Antonio Duplá

Historia y nacionalismo en Israel:
La Biblia no tenía razón

(Hika, 181zka. 2006ko urria)

            Quien lea este artículo con cierta edad, quizá recuerde un libro publicado hace ya tiempo y que tuvo cierto eco en su día. Escrito por Werner Keller, se titulaba Y la Biblia tenía razón y pretendía armonizar el texto bíblico con la documentación arqueológica entonces conocida. Unas décadas después, por fortuna, las cosas han cambiado y se escriben libros para demostrar que la Biblia, en particular el Antiguo Testamento, es una construcción literaria que despierta numerosos e importantes interrogantes históricos. Es el caso de la obra La Biblia desenterrada. Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de los textos sagrados, de la que ha aparecido recientemente la segunda edición. Sus autores, Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman, son académicos reconocidos y de prestigio. Finkelstein es Director del Instituto de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv y Silberman es autor de varios trabajos sobre los rollos del Mar Muerto y la arqueología bíblica; ambos han escrito con profusión sobre la historia antigua de Israel. Este curriculum no es cuestión baladí, pues el libro ha levantado un notable revuelo en los sectores académicos, intelectuales y, también, políticos israelitas.
            ¿Cuál es su tesis? Sencillamente, que algunos de los libros más importantes del Antiguo Testamento, entre ellos el Pentateuco, o sea el Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, no responden a una tradición oral de fondo histórico transmitida durante siglos y fijada por escrito en un momento dado, sino que son una construcción tardía, del siglo VII a. C., destinada a consolidar el poder del reino de Judá. Es decir, varios de los relatos bíblicos más conocidos (el Diluvio, el Éxodo, Josué y Jericó, el templo de Salomón, etc.) serían ahistóricos y formarían parte de una ficción creada de forma interesada por la monarquía de Judá en la segunda mitad del siglo VII a.C., en concreto por el rey Josías (639-609 a.C.), para cimentar el papel real, cohesionar la comunidad y reafirmar la idea de pueblo elegido con un territorio propio y exclusivo, la así llamada Tierra Prometida.
            Los autores llegan a esta conclusión a la luz de la inexistencia de elementos arqueológicos que confirmen el relato bíblico y por las inexactitudes e incoherencias cronológicas que presenta el mismo. Todas aquellas historias que con enorme despliegue de medios nos contaban las películas bíblicas, desde Griffith y Cecil B. de Mille, y que veíamos piadosamente en Semana Santa, todos los relatos tan entretenidos y edificantes que aprendíamos en aquella Historia Sagrada de nuestra infancia, pues resulta que no son verdad. ¡Terrible desilusión!
            El prestigio académico de los autores del libro respalda la validez de sus conclusiones y, de hecho, hace un par de años se celebraba en Roma un congreso científico internacional que reunía a los mejores especialistas en la historia del antiguo Israel, incluidos los autores del libro que comentamos, para abordar desde una nueva perspectiva aquel período histórico. Como decía, el curriculum de los autores es importante, pues se enfrentan en Israel no ya a debates académicos más o menos encendidos, sino a las posiciones políticas de los grupos ortodoxos, para quienes el Antiguo Testamento es una parte de su programa político y una pieza fundamental en su proyecto del Gran Israel y en la expulsión o subordinación absoluta de los palestinos de la zona.
            La edición española tiene el acierto de incluir un prólogo de Gonzalo Puente Ojea, conocido especialista en historia antigua del cristianismo y crítico acerado del oscurantismo y la manipulación histórica de la Iglesia. El título de su prólogo, “La Biblia como ideología religiosa nacionalista de un pueblo”, es suficientemente expresivo. Puente Ojea, tras rastrear brevemente la conexión directa entre divinidad y realeza en los primeros tiempos históricos y en las más tempranas construcciones religiosas, subraya la importancia que los autores han concedido a los factores ideológicos para el estudio de la Biblia. Es decir, el relato bíblico no puede entenderse sin analizar las circunstancias sociales, institucionales y culturales de la comunidad que lo creó, sin atender a su especificidad y sus necesidades históricas y a su concepción del mundo. En ese sentido, es preciso ser consciente del papel del Antiguo Testamento «en el proceso de formación ideológica de Israel como pueblo elegido, en el contexto de una religiosidad étnica y nacionalista en la que Yahvé emerge como Dios providencial que dirige el curso histórico de los pueblos» (Prólogo, XVI).
            En realidad, ya desde los años ochenta del siglo pasado los especialistas eran conscientes de que la narración del Antiguo Testamento contenía muchas incorrecciones e inexactitudes y de que era necesaria una reconstrucción general de la historia más antigua de Israel. Era la culminación de una corriente histórico–crítica que se puede remontar hasta el siglo XVII y que hoy resulta inexcusable ante los nuevos hallazgos arqueológicos y las nuevas versiones textuales. En este contexto, en su entusiasmo, Puente Ojea no duda en calificar la propuesta de Finkelstein y Silberman de giro copernicano en la historiografía bíblica y de golpe irreversible para los creyentes en la fe religiosa.
            Una cita textual del prólogo de los autores resume a la perfección la tesis rompedora del libro: «La epopeya histórica contenida en la Biblia –desde el encuentro de Abraham con Dios y su marcha a Canaán hasta la liberación de la esclavitud de los hijos de Israel por Moisés y el auge y la caída de los reinos de Israel y Judá– no fue una revelación milagrosa, sino un magnífico producto de la imaginación humana. Según dan a entender los hallazgos arqueológicos, comenzó a concebirse hace veintiséis siglos, en un periodo de dos o tres generaciones. Su lugar de nacimiento fue el reino de Judá, una región de pastores y agricultores escasamente poblada...». A partir de ahí, siempre con el objetivo explícito de separar historia y leyenda y de la mano de los hallazgos arqueológicos más recientes, casi cuatrocientas páginas de un relato ágil y bien construido, de una gran erudición y con unas conclusiones de impacto sobre uno de los elementos clave de la historia cultural de Occidente.
            Nuevas perspectivas históricas, arqueológicas y antropológicas permiten asegurar que el tipo de relato escrito que ofrece la Biblia, un relato complejo y elaborado, corresponde a una determinada fase de desarrollo social. Ese desarrollo implica, entre otros elementos, la centralización del poder, un urbanismo monumental, una economía especializada, una determinada ordenación jerárquica del territorio y una ideología nacional alrededor de un culto y/o una monarquía oficiales. Y los estudiosos bíblicos han llegado a la conclusión de que esas condiciones no se alcanzan en el antiguo Israel antes del siglo VII a.C.
            La gran epopeya bíblica resulta, por tanto, una construcción ideológica nacional que se explica por las circunstancias del reino de Judá en la época comentada, en función de necesidades de centralización política y reforma religiosa, así como por pretensiones de expansión territorial.
            La historia de unos clanes y tribus en pugna permanente con otras poblaciones de la zona, que deben administrar una región no demasiado rica en recursos naturales, que recurren a un cierre religioso en torno a un monoteísmo agresivo y excluyente precisamente como otro medio de preservar su cohesión e identidad propias, se transforma en una narración que parte del momento mismo de la Creación, con el pueblo de Israel como permanente y único protagonista privilegiado. Pero, como demuestran Finkelstein y Silberman, no hay ninguna prueba arqueológica sobre los primeros patriarcas (Abraham, Isaac, Jacob), no hay menciones a la comunidad israelita en la bien documentada historia egipcia, no hay rastro alguno del éxodo a través del desierto del Sinaí, la Jericó de la Biblia no poseía las imponentes fortificaciones que supuestamente destruyó Josué, no hay confirmación arqueológica del imponente templo de Salomón ni de las riquezas y esplendor territorial y comercial de su reino.
            Y otros aspectos, como el propio relato del diluvio o la historia de Moisés, pertenecen a un fondo cultural oriental que se repite en numerosos relatos míticos, como la historia del héroe mesopotámico Gilgamesh, también afectado por un diluvio universal. En otros casos se puede tratar de reconstrucciones literarias de fenómenos históricos bien estudiados, como era la migración de poblaciones de Canaán hacia Egipto en años de sequía, pues la crecida anual del Nilo y su minucioso aprovechamiento por el Estado faraónico eran allí una garantía contra las hambrunas. O también pueden darse anacronismos del texto, por ejemplo al aludir de forma reiterada a los camellos para los tiempos de los primeros patriarcas o en la historia de la venta de José, cuando hoy sabemos que el camello no se utiliza como animal de carga hasta bien entrado el primer milenio a.C., es decir, mucho más tarde de las épocas referidas en el libro del Génesis y más cerca, precisamente, de los siglos VIII y VII a.C.
            En ese momento, tras la destrucción del reino septentrional de Israel por los asirios, el reino de Judá experimentó un importante crecimiento demográfico, un proceso de centralización política y se estableció en la región como una potencia significativa, pero en permanente peligro por la presencia de vecinos más poderosos (egipcios, asirios, neobabilonios). Entonces surgió la necesidad de reconstruir una genealogía unificada para toda la comunidad israelita que se remontaba hasta los tiempos más antiguos, que acuña una gloriosa Edad de Oro y que fija de forma estricta los límites étnicos y religiosos de la comunidad. Como nos recuerdan los autores, «la fuerza de la epopeya bíblica le viene de ser una expresión narrativa convincente y coherente de temas intemporales relativos a la liberación de un pueblo, su constante resistencia a la opresión y la búsqueda de una igualdad social». Una feliz combinación de relatos históricos, leyendas, anécdotas, propaganda monárquica, cristalizada en un ambiente de gran agitación política y espiritual, da lugar a una obra maestra de la literatura universal... y de la ideología.
            Hace algunos años, Eric Hobsbawm y Terence Ranger editaron un magnífico libro sobre La invención de la tradición, con estudios centrados en la experiencia histórica anglosajona. Se podría decir que no ha habido en la historia mejor invención de una tradición (y con mayor fortuna e influencia posterior) que la Biblia.
            En ese sentido, el libro de Falkenstein y Silberman es un ejercicio de análisis y deconstrucción espléndido y, por otra parte, constituye una importante victoria del laicismo y la razón frente a la tergiversación y utilización fraudulenta de la historia. Desde luego, este trabajo no va a impedir a Israel proseguir con su política belicista y de asfixia de la población palestina. Pero, al menos, sus sectores más ideologizados y fanáticos tendrán más difícil seguir utilizando la Biblia como una justificación de sus iniciativas.

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NOTA. Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman La Biblia desenterrada. Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de los textos sagrados, Madrid, Siglo XXI de España Ed., 2005, con prólogo de Gonzalo Puente Ojea. Comentaba el tema la revista Clío, en su número de noviembre de 2002, pp. 25-31. El libro de W. Keller se tradujo el mismo año de su publicación en alemán (Barcelona, Omega, 1956). El congreso al que aludo al comienzo es Recenti tendenze nella ricostruzione della storia antica d’Israele (Roma, marzo 2003), volumen editado en 2005 por el orientalista M. Liverani. El libro de Eric Hobsbawm y Terence Ranger es La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2002.