Antonio
Duplá Izquierda
obrera vasca y nación 1880-1923
( Hika , 153.154 zka. 2004ko martxoa-apirila) La identidad es el tema de
comienzos del milenio, y más por estos
pagos. En la rabiosa vigencia de la cuestión en el País
Vasco se da erróneamente por supuesto que la identidad sólo
presenta implicaciones nacionales. Aunque en esa dirección ha
escrito Antonio Rivera Señas de identidad (Biblioteca
Nueva, 2003), el historiador conjura de partida algunos equívocos.
En primer lugar, que la identidad sea única. Los elementos identitarios
admiten mezclas y aleaciones en torno a la religión, la vecindad,
el género, la clase, la lengua, el origen, la ciudadanía,
etcétera. Recordamos el ejercicio sobre un delegado sindical británico
de origen indio con que Eric J. Hobsbawm abría su artículo "¿Cuál
es la patria de los trabajadores?", hilando posibles líneas de
identidad según a qué efectos.
En segundo lugar, Antonio
Rivera plantea que la/s identidad/es, lejos de preceder al sujeto colgada
de los genes o de las esferas celestiales, se elige. La conciencia,
factor en reelaboración continua, actúa
sin mas trabas que las que ofrece la vida social. Por aquí se
brinda la tercera advertencia, que nos introduce de lleno en la disciplina
a que responde el libro que comentamos. La/s identidad/es se construye
y reconstruye históricamente, no se detiene salvo que fuerzas
humanas vestidas de agentes políticos (o religiosos, educativos...)
decidan en cierta coyuntura jugar al inmovilismo. No hay señas
de identidad eternas. Desde luego, en época contemporánea
los cambios se aceleraron.
El libro aborda dos identidades
entrecruzadas, la obrera y la nacional, en el período de formación y asentamiento de ambas en el
País Vasco. Su objeto preferente de investigación es la
izquierda obrera, principalmente la socialista pero también la
comunista y anarquista. Deja fuera a las fracciones republicanas salvo
en su relación con el socialismo. Al respecto de la identidad
nacional esa izquierda optó entre tres ofertas: la vasco-española,
una de ambas o intencionadamente ninguna. El historiador se asoma desde
dos planos, el formal o político y el informal o de convivencia
cotidiana.
Aunque el límite cronológico de las consideraciones se
sitúa en el golpe de estado del general Primo de Rivera (1923),
muchas se proyectan sobre la coyuntura de la II República. Rivera
advierte de que el auténtico corte en las percepciones nacionales
de la izquierda se produjo en la década de 1960. Entonces emergió un
elemento apenas vislumbrado antes, un nacionalismo vasco de izquierdas.
Ciertamente los contextos habían cambiado demasiado. En el interior
el franquismo relegaba a la clandestinidad a cualquier oposición
y en el exterior la guerra fría y la descolonización marcaban
pautas de acción política, empezando por las legitimaciones
de la violencia.
Los socialistas de Facundo
Perezagua conformaron social y políticamente
la nueva clase obrera en Vizcaya desde la década de 1890, precisamente
cuando el bizkaitarrismo de Sabino Arana daba los primeros pasos en su
foco de Bilbao. El discurso del primer socialismo no distinguió entre
burguesías, y atacó con dureza a las Diputaciones y los
demás iconos postforales. En esa línea tildó los
Conciertos Económicos de instrumento de dominación de clase.
Recuérdese que sus gestores, como los de toda representación
política hasta el bienio nacionalista 1917-1919, fueron los aristócratas
del acero (Chávarri, Alzola, Ybarra).
Aunque se distanció de los encendidos mensajes dominantes durante
la guerra de Cuba (1895-1898) y criticó el patriotismo como elaboración
para el dominio, el socialismo participó de un españolismo
regeneracionista ante la corrupción del régimen de la Restauración.
Antonio Rivera lo considera un agente nacionalizador más o menos
consciente. Como la mayor parte de movimientos obreros, por otra parte.
El historiador alavés pone el ejemplo del anarcosindicalismo catalán,
españolista en cuanto a su universo mental.
En general, los trabajadores
en la órbita del socialismo dieron
la espalda a la cultura vasca. Junto a las consideraciones políticas,
con esa cultura bastante instrumentalizada por el tradicionalismo, lo
vasco en el cambio de siglo estaba teñido de elementos morales
reaccionarios. El socialismo participaba de posturas tolerantes y aperturistas
que chocaban con la poderosa influencia clerical. Ahí debe insertarse
la batalla por la secularización de las costumbres que arrancaba
en el ámbito urbano e industrial, la primera gran batalla cultural
de la época de las masas en suelo vasco. Llamativo por excepcional
es el caso de Eibar. La comunidad de los oficios de la armería,
vascoparlante pero no tradicionalista, se acercó al socialismo
y de hecho compartió con los correligionarios vizcaínos
los prejuicios acerca de las esencias vascas.
El giro estratégico emprendido por el socialismo en 1910, cuando
estableció una alianza con el republicanismo, modificó su
discurso hacia el autonomismo en el marco de una nueva organización
territorial de España. En la coyuntura de la posguerra mundial,
bajo los efectos internacionales de la doctrina Wilson y en el marco
del debate político sobre la reintegración foral, algunos
socialistas guipuzcoanos plantearon la nacionalidad vasca en razón
de su lengua, raza, costumbres y leyes. Como tal, debía constituir
un Estado que repartiría competencias con un Estado central ibérico
que sería reconocido por la Sociedad de Naciones.
Los socialistas guipuzcoanos,
eibarreses en líneas generales,
repudiaban el separatismo que propugnaba el nacionalismo y afirmaban
los lazos que unían al País Vasco con España. Incluso
defendían la superioridad cultural española sobre la vasca.
La idea era que el bizkaitarrismo era más rechazable por reaccionario
que por separatista. En la base de su discurso los guipuzcoanos colocaban,
como había hecho siempre el socialismo, la preeminencia de la
autonomía individual y municipal sobre la regional. Aquí conectaban
con el discurso del líder que había desplazado a Perezagua,
Indalecio Prieto, quien había embarcado al socialismo vizcaíno,
y por extensión al vasco, en el objetivo político de la
plena democracia.
La triangulación política vasca entre dinásticos,
socialistas y nacionalistas desde la década de 1920 obligó a
Prieto, en la defensa de su escaño por Bilbao, a mantener una
moderación que evitara el acercamiento entre las derechas. La
aprovechó la escisión comunista, que al contrario que el
resto de la izquierda obrera, se acercó al nacionalismo. Este
sólo le ofreció inicialmente solidaridad moral ante la
represión. Antonio Rivera menciona que esas relaciones se estrecharon
durante la República, incluso con afirmaciones independentistas
por parte comunista.
De especial interés resulta el acercamiento al reducido colectivo
anarquista vasco. El historiador plantea que su ortodoxia en el rechazo
a la colaboración con otros sectores izquierdistas acentuó su
posición minoritaria. Esa actitud les llevó a ignorar la
cuestión nacional, incompatible con su credo antiestatista y antipolítico.
Desde 1920 la CNT amenazó la hegemonía socialista entre
el elemento obrero de Vitoria y algunas localidades guipuzcoanas, pero
su misma organización operaba en un ámbito territorial
que incluía las provincias vascas, Navarra, Santander y La Rioja.
Sólo durante el otoño de 1920, con motivo del pacto del
proletariado entre UGT y CNT que fijó la afiliación forzosa
a una de ambas organizaciones, se ocuparon los anarquistas vascos de
los trabajadores nacionalistas. La mayoría de afiliados de Solidaridad
de Obreros Vascos prefirió la CNT a la UGT, con quien mantenía
una pugna previa. Los socialistas plantearon siempre la acción
sindical de los solidarios como mero amarillismo. |
|