Antonio Rivera

Jacobinismo
(El Correo, 7 de octubre de 2005)

Todo aquel que invoque su oposición, razonada o no, o la más mínima duda sobre las excelencias del nuevo Estatuto catalán, que se propone para su discusión y aprobación, va a ser insultado de partida con una palabra: 'Es un jacobino'. Las palabras, como decíamos antaño, se 'cosifican', un término esdrújulo que servía para referir cómo algo pierde su significación original y se convierte en eso, en cosa que sirve para cualquier cosa. No importa que nadie sepa qué significa 'jacobino'. Lo que está claro es que, a fuerza de oírlo repetir por un mismo tipo de individuos, suponemos que viene a ser un grave insulto. Igual que hay mucha gente que no sabe qué significaba en su origen 'hortera', 'sátrapa' o 'arpía', pero entiende sin vacilación que nunca aceptará tal referencia aplicada a su persona.

Los jacobinos y el jacobinismo vienen de los tiempos de la Revolución Francesa, y reciben su nombre por el convento en que se reunían, después de haber desalojado a sus iniciales ocupantes. El jacobino más famoso es Robespierre, al que asociamos dándole a la guillotina, por mor de la eficacia de la leyenda conservadora que, desde su muerte, también bajo la guillotina, le ha perseguido.

El jacobinismo es algo complejo y, como el término 'nación' en el caso catalán, polisémico, con variada significación. De partida se refiere a una concepción revolucionaria. El jacobino ocupaba el poder del Estado para con su fuerza extender la revolución en beneficio del pueblo. Incluso a costa, a pesar o en contra de la voluntad del pueblo. Su profundo, casi religioso, compromiso con la causa revolucionaria y con la virtud ciudadana le llevaron a imponerse a toda resistencia, empleando una violencia sistemática, justificada por las bondades del objetivo final revolucionario. Jacobinismo, en ese sentido, remite a minoría ilusionada o iluminada por la idea revolucionaria, profundamente creyente en el beneficio del pueblo pero no demasiado exigente con la participación de éste. El jacobino, en el fondo, es un aristócrata puesto por sí mismo al servicio de la ignorante y querida multitud.

Otra variante del jacobinismo, la que justifica su conversión reciente en insulto, es su asimilación a centralismo. Los jacobinos franceses se enfrentaron a sectores contrarrevolucionarios de algunas regiones, sobre todo del occidente del Hexágono galo, que habían instrumentalizado para entonces los valores del terruño y de los ancestros. Desde ese momento, los antirrevolucionarios de toda Europa se han enfrentado a la Ilustración revolucionaria apelando a la tradición, a la tierra y a dios, de manera que las significaciones regionales reactivas chocaron con las fuerzas del Estado, transmutadas en una furiosa llama igualadora e igualitarista.

El remate más preciso lo constituye el lema de siempre de los jacobinos: 'Igualdad de derechos para todos, en todas partes y al mismo tiempo'. Ahí radica el misterio. ¿Quiénes son miembros de una misma nación? ¿Qué une a los miembros de una misma nación? Según los jacobinos, el pertenecer a una misma ley, el estar sometidos a las mismas obligaciones, el poder disfrutar de los mismos derechos, en cualquier parte del país y en cualquier instante de su futura historia. Ni las voces ancestrales, ni los supuestos derechos de la tierra que pisan, ni la historia, ni la tradición: somos de la misma nación porque participamos de un mismo contrato con ésta y con sus conciudadanos.

Luego, la Ilustración revolucionaria del jacobinismo se manifestó sobradamente cruel en 1830, en 1848 incluso en 1917. Cruel pero también generosa, en esa profunda contradicción que preside el recuerdo del siglo XX. Pero, sobre todo, se mostró espesa o incapaz para entender aquello que anotara Goya en un dibujo de su serie negra: 'El sueño de la razón produce monstruos'. El jacobinismo no vio la fuerza que mueve la pasión y hasta la irracionalidad, el fervor por voces que animan hasta el sacrificio a hombres y pueblos. (Razón y fe, ilustración racionalista y tradición mágica, un viejo asunto, estos días traído magistralmente al cine en un cuento de Terry Gilliam: 'El secreto de los hermanos Grimm').

La tradición jacobina, ¡claro que sí!, a la hora de construir naciones, prefería la igualación en el derecho y la obligación cívica antes que la eficaz pero etérea capacidad movilizadora del romanticismo. A la altura de 2005, en una fotografía demasiado estática, sin amplitud de fondo histórico, está perdiendo la partida frente a los de las voces ancestrales.

Pero sería un gran error elegir sólo entre el rigorismo jacobino y el desahogo patriótico nacionalista. Hay mucho territorio entre medias. Hay espacio para defender el derecho a la diferencia y a las sanas diferencias. Hay espacio para sostener la eficacia de una competencia interna por una mejor gestión que reporte responsabilidad en los gobernantes y beneficios o perjuicios en los gobernados, según sea aquélla. Hay espacio para que las voces ancestrales no se queden en su simple invocación y signifiquen algo tangible. Hay espacio para sostener la identidad en un mundo cada vez más grismente igualado. Pero también, acudiendo a esa sangre auténticamente jacobina que corre por nuestras venas, es de ley recordar que el autogobierno y su invocación, por sí mismos, no hacen ni más libres a las personas ni más justas a las sociedades. O que, también, sigue siendo atractivo el mensaje de 'Igualdad de derechos para todos, en todas partes y al mismo tiempo', aplicado a los límites de la nación, de la nación de naciones y del universo mundo.