Beatriz López Barreiro
Influencia de la Gran Guerra en el
pensamiento y el arte europeos
(Página Abierta, 235, noviembre-diciembre de 2014).

 

«No hay documento de cultura que no lo sea a su vez de la barbarie», escribía Walter Benjamin en sus Tesis de la filosofía de la historia. Y es que a raíz de la Primera Guerra Mundial el arte sufre una transformación completa y avanza hacia el arte moderno, gritando los 37 millones de muertos y una nueva forma de entender el mundo. Una parte de la pintura europea de la época se vuelca en representar las armas, las máquinas, la destrucción, la locura del frente. El sentimiento de pertenencia a una nación que reinaba en muchos artistas de la época, la idea de que la guerra, que pensaban que sería más corta, supondría renovación colectiva se esfuma con la aparición del sufrimiento y la muerte. El optimismo previo a la Gran Guerra, la fe en el progreso y los avances científicos y tecnológicos se diluyeron en 1914 para morir con la llegada del nazismo.

Las vanguardias anunciaban que todo iba a cambiar; los esquemas estrictos ya no servían y en los meses precedentes al estallido del conflicto reinaba la sensación de que la guerra traería el ansiado cambio. Pero enseguida esa idea romántica se esfumó y aparecieron en el horizonte la devastación y la desolación que significó la primera guerra mecanizada de la historia, la más brutal conocida hasta el momento.

Las matanzas en masa, el uso de gas mostaza, las crisis nerviosas que sufrían los soldados en el frente y los millones de muertos obligan a los intelectuales y a los artistas europeos a replantearse la idea de civilización, la idea de progreso, esa herencia de la Ilustración que llevó a la Gran Guerra, a la II Guerra Mundial y a su símbolo definitivo: Auschwitz. De esta revisión crítica profunda, de esta necesidad de examinar los cimientos de una civilización que había llevado a Europa a la catástrofe surgirán el dadaísmo y el surrealismo como respuesta artística.

Si algún cuadro es representativo de esta revisión de la idea de progreso, ese es el Angelus Novus, de Paul Klee (Suiza, 1879-1940). Esa pequeña pintura fue la inspiración de Walter Benjamin. Aunque no llegó a vivir la terrible barbarie en la que se convirtió la II Guerra Mundial, el experimentar la primera le bastó para saber lo que ocurriría años más tarde. Hasta su suicidio en Port Bou mientras huía de la persecución nazi, se empeñó en mostrar de qué manera de los cimientos de la razón moderna surgen los rasgos de la barbarie, tan presentes en la pintura europea a partir de 1914 y que el filósofo plasmará posteriormente en sus principales obras.

El Angelus Novus o el ángel de la historia

La «teoría de la catástrofe» de Benjamin nos lleva a una visión del tiempo histórico que incorpora en su núcleo lo inesperado, aquello que viene a quebrar la marcha lineal y necesaria de una temporalidad abierta hacia el futuro. El filósofo demuestra que lo nuevo responde no a una concepción afincada en la idea de progreso, sino a la irrupción de lo catastrófico:

«Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que aparece como si estuviera a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede curarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso» (1).

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Angelus Novus (1920), de Paul Klee.

 

Cada paso hacia aquello que denominamos progreso supone la persistencia de la catástrofe, el venirse abajo de los propios sueños utópicos de éste. Contemplar la historia es contemplar esas ruinas que crecen ante el ángel y se han ido acumulando a lo largo del tiempo, es saber que nada es seguro, nada está garantizado, y mucho menos la salvación.

La historia ha sido escrita por los «vencedores», por los que no han dejado nunca de hacerlo, y amenaza no sólo a los vivos, sino también a la memoria de los muertos. Benjamin «ve en la ideología del progreso la consumación de una historia de ocultamiento, el sistema discursivo por el cual el historicismo ha colonizado, con la impronta de los vencedores, la totalidad del tiempo, para atrás y para adelante» (2). Salvar el tiempo pasado es devolverle la esperanza a todos aquellos que esperan la redención, cuya posibilidad parece inviable ante la amenaza de la barbarie realizada; pero Benjamin tiene sus esperanzas en esa grieta mínima de la catástrofe continua, una esperanza que «no nace del progresivo desarrollarse de la historia, de su ascendente marcha hacia la felicidad, sino de la posibilidad, de ningún modo garantizada, de la ruptura de la continuidad a través de una catástrofe dislocadora» (3). La noción de progreso ha de basarse en la idea de catástrofe, dada ya por el simple hecho de que las cosas «sigan funcionando»; la esperanza está en interrumpir el curso de las cosas e introducir lo nuevo.

Sabía lo que el progreso representaba, sabía que en su monstruosidad radical estaba la consumación al extremo del nihilismo moderno, que lejos de ofrecer el nuevo ideal de un hombre liberado de sus antiguas cadenas acabó generando el hombre del «mal absoluto».

En esta visión trágica de la historia lo único que está garantizado es la destrucción; el tiempo es ruptura y espera, una espera que parece ofrecer en primer lugar el devenir de la barbarie, la barbarie como experiencia cotidiana. El siglo XX ha desplegado como nunca antes su fuerza creadora y transformadora y, a la vez, su capacidad destructiva y aterradora. Entre los pliegues de la cultura es donde se encuentran los signos de la barbarie, sólo hay que saber leerlos; ésta no es un accidente, sino una de las formas del ser de la cultura humana.

La lógica del mal, para Benjamin, es lo propio de la historia, la cual aparece como el gran escenario del mal, como el terrible lugar en el que se consuma la opresión y la barbarie; pero también es el único sitio en el que puede combatirse en nombre de los vencidos, el único lugar para la redención en el que se encuentran a la vez la promesa de la felicidad y la presencia del horror.

El filósofo no alcanzó a ver de qué modo se consumaría el horror absoluto en Auschwitz, pero en sus obras, en sus anticipaciones, en esa particular sensibilidad, vio el horror allí donde la mayor parte de los hombres sólo vieron promesas de progreso.

Artistas en el frente

Esta concepción de la historia, de la idea de progreso que empieza a forjarse y que alimenta la obra de Walter Benjamin llegando a su máximo desarrollo en 1940 con sus Tesis de la filosofía de la historia, se plasma ya en la pintura y las corrientes artísticas europeas que surgen durante la guerra y después de ella.

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Tropas avanzando en un ataque con gas (1924), de Otto Dix.

A finales del siglo XIX, el arte se suma al torbellino de la modernidad. Lo importante ya no es la maestría a la antigua usanza, la fidelidad al objeto representado, sino que se busca la originalidad y la libertad creativa. Animados por los avances de las ciencias, los artistas se olvidan de la objetividad y se centran en el sujeto, comienzan a pintar el mundo desde su perspectiva y el impresionismo se llena de nuevos colores, desafíos de la perspectiva y desaparición de las formas. Pero entonces llega la guerra y con ella la representación de la desolación, la sangre y la  muerte.

Muchos de los artistas de la época vivieron el conflicto en el frente, algunos celebrando incluso su llegada antes de arrepentirse de todo lo que vino después. Ernst Ludwig Kirchner (Alemania, 1880-1938) fue uno de los muchos jóvenes ingenuos que se presentó voluntario para combatir en una contienda que se imaginaban breve, romántica, necesaria para el futuro de Europa y que ya Marinetti había calificado como «la única higiene del mundo». En 1915 Kirchner pinta Autorretrato como soldado; el autor aparece frente a nosotros con uniforme de soldado y una mano cortada, la herida abierta, cigarro en la boca y la mirada perdida y oscura. La mutilación representada en el cuadro es simbólica, es su alma la que ha sido dañada, es su forma de mostrar y denunciar esa enfermedad que ha supuesto para él la guerra.

Temas como el insomnio, la desolación, el frío en las trincheras, ataques con gas, insectos devoradores de hombres son una constante en lienzos de la época, como vemos por ejemplo en Tropas avanzando en un ataque con gas o Soldado moribundo, de Otto Dix (Alemania, 1891-1969). El expresionista alemán es probablemente el artista que con mayor insistencia se ocupó de mostrar el horror y la deshumanización de la Gran Guerra, quizás también  el más violento en sus representaciones. El tratamiento de las formas y los colores tiene un fin muy claro: que la angustia sea más perceptible. Lo importante es reflejar el sentimiento, el mundo interior del artista. Dix, a diferencia de Kirchner y otros, encontró en la guerra un tema que le atraparía para toda la vida y que marcaría su evolución artística.

Por otro lado, George Grosz (Alemania, 1893-1959) representó como nadie la situación que se vivía en las grandes ciudades europeas en los años del conflicto. La angustia, la histeria, la ansiedad y el trauma aparecen representados en Metrópolis, el Berlín de 1916-17. Con su estética expresionista y la primacía del color rojo que todo lo envuelve de un aire apocalíptico y angustioso, Grosz preconiza el camino de autodestrucción del hombre y nos conduce a él.

Esta experiencia traumática llevó a muchos de ellos a realizar un trabajo de una calidad y unas características que de otra forma no habrían alcanzado. Hay un antes y un después en la pintura europea con la llegada del año 1914. El sufrimiento trae un aspecto oscuro a la pintura, monstruos y deformidades con una enorme carga teatral. La euforia de progreso se desvanece y el horror de lo ocurrido la sustituye.

Con la guerra, el arte se olvida de la belleza y da paso a la estética de lo grotesco, lo monstruoso, lo sombrío. «La guerra –dijo Dix en una entrevista de 1961– es algo embrutecedor: hambre, piojos, fangos, esos ruidos enloquecedores. Todo es distinto. Mirando cuadros más antiguos, he tenido la impresión de que falta por exponer una parte de la realidad: lo repulsivo. La guerra fue una cosa repulsiva, y pese a todo, imponente. No podía perdérmela. Hay que haber visto a los hombres en ese estado voraginoso para saber algo sobre ellos».

Dadaísmo y surrealismo

Pero el arte no sólo se limitó a mostrar este infierno, sino que impulsó movimientos de vanguardia que buscaban romper con el arte anterior, aquel que había llevado a la humanidad hacia la catástrofe. Desilusionados con el arte burgués que había llevado a la humanidad a destruirse a sí misma, surge en 1916 el dadaísmo. Formado por una serie de artistas europeos que se encontraron en Suiza como refugiados durante la guerra, el movimiento se crea de la mano de Hugo Ball en el Cabaret Voltaire, en Zúrich, aunque será posteriormente Tristan Tzara (Rumanía, 1896-1963) su máximo exponente, que escribiría en su Manifiesto Dadá XIII:

«Dadá es un microbio virgen

Dadá está contra la carestía de la vida

Dadá

sociedad anónima para la explotación de las ideas

Dadá tiene 391 actitudes y colores diferentes según el sexo del presidente

Se transforma –afirma– dice al mismo tiempo lo contrario –sin importancia– grita –pesca con caña–.

Dadá es el camaleón del cambio rápido e interesado.

Dadá está en contra del futuro. Dadá está muerto. Dadá es idiota. Viva Dadá. Dadá no es una escuela literaria, aúlla».

Dadá propone la ruptura de la lógica, la antiestética, el desconcierto de los sentidos y la desorientación del sujeto. Todo ello para unir el arte con la rutina, con la vida de la gente de a pie, y plantear una reflexión sobre esta locura bélica que había cambiado el mundo. Es el antiarte moderno.

El surrealismo, por su parte, convencido de que había sido el racionalismo ilustrado el causante la guerra, investiga en torno al subconsciente y sus posibilidades con la intención de indagar en lo más profundo del ser humano. En la etapa de posguerra los surrealistas consideraban imprescindible un arte nuevo a través del que poder conocer al hombre en su totalidad, y para ello creen imprescindible llegar al subconsciente y dejar que la obra surja del automatismo puro, sin que la mente ejerza ningún tipo de control. André Bretón (Francia, 1896-1966) que formaba parte del movimiento dadaísta, se escinde de este y escribe su primer manifiesto surrealista en 1924:

«Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y precisamente a eso quería llegar. Sin embargo, en nuestros días, los procedimientos lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas de interés secundario. La parte de racionalismo absoluto que todavía solamente puede aplicarse a hechos estrechamente ligados a nuestra experiencia. Contrariamente, las finalidades de orden puramente lógico quedan fuera de su alcance. Sobra decir que la propia experiencia se ha visto sometida a ciertas limitaciones. La experiencia está confinada en una jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de la que cada vez es más difícil hacerla salir. La lógica también se basa en la utilidad inmediata, y queda protegida por el sentido común. So pretexto de civilización, con la excusa del progreso, se ha llegado a desterrar del reino del espíritu cuanto pueda clasificarse, con razón o sin ella, de superstición o quimera; se ha llegado a proscribir todos aquellos modos de investigación que no se conformen con los imperantes. Al parecer, tan sólo al azar se debe que recientemente se haya descubierto una parte del mundo intelectual, que, a mi juicio, es, con mucho, la más importante y que se pretendía relegar al olvido. A este respecto, debemos reconocer que los descubrimientos de Freud han sido de decisiva importancia. Con base en dichos descubrimientos, comienza al fin a perfilarse una corriente de opinión, a cuyo favor podrá el explorador avanzar y llevar sus investigaciones a más lejanos territorios, al quedar autorizado a dejar de limitarse únicamente a las realidades más someras. Quizá haya llegado el momento en que la imaginación esté próxima a volver a ejercer los derechos que le corresponden».

El Dadá murió renegando de todo el arte y el pensamiento anterior como respuesta a la falta de lógica absoluta que achaca a la sociedad “de la razón”; el surrealismo quiso llegar al porqué de todo lo sucedido y a la esencia última del ser humano. En definitiva, después de la I Guerra Mundial arte y belleza ya no son un binomio inevitable, es necesario preguntarse por la esencia de la primera y de ahí surgen diversos experimentos y ejercicios personales que pretenden dejar atrás las reglas y normas del pasado. Y aunque la fuerza y el radicalismo de estos movimientos de vanguardia que pretendían cambiar el mundo desaparecieron, la experimentación y la búsqueda de nuevos lenguajes artísticos perduran en el tiempo.

Como sucederá posteriormente con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la pintura europea en esta época se convierte en uno de los principales mecanismos que tiene el horror para contar lo ocurrido, una forma de expresión de las víctimas que tienen la necesidad de hablar, de recuperar su libertad frente a los hechos. El arte sirve una vez más de muro necesitado en el que el ser humano, dolido y estupefacto, plasma su desesperado grito.

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(1) BENJAMIN, Walter, Discursos interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1973, p. 183.
(2) FOSTER, Ricardo, op. cit., p. 140.
(3) Ibídem, p. 139.