Antonio Cano Orellana
Nuevos desafíos del medio rural
(Página Abierta, 175, noviembre de 2006)
La idea de ruralidad se ha ido modificando con el tiempo. La creciente urbanización de la población y la extensión de los procesos de modernización al conjunto del territorio han ido diluyendo progresivamente la imagen de lo rural como contrapunto de lo urbano. Huyendo de un cierto maniqueísmo, que establece una fuerte dicotomía entre lo rural y lo urbano, hoy puede afirmarse que, a pesar de las distancias, las expresiones urbanas, al menos en algunos aspectos, están progresivamente siendo acogidas por quienes habitan los municipios rurales, especialmente por la población más joven. La dinámica urbanizadora ha favorecido una transformación importante en las mentalidades, también en el ámbito rural.
La creciente complejidad y diversidad urbana extiende sus destellos, fruto de unas sociedades más interconectadas, hacia el conjunto del territorio. Lo urbano y las pautas de comportamiento asociadas van siendo, poco a poco, asumidas por el conjunto de la población. Las grandes ciudades segregan funciones, especialmente las residenciales y de ocio, que encuentran acomodo en los municipios rurales, sobre todo en los más próximos. Las prácticas tradicionales, en particular las agrarias, que ocupaban el quehacer fundamental de las poblaciones rurales, ocupan hoy un lugar subordinado. Todo esto hace que cambie, también, incluso la propia fisonomía de los municipios rurales.
Por estas razones, el desarrollo rural hay que entenderlo hoy, en un sentido amplio, como un proceso de mejora de las condiciones de vida y existencia de sus habitantes y, tal vez, como contribución desde el medio rural al bienestar de la población en su conjunto, ya sea urbana o rural. Y en cualquier caso, procurando una trayectoria propia, acorde a las necesidades de sus ciudadanos y favoreciendo las condiciones que garanticen la permanencia de la población en estos municipios.
La concepción de progreso, difundida desde una visión simplista de lo económico, estableció distintas categorías en el territorio, instituyendo una jerarquía entre ellas. Esta idea descansa en una ingenua concepción de la Historia. Desde esta perspectiva, la humanidad avanza del pasado al futuro, trazando una trayectoria lineal ascendente. De lo atrasado a lo moderno, de lo rural a lo urbano, de lo agrícola a lo industrial.
La realidad, en cambio, es más compleja. Las nociones de atraso y progreso son mera convención, y el puro avance del tiempo no garantiza que las sociedades humanas, de manera ajena a la voluntad y deseo de las personas, se encaminen hacia formas de vida mejores. La consideración de lo rural asociado a lo atrasado y sus prácticas a lo residual ignora las interrelaciones con lo urbano y su importante contribución al desarrollo. La ordenación del territorio puede encontrar en el desarrollo del medio rural una mejor articulación de éste y una mayor armonía con el medio ambiente.
En la actualidad, la economía rural trasciende lo agropecuario, y mantiene nexos fuertes de intercambio con lo urbano, en la provisión no sólo de alimentos sino también de gran cantidad de bienes y servicios, tales como el manejo y cuidado de recursos naturales, los espacios para el descanso y las aportaciones en el ámbito cultural.
Sin embargo, los importantes cambios sociales, económicos e institucionales han colocado a las corporaciones rurales en una difícil situación. La pérdida de población; las mayores exigencias de su ciudadanía, en recursos y derechos; la pérdida de peso relativo de las actividades tradicionales; y la asunción, con escasos recursos monetarios, de funciones que anteriormente atendía la Administración del Estado, son algunos de los importantes obstáculos a los que hoy se enfrenta la gestión de los municipios del medio rural.
¿Hacia dónde caminar?
Antes que nada conviene que dejemos claro un asunto: no existen recetas. A pesar de la aparente uniformidad, cada realidad presenta perfiles propios. Por esta razón, es muy importante la participación activa del conjunto de la ciudadanía en el proceso de toma de decisiones. Consiste en trazar un camino que trate de conciliar los distintos intereses, particulares y colectivos, persiguiendo el mayor consenso posible, con el propósito de alcanzar una buena vida, una vida decente para el conjunto de la población. Otra advertencia: la experiencia actual ofrece, por desgracia, más contraejemplos que situaciones ejemplares. Al menos, esto nos puede permitir no incurrir en los mismos errores. Y una más: conviene, sin renunciar a afrontar los problemas del presente, pensar en perspectiva, analizando las consecuencias de las decisiones que tomemos; considerar la dimensión temporal; avanzar en el sentido de la sostenibilidad. Demasiadas precauciones, aunque, sin duda, imprescindibles.
Hacía referencia anteriormente a las enormes dificultades a las que se enfrentan las corporaciones locales, especialmente en el medio rural, para atender las necesidades de sus ciudadanos. Los recursos son, generalmente, muy escasos y los requerimientos cada vez mayores. La presión es importante. Sin embargo, considero conveniente reflexionar sobre las huidas hacia delante en las que han incurrido algunos municipios que han concebido la captación rápida de recursos monetarios, a expensas de la enajenación y destrucción de su patrimonio, como una vía para cubrir las enormes carencias existentes. La vida, en general, no proporciona atajos. Y, en consecuencia, los problemas que entrañan cierta complejidad no pueden ser abordados a través de soluciones simples.
Las expectativas despertadas por el desarrollo urbanístico desenfrenado en que se han visto y se siguen viendo envueltas las aglomeraciones urbanas, grandes y menos grandes, han generado en buena parte de la ciudadanía, del conjunto de la aglomeración y más allá, la ilusión de un cierto “milagro”. De una percepción, más o menos generalizada, de incremento de la renta o el “patrimonio”. Como ha afirmado alguien, la obsesión por “el cemento y el ladrillo” ha sido el fenómeno que más consenso ha concitado en este país en los últimos tiempos. Tanto es así, que a pesar del importante deterioro ambiental que ha provocado, las prácticas de corrupción y especulativas que ha desatado, del enorme endeudamiento al que ha conducido a la mayor parte de las familias españolas..., a pesar de todo ello, la reacción institucional y social es aún débil.
Recientemente hemos conocido dos informes, uno de Naciones Unidas y otro del Observatorio de la Sostenibilidad en España (OSE), en los que se da cuenta del grado de deterioro que determinadas prácticas están ocasionando en la Tierra. El primero de ellos –resultado de la declaración de 2006, por Naciones Unidas, como Año Internacional de los Desiertos y la Desertificación– nos traslada a la dramática situación que viven más de 500 millones de personas debido a los procesos de desertificación que sufren los territorios donde habitan; son personas que ven negada la posibilidad de acceder a los mínimos vitales para la supervivencia. La fertilidad de sus tierras se ha agotado, carecen de la alimentación necesaria. No disponen de agua. Situación que comparten con más de 1.200 millones de personas en el mundo.
El segundo informe, el del OSE, nos habla de una realidad más próxima, la situación que atraviesa nuestro país fruto de un modelo de desarrollo que ha ido obteniendo tasas de crecimiento económico, por encima de la media de los países de nuestro entorno, a costa de la destrucción de buena parte de nuestro patrimonio natural y, en cierta medida, social. Con una importante presión sobre el litoral, área fuertemente erosionada y desertificada –como recoge el informe de Naciones Unidas al que hacía referencia antes–, derivada de la creciente ocupación del territorio. En España, de acuerdo con la OSE, se construye, en la actualidad, a un ritmo de dos campos de fútbol cada hora.
La aglomeración urbana de Sevilla, por ejemplo –por citar un caso que conozco relativamente bien–, va expandiendo su influencia hacia los municipios colindantes sin solución de continuidad. Está incurriendo, con datos actualizados, en una huella ecológica muy superior a su demarcación territorial. Una huella que representa una superficie 80 veces superior a la existente. Si tratásemos de dar respuesta a la pregunta de ¿cuál es la extensión de tierra necesaria para producir todos los recursos que la población de un territorio consume y para absorber sus desechos?, contestaríamos diciendo que cada ciudadano, por término medio, en la aglomeración necesita, en la actualidad, del orden de 9,6 hectáreas, aproximadamente 9,6 campos de fútbol. Una cifra muy alejada de la disponibilidad de tierra bioproductiva por habitante existente en la Tierra, hoy día, que asciende a 1,5 hectáreas. Esto significa que si quisiéramos extender el modo de consumo de los habitantes de la aglomeración sevillana al resto del mundo, necesitaríamos del orden de 6,4 planetas como el nuestro. Se puede ser más insistente, pero no más claro. Nuestro modelo de vida es insostenible.
A modo de conclusión
Esto es, evidentemente, lo que no hay que seguir haciendo. ¿Bajo qué criterios convendría orientarse? Expongo algunos. No presentan gran novedad, pero es importante anotarlos. En primer lugar, un objetivo básico, una meta, es favorecer los medios que permitan mejorar la calidad de vida de los habitantes de las poblaciones del medio rural. Hoy existe la capacidad humana, técnica y económica suficiente para garantizar el acceso a los recursos básicos de ciudadanía al conjunto de la población, sin necesidad de verse obligada a abandonar sus municipios. Si existe voluntad, se puede frenar el éxodo de la población hacia enclaves urbanos más poblados.
En segundo lugar, diversificar las actividades, estableciendo una armonía entre los deseos y las expectativas de la ciudadanía, las necesidades colectivas y el resto de los ecosistemas.
En tercer lugar, revitalizar, siempre que esto sea posible y sin incurrir en aproximaciones románticas, poco realistas, prácticas tradicionales. El desarrollo de prácticas, por tanto, de acuerdo con las características del contexto socioeconómico actual. De hecho, esto es algo que está produciéndose en algunos lugares como una forma de revalorizar el patrimonio cultural y natural propio y reconocer las capacidades de las poblaciones en estos ámbitos.
En cuarto lugar, resistirse a la presión de prácticas inducidas por las exigencias de las grandes ciudades, impidiendo hipotecar el propio desarrollo local.
En quinto lugar, desarrollar mecanismos de participación efectiva de la población que permitan una mayor implicación y corresponsabilidad de ésta en los asuntos públicos.
En sexto lugar, transformar las huellas de deterioro ecológico en huellas de sostenibilidad, en marcas que guarden una armonía con el medio físico y el resto de los ecosistemas vivos que garantizan nuestra existencia y de los que formamos parte. El reto no es fácil, pero es un desafío que da sentido a nuestra existencia.
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