Carmela García González

Incendios  en Galicia. El reto de organizar el medio
rural con criterios de sostenibilidad

(Página Abierta, 174, octubre de 2006)

            Entre el 4 y el 15 del pasado mes de agosto, 1.970 incendios han arrasado 77.772 hectáreas de monte en Galicia, el 3, 81% del espacio forestal de esta comunidad. De estos incendios, 37 catalogados de grandes –con más de 500 hectáreas afectadas– devastaron el 80% de la superficie total quemada este año. Casi tantos grandes incendios como en el período 1991-2004, pero en sólo 12 días, consiguieron desbordar los operativos de extinción y generaron una alarma social no vivida en otras ocasiones. Esta vez, y esto nos llenó de consternación, las llamas segaron la vida de cuatro personas, cercadas por un fuego que otras veces se cebó sólo en los montes; esta vez, la simultaneidad de una multitud de focos extremadamente próximos a centros urbanos amenazó a muchas de las viviendas característicamente diseminadas como no lo habíamos visto en otros tiempos cuando el fuego sólo arrasaba los bosques del interior; esta vez, y esto ha sido definitivo en la percepción especial que del fuego hemos tenido, la cobertura informativa ha sido exhaustiva y sin mordazas; y esta vez, además, se ha de destacar el reconocimiento de la gravedad de la situación por parte de las autoridades competentes. Son estas dos últimas circunstancias algo novedosas, que años atrás y con otros Gobiernos nunca conocimos y que nos han aproximado de manera vívida al enorme problema al que se enfrenta Galicia.
            Se trata de las olas de fuego que vienen devastando los espacios forestales de esta comunidad año tras año, verano tras verano. En esta cuestión de los incendios se entreteje una maraña  múltiple de factores causales y motivaciones. Esta ola de incendios, pese a sus peculiaridades, encaja perfectamente en la tendencia que se viene constatando desde hace décadas. Pero en esta ocasión algo parece haber cambiado. Bien podríamos estar en un momento de inflexión en la relación con el fuego y, sobre todo, en la percepción del riesgo asociado a él. Si grave era que Galicia llevara décadas ardiendo, más grave era todavía que en la sociedad apenas se avanzara en la reflexión, en la visualización del desastre, en el debate sobre las políticas precisas para reducir el riesgo, sobre las medidas orientadas a la prevención, y no sólo a la extinción, como hemos hecho hasta ahora; en los aspectos educativos, en fin, que fomentan la conciencia ciudadana, que educan sobre el desastre que es el fuego. Bien podríamos estar en el principio del fin de lo que ya se ha llamado “tolerancia  social” frente al fuego o “cultura del fuego” en Galicia.
            Si bien el fuego es un agente que, de forma natural y de tarde en tarde, cumple un papel en la revitalización y reciclado de los nutrientes de los ecosistemas; si bien el fuego ha sido tradicionalmente una herramienta en las tareas agrícolas y ganaderas, en estos momentos, sin embargo, la dimensión devastadora que han alcanzado los incendios causados por la mano del  hombre –el 95% de los 20.000 incendios anuales son resultado directo de actividades humanas– puede tildarse de catástrofe ecológica. Es plausible que esa familiaridad  tradicional con el fuego en nuestras comunidades haya distorsionado la percepción del riesgo, pero la prevalencia del fuego no puede dejar ya de mostrar una crisis de las políticas públicas orientadas a la ordenación de las comunidades rurales, una ineficaz gestión de los sistemas forestales y una crisis, en fin, de las herramientas al uso empleadas en la lucha contra los incendios forestales, sin olvidar la falta de una educación de la sensibilidad y conciencia ciudadanas. Se visualiza, en el caso que aquí nos ocupa, lo lejos que se encuentran nuestras prácticas de las propuestas que, en los foros nacionales o internacionales, académicos o administrativos,  incorporan invariablemente los criterios de sostenibilidad social, económica y ambiental en las políticas dirigidas a las comunidades rurales y a la gestión de los espacios naturales.
            No se trata sólo de evitar los daños ecológicos que acarrea el fuego –como la pérdida de biodiversidad, la pérdida del suelo que arrastrarán las lluvias intensas del otoño, de las implicaciones en el ciclo hidrológico y de la  pérdida de la capacidad de retención de agua, del deterioro del paisaje, de la  pérdida de recursos naturales, en fin, de los efectos a largo plazo sobre el clima...–; no se trata sólo de los daños e intereses económicos inmediatos afectados –forestales, turismo, infraestructuras–; se trata  también, y fundamentalmente, de la  insostenibilidad de sistemas  sociales ineficaces para la resolución de problemas, de la falta de orientación de los conflictos o la falta, en resumen, de otras herramientas en una sociedad que entonces recurre al fuego como fórmula para resolver cualquier problema, cualquier disenso, cualquier carencia; se trata de corregir el fracaso en orientar a una sociedad  rural que abandonó ciertos usos tradicionales sin incorporar otros valores y otras pautas, otros medios materiales y otros apoyos  institucionales que frenarían esa destrucción miope del entorno, de su medio. En definitiva, las crisis ambientales son crisis socio-políticas, son problemas que precisan de respuestas sociales y no sólo de una  mejor gestión técnica.

¿Por qué Galicia se quema más que otras comunidades?


            El número de incendios anuales muestra una tendencia creciente, a pesar del incremento vertiginoso de los medios para la extinción –presupuestos, personal y materiales, a lo que se añaden  otros, como la reciente Fiscalía de delitos ecológicos, o la nueva legislación, como la Ley de Montes, que impide recalificaciones de terrenos quemados. Los datos del Ministerio de Medio Ambiente muestran que de los 18.000 casos anuales registrados en toda España en la década de los noventa, la media crece situándose alrededor de 21.600 en losúltimos 6años (1). Si esto es ya un panorama preocupante, más alarmante es que en Galicia se hayan producido 11.000 incendios de media en estos últimos años, que suponen el 60% del total de los producidos en España. Así, un 40% de la superficie quemada en toda España corresponde a esta comunidad, área de bosque atlántico-húmedo cuyas condiciones climáticas no permiten explicar la voracidad del fuego en sus montes (2).
            La pregunta sobre las causas de esta espectacular incidencia del fuego en Galicia no se hace esperar. Y las respuestas apuntan a una intrincada maraña de situaciones estructurales, problemas en la organización de las tareas agrarias y conflictos sociales que se resuelven con el fuego. Las estadísticas oficiales  sobre la causa de los incendios que el Ministerio de Medio Ambiente y el Gobierno autónomo ofrecen muestran un dato llamativo: el gran número de incendios intencionados cuya motivación se desconoce, esto es, queda sin comprobar en las investigaciones realizadas. Es sorprendente que en Galicia el 86,57% de los incendios se catalogue como intencionado (3), que se conozcan mejor las causas que en el resto de España: mientras que el 20% de los incendios del periodo 1998-2002 en España tuvo causas desconocidas, en Galicia sólo se desconocían las causas de un 7,53% (4). Pero las motivaciones en la raíz de los incendios cuya causalidad es catalogada de “intencionado” no quedan determinadas en un 34% de estos casos. Y, por supuesto, no se localiza a los autores materiales  –sólo un 1% de los incendiarios acaba dando cuenta de su acción ante la justicia.
            No es extraño, pues, que, desde varios foros y sobre todo por parte de grupos ambientalistas, se exijan investigaciones más exhaustivas que permitan estrategias preventivas más eficaces que han de operar sobre elementos estructurales. A pesar de la falta de datos sobre lasmotivaciones y autoría concreta de cada uno de los incendios, sí  disponemos de estimaciones, de estudios desde el campo de la sociología, la historia, la economía y la gestión forestal y ambiental,  que permiten entrever la compleja y multifactorial problemática que rodea al fuego en esta comunidad; trabajos que nos permiten ir perfilando la  cuestión fundamental de los contextos en los que hay que intervenir para orientar las políticas de prevención.
            Se han ido identificando todo un conjunto variado de factores de naturaleza socioeconómica que subyacen como origen de los incendios en Galicia. En primer lugar, el fuego como herramienta agrícola, véase la quema de rastrojos, eliminación de restos  agrícolas; el fuego en momentos previos a las lluvias como técnica para el rebrote de pastos o para abrir espacio para el ganado; la quema de matorral, o de maleza como método de acondicionamiento del espacio,  como gestión del territorio: el monte abandonado, que en el imaginario rural es a menudo visto como habitáculo de “alimañas” o de “maleza”, monte que en otros momentos tuvo otros usos, es sometido a quemas periódicas para su control. O  el fuego relacionado con las actividades cinegéticas. En total se calcula que unas 5.000  personas en Galicia recurren al fuego o lo utilizan habitualmente en las tareas agrarias o ganaderas. Estos usos, estas quemas, sobre todo en momentos de condiciones meteorológicas favorables a la propagación del fuego, pueden estaren el origen de unas dos terceras partes de los incendios.
            Otras motivaciones se han relacionado con  conflictos en zonas de repoblación, o conflictos respecto al precio de la madera, o debidos a la recalificación de terrenos, o a la declaración de zonas protegidas. Todo este grupo de motivaciones conduce a menudo a la utilización del fuego como herramienta que sustituye a los cauces y vías que en una sociedad democrática sirven para manifestar y canalizar los desacuerdos, establecer negociaciones y  tomar decisiones. De índole también socioeconómica serían los incendios intencionados para obtener salarios o exigir puestos de trabajo forestal.
Las  motivaciones de naturaleza psicológica, como las de pirómanos o personas perturbadas, que son enormemente publicitadas, son responsables, sin embargo, de un bajo número de incendios –sobre el 1%–, y lo mismo ocurre con el vandalismo.
            Profundizar en las causas es importante, pero más, si cabe, lo es analizar los contextos sociales en los que la familiaridad, la tolerancia con el fuego, hacen de él una herramienta, un medio de respuesta a conflictos, de resolución de problemas. Un vistazo rápido a los análisis de los expertos en ciencias sociales muestra ciertas notas características de estos contextos: áreas económicamente débiles, en las que el bosque o el matorral no tiene valor; una población envejecida encargada de duras tareas de limpieza y mantenimiento del monte o de los espacios comunes, que además les resultan escasamente rentables; despoblamiento y cambios en la ocupación del territorio que se traducen en abandono; baja o nula conciencia de la riqueza o valor del entorno natural. En definitiva, unos sistemas de gestión del territorio a medio camino entre una tradición ya imposible y una modernidad no alcanzada. Un medio rural que abandona las tareas de limpieza del monte porque ya no precisa de camas para el ganado; unos montes en los que se acumula biomasa combustible año tras año; un monte que en el imaginario popular rural sólo es percibido como “maleza” a erradicar, en lugar de ser entendido como un ecosistema de monte bajo, valioso para el mantenimiento de la biodiversidad, o como una potencial industria forestal; un cúmulo, en fin, de factores que facilitan la propagación del fuego.
            Este año nos hemos preguntado qué ha habido de nuevo, y ha resurgido el interrogante acerca de las posibles tramas organizadas de incendiarios, o hemos oído hablar de intenciones políticas en el origen de los incendios. No son necesarias tramas o conspiraciones especiales para producir un desastre en el monte año tras año, como venimos viendo; sólo con la convergencia de todos los factores aquí indicados,  asociado a condiciones climáticas como las vividas en las últimas décadas (5), se bastan  probablemente para  causar el desastre vivido. No parece verosímil que exista una “conspiración”. Sin embargo sí que se está demostrando, y esto es ya suficientemente grave, que no sólo no existe la colaboración y el compromiso de representantes políticos vinculados al anterior Gobierno en la lucha contra esta “plaga”, sino que representantes políticos del Partido Popular se han dedicado a poner trabas en la organización de los dispositivos de lucha, prevención y extinción en los ayuntamientos por ellos gobernados. Y esta grave conducta requiere, cómo no, depurar responsabilidades.

Un nuevo marco: la sostenibilidad  y la  participación ciudadana

            El plan INFOGA 2006, plan básico en la estrategia contra los incendios de esta comunidad y que continúa la línea llevada en los últimos años por el anterior Gobierno, se revela insuficiente. Como apuntan organizaciones sociales y grupos ecologistas, el énfasis no debe ponerse sólo en las tareas y dispositivos de extinción (6), sino sobre todo en una más que necesaria estrategia de prevención. Las situaciones de riesgo requieren de marcos de acción social y de medidas estructurales que reduzcan el riesgo, que disminuyan la vulnerabilidad y reduzcan la exposición ante posibles daños. Hay propuestas ya hechas y hay varias preguntas que hacerse. Si los planes de extinción y lucha contra el fuego están resultando insuficientes, ¿qué medidas a corto y a largo plazo se hacen precisas?
            Se han propuesto medidas muy concretas: implementar los planes de autoprotección; establecer normativas más estrictas que regulen el uso del fuego; intensificar una investigación más precisa de las causas; recuperar las tareas de limpieza del monte y reorientar la ordenación del territorio; restauración de las zonas arrasadas, fomentando la reforestación con especies frondosas en lugar de las pirófitas existentes; establecer perímetros de protección alrededor de los núcleos urbanos, etc. Son muchas las medidas que reclaman los grupos ecologistas y los expertos en ordenación del territorio y gestión ambiental. Y se reclama también la intervención sobre los contextos sociales con medidas dirigidas a reorganizar la economía de las sociedades rurales.
            El marco de todas estas medidas ha de ser la gestión sostenible de los espacios naturales. En la UE se está configurando la Red Natura 2000, contemplada en la Directiva 92/43/CEE sobre Conservación de Hábitats Naturales y de la Fauna y Flora Salvaje. Galicia ha propuesto 58 espacios candidatos a incorporarse a esta red que ocupan 324.930 hectáreas, un 12% de la superficie de la comunidad. Aunque los terrenos forestales, el monte que se quema, en su mayor parte no estén incluidos en la Red Natura, en este proyecto, sin embargo, están esbozadas las ideas fundamentales de lo que puede ser una visión sostenible de los espacios forestales aplicable al propósito que aquí nos ocupa, esto es, cómo orientar las actividades de las comunidades rurales, cómo ordenar el territorio, incluidas las zonas de repoblación y exportación forestal en una línea sostenible.
            Como se definió en la ya mítica Conferencia de la Naciones Unidas de Río de Janeiro en 1992, el desarrollo sostenible  «es el desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer los recursos de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades», es el desarrollo que trata de mejorar las condiciones de vida actuales sin agotar los medios ni la capacidad del sistema. Precisa de sostenibilidad ecológica –garantizar la renovación de los recursos–,  de sostenibilidad económica –incrementar los estándares de bienestar–,  y, en fin, sostenibilidad social –justicia social y participación de los ciudadanos. Indudablemente, la materialización de estas ideas requiere de un cambio de políticas, de prácticas, que sólo será posible si se da también un cambio de mentalidades y actitudes. Son cambios, en definitiva, que presuponen también una nueva visión de la “calidad del crecimiento”, que incorporan nueva tecnología y políticas de riesgo. Se precisa incluir necesariamente en los cálculos lo que los economistas han denominado “costes ocultos”, o externalidades negativas, no cuantificables con los cálculos tradicionales de daños, y  externalidades positivas, beneficios y placeres tampoco representables con los sistemas estándar de cálculo coste-beneficio.
            Ahora bien, si es cierto que la consecución de estas metas precisa de la participación ciudadana –en palabras de la responsable de Medio Ambiente, Margot Walbtoröm: «sus resultados [los de la gestión de los espacios Natura 2000] están determinados por la participación activa de las personas que viven y dependen de ellos»–, la realidad demuestra la dificultad de articular localmente y en foros de decisión concretos este ideal de participación por todos publicitado (7). En los propios informes europeos  sobre la marcha del proyecto Natura 2000 se reconoce cómo ha fallado el proceso de participación en los planes locales y políticas concretas. Éste es sin duda uno de los retos de cualquier política en las sociedades modernas, establecer cauces de participación de los ciudadanos en la toma de decisiones. No podemos ser ingenuos y pensar que estas fórmulas pueden funcionar sin fricciones, sin rozamientos, sin dificultades, puesto que están en liza intereses y beneficios muy diversos, actores muy variados.
            Pasemos, pues, a preguntarnos quiénes son los agentes implicados en este caso que nos ocupa. En primer lugar, y teniendo en cuenta la titularidad del monte, se requiere de la implicación y complicidad en los proyectos de las Comunidades de Montes en Mano Común y de los consorcios forestales (8) que gestionan los espacios forestales; se necesita el concurso de ingenieros forestales y técnicos ambientales; igualmente, del trabajo de las Administraciones decididamente coordinadas –Consellería do Medio Rural, Consellería de Medio Ambiente, Dirección General de Protección Civil y de los ayuntamientos. Estos agentes son, claro está, los primeros llamados al diálogo y a la búsqueda de soluciones. Pero también, y  fundamentalmente, es necesario el compromiso de los habitantes del medio rural, de los ciudadanos responsables que han de colaborar con el proyecto preventivo.
            Como afirmaron los representantes de las Mancomunidades de Montes reunidos ante la emergencia creada por el fuego de agosto, «el monte se quema porque lo queman». Lo queman personas que viven en esas aldeas y pueblos. Y esto es lo que ha de cambiar. En esta tarea dura que es el cambio en la sensibilidad ambiental,  el cambio en la valoración del entorno, es imprescindible el compromiso de las autoridades educativas. Además de esto, puede ser realmente interesante la inclusión de los grupos ambientalistas, hasta ahora marginales en la toma de decisiones y en la organización de políticas o en el trabajo de comunicar, de divulgar y valorar el entorno.
            Por ejemplo, a las preguntas de ¿cuánto vale un bosque?, ¿cuánto estamos dispuestos a invertir en él?, ¿qué costes y qué beneficios están en juego?, las respuestas de los distintos agentes sociales que aquí estamos implicando en el diálogo son muy distintas, y ninguna de ellas, por sí sola, es capaz de dar cuenta de la realidad del bosque. Hasta ahora se han escuchado fundamentalmente las respuestas de los propietarios, o de los madereros –agentes que utilizan criterios clásicos de coste-beneficio–; de los ingenieros forestales, y, recientemente, de los expertos en gestión ambiental –que incorporan otros aspectos en el análisis de situaciones de riesgo. Pero, para añadir las externalidades o los valores que hasta ahora no se han contemplado en los cálculos tradicionales, sería interesante sumar al diálogo a las asociaciones medioambientales y grupos de defensa de la naturaleza, pues se incorporaría así una valoración de la calidad ambiental que maximiza elementos hasta ahora ausentes en los análisis, como el valor del paisaje o el valor de los bienes naturales. No se trata de que esta visión ecologista sea la mejor visión de los espacios naturales, no es una visión privilegiada que refleja la totalidad del valor de los espacios naturales, no es la única voz para hablar de naturaleza, como tampoco lo es la voz del ingeniero o la del empresario.
            Organizar sistemas de participación y puesta en común de los criterios y enfoques de distintos actores siempre es un reto. No se trata de incluir en la toma de decisiones concretas a todos los actores, sino de visualizar todos los valores en liza y de ir trabando los mecanismos que permitan  contrastar los diversos valores y de tenerlos en cuenta en la toma de decisiones (9). La participación ciudadana en los foros europeos en los que se ha formulado teóricamente hace ya tiempo también se está materializando de manera insuficiente. Las iniciativas están siendo lentas. Se puede, no obstante, fomentar más la participación en la toma de decisiones concretas y en acciones necesarias para desarrollar los programas que ya existen –conservación de la biodiversidad, en  programas de protección de flora y fauna, en las medidas de fomento del sector forestal, en los planes de ordenación del territorio, en los planes de prevención de incendios, planes de educación ambiental y de investigación ambiental– y que permiten caminar hacia una política global sostenible que valorice y revitalice el medio rural.
            Se trata de que los habitantes de estas zonas visualicen el valor de los espacios forestales, su valor económico (setas, madera, plantas medicinales, frutos, miel, pastoreo, biomasa para obtener energía, ecoturismo y ocio), su valor social (puestos de trabajo) y su valor ambiental (calidad de vida ligada a la salud ambiental). Se trata, además, de reanimar el crecimiento en estas zonas rurales, pero también cambiando la idea de calidad del crecimiento; crecimiento que se fundamente en esos valores mencionados y que limite la voraz gestión del suelo basada exclusivamente en su potencial valor inmobiliario. Una gestión que incorpore las tecnologías y los análisis modernos del riesgo: no se trata de idealizar unas comunidades rurales en paz con el medio que tal vez nunca existieron, sino de transformar el medio en la línea de la sostenibilidad.
            Ahora bien, «el tiempo para una transición racional bien planificada  hacia un sistema sostenible se está acabando rápidamente», alerta el PNUMA (Programa de la Naciones Unidas para el Medio Ambiente  Geo 2000). No hay mucho tiempo para vencer las inercias de todo un sistema de toma de decisiones basado en criterios limitados, de estructuras poco sensibles a las circunstancias multifactoriales que han de contemplar las políticas sostenibles del complejo socio-natural. Y en todo este proceso, cómo no, es absolutamente imprescindible la educación de los ciudadanos en la sostenibilidad.

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(1) Entre 1991 y 2002 se produjeron en el territorio español  más de 232.000 incendios que quemaron 1.800.000 hectáreas de bosque, matorral y herbazales, esto es, el 9% de la superficie forestal.
(2) A  pesar de esa pérdida de masa forestal anual, el 69,67% de la superficie de Galicia es hoy terreno forestal. La masa forestal fundamentalmente fruto de la repoblación con especies de crecimiento rápido, ya iniciada en el siglo XVIII, extendida de manera intensiva  en el siglo XX, en detrimento de los boques autóctonos, sobre todo en la Galicia costera.  Las especies empleadas en las repoblaciones de 96-99 son en un 95% coníferas y eucaliptos, especies pirófitas por excelencia, y sólo un 5% de estas repoblaciones lo han sido con especies frondosas o autóctonas. La mayor superficie arbolada es Pinus pinaster, luego Querqus robur y Eucalyptus globulus. Esta última especie ve, paradójicamente, favorecida su expansión por los incendios forestales: el fuego elimina especies de frondosas más vulnerables, pero los eucaliptos rebrotan en las superficies quemadas; se explica así que, a pesar de la destrucción de 1972 a 1986  de 375.000 hectáreas arboladas en Galicia, la superficie rasa sólo ha aumentado en 22.000 hectáreas.
(3) Se denomina en estas estadísticas “intencionado” al incendio directamente causado por una actividad humana que se propone algún tipo de quema del monte, sea ésta parcial o no, y con independencia de su motivación.
(4) La estadística causal completa en Galicia sería: incendios intencionados: 86,57%; causas desconocidas: 7,57%; negligencia: 5,10%; rayo: 0,3%; otras: 0,43%.
(5) En la década última el régimen de lluvias primaverales ha facilitado una enorme acumulación de biomasa en los bosques, mientras que el año, y sobre todo el verano, ha sido seco, facilitando así la combustión en los espacios forestales gallegos de pinos y eucaliptos.
(6) Dispositivo dotado este año con medios muy parecidos a años anteriores: más de 4.000 personas, 800 vehículos, 65 aeronaves y el concurso de voluntarios estivales; a esto se añadió en esta ocasión el despliegue durante la crisis del Ejército y de miembros del cuerpo de bomberos de todo el territorio nacional.
(7) Uno de los objetivos en la UE es, pues, reforzar el derecho público a acceder a la información sobre legislación medioambiental: en ese sentido la Convención Aarhus (véase http://www.unece.org/enu/pp/) vincula derecho ambiental con derechos humanos y se basa en que sólo es posible el desarrollo sostenible si las partes interesadas participan. Las interacciones entre ciudadanos, expertos y autoridades competentes en la ordenación de los territorios se apoyan fundamentalmente en la difusión de la información y en la educación ambiental, y en la organización de los formas de participación.
(8) La estructura de la propiedad es también característica en esta comunidad: el 98% del monte es propiedad privada. La titularidad es individual en un 63,7% (de la que el 80% corresponde a parcelas pequeñas de menos de 0,5 hectáreas), o colectiva en régimen de mancomunidad, el 32, 9%; y finalmente, sólo el 1,7% pertenece a la comunidad autónoma o al Estado, y el 1,7%  a los ayuntamientos.
(9) Hay trabajos interesantes de aplicación del método Delphi para la estimación de las distintas opiniones dentro de las Comunidades de Montes; experiencia que se podría extrapolar a otros sectores de la población, incluidos grupos ambientalistas.