Antonio Duplá

Susan Sontag ante el dolor de los demás
(Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, Madrid, Alfaguara, 2003, 151 pp.)
(Hika, 164 zka. 2005ko martxoa)

El pasado 17 de enero Susan Sontag, la escritora de la gran mecha blanca, era enterrada en el cementerio de Montaparnasse, en París, rodeada de un pequeño grupo de amigos que recurrían a Debussy, Baudelaire, Beckett, Barthes o la propia Sontag para despedirla. Como decía el cronista, muy lejos de Estados Unidos, en particular de los Estados Unidos de Bush, blanco constante de las aceradas críticas de la escritora desaparecida.

S. Sontag (1933-2004) nació y vivió en Nueva York, también en California y en París, estudió y enseñó en la Universidad de Chicago, colaboró muy tempranamente en la Partisan Review y en The New York Review of Books, escribió relatos, teatro, novelas y ensayos, muchos de ellos alrededor de la cultura europea, de sus autores y cineastas. También dirigió varias películas. Abordó temas distintos, que diseccionó con su habitual pasión y lucidez, como en La enfermedad y sus metáforas, sobre el dolor, la enfermedad y la muerte y el cómo hablamos y nos enfrentamos a ellas. Conocía bien la cuestión, pues estuvo luchando durante 26 años contra el cáncer, que finalmente la dejó sin fuerzas y sin vida.

Ha sido también paradigma de intelectual libre, valiente y comprometida, ya desde su activismo contra la guerra de Vietnam. No es posible olvidar su empeño en preparar durante meses y estrenar Esperando a Godot en la Sarajevo sitiada, en 1993, como denuncia de los conflictos bélicos y la uniformidad cultural, enarbolando la bandera de la libertad y el compromiso radical auténtico. En ese mismo combate tanto denunciaba la condena a muerte a Salman Rushdie, dictada por los clérigos fundamentalistas, como reprochaba a García Márquez su defensa acrítica del régimen cubano; por no hablar de sus críticas al gobierno estadounidense por su política tras el 11-S que, en su opinión, ponía en peligro la democracia a causa de su estrategia antiterrorista. Eso le valió el rechazo de importantes sectores de su propio país y mientras allí el establishment político e intelectual le acusaba de falta de patriotismo, en el resto del mundo era admirada por su valentía.

La fotografía es un tema que le había interesado desde un primer momento. Ya en Sobre la fotografía, de 1977, estudiaba la relación entre las imágenes, en particular las relativas a la violencia y las guerras, y el impacto que causaban en el espectador. Precisamente ése es de nuevo el tema de su último ensayo publicado, Ante el dolor de los demás, del año 2003. El punto de partida, es importante destacarlo, es un profundo sentimiento de compasión, de empatía ante el sufrimiento ajeno, de necesidad de analizar y desentrañar el significado profundo del dolor y el cómo reaccionar ante él. Todo ello en el nuevo contexto tecnológico de los últimos tiempos, que ha hecho que, gracias a la fotografía, el cine o la televisión, estemos familiarizados, en realidad desde nuestras casas, con las imágenes más terribles que la maldad humana pueda llegar a provocar. En la portada, una muestra de uno de los ejemplos históricos más interesantes e impresionantes sobre el tema, Los desastres de la guerra de Goya.

A partir de ahí, la autora desgrana una serie de reflexiones, algunas ya planteadas en otros trabajos suyos, que constituyen un ejercicio de análisis sobre la guerra, la violencia y la capacidad de la imagen para influir, o no, en nuestra reacción ante dichos fenómenos. El tema es de una palpitante y lamentable actualidad, con múltiples ramificaciones sobre el uso y abuso de dichas imágenes, su función y su utilidad. Cabe recordar al respecto que la utilización de los imágenes del atentado del 11-M en los media fue uno de los aspectos más criticados por Pilar Manjón, en su reciente intervención ante la Comisión de Investigación del 11-M en el Parlamento español.

Tradicionalmente se parte de la idea de que las imágenes de la guerra provocarán necesariamente en el espectador una denuncia y un rechazo de la misma. Sontag se remonta a una conocida polémica al respecto en los años treinta, a propósito de las imágenes sobre la guerra española en la prensa inglesa, que Virginia Woolf utiliza para recordar que la guerra ha de evitarse

Pero, como recuerda la autora, la cuestión no es tan lineal. En primer lugar, sobre la reacción. Es decir, las imágenes pueden ser una condición necesaria, pero desde luego no son suficientes para una reacción. Para provocar esta última, es precisa una reflexión, una narración añadida. En ese sentido, la obra citada de Goya es particularmente interesante, pues la imagen se ve acompañada de un comentario, por breve que sea, que induce a pensar. Por otra parte, tampoco hay una correlación necesaria entre más imágenes y más capacidad de reflexión. De hecho, en algunos casos y quizá más en relación con la televisión que con la fotografía (lo podemos comprobar a nuestro alrededor), cabe la duda de si la saturación de imágenes no puede incluso provocar insensibilidad. Aquí la autora, que se remonta a su propio libro de 1977, duda.

También la relación imagen (fotográfica) – memoria es compleja. Por una parte, es evidente que la imagen ayuda a la preservación de la memoria. Ahí está, en diferentes circunstancias históricas, el valor de esos auténticos iconos, testimonios de la barbarie del siglo XX (el miliciano republicano captado en el presunto instante de la muerte, el hongo atómico, los supervivientes de los campos de concentración nazis, los críos desnudos huyendo del napalm, las fosas comunes en tantos, demasiados, lugares). En ese sentido, los museos de la memoria juegan un papel fundamental, por su capacidad de evocación y denuncia, por ejemplo en relación con el Holocausto. Pero también ahí entra en juego la política y sus distintos intereses en juego y en el libro se nos recuerda certeramente que todavía no existe en todos los Estados Unidos un Museo sobre la Esclavitud. Acercándonos a nuestros lares y nuestra historia reciente, podríamos hablar del tan necesario y ni siquiera planteado Museo del Franquismo.

Siguiendo con la memoria, S. Sontag plantea otro tema sugerente. La memoria es imprescindible y el recordar tiene una evidente dimensión ética: “Insensibilidad y amnesia parecen ir juntas” (p. 134). Pero, a renglón seguido, apunta que dada la inmensidad de la injusticia, “recordar demasiado (los agravios de antaño: serbios, irlandeses) nos amarga. Hacer la paz es olvidar.” La tesis es importante y polémica. Y, por qué no decirlo, nos afecta de lleno. En vísperas de un nuevo ciclo político en Euskadi, con el fin de las armas de ETA, ése es un terreno que habrá que explorar con enorme sensibilidad y, volvemos al principio y a la propia Sontag, profunda compasión.

En fin, un libro sugerente de principio a fin, cuya lectura puede ser un pequeño homenaje póstumo a una de las voces más libres y progresistas de las últimas décadas.