Antonio Duplá

Edward Said, un resistente humanista
(Hika, 148 zka. 2003ko urria)

 

A finales de septiembre, mientras en los medios de comunicación se repetían las informaciones desesperanzadoras sobre Oriente Próximo, nos llegaba la noticia de la muerte de Edward Said. A las referencias repetidas, que podemos seguir leyendo estos días, a asesinatos selectivos, ataques suicidas, asedio a Arafat, agresividad desmedida de Sharon, olvido de cualquier atisbo de acercamiento, etc., etc., la desaparición de este destacado intelectual palestino-estadounidense añadía una nota triste más. Pese a ser una muerte anunciada, pues padecía leucemia desde hacía varios años, no por ello dejaremos de lamentar la pérdida de una de las voces más lúcidas y comprometidas no sólo con la causa palestina, sino con una revisión crítica de las relaciones del Occidente moderno con otras identidades y culturas.Edward Said nació en 1935 en Palestina, cerca de Jerusalén. Su infancia transcurrió en Egipto, Palestina y Líbano. Completó sus estudios en Estados Unidos, donde se doctoró en 1962 y donde comenzó una carrera docente e investigadora que desarrolló fundamentalmente en la universidad de Columbia, en Nueva York, como profesor de Literatura Comparada. A lo largo de varias décadas ha escrito numerosos libros e innumerables artículos sobre la cuestión palestino-israelí y sobre la relación político-cultural entre Oriente y Occidente, quizá sus dos grandes temas, pero también sobre música (ejercía la crítica musical con regularidad en la revista The Nation) o sobre el papel de los intelectuales. Precisamente, junto a su amigo el pianista y director de origen judío Daniel Barenboim promovía el West Eastern Diwan, un proyecto para unir a músicos jóvenes árabes e israelíes, lo que les valió a ambos en 2002 el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Su muerte nos deja tan sólo con el primer volumen de su autobiografía (Fuera de lugar, Grijalbo, 2001), donde nos narra su crónica personal hasta 1962, en el mundo árabe que conoció en sus primeros años y, después en los Estados Unidos.Es posible que en determinados sectores la faceta más conocida de Edward Said sea la de intelectual comprometido con el conflicto palestino-israelí, en tanto que defensor permanente del derecho del pueblo palestino a la autodeterminación y a vivir en paz en la región. Ese compromiso le llevó incluso a formar parte del Consejo Nacional Palestino hasta 1991. Su denuncia de la opresión del pueblo palestino, de la dureza de sus condiciones de vida, de la flagrante desigualdad en la región entre esta situación y la del estado de Israel han sido constantes desde un primer momento. Sin embargo, también ha sido una figura en ocasiones incómoda por sus críticas a la burocracia de las autoridades palestinas, a la corrupción y la opacidad del liderazgo de Arafat o por su rechazo de los acuerdos de Oslo de 1993. Esta posición intransigente y valiente, que le valió muchas descalificaciones, incluso la prohibición de sus obras por la Autoridad Nacional Palestina en 1996, queda patente en algunos de los libros sobre el tema, por ejemplo en el reciente Palestina: paz sin territorios (Txalaparta, 1997) o en el anterior Gaza y Jericó. Pax Americana (Txalaparta, 1995).Tan trascendente como lo anterior, y quizá con un alcance ideológico-cultural más profundo, es su labor de revisión de la cultura occidental, en particular la de las naciones imperialistas modernas (Inglaterra, Francia, EE.UU.), en su relación con otras culturas y frente a sus colonias y territorios dominados. Said marcó en 1978 un hito en la crítica cultural con su libro Orientalism, reeditado y traducido en numerosas ocasiones (aunque tardíamente al castellano: Orientalismo, Libertarias, 1992). Allí desmonta la imagen tradicional que Occidente ha acuñado sobre Oriente, fruto de prejuicios, estereotipos y deformaciones interesadas, que se podrían remontar hasta Esquilo y su tragedia Los Persas, en el siglo V a.C. Esta actitud occidental refleja su incapacidad para comprender otras culturas, para analizar a los otros desde parámetros de igualdad y respeto, y Said la analiza como una construcción cultural, integrada dentro de las formas de dominación imperialista.Orientalismo marca un antes y un después en los estudios culturales, en la forma de estudiar la historia político-cultural de Occidente, que ha influido radicalmente en toda la reflexión posterior. Juan Goytisolo reconocía recientemente su deuda con Said respecto a sus estudios sobre el orientalismo español y la concepción del moro en la cultura española. Poco más tarde, la perspectiva más general de Orientalismo se completaba, de forma aplicada, con otros dos libros, uno sobre Palestina (The Question of Palestine, 1979) y otro sobre la imagen del Islam (Covering Islam. How the Media and the Experts Determine How We See the Rest of the World, 1981). Hace una década, su revisión se enriquecía con otra obra (Cultura e imperialismo, Anagrama, 1996), en la que establecía una conexión directa entre determinadas formas culturales, en particular la novela, y la experiencia imperialista occidental. A través de una serie de obras (de Conrad, Austen o Camus, o la Aida de Verdi, entre otras), a las que no negaba ni su calidad literaria o musical, ni su capacidad innegable de producir placer estético, el autor reclama una segunda lectura en clave de relaciones de poder y dominación a mayor gloria de la civilización (occidental).Se podría seguir con el catálogo de trabajos de Said, pero no creo que sea necesario. Una síntesis de su pensamiento se puede encontrar en los fragmentos del artículo reciente que recogemos. Recuerdo rápidamente algunos temas: nosotros y los otros, los estereotipos sobre Oriente, las imágenes reduccionistas del Islam, el análisis histórico de las sociedades y las culturas y de su evolución, la crítica del discurso civilizatorio, la reivindicación del humanismo, del pensamiento racional y laico, de la reflexión pausada y escéptica. Todo un programa.Acabo con dos referencias a su biografía que considero de especial interés. Una la subraya el propio Said en la “Introducción” a Cultura e Imperialismo y se refiere a su condición de exiliado, estatuto que no considera algo “triste y desvalido”, sino que refleja su pertenencia a los dos lados de la condición imperial, lo que le sitúa en una posición favorable para una interpretación alternativa, no limitada por un sentimiento de identidad cerrado. La segunda está recogida en las páginas iniciales de su autobiografía Fuera de lugar, y alude a sus dificultades para saber cuál de los idiomas, el árabe o el inglés, fue realmente su primer idioma, para concluir que ambos habían estado siempre juntos en su vida. Experiencias significativas que me recuerdan en cierto sentido una peripecia vital e intelectual con ciertos paralelismos e igualmente interesante, la de Amin Maalouf, autor de Las identidades asesinas, también originario de Oriente Próximo y residente en Occidente. En cualquier caso, ambas reflexiones nos podrían llevar, nos deberían llevar bastante lejos.