Antonio Duplá

¿Pax americana, pax romana?
(Hika, 141zka,2003ko otsaila)

ROMA AETERNA
. En estos tiempos convulsos, cuando la amenaza de guerra contra Irak se hace cada vez más concreta, vuelve a estar de moda la Antigüedad. No me estoy refiriendo al aparente revival del cine de romanos, subgénero que languidecía desde las grandes superproducciones de los años 60 hasta el reciente éxito del Gladiador de Ridley Scott. Ahora dicen que están en marcha varios proyectos para llevar a las pantallas la vida y hazañas de Alejandro Magno. En esta época belicista y de valores militares, no hay desde luego mejor héroe que el macedonio. Pero no es el cine el tema. Tampoco lo es la mirada retrospectiva de Sadam Hussein hacia la antigua Babilonia, la de Nabucodonosor y su espléndida ciudad, sus palacios y sus járdines colgantes. El tirano iraquí ha reconstruido por completo la antigua ciudad, en un proyecto criticado por los arqueólogos especialistas, para presentarse como el heredero de la gran tradición histórica de la antigua Mesopotamia. Como tantos otros, vuelve a recurrir a la historia como mecanismo identitario, aunque para ello tenga que dar un salto de más de veinticinco siglos. Pero no quiero hablar ahora de Irak. De lo que quiero hablar exactamente es de la antigua Roma como supuesto modelo o, cuando menos, como elemento de referencia en relación con los Estados Unidos de hoy. Ciertamente no estoy pensando que el ínclito George Bush pueda tener como libros de cabecera la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Edward Gibbon o, incluso, la propia Historia de Roma de Tito Livio. No lo creo, en principio, porque no creo que Bush lea demasiado. El tema es otro.

¿Todos los caminos conducen a Roma? Sinceramente, creo que ya no. Pero en relación con los debates sobre el imperio y el imperialismo, sobre la política exterior de la Administración Bush y sobre la guerra contra Irak, sí que se escribe y mucho sobre la antigua Roma. Los ejemplos pueden ser distintos y variopintos. En una de sus habituales columnas, Vázquez Montalbán aludía recientemente a la nueva romanidad y al caligulismo de la gestión de Bush. Los analistas políticos, como podemos leer en diarios y revistas, cuando analizan la politica estadounidense y buscan precedentes y explicaciones, se remiten una y otra vez a la antigua Roma. En revistas de divulgación histórica se elaboran dossieres sobre los imperialismos o sobre la mundialización y el recorrido comienza por Roma. Sucede lo mismo con canales de televisión especializados en documentales. Inevitablemente se vuelve la atención a la experiencia romana, pues resulta uno de los ejemplos mejor conocidos de la transformación de un Estado en una gran potencia imperial, que se mantiene en plenitud durante varios siglos, que entra en crisis y que, finalmente, desaparece, al menos desde el punto de vista político e institucional.

PAX AMERICANA, PAX ROMANA. En una entrevista concedida hace algunos meses, pero ya en ambiente prebélico, Peter O’Toole manifestaba su admiración por el emperador Augusto, lo comparaba con Bush y decía que prefería la pax romana a la pax americana. El espléndido actor irlandés hacía estas declaraciones en la presentación de una nueva serie televisiva sobre el Imperio Romano, coproducida por varios países europeos, en la que encarna al propio Augusto. No sé si O’Toole estaba un poco obnubilado por el líder romano, aunque el actor aclaraba después que no estaba muy cómodo en ese papel de monarca absoluto, pues él era republicano y demócrata. Me parece tranquilizadora esta última afirmación, pues respecto a la anterior, me resultaria difícil escoger entre cualquiera de las dos paces. Creo que tienen múltiples elementos en común, todos rechazables.

El primer elemento coincidente es su extraordinaria capacidad militar, en ambos casos a años luz de sus posibles rivales. Sin que ello suponga necesariamente la garantía de una victoria militar, sí que representa una ventaja importante y un factor de dominación innegable. Roma aprendió de todos aquellos con quienes se enfrentó (etruscos, samnitas, griegos, cartagineses, macedonios, celtíberos, galos, etc.) hasta conformar una maquinaria militar imponente. En la actualidad, los EEUU disponen de un presupuesto militar que puede superar al del conjunto de sus aliados más significativos.

Otro aspecto interesante es el resultante de un mundo monopolar, en el que su carácter de gran potencia es indiscutido, sin que existan otras potencias que puedan ejercer de contrapeso en el escenario mundial. En el caso romano era evidente, pues a pesar de que existían pueblos más allá de sus fronteras a quienes no había podido domeñar, como los germanos en Europa Central o los partos en Oriente, no constituyeron durante siglos una amenaza significativa. Así podían hablar con propiedad del Mediterráneo, cuya cuenca dominaban por completo, como del Mare Nostrum, nuestro mar. En el caso yanqui, a la espera de lo que pueda representar en un futuro China y de hasta dónde lleguen las divergencias con determinados países de la Unión Europea, la preeminencia es también bastante clara. En ambos casos, antiguo y moderno, se han combinado la intervención más agresiva y militar con las políticas más integradoras en los terrenos político, ideológico y cultural. En Roma, durante la época republicana de los siglos IV al I a.C., el imperialismo fue conquistador y expoliador, brutal sin matices. Después, con Augusto, se impuso una política más realista, de medir mucho las fuerzas ante nuevas empresas bélicas, y por otra parte, una actitud más integradora y de progresiva aculturación política, jurídica, lingüística y cultural. Es lo que se ha llamado la combinación de hard imperialism y soft imperialism. Pero también los EEUU combinan ambas fórmulas, pues si bien pueden intervenir en un momento dado en una guerra en uno u otro lugar del globo, su influencia política, tecnológica y cultural es permanente. Un especialista en la historia del Antiguo Oriente, Mario Liverani, a propósito del antiguo Imperio Persa habla de "una ideologia imperial centrípeta en los recursos y centrífuga en los servicios ético-politicos". Creo que es posible, hasta cierto punto, aplicar ese esquema a la antigua Roma e, incluso, a los Estados Unidos hoy. ¿No hay una exigencia inflexible de materias primas por parte del gigante americano, mientras , por otra parte, inunda el mundo con su american way of life a base de Coca Cola, MacDonalds, Disney o CNN?

Otro aspecto de capital importancia que comparten ambos ejemplos históricos es el del autoconvencimiento sobre su papel rector en la arena internacional. Esa conciencia de su protagonismo mundial como naciones líderes, con las consiguientes responsabilidades autoimpuestas en lo concerniente al dominio y la paz mundiales, es evidente a lo largo de ambos recorridos históricos. En Roma, desde los primeros tratados internacionales conocidos, en el siglo III a.C., sus amigos y/o adversarios se veían obligados a reconocer la indiscutida superioridad de la maiestas populi Romani, la insuperable majestad del pueblo romano, que se convertía en el factor internacional clave. Por otra parte, historiadores, intelectuales y poetas contribuían con sus obras a cimentar esa conciencia hegemonista como una de las señas de identidad del pueblo romano. Ahí están, en época de Augusto, los famosos versos de Virgilio recogidos en esa auténtica epopeya nacional romana que es la Eneida: "Tú, romano, recuerda tu misión: ir rigiendo los pueblos con tu mando. Estas serán tus artes: imponer leyes de paz, conceder tu favor a los humildes y abatir combatiendo a los soberbios". Al igual que hoy en día con el gobierno de Bush, se imponían en las relaciones internacionales las noción de hegemonía, la guerra preventiva y el unilateralismo. Todo ello a partir del supuesto de la misión recomendada por los dioses a Roma o, en el segundo caso, de la doctrina del destino manifiesto de Estados Unidos en el mundo.

SI VIS PACEM, PARA BELLUM. Si quieres la paz, prepara la guerra. Esta sentencia resume la doctrina romana de la justificación de la guerra. Constituye la pieza básica de la concepción de imperialismo defensivo que los propios romanoa acuñaron y que tanta fortuna posterior ha tenido. Precisamente, uno de los temas en los que el paralelismo entre Roma y los EEUU resulta más evidente es en el recurso a la guerra preventiva frente a las presuntas amenazas. Es cierto que en el mundo antiguo no existían los escrúpulos actuales ante la guerra y ésta se consideraba una forma de relación normal entre los pueblos, con un derecho absoluto del vencedor sobre el vencido. Constituía, incluso, una actividad económica rentable, con el interés añadido de poder generar consenso, a partir de los beneficios potenciales para todo la población. En el mundo actual, para superar los reparos que despierta la guerra frente a la doctrina moderna de los derechos humanos, se recurre a una fórmula también acuñada por los romanos. Me refiero a la doctrina de la guerra justa, el bellum iustum, formulada entre otros por Cicerón. Se trata de la justificación de una iniciativa bélica en aras de unos valores superiores que están en peligro y que es preciso defender. En su día era la majestad del pueblo romano, hoy pueden ser los valores de la civilización occidental o, incluso, la existencia de la propia humanidad, amenazada supuestamente por armas de destrucción masiva en manos de déspotas incontrolados. Sin entrar aquí en una casuística concreta, en general se trata de justificaciones interesadas, de parte, que enmascaran la defensa de unos privilegios y de unas relaciones hegemónicas presuntamente cuestionados. Creo que tanto la pax romana como la americana se sustentan sobre estas falacias. A las preguntas inevitables sobre por quién, cómo y cuándo se valora la amenaza y, sobre todo, qué representa la amenaza y para quién, se antepone otra evidencia:

ALEA IACTA EST?
Creo que no, que la suerte no esta echada todavía. Aunque es posible que Bush, Rumsfeld, Cheney, Powell y sus acólitos, entre ellos, Aznar, no estén demasiado lejos de la ideología romana, frente a ellos hay otros valores. Los derechos humanos, el antimilitarismo, la solidaridad, la dignidad de los pueblos son valores que se alzan hoy día frente a los tambores de guerra. A la vista de la experiencia histórica, tan trágicamente rica en el pasado siglo XX sin necesidad de volver a la Antigüedad, se impone la evidencia de que la única guerra justa es la no guerra.