Ayer es hoy, multiplicado

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El País, 11 de julio de 2018

 

Tras más de dos meses de siega, la cuenta se acerca a 300
asesinados, cazados por francotiradores, ejecutados con un tiro en
la nuca, tiroteados por paramilitares. Y los heridos llegan a 1.500.

 

La tarde del 23 de julio de 1959 se produjo en una calle de León la masacre de
estudiantes de la que fui sobreviviente y que marcó mi vida para siempre, ejecutada por
soldados del ejército de la familia Somoza.

Era una manifestación de protesta, y ya nos retirábamos hacia la universidad cuando
estallaron las bombas lacrimógenas, y a los primeros disparos de los fusiles comencé a
correr. Me topé con la puerta de servicio del restaurante El Rodeo. La empujé, y cedió.
Se oía el tableteo de una ametralladora y seguían las descargas de los fusiles. Subí a la
segunda planta. Había ahí tres niñas en una cama, aterrorizadas, en compañía de una
empleada. “Estamos solas aquí”, me dijo la mujer”, con voz temblorosa.

En absoluta inconsciencia me asomé por el balcón y ví a los soldados colocados en tres
filas: de pie, de rodillas y acostados en el suelo, los fusiles humeantes. El de la
ametralladora, echado en la acera de la esquina. En el pavimento, los cuerpos
desperdigados. Alguien me gritaba: “¡una ambulancia!, ¡una ambulancia!”.

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