Antonio Duplá
¿De Cicerón a Guantánamo?
(Hika, 227, marzo-abril de 2012).

A LA SOMBRA DE CICERÓN

En el acervo de frases célebres de la antigua Roma que han pasado a la posteridad y son recordadas sin necesidad de haber cursado ninguna asignatura de lengua latina, una de las más celebres corresponde a Cicerón. Me refiero a la conocida pregunta retórica Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (¿Hasta cuando vas a abusar, Catilina, de nuestra paciencia?), que abre el primero de los cuatro discursos conocidos como las Catilinarias. El famoso político y orador romano la pronunció en el senado a finales del año de su consulado, 63 a.e., en abierta polémica contra su adversario, el denostado Catilina. Menos conocida es otra frase que supuestamente pronunciara el cónsul, tras haber ejecutado de forma sumaria a los partidarios de Catilina detenidos en Roma y acusados de pretender incendiar la ciudad, asesinar al cónsul y a otros magistrados e incitar a la rebelión. Según nos cuenta Plutarco en su obra Vidas Paralelas, en su biografía de Cicerón, al ser preguntado por la suerte de los detenidos cuando regresaba de la cárcel al foro, el cónsul se limitó a decir “Vixerunt”(“Vivieron”), dando a entender de forma lacónica que ya no vivían más, es decir que habían muerto. Los detenidos, pese a su condición de ciudadanos, ex-magistrados y senadores varios de ellos, habían sido ejecutados sin juicio previo y sin atender a los términos de la ley en vigor en Roma, que impedía condenar a muerte a un ciudadano sin la posibilidad de apelación al pueblo. La urgencia de la situación, avalada por una declaración senatorial que llamaba a tomar todas las medidas necesarias para restablecer la calma en Roma, y la presunta culpabilidad manifiesta de los conspiradores, servían de justificación a Cicerón para tomar una medida vidriosamente legal, y pasar por encima de los derechos y garantías que implicaba la condición de ciudadano. De hecho, unos años después, Cicerón hubo de marchar al exilio, acusado precisamente de haber ejecutado a ciudadanos romanos sin reconocer sus garantías legales.

No se trata aquí de entrar en prolijas discusiones sobre el entramado legal y constitucional romano en la convulsa época de la última centuria republicana, sino de recordar un episodio de la historia antigua romana particularmente conocido para facilitar ese salto aparentemente mayúsculo entre Cicerón y Guantánamo. Ese salto de más de veinte siglos es el que se puede plantear en torno a los derechos ciudadanos y su vigencia (o no) en situaciones de excepción.

Las comparaciones entre la antigua Roma y la situación contemporánea, en particular entre los imperialismos romano y estadounidense, han sido moneda corriente en think tanks, revistas y foros de politología, polemología y geoestrategia de fines del siglo XX e inicios del siglo XXI. Las presidencias de George Bush, padre e hijo, se analizaban planteando las presuntas similitudes con el Imperio Romano, cuando una superpotencia domina un mundo monopolar e impone su hegemonía de forma agresiva y unilateral, exportando su way of life y su doctrina política y económica, esto es (para ellos) la civilización, y no necesitando por ello de mayores justificaciones.

EL LIMBO DE GUANTÁNAMO

Los ataques del 11S llevaron hasta el paroxismo esa actitud estadounidense, planteando a partir de ese momento una lucha antiterrorista en clave de restricción de los derechos ciudadanos y de levantamiento de las barreras y controles que el poder ejecutivo tenía a la hora de actuar y responder a la amenaza. Si bien con la presidencia de Obama ha podido enfriarse la retórica más belicista (debido también en parte a las dificultades militares estadounidenses en los distintos escenarios implicados), las vulneraciones de los derechos humanos siguen estando a la orden el día en todo aquello que tenga que ver con la amenaza terrorista. El caso de Guantánamo y las dificultades que está teniendo el presidente Obama para cumplir su promesa electoral de cerrarlo, en realidad la imposibilidad hoy por hoy de cumplir dicha promesa, es un ejemplo del ambiente dominante sobre esta cuestión en Estados Unidos. Por otro lado, no olvidemos el asesinato (ejecución extrajudicial) de Osama bin Laden a manos de un comando especial del ejército estadounidense la pasada primavera.

Una colega especialista en Derecho Romano, Aglaia McClintock, escribía recientemente un artículo donde analizaba el caso de Yaser Hamdi, un ciudadano estadounidense detenido en Guantánamo, en el que se habían utilizado también referencias a la antigua Roma en diferentes momentos del caso. Este individuo había sido detenido en 2002 en Afganistán y trasladado después a Guantánamo, donde estaba caracterizado, al igual que los restantes detenidos como “enemigo combatiente” (enemy combatant, en términos de la Administración Bush). Este estatuto justificaba su detención indefinida sin imputación alguna en base a los poderes extraordinarios concedidos al poder ejecutivo por el Congreso estadounidense en septiembre de 2001. Esta Declaración (Authorization for the Use of Military Force) autorizaba al presidente a utilizar la fuerza y las medidas necesarias contra todas las personas y organizaciones relacionadas de alguna manera con los ataques del 11S y, en la práctica, le concedía poderes excepcionales en un auténtico estado de excepción. Lo peculiar del caso de Yaser Hamdi era su condición de ciudadano estadounidense que, en primer lugar, forzó su traslado de Guantánamo a la base militar de Norfolk y después supuso el inicio de una complicada y larga batalla legal. Lo que se dirimía era qué estatuto legal prevalecía en su caso, el de enemigo combatiente y, en consecuencia, el limbo jurídico y alegal de Guantánamo, o el de ciudadano y las garantías del Estado de Derecho que la ciudadanía implicaba. Si en las primeras instancia del proceso las argumentaciones de la Secretaría de Defensa (responsable entonces Donald Rusmsfeld) y colectivos afines imponían las tesis más restrictivas, finalmente el Tribunal Supremo estableció, en este caso, la preeminencia de la ciudadanía recordando en su sentencia que el estado de guerra no era un cheque en blanco para el Presidente cuando ello afectaba a los derechos de los ciudadanos de la nación. Suerte para Yaser Hamdi, no tanto para los prisioneros de Guantánamo, que allá siguen. Y si bien la Administración Obama ha eliminado el término combatiente enemigo, su situación no ha cambiado demasiado en la práctica.

Lo que, de todos modos, no parecía cuestionarse en toda la documentación cruzada entre los diversos tribunales implicados es la condición sin derechos de las personas calificadas como enemigos combatientes. Y este punto nos lleva a la actualidad (y perversión) de algunas propuestas recientes de revisión del Derecho Penal, que podemos relacionar directamente con la situación de Guantánamo, una y otra vez denunciada por activistas y organizaciones defensoras de los Derechos Humanos en Estados Unidos.


EL DERECHO PENAL DEL ENEMIGO

Desde las últimas décadas del siglo pasado y al calor de las nuevas estrategias y legislaciones antiterroristas algunos penalistas están proponiendo un tratamiento especial de aquellos individuos considerados una amenaza para la comunidad. La tesis central de esta nueva concepción del Derecho Penal es que “los enemigos no son efectivamente personas” (“Feinde sin aktuell Unpersonen”, en el original alemán) y, en consecuencia, cabe aplicarles una normativa especial dado que no pertenecen a la comunidad cívica (ellos mismos se habrían colocado fuera por sus actos) y no estarían protegidos por sus derechos y garantías. Los promotores de esta tesis no son ministros del Interior partidarios de la patada en la puerta o policías nostálgicos de Harry el Sucio, sino afamados penalistas de reconocido curriculum. Es el caso de Günther Jakobs, catedrático emérito de Derecho Penal y Filosofía del Derecho en la Universidad alemana de Bonn y uno de los más destacados defensores de esta teoría. Una rápida consulta a la Red permite constatar que la bibliografía sobre el tema está creciendo de forma exponencial y que no son pocos quienes defienden que, ante la amenaza de la nueva criminalidad y el terrorismo internacional, los instrumentos legales tradicionales son insuficientes y que es necesario recurrir a medidas extraordinarias para defender la seguridad de nuestras sociedades. No obstante, al mismo tiempo resulta tranquilizador comprobar que las voces contrarias a estas tesis son numerosas y muy cualificadas. Como los críticos modernos de este Derecho Penal señalan y la propia experiencia histórica nos muestra con claridad, al menos ya desde Cicerón, el concepto de enemigo no es penal sino político y su definición esta sujeta a condicionantes y variables políticas que no deben mezclarse con el plano legal. En la práctica estas propuestas suponen un cuestionamiento del Estado de Derecho y de la validez universal de los Derechos Humanos. Este Derecho que diferencia entre distintos grupo de personas (los ciudadanos y otros grupos especiales, los criminales y terroristas de distinto tipo) atenta contra la igualdad de todas las personas ante la ley y presupone una concepción belicista del Derecho y la subordinación del Estado garantista a la razón de Estado. Como dice Manuel Cancio en su presentación (y traducción) precisamente de un texto central de G. Jakobs, es importante llamar a las cosas por su nombre y por ello convendría dejar de hablar de Derecho Penal (del enemigo), pues las medidas represivas que contempla no corresponden propiamente al ámbito del Derecho y sería más apropiado remitirlas a lo que se conoce como estado de excepción. Y distingue incluso entre la situación en Estados Unidos y en Europa. Si allí se habla abiertamente de guerra contra el terrorismo, con una menor preocupación por la apariencia jurídica, en Europa quienes impulsan estas medidas lo hacen bajo la bandera de una pretendida normalidad constitucional, que no sería tal.

José Ignacio Lacasta, Catedrático de Filosofía del Derecho y colaborador de esta revista, también ha escrito sobre el Derecho Penal del Enemigo, subrayando sus peligros y el amparo que supone, o puede suponer, a la legitimación de la tortura, la devaluación de los Derechos Humanos y la indiferencia (o justificación) ante la acción de los Estados Unidos en Guantánamo. Admite en todo caso un único aspecto positivo posible, que sería el que este tema nos obligaría a que “discutamos sobre los límites que los derechos fundamentales han de colocar a la represión de los delitos y a las actuaciones de guerra”.

Discusión fundamental en un mundo crecientemente globalizado y atemorizado ante amenazas y peligros de contornos difusos, que no deben hacernos olvidar en ningún momento la centralidad de los Derechos Humanos como atributo indiscutible de cualquier persona. En caso contrario, las puertas que abren postulados como el Derecho Penal del Enemigo nos pueden conducir a auténticos agujeros negros desde el punto de vista ético y político.
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NOTA. El artículo de Aglaia McClintock se encuentra en C. Cosmano et al. (a cura di), Fides. Humanitas. Ius. Studi in onore di L. Labruna, Napoli, 2007, 3479-94; el libro de Günther Jakobs y Manuel Cancio recoge un texto traducido del primero y un análisis pormenorizado del mismo por el segundo: Derecho Penal del Enemigo, Madrid, Civitas, 2011 (http://forodelderecho.blogcindario.com/2008/04/00364-derecho-penal-del-enemigo-gunther-jakobs.html); José Ignacio Lacasta escribe sobre este tema en su “Prefacio” a Luís Gracia Martín, El horizonte del finalismo y el Derecho Penal del Enemigo, Valencia, Tirant lo Blanc, 2005.