Antonio Duplá
Crítica del pensamiento simple, elogio del pensamiento
complejo (que no complicado)

A propósito de: Eugenio del Río, Crítica del colectivismo
europeo antioccidental, Madrid, Talasa, 2007.
(Hika, 200-1zka, 2008ko iraila)

            El debate actual sobre los derechos humanos en determinados sectores de la izquierda suele girar en torno a sus insuficiencias, a la nueva generación de derechos sociales (más allá de la dimensión política individual), a la hipocresía de los Estados occidentales en su exigencia o a los pros y contras de su aplicación universal.
            Este libro de Eugenio del Río se sitúa de lleno en ese debate, pero desde una perspectiva diferente. Reconociendo todas sus limitaciones, el libro reivindica el valor intrínseco de los derechos humanos como expresión de la libertad y autonomía individuales, conquista fundamental e innegociable de la modernidad occidental. Frente al presunto atractivo del comunitarismo, de la vida rural o de las virtudes tradicionales, como alternativas a una sociedad capitalista individualista, egoísta, atomizada y consumista, el autor se detiene en los logros de la modernidad occidental -y en el interés de recuperar lo que de liberador y emancipatorio suponen. Individuo-comunidad, razón-tradición, cultura-naturaleza, modernidad-premodernidad, son algunos de los binomios cuya relación conflictiva se analiza en el libro.
            La polémica no es meramente académica o teórica, sino que aparece con frecuencia al hablar de Chiapas, Cuba, Palestina o Venezuela, de la prohibición o no del velo en las escuelas, de las viñetas de Mahoma y sus consecuencias, o de las políticas en relación con la inmigración. Por lo tanto, actualidad plena y consecuencias prácticas.
            Como sujeto del libro, Eugenio del Río está pensando en una determinada generación, la suya, “abnegada, activista y luchadora” (“Preámbulo”, p.7), muy comprometida en la lucha antifranquista, no demasiado reflexiva, portadora de un marxismo poco matizado, que en los últimos años ha encontrado nuevos aires, tras una prolongada travesía del desierto, en el movimiento altermundialista. En su opinión, se ha dado una convergencia intergeneracional, con indudables aspectos interesantes, pero también con no pocas insuficiencias. A tratar esas limitaciones, a plantear problemas, a apuntar posibilidades, se dedica este libro. Puede resultar incómodo para determinados sectores de una izquierda conservadora, de un marxismo anquilosado, pero su interés es indudable. Por otra parte, se inscribe con claridad en la trayectoria política e intelectual de su autor, empeñado desde hace ya cierto tiempo en el proyecto de actualizar el imaginario y la ideología de izquierdas y progresista, al margen de santorales, dogmas o pensamientos binarios.
            El título del libro es suficientemente expresivo, pues la crítica de un colectivismo considerado arcaizante por el autor, es uno de los hilos conductores de la obra. Ese colectivismo no se considera adecuado a la realidad actual y resultaría incompatible con la afirmación de la subjetividad y la autonomía individuales, que caracteriza la modernidad. Si bien es cierto que en nombre de la modernidad se han cometido numerosos atropellos, en especial por parte de los europeos en el resto el mundo (el sueño de la razón puede producir monstruos, Goya dixit), no es menos cierto que a la modernidad le debemos unas nociones de libertad e igualdad que son básicas en nuestras sociedades y que constituyen elementos fundamentales e irrenunciables de nuestro modo de vida. Ese colectivismo pudiera ser explicable, como reacción defensiva, en los primeros movimientos de trabajadores en Francia, Inglaterra o Alemania, cuando a la nueva realidad brutal de un capitalismo naciente, industrial y urbano, se oponía una idealización del pasado rural y artesanal, más natural. Igualmente, frente a unos derechos y una autonomía individuales, reivindicados fundamentalmente para sí por una burguesía ascendente, el movimiento socialista acentuaba los rasgos colectivos de las sociedades premodernas. En su nostalgia rousseauniana del buen salvaje, dibujaba un horizonte alternativo en el que el individuo se subsumía más o menos conscientemente en lo colectivo. Lo malo no es poder explicar las razones históricas, políticas, culturales de esas concepciones, a cuyo análisis histórico se dedican los primeros capítulos (“París, capital del socialismo”, “Ecos del pasado en los movimientos de los trabajadores franceses del siglo XIX”, etc.), sino mantener hoy día esos mismos postulados, sin haber procedido a su pertinente revisión.
            Como se afirma en el texto, la Revolución Rusa de 1917 acentuó esos rasgos, pues la necesidad de desmarque del capitalismo y la sociedad burguesa, además de las enormes dificultades objetivas del proceso, impidieron un análisis más sereno de los logros y limitaciones de las democracias parlamentarias. La vía comunista soviética impuso un modelo inspirador de muchos regímenes posteriores y, por otro lado, el leninismo constituyó la matriz ideológica de muchas organizaciones de izquierda radical en las que la dicotomía colectivismo/autonomía individual se planteaba de forma bastante insatisfactoria. Creo que de aquellos polvos nos vienen algunos lodos, como la tradicional incomodidad de sectores de la antes llamada extrema izquierda ante el problema de los derechos individuales o la alegría con la que se minusvaloran los problemas individuales que se plantean en determinados regímenes colectivistas, sean de inspiración marxista, como en Cuba, o islamista, como en Palestina.
            Si las tropelías occidentales en el mundo, asumidas desde un pensamiento simple, pueden llevar a un antioccidentalismo acomplejado, que no dejaría ver lo mejor de la modernidad occidental, la crítica del modo de vida actual en nuestros países (consumista, frenético, crispado, etc.), también puede llevar al colectivismo arcaizante que se crítica en el cap.VIII (”Mitificación del pasado y del atraso”, p.145-172). Se articula así un pensamiento colectivista antioccidental que elogia las culturas primitivas, no urbanas, no occidentales y su naturaleza pretendidamente armoniosa, pacífica y ecologista. Si bien la distancia con la que recoge el autor algunas opiniones, me refiero por ejemplo a las Juan José Tamayo, pueda parecer algo excesiva, es cierto, como se afirma, que el pensamiento colectivista y antioccidental es hoy lo políticamente correcto en ciertos medios de izquierda. Y debo decir que cuando oyes a algunos colegas defensas entusiastas de la justicia popular en Chiapas y después lees algunos ejemplos de esa justicia popular indígena aplicada en Perú o Guatemala, te asustas un tanto, entiendes con claridad el ángulo del libro y compartes plenamente, al menos en mi caso, la reivindicación de los regímenes garantistas de los derechos individuales en los países de nuestro entorno (véase el cap. VI , “Lo mejor de Europa”, pp. 103-126).
            En ese capítulo se pretende subrayar lo positivo de la modernidad en lo que atañe al triunfo de la razón, de la subjetividad y autonomía individuales, de la igualdad, la tolerancia o la universalidad de los derechos humanos. Sin caer en triunfalismos ni eurocentrismos, sin afirmar su exclusividad europea, ni negar las limitaciones de su aplicación práctica hoy día, el autor subraya el valor de todos esos elementos y la mayor libertad que se goza en estos sistemas. Precisamente, muchos sectores alternativos no son conscientes de la dimensión opresiva de las sociedades colectivistas, transparentes, frente a la mayor opacidad  en Occidente; ¿qué sucede con las mujeres, con los homosexuales o simplemente con quien quiera ser diferente y no atenerse, por la razón que sea, a la norma establecida, en numerosas sociedades colectivistas? Las jeremiadas de las que habla H. Joas (p.145), que embellecen la vida comunitaria y la solidaridad tradicional, no suelen detenerse en esos aspectos menos atractivos.
            Este tipo de problemas se abordan también en el cap. IX (“Identidades colectivas”, 172-213), donde se parte de nuevo de la crítica a las posiciones jacobino-bolcheviques de menosprecio a las libertades individuales para reivindicar un equilibrio entre lo individual y lo colectivo. Eugenio del Río rechaza el relativismo cultural extremo, que impide emitir juicios sobre culturas y prácticas culturales y se inclina por un universalismo moderado. En todo caso, remitiéndose a B. Parekh y su universalismo plural, este consenso moral universal se conseguiría a través del diálogo universal y transcultural, más que por reflexión filosófica a partir de la naturaleza humana. Los valores universales, muy pocos, serían como un umbral moral a partir del cual dar permiso para la diferencia (véase cita en p. 189s.).
            El multiculturalismo como gestión política y social de la pluralidad cultural y la interculturalidad como interacción que propicia una nueva identidad cultural común son cuestiones que se abordan en este capítulo. Apunto de pasada el interés de esa reflexión aplicada a los movimientos nacionales como ejemplo de un carácter comunitario tradicional, premoderno, unido a una acción política moderna. Mucho podríamos hablar en Euskadi sobre su defensa antipluralista de la diversidad (p.213), es decir sobre la defensa del derecho a ser diferentes, pero sin aceptar la pluralidad propia.
            Precisamente todos esos asuntos se abordan en relación con un fenómeno concreto en el último capítulo (“El Islam en Europa”, 214-266). De nuevo en línea con las preocupaciones expresadas a lo largo del libro, se parte de la constatación de una relación Europa/Islam históricamente conflictiva y construida sobre prejuicios, de la necesidad de distinguir entre Islam-islamismo y de las dificultades de la población musulmana para su integración en sociedades liberales y laicas. El análisis de las experiencias en Francia, Reino Unido, Alemania o España ayuda a situar el problema. Se trata precisamente de favorecer esa integración, desde el respeto a otras tradiciones culturales, la solidaridad con los sectores más desprotegidos y, lo más difícil, el apoyo a iniciativas modernizadoras del Islam, que profundicen en una mayor igualdad y libertad. Las dificultades de los distintos feminismos en el Islam ilustran bien las tareas pendientes.
            Volviendo atrás en el libro, incluso el capítulo aparentemente más excéntrico (“Polanyi y la gran transformación”, pp. 127-144) se explica por la necesidad de una crítica más matizada y precisa del mundo en el que vivimos y la búsqueda de alternativas que huyan del simplismo y el dogmatismo. K. Polanyi (1886-1964), crítico radical del fundamentalismo del mercado, tesis clave del neoliberalismo, resulta una figura interesante para el análisis del capitalismo y de fórmulas que aúnen el dinamismo económico y la iniciativa privada con la justicia distributiva y el papel regulador del Estado. Visto el desastroso resultado final de tantos experimentos socializantes más o menos ortodoxos, ninguna reflexión inteligente sobre la cuestión sobra.
            En el “Epílogo” (267-270) y salvo en lo que hace al modelo energético y de consumo, Eugenio del Río rechaza cualquier marcha atrás en busca de una supuesta Edad de Oro perdida a manos del capitalismo rampante. En su opinión, nada hay que añorar en la premodernidad en lo que hace a conquistas políticas y sociales, a autonomía y derechos individuales. Acabo con sus propias palabras: «Interesa consolidar lo mejor de lo alcanzado y avanzar hacia metas más ambiciosas en el tratamiento de la creciente pluralidad de las sociedades modernas, en el progreso de las libertades y de la autonomía personal, en la participación política democrática…» (p.269s.).
            En síntesis, un ejercicio necesario y saludable de reflexión, de revisionismo crítico, de crítica al dogmatismo y al pensamiento simple y binario, tan influyente y pernicioso entre las izquierdas.