Antonio Rivera

Juego de patriotas
(El Correo, 22 de abril de 2006)

            La violencia terrorista ha complicado y distorsionado durante las últimas décadas el sistema político vasco. A los originales de izquierda versus derecha e identidad nacional contradictoria y a veces excluyente, vasca o española, ha sumado un tercer eje de fractura, el de la oposición entre democracia y terrorismo. El propio terrorismo ha emponzoñado el objetivo político final del nacionalismo vasco, de manera que al intentarse conseguir por algunos de una forma antidemocrática lo ha convertido en una amenaza totalitaria para la sociedad vasca. Tantos ejes de ruptura y el posicionamiento defensivo prepolítico a que obliga la violencia terrorista han llevado a una proliferación exagerada de opciones políticas, sindicales y sociales, que tenderán a verse simplificadas y reducidas en número en cuanto la paz se haga norma. Asimismo, alianzas políticas contra natura han venido justificadas por una presión que puede estar a punto de finalizar.
            La maravillosa y anhelada hipótesis de que el terrorismo vasco vaya a pasar a la historia ha supuesto un trastoque de lo anterior. Ello explica la agitación que muestra la comunidad nacionalista y la expectación, incertidumbre y a veces temor de la sociedad no nacionalista. Parte de la comunión nacionalista se ha puesto a desfilar cada fin de semana, agitando masas sobre una tesis engañosa y contradictoria: hacen demostración de fuerza ante el conjunto de la sociedad -antes y después de la violencia, los nacionalistas pretenden demostrar que siguen siendo la mayoría visual vasca-, pero prometiendo que esta vez la cosa no pasa por un proceso de acumulación de fuerzas abertzales como ocurrió en el experimento Lizarra de la tregua anterior. Es un 'es, no es'. La otra esperanza de paz fracasó por diversos motivos, pero llevaba implícito un tenebroso futuro de haber prosperado: la 'paz de Lizarra' se fundamentaba en la desaparición a los efectos ciudadanos de la mitad de la sociedad vasca, la no nacionalista. Esto parecen haberlo comprendido los estrategas abertzales, empezando por los de la izquierda abertzale, lo que no quita para que necesiten a la vez tener en tensión a sus bases y estimularlas con procesiones nacionales ya que no pueden ofrecerles de momento una estrategia de unidad nacional.
            Sólo se desenganchan de esa tesis los rezagados y entusiastas de Lizarra: la dirección del sindicato ELA, con Elorrieta al frente, y el lehendakari Ibarretxe. La negativa de Elorrieta, reiterada esta misma semana, a la posibilidad e intención de encontrar «un punto de encuentro» donde pueda sentirse cómoda la mayoría de la sociedad vasca es simplemente descorazonadora. El perverso efecto del terrorismo se muestra así entre quienes no han tenido que ver con él, pero que sin embargo comparten con el mismo una visión enfrentada de la sociedad, donde la mitad más uno se impone al resto y establecen cómo ha de ser ésta a todos los efectos. Después de la paz, la normalización deberá incluir reciclajes de democracia y estabilidad social para muchas gentes del lugar. Salvo que la dirección de ese tradicionalmente aquietado sindicato se haya convertido a un conflictivismo tal que ni el del leninismo de los años veinte.
            Lo de Ibarretxe, más que una utopía, se trata de una ucronía. Elorrieta puede haber perdido el espacio cuando casi todos los demás se han movido para propiciar el escenario de paz. Ibarretxe ha perdido el tiempo, el momento histórico. Sigue pensando en la clave anterior, en la de acumulación de fuerzas nacionalistas que elaboran un producto -la propuesta de Estatuto Político; el plan que lleva su nombre- que a su vez trasladan a Madrid para que se vea la intrínseca contradicción de intereses entre lo que él llama el Pueblo Vasco y el Estado español. Pero el escenario de paz obliga precisamente a que ese punto de partida haya que apartarlo, de manera que a día de hoy ya no tiene adeptos. Ibarretxe se queda sin doctrina, y su estrategia por la paz vuelve a desvanecerse en ensoñaciones 'lizarrescas' en cuanto deja pasar semana y media sin recibir doctrina directa de Zapatero.
            La normalización que los nacionalistas equiparan al logro de sus demandas políticas no es ni puede ser eso. Será muchas cosas -la primera, la desaparición de la violencia como agente político-, y una principal: la que suponga la reactualización del campo de fuerzas abertzales. Hay desde hace tiempo una soterrada lucha entre abertzales que no aprecia el resto de la sociedad. En unos casos es penosa: el empeño vital de algunos amenazados de ruina por buscar un nuevo espacio al sol donde sobrevivir a los cambios y perpetuar su profesión política. En ocasiones ha sido brutal, como las bombas contra los bienes particulares de nacionalistas en una lucha por el control del territorio de remembranzas mafiosas. En otros se trata del combate principal: el viejo partido del poder empieza a calcular qué parte del pastel puede estar en peligro cuando esto se normalice y algunos de sus competidores dejen de estar temporalmente apestados e inhabilitados para el ejercicio del mando en las instituciones. Se hacen ese cálculo y también el que pueda suponer la desaparición del tercer eje de confrontación política de la sociedad vasca: el del terrorismo, y la consiguiente repercusión en alianzas políticas desconocidas hasta ahora que le puedan poner en minoría.
            En ese escenario de lucha, el primer y principal combate se dilucida en la 'casa del padre', donde el partido-guía se debate entre los dispuestos y preparados a seguir gobernando una sociedad normalizada y los acostumbrados a la montaraz reclamación y a la relación difícil pero constante con sus hermanos, más que competidores, de reclamación final soberanista. De nuevo -¿y van !-, la esperanza de que prosperen los primeros y actualicen el discurso nacionalista vasco para con la sociedad vasca es fundamental en ese futuro de normalidad. Por fortuna, Josu Jon Imaz sólo puede ganar la partida interna en su partido si prospera el proceso de paz tal y como lo ha definido el presidente Rodríguez Zapatero. Los pasos de Imaz van en una consonancia, seriedad y coherencia encomiables, y los valores que alberga son de 'chapeau': los que el partido-guía lleva prometiendo desde el Discurso de Arriaga, en el 88 -«un nacionalismo de los ciudadanos»-, y que veinte años después no acabamos de ver.
            Quizás esta vez el escenario fuerce a la organización. El documento sobre «la pacificación y normalización política» que aprobó su partido y que él esgrime como base de su estrategia diferencia entre una cosa y otra, paz y conflicto político vasco, en el punto fundamental: en la disociación en el tiempo -en éste- de la solución de una y otra cosa, lo que supone que nadie tiene que sacar réditos políticos al final de la violencia terrorista. Primero la paz, consolidada y normalizada la sociedad vasca. En el futuro, mesas: hablar de política sin la amenaza de los pistoleros para buscar un espacio común y cómodo para la inmensa mayoría de los vascos. Justo lo contrario de los que piensan o han pensado en la construcción nacional como la sociedad exclusiva de los nacionalistas vascos a la que han de someterse los que no lo son. Aquello que se dijo en Lizarra y algo no muy distinto de lo que fue el dichoso plan. Ahora todo es diferente y por eso este proceso de paz genera esperanzas fundadas en toda la sociedad vasca, no en la mitad de ella, como la otra vez.