Antoni Puigverd
Entre bromas y caricaturas
(La Vanguardia, 5 de mayo de 2014).

En septiembre aparecerá la nueva novela de Milan Kundera. La fête de l’ insignificance, recientemente editada por Gallimard, en la versión francesa original, pero que Adelphi ya publicó meses atrás en italiano. Pronto Tusquets la editará en castellano (y en catalán, supongo). Kundera es un autor ligero, pero sutil, que llega a las grandes palabras (Ser, inmortalidad, identidad…) por el camino menos pretencioso: sacando el jugo a anécdotas menores. La anécdota más conocida que ha narrado Kundera: una ingenua broma de un estudiante se convierte en una provocación insoportable para el sistema comunista.

La literatura del pasado imaginó el siglo actual como el de la conquista del espacio y del futurismo estratosférico. En cambio Kundera en La fête de l’ insignificance lo describe como la época en la que todos los ombligos de las chicas están al descubierto, pero en el que impera el más severo conformismo. En nuestra época, la exhibición general de los ombligos enfría cualquier posibilidad de erotismo, de la misma manera que la constante presencia pública de la broma impide cualquier posibilidad de humorismo.

Leyendo los fragmentos de la novela de Kundera que Caterina Bonvicini publica en su blog del diario Il fatto quotidiano, pienso, inevitablemente, en la Catalunya y en la España de hoy. En Catalunya impera desde hace años el humor oficial del programa Polònia, al que la pesimista descripción de Kundera viene como anillo al dedo. Nunca cuestiona las verdades catalanas, el Polònia. Al contrario: confirma la validez de los tópicos del catalanismo, pellizca de manera inocua a los protagonistas de nuestra vida política, deja a la altura del betún a los antagonistas y, en la mejor tradición de la demagogia, consigue que la audiencia se sienta infinitamente superior al poder.

En la época de los graciosos, el humor, en lugar de cuestionar al poder y subvertir el orden establecido, hace exactamente lo contrario: confirma lo políticamente correcto catalán y uniforma a toda la audiencia fabricando risueñas caricaturas y entrañables sonrisas. Sonrisas estupefacientes para que el pueblo soberano pueda irse a la cama en paz consigo mismo, convencido de ser el mejor. ¡Qué lejos estamos del humor sarcástico de aquellos cuentos de Espriu en los que la Catalunya encantada de conocerse ganaba el campeonato de cretinismo!

Algo parecido sucede con los monólogos de los más exitosos humoristas de los canales españoles, empezando por Buenafuente o Los Morancos, dos tipologías para un mismo destino: entretener y distraer mediante halago o leve alteración de los tópicos ideológicos de la audiencia. He ahí un humorismo con función estrictamente somnoliento. Buenafuente y Los Morancos consiguen que una media sonrisa tranquilizadora se fosilice en el rostro de su audiencia. Aparentemente distinto es el humor del Gran Wyoming, pues irrita a los que reciben sus pullas; aunque pone esta irritación, no al servicio de una verdad incómoda, sino de una audiencia contraria a las víctimas de sus chanzas. El ácido Wyoming y los ceñudos comentaristas de 13tv conducen a sus seguidores al mismo destino. Seriedad extrema y humor clorhídrico desembocan en la misma playa del partidismo feroz.

En uno de sus múltiples ensayos sobre El Quijote, Kundera explica que, al enviar Cervantes a Don Quijote a descubrir el mundo, “rasgó el telón” que obligaba a los protagonistas de las novelas a someterse a un determinado arquetipo social y a un único tono (o cómico o lírico o dramático). De esta manera consiguió que entrase en la literatura “la prosa de la vida”. En El Quijote como en la vida, nada es monocolor. Tragedia y comedia se confunden.

Nada es seguro en este mundo nuestro, sostiene Kundera, ni la identidad de las personas; ni siquiera la identidad, aparentemente obvia, de las cosas. “Don Quijote le quita a un barbero su bacía porque la toma por un yelmo. Más adelante, el barbero llega por casualidad a la venta donde está don Quijote rodeado de gente, ve su bacía y quiere llevársela. Pero don Quijote, indignado, se niega a tomar su yelmo por una bacía. De repente se pone en cuestión la esencia misma de un objeto. Por otra parte, ¿cómo probar que una bacía colocada en la cabeza no es un yelmo? Los traviesos parroquianos, para divertirse, dan con el único criterio objetivo para establecer la verdad: el voto secreto. Todos participan en la votación y el resultado no da lugar a equívocos: todos confirman que el objeto es un yelmo. ¡Admirable broma ontológica!”.

“Me contaron –continua Kundera– que el primer sondeo de opinión pública en Francia tuvo lugar en 1938, después de los acuerdos de Munich. Mediante este veredicto de lo más democrático, los franceses confirmaron entonces, por aplastante mayoría, que la inolvidable capitulación ante Hitler era un acto ejemplar y justo. Los lectores de Cervantes no se llaman a engaño: todas las votaciones, todos los sondeos de opinión tienen por modelo el clásico escrutinio de la venta cervantina”.

El humor de Cervantes cuestionaba su mundo, mientras que el tonillo bromista que nos rodea noche y día es un embudo. Toda la compleja realidad catalana y española pasa desde hace unos años por el embudo de la caricatura. ¡Qué fácil es luchar contra las caricaturas del adversario! ¡Y qué difícil será, cuando despertemos de la broma somnolienta, enfrentarnos a la compleja mezcla de tragedia y comedia que resultará del berenjenal en el que nos hemos metido!