Antonio Cano Orellana

Economía y sostenibilidad en las grandes
aglomeraciones urbanas
(Página Abierta, 155-156, enero-febrero de 2005)

Recientemente ha sido publicado el estudio Economía y sostenibilidad en las grandes aglomeraciones urbanas. Aproximación al cálculo de la huella ecológica de Sevilla y su área metropolitana, de Antonio Cano Orellana, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla (Sevilla Global,  agencia urbana de promoción económica del Ayuntamiento de Sevilla, 316 páginas, 12 euros). Reproducimos a continuación la intervención del autor en la presentación de esta obra, que tuvo lugar en Sevilla el pasado 9 de noviembre.

Quiero aprovechar estos minutos para reflexionar sobre algunos aspectos relacionados con las ciudades actuales, sobre cómo están concebidas, qué prácticas tienen lugar en ellas, cuál es su relación con el entorno físico sobre el cual se asientan. No voy a imaginar la ciudad del futuro, quiero pensar sobre la ciudad del presente. Decía Lewis Mumford que la ciudad constituye la obra más perfecta del conjunto de las realizaciones humanas. Sin embargo, este maravilloso producto humano se ha visto enturbiado en su desarrollo, al menos en los últimos dos siglos, por lo que Isaiah Berlin, basándose en una sentencia de Inmanuel Kant, tituló El fuste torcido de la humanidad. Kant decía que «con madera tan torcida como de la que está hecho el hombre no se pude construir nada completamente recto».
Dos factores han conformado –comentaba Berlin–, en mayor grado que todos los demás, la historia humana en los últimos cien años. Uno es el progreso de las ciencias naturales y de la tecnología. El otro, las tormentas ideológicas que han alterado la vida de prácticamente toda la humanidad.
Pues bien, en este contexto podríamos situar la evolución que han vivido los asentamientos humanos en el transcurso de estos años.
El advenimiento de la sociedad industrial y los avances técnicos y científicos que la acompañaron, así como la consolidación de una racionalidad sesgada que se inclinaba hacia lo pecuniario y hacia la versión más egoísta del antropocentrismo, animaron el desarrollo de los nuevos asentamientos humanos, su estructura y funcionamiento.
El imperativo de la técnica y de la racionalidad económica ha marcado de forma sustancial la idea de ciudad que se ha ido fraguando a lo largo de este periodo histórico.
Hace unos pocos días, exactamente una semana, tuvo lugar un acontecimiento que ha despertado una inusitada expectación entre nosotros: las elecciones a la presidencia en EE UU. Un interés que se justifica porque se percibía que el resultado de estas elecciones iba a influir de forma decisiva en el panorama mundial de los próximos años.
La contienda electoral se producía en la “primera potencia económica mundial”, como así se la define. Y esto es algo que nadie parece discutir. Sin embargo, a nada que fuésemos un poco exigentes en la descripción, y sin el ánimo de discutir la hegemonía económica y militar que hoy le es otorgada, tendríamos que matizar este poder en dos sentidos al menos. En primer lugar, la primera potencia económica mundial soporta el déficit comercial más elevado del mundo. Tiene la lista de acreedores más amplia que cualquier otro país del planeta. En segundo lugar, la riqueza monetaria que acumula, en buena medida, es el resultado de su potente industria armamentística. Las bombas que lleva recibiendo durante más de un año la población iraquí, paradójicamente, hacen más “ricos” a los ciudadanos norteamericanos por término medio.
Los más de 100.000 muertos iraquíes y los alrededor de 2.000 entre las tropas de ocupación y el resto de población extranjera suponen, junto al drama social, ¡una fuente de riqueza económica!
Guardando las distancias, el desastre del Guadiamar, por los vertidos de Boliden Aprisa S. L., o la regeneración de las más de 26.000 hectáreas de bosque que han ardido este verano también son contabilizados como riqueza monetaria, forman parte del producto generado en el territorio de referencia. Paradójicamente, la pérdida de corteza vegetal y de los ecosistemas asociados, ¡este importante coste ambiental!, aparecerá como ingreso en las cuentas nacionales y regionales.
¿Por qué cuento todo esto? Porque la racionalidad a la que me refería al principio se apoya en un instrumental que, como puede apreciarse con estos ejemplos, resulta insuficiente para proporcionar una medida de cuál es el alcance del daño de las prácticas humanas actuales. Es por esto por lo que los grandes agregados monetarios (PIB, VAB, RN...) usados como barómetro de bienestar social, más que aclarar velan, más que dar pistas despistan.
Constituyen, por tanto, un obstáculo importante para una mejor aprehensión de la realidad, para una mayor conciencia de nuestros límites y para una planificación pública adecuada en el sentido de la sostenibilidad.
Se requieren, en consecuencia, nuevos instrumentos de medida acordes con los retos del mundo actual. En este sentido, se han producido tímidos avances, pero las inercias son muy fuertes y el lugar que ocupan en los análisis estas nuevas herramientas de medida es aún reducido. Estoy convencido, no obstante, de que, más temprano que tarde, terminarán siendo generalmente aceptados y aplicados.
Uno de estos instrumentos es la huella ecológica, que es el utilizado en este trabajo que hoy se presenta. Es un instrumento modesto pero muy potente como mecanismo de comunicación. Constituye, también, una herramienta extraordinariamente útil para establecer criterios que ayuden a la planificación de la sostenibilidad.
Muy brevemente, y sin querer abrumar con muchos datos y cifras, voy a aterrizar e ilustrar con algunos ejemplos la evolución de la aglomeración urbana de Sevilla, lo que podría constituir su demarcación metropolitana, y algunos de los efectos indeseables asociados a su desarrollo (quien tenga interés puede visitar las páginas del libro, donde se abunda más en ellos). Insisto, no quiero ser unilateral y desconsiderar aspectos positivos, que sin duda los hay, asociados a esta evolución. Deseo, en este momento, porque creo que es lo más prioritario, centrar la atención en los límites, en los errores asociados a estos cambios. Con el ánimo, sincero, de ayudar, aunque sea modestamente, a rectificar y mejorar lo existente.
La Aglomeración Urbana de Sevilla es la aglomeración más importante de Andalucía en cuanto a volumen de población y concentración de actividades productivas y de consumo. Concentra más del 66% de la población provincial en tan sólo el 9,9% del territorio provincial. Con una densidad (habitantes por kilómetros cuadrados) diez veces superior a la media andaluza. Una población que se asienta en una zona extraordinariamente frágil y, desde el punto de vista ambiental, excepcionalmente rica: la cornisa del Aljarafe y las márgenes del Guadalquivir, ya próximo a su desembocadura.
El proceso de urbanización y de crecimiento de la ciudad central, como ha ocurrido en otros lugares, se apoya en un crecimiento externo, se extiende como mancha de aceite y va ocupando más y más territorio, absorbiendo localidades limítrofes. En este contexto, la aglomeración urbana de Sevilla se ha ido expandiendo ocupando estas zonas hasta llegar a colmatarla casi en su totalidad (mirada desde Puebla del Río a Santiponce). En los últimos treinta años, mientras la población de la aglomeración se ha multiplicado por 1,5 veces, la superficie construida se ha multiplicado por diez. La puesta a disposición del mercado, la puesta en valor monetario, de estos espacios supone un riesgo y un deterioro de los espacios más frágiles y el sacrificio de enclaves que se encuentran entre los más fértiles del territorio español, con una extraordinaria capacidad para generar biomasa útil para satisfacer las necesidades alimentarias de la población.
Al mismo tiempo, han animado el desarrollo de prácticas especulativas que ha elevado artificialmente el precio del suelo y de la vivienda (cuando el objetivo de las viviendas pasó a ser, no la ocupación, sino su valor como inversión o la especulación), dificultando el acceso a ellas sobre todo de los más jóvenes, cuando, por ejemplo, alrededor del 35% de las viviendas del centro de la ciudad de Sevilla están desocupadas.
Sin embargo, a pesar del daño ocasionado y la fuerte presión sobre el entorno físico que se ha producido y se sigue produciendo, aún continúa la expansión metropolitana, seguimos pensando en el dragado de la cuenca del río (ría en estas demarcaciones), en la instalación de centrales de ciclo combinado, etcétera.
Extensión, por otra parte, asociada a un aumento notable de la movilidad, una de las mayores preocupaciones en la gobernabilidad de las metrópolis actuales, que se traduce en más de 200.000 desplazamientos diarios de media entre el resto de la aglomeración y la ciudad central y más de 2 millones en el interior de esta última (1).
Asistimos, además, a un consumo creciente de recursos derivados de esta creciente movilidad y del modelo urbanístico actual, en el que sigue primando el dogma de la baja densidad, la edificación dispersa y un tipo de edificación con materiales absolutamente inadecuados desde el punto de vista bioclimático. Esto último, por ejemplo, ha favorecido que el consumo de electricidad de la aglomeración, que representa más del 72% de consumo provincial, se haya duplicado en los últimos 15 años. 
Esta ocupación del territorio (2) va asociada a una extraordinaria dependencia del exterior para satisfacer los requerimientos de consumo de la población de la aglomeración. A mediado de los años ochenta, según las Tablas Input-Output de la provincia de Sevilla –que, por cierto, no han vuelto a publicarse–, el 80%  de los requerimientos de materiales y energía demandados por la aglomeración metropolitana procedía del exterior.
La huella ecológica, esto es, la cantidad de superficie bioproductiva necesaria para satisfacer los requerimientos de consumo y absorber los desechos generados por la población del Área Metropolitana de Sevilla, es de 7,1 hectáreas por habitante (el equivalente a diez campos de fútbol). En términos absolutos, necesitaríamos una superficie de casi 58 veces la existente. Una superficie tan extensa como todo el territorio andaluz.
Resulta obvio, a partir de estos resultados, que esta situación, además de éticamente poco aceptable y económicamente inviable, es, sin duda, ecológicamente insostenible.
Junto a los obstáculos que enuncié anteriormente hay uno más que puede constituir una de las principales resistencias a los cambios que se me antojan imprescindibles. Estoy refiriéndome a la débil conciencia social e institucional del fenómeno que he tratado de esbozar con la brevedad que el tiempo de que disponemos impone.
Asistimos a una especie de esquizofrenia en el sentido de que, si bien la sensibilidad ambiental parece haberse instalado en el discurso, las prácticas que tienen lugar se orientan, en más ocasiones de las que serían deseables, en un sentido opuesto.
Nos encontramos, por una parte, ante un conflicto de valores, con repercusiones sociales y ambientales, a mi criterio, claras.
Unos valores que se orientan, por lo general, a favor del crecimiento cuantitativo: nos inclinamos más por el tener que por el ser; de prácticas extraordinariamente despilfarradora de recursos, en muchos casos escasos; de la movilidad, como manifestación de la “libertad individual” (con fuerte hegemonía del automóvil), frente al criterio de la proximidad; de pautas de comportamientos que transitan alejadas del sentido del límite y de los principios de solidaridad y responsabilidad; de una mercantilización, a mi entender exagerada, de una parte importante de las actividades humanas.
Valores en abierta confrontación con los ideales de solidaridad, respeto al medio ambiente físico y al resto de seres vivos con los que cohabitamos, justicia social, etcétera, que están arraigando en sectores importantes de la población, especialmente en las generaciones más jóvenes.
Por otra parte, estamos habituados a presenciar unas prácticas políticas, provenientes de las distintas Administraciones públicas, que conciben la ciudad como un bien económico más. Y, por tanto, susceptible de ser puesto en valor monetario. Que miran más hacia fuera que hacia dentro. Que expresan una preocupación mayor por su proyección hacia el exterior que por procurar una “buena vida” a sus habitantes.
Actuaciones que siguen atadas al imperativo mercantilista. Se sigue apostando por el “crecimiento durable y sostenido” (en palabras del ministro Solbes) como la vía principal hacia la prosperidad y el “progreso”.
Considero que ha llegado el momento de superar la notable torpeza  existente en la sociedad y en las instituciones públicas, a las que hay que exigir mayor responsabilidad en comprender estos asuntos.
Es preciso reclamar la lucidez de la que hizo gala el centenario Cervantes. La lucidez que discute verdades reveladas, que quizás no lo sean tanto. Sentir el dolor de la lucidez, hacernos más conscientes de la realidad que nos rodea. El dolor que sintió Cortázar cuando, evocando algún lugar de la calle Corrientes, concibió Rayuela.
______________

(1) Cuya fiel imagen la representa la saturación permanente de las vías de acceso a Sevilla (Puente del V Centenario, Puente de las Delicias, Puente del Patrocinio...) Iniciativas como la SE-40, más que resolver el problema, pueden estimular –de hecho ya lo está haciendo antes de estar construida– la ocupación de suelo sacrificando paisajes rurales de alto valor cultural y ambiental, así como intensificar la movilidad.
(2) En Castilleja de la Cuesta, por ejemplo, alrededor del 98% de su superficie municipal es urbana o urbanizable.