los semicualificados y no cualificados. La mayor subordinación de la mano de obra y la mayor presión empresarial tampoco van a aportar avances relevantes en términos de mayor productividad de la fuerza de trabajo. Hay incluso nuevos mecanismos selectivos, como la posibilidad de despido objetivo (20 días por año) para las personas con enfermedad común con una acumulación de bajas de más de doce días en dos meses (y menos de veinte). Una cosa es eliminar el fraude real, pero esa contención del absentismo es vergonzosa y contraproducente

El abaratamiento de costes salariales y la flexibilidad laboral pudiera beneficiar, parcialmente, a las empresas exportadoras al ser más competitivas en el extranjero. Algunas de las multinacionales españolas podrían aumentar fuera su cuota de mercado. Pero resulta que la mayoría de esas empresas industriales y de servicios utilizan una mano de obra cualificada o semicualificada y esas medidas de precarización tendrían efectos contraproducentes para su motivación y productividad. La gran mayoría de empresas dedicadas a la demanda interna no conseguirían ninguna ventaja comparativa. Este plan tampoco mejora la ‘competitividad’ de la economía española. Esa política de ‘deflactar’ costes laborales y deteriorar las condiciones laborales de las personas empleadas, amplificada por la contracción del gasto público, disminuirá el consumo global privado y público y, por tanto, la actividad económica y el empleo. Esta reforma regresiva no crea más riqueza y beneficios, sino que el conjunto de la sociedad, el total de los propios empresarios y el capital, tendrán menos a repartir. La opción subyacente es favorecer una redistribución de la renta de los asalariados a los empresarios, un crecimiento de la desigualdad, ya iniciado estos años. No obstante, la consecuencia real más significativa es que no asegura que el conjunto de la tarta sea mayor sino menor. Así, esa perspectiva económica tampoco es funcional o positiva para los propios inversores y emprendedores ya que no garantiza a medio plazo la devolución de las deudas privadas y públicas ni un crecimiento sostenido y suficiente de las rentas del capital y los beneficios empresariales. Sólo permite una destrucción más fácil y barata de tejido empresarial más improductivo, a costa de mayor desempleo. Por tanto, son otros los parámetros para ganar competitividad: desarrollo tecnológico, inversión pública, cualificación. Y de todo eso no hay nada.

Una respuesta contundente hasta su abolición

Este plan conservador es injusto, bloquea las expectativas de la gente joven y parada, crea nuevas brechas sociales e incrementa la inseguridad y la fragmentación social, particularmente de las personas más débiles y de origen inmigrante. Pero, además, es un proyecto vulnerable. No ofrece una salida satisfactoria a una crisis dura y prolongada. La expectativa del supuesto ‘cambio’ liberal, de la relativa confianza de una parte de la sociedad en la política de ajuste y austeridad para salir adelante, puede transformarse en nueva frustración, reforzada por el sentimiento de engaño. Añadida a la acumulación del deterioro social y la falta de salidas se puede profundizar la indignación ciudadana. El problema de falta de confianza en la clase política se puede transformar a medio plazo en una menor legitimidad del poder político dominante. Tras esa falsa ilusión en una salida equilibrada, promovida desde esta política y todavía amparada por la legitimidad electoral reciente y mayoritaria, puede crecer la indignación popular y ciudadana y forzar otra política progresista y solidaria. 

No se puede adivinar la evolución futura de estas tendencias contradictorias. En todo caso, hay que destacar los riesgos y la vulnerabilidad de este plan liberal-conservador de gestión de la crisis. Y que puede frenarse y empezar a desactivarse desde este momento. El horizonte es deslegitimarlo ante la mayoría social, rechazar la resignación, expresar colectivamente la indignación ciudadana, impedir que se consolide y promover su cambio. Es una tarea que atañe a todas las izquierdas, el movimiento sindical y los sectores progresistas y que exige su reafirmación y renovación.

El objetivo inmediato es la rectificación de este plan de austeridad, impedir la fuerte regresión de esta contrarreforma, evitar un panorama de precariedad y sumisión de las clases trabajadoras y de fuerte desequilibrio en las relaciones laborales.

La apuesta sindical y social debería ser afianzar la indignación popular y convertirla en una poderosa fuerza de cambio. Para ello son necesarias la amplitud de miras, la unidad y la determinación. Se trata de una respuesta masiva, firme y continuada en estos próximos meses. Supone la reafirmación de la izquierda social, la ciudadanía indignada  y el sindicalismo.

El día 19 de febrero, con las grandes manifestaciones con el NO a esta reforma laboral, es el inicio para echarla abajo (junto con las dos anteriores). Para impedir la aprobación definitiva de esta contrarreforma y evitar los nuevos planes restrictivos de gasto público y prestaciones y derechos sociales, los próximos meses sería necesaria una movilización intensa y contundente. No hay que descartar un proceso que culmine en una huelga general, con apoyos suficientes y una gran legitimidad entre la ciudadanía. No es fácil, empezando por la propia fragmentación y fragilidad de las fuerzas del trabajo, así como por la poca conflictividad laboral. Se trata de hacer pedagogía, persuadir a sectores amplios de la sociedad, ofrecer credibilidad para frenar esta involución, abrir una esperanza de cambio efectivo. Y en todo caso, ganar legitimidad social, conformar un bloque social crítico y alternativo por una gestión de la crisis más justa y equitativa. Ello exige firmeza, liderazgo, continuidad y mirada amplia. Todos los partidarios de la igualdad y la justicia social debemos estar a la altura de este reto histórico y estratégico.
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Antonio Antón es profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.