Carlos Haynes Campos
La frontera

La política en Ecuador está marcada por una frontera. El correísmo. A un lado se sitúan los unos, enfrente se sitúan los otros. Este limes está cargado de historia. No es un invento nuevo, es producto de dos ejes que estructuran la columna vertebral que ha condicionado históricamente la formación social ecuatoriana. Uno de los ejes se llama dependencia. El otro, oligarquía.

El eje dependencia situó al Ecuador en un área de desarrollo sometido a los dictámenes de la geopolítica, en el que el papel que le tocó jugar no era otro que el de asumir su carácter periférico primario exportador.

El eje oligarquía define a unas élites con escaso o nulo sentido de proyecto nacional, un afán de acumulación no mensurable y una incapacidad creciente para adaptarse a las consecuencias del primer eje, del que se beneficiaron sin límite, pero que finalmente marcó las pautas para su propia erosión.

Su profundo desprecio por el pueblo, su sentido patrimonialista de la política, su insondable clasismo y avaricia son características que conocemos bien en España. No en vano el criollismo nació de la matriz imperial española. La crisis del Estado absolutista borbónico, transoceánico y multiterritorial, fue en gran parte resultado de la incapacidad para renovarse de unas élites terriblemente codiciosas, rapaces y autoritarias que aún soñaban en el siglo XIX con los años gloriosos del Imperio, cuando no se ponía el sol y los Tercios Españoles sembraban victorias y cosechaban muerte y desprecio. Así habían pasado los siglos mientras el mundo moderno se abría paso y la sociedad estamental se derrumbaba. España ni se enteró, pero en América las cosas estaban claras y no tardaron en zafarse de la rémora que suponía ser colonia de un país que vivía en otra época.

Ecuador luchó y obtuvo su independencia, pero sus élites, como no podía ser de otra manera, estaban imbuidas del ethos colonial. De esos lodos, estos barros, y ya por su propia cuenta y riesgo articularon un modelo de Estado que pasó de aristocrático a oligárquico para luego llamarse liberal y más tarde democrático, en el que lo fundamental, aunque con modificaciones, avances y retrocesos, era el ordeno y mando, la defensa de la hacienda propia, el conflicto entre las diversas élites regionales (Costa, Sierra Sur, Sierra Norte) y el vivir a costa del trabajo de los subalternos.

La sociedad ecuatoriana, atravesada por la desigualdad e injusticia, no transitó indolente y ajena a este statu quo, y hubo intentos (La Juliana, La Gloriosa, el efímero Gobierno militar “Nacionalista y Revolucionario” de Rodríguez Lara, entre otros) de subvertir la situación, sin éxito inmediato pero que indefectiblemente fueron horadando las estructuras de dominación vigentes.

Esto no es prehistoria, esto pasaba anteayer. En 1978 los militares decidieron el paso a una transición democrática controlada (curiosamente al mismo tiempo que en España). El “retorno” a la democracia no logró eliminar los males que acuciaban a la sociedad, e incluso, de la mano del proyecto neoliberal, los potenció, creando además algunos nuevos problemas, hasta que en 2006 surgió una nueva alternativa que bebía de la las luchas sociales anteriores y se ubicaba, con sus particularidades propias, en el esquema general latinoamericano del Giro a la Izquierda.

El Movimiento País, con un programa antisistema, nacionalista, redistribuidor y de retorno del Estado, logró concitar el apoyo de la población en las elecciones, una población que bebía de un generalizado que se vayan todos nacido en Argentina y que expresaba a la perfección la experiencia compartida en América Latina del recurrente fracaso de los diversos proyectos de desarrollo, especialmente el último de ellos, al que llamamos neoliberalismo.

Esta es la situación y no otra en la que Correa sube al poder. La política implica en cierta medida polarización y construcción de fronteras y la forma populista de hacer política, de la que hace uso Rafael Correa, acentúa esta característica. Esto en sí mismo no ha de ser positivo o negativo. Depende de los significados y las orientaciones políticas que se introduzcan en la contienda. La polarización actual que vive el país se ha reconcentrado en la frontera correísmo-anticorreísmo, un espacio de confrontación que en mi opinión en nada ayuda a analizar y comprender los procesos políticos que están teniendo lugar en el país, y que ubican los análisis, las lealtades y los combates en un espacio en el que siempre pierde la sociedad ecuatoriana.

Los avances que ha vivido el Ecuador en estos últimos 9 años de gobierno son innegables. En un país caracterizado históricamente por su alto nivel de exclusión social, con un Estado controlado y puesto al servicios de los intereses de unas élites imbuidas de una insaciable pulsión depredadora, no es baladí mencionar que la Revolución Ciudadana articuló desde sus inicios potentes políticas sociales orientadas a desmercantilizar derechos básicos de la población. Reapropiación de recursos para el Estado, renegociación de la deuda externa, nuevos contratos con las multinacionales en términos más beneficiosos para el país y una fuerte inversión social dirigida a generar bienestar ciudadano son algunos de los puntos fuertes en los que se ha asentado el proceso de la llamada “Revolución Ciudadana”.

Así, el gobierno ha implementado una política social con resultados evidentes: según datos de la CEPAL, el gasto público social en relación al PIB pasó del 4% entre 1996-2006 al 5,9% entre 2007-2008, llegando al 8,2% entre 2011 y 2012. Este gasto se incrementa notablemente en las áreas de educación (en 2006 el gasto era del 2,6 %; en 2012 ascendía al 4,4%), salud (para las mismas fechas, del 1,2% al 1,8%), en seguridad social y previsión (del 0,7 % al 1,4%). En total, el gasto público social se ha incrementado desde un 4.7% en 2006 a un 8,3% en 2012. Se han conseguido importantes avances en la tasa de escolarización secundaria, reducción de la pobreza, construcción de infraestructuras… La política redistributiva del gobierno de Rafael Correa es real y palpable, y así es percibida por amplios sectores tradicionalmente excluídos en la sociedad ecuatoriana. En esta política de redistribución y en una campaña mediática potente y exitosa, están dos de las claves básicas para entender los continuos triunfos electorales de  Rafael Correa.

Los límites de la Revolución Ciudadana también son evidentes. Correa no es Hitler, no es un dictador, no es César ni Bonaparte, pero tampoco es el sumun de todas las virtudes humanas. Por simple que parezca, esto es lo que se evidencia de los discursos en contra del Presidente o a favor del mismo. La realidad es que a pesar de los logros mencionados, y de haber conseguido romper con la maldición secular de unos gobiernos puestos al servicio absoluto de las oligarquías nacionales y los intereses de los grupos económicos transnacionales, este gobierno no ha zafado al país de lo primario-exportador, de la tupida red de intereses clientelares locales, a los que se ha visto obligado a adaptarse, no ha creado base social transformadora, no ha generado una nueva cultura política radical-democrática y ha concentrado sus logros redistributivos en una renta petrolera que ha entrado en crisis, y de ahí la pérdida de capital político; los logros económico-sociales de la Revolución Ciudadana se han apoyado en los ingentes ingresos derivados de la exportación de petróleo. Pies de barro. La caída del precio del barril de crudo y la revalorización del dólar están ahora poniendo en peligro ésta política social, y probablemente, la imponente hegemonía electoral de Alianza País.

La usual estrategia del Presidente de la República de no dialogar, ubicar a todos los que mantienen posturas críticas en el mismo saco, no reconocer lo que hay de justo en algunas de las críticas y reivindicaciones de los movimientos sociales, y apostarlo todo al carisma del líder, evidencian un preocupante poso antidemocrático, en forma y contenido, que encuentra su reflejo en las actitudes de la derecha y, de manera más lamentable, en una izquierda no oficialista que juega con fuego, algo a lo que está bastante acostumbrada, al establecer componendas con las fuerzas conservadoras. La izquierda no oficialista ecuatoriana tiene causas dignas por las que luchar y reclamaciones muy legítimas, pero no parece ser capaz de articular un discurso homogéneo, integrador y capaz de conectar con la población. La derecha toma la delantera en este aspecto, y la izquierda corre el peligro constante de acabar actuando bajo su cobijo. La reunión en abril de este año en la Casa del Arco Iris, sede del partido indígena Pachakutik en Quito, para discutir acciones en conjunto con dos de los líderes más destacados de la derecha ecuatoriana, el banquero Guillermo Lasso, y el dirigente del Partido Sociedad Patriótica, Guilmar Guitiérrez, es una clara imagen de los problemas y contradicciones existentes en el seno de la izquierda no oficialista en Ecuador. La CONAIE reaccionó acertadamente desautorizando este encuentro con la derecha de su brazo político, pero el daño está hecho, y otorga argumentos al discurso simplista y dicotomizador del correísmo que equipara a toda la oposición con la derecha.   

Esta frontera de la que hablamos, correísmo-anticorreísmo, pudo ser eficaz en el momento inicial destituyente iniciado en 2006. La figura de Rafael Correa logró entonces aglutinar en torno a sí a toda una serie de demandas desagregadas, que en gran parte habían sido movilizadas por el poderoso movimiento indígena en los años 90 con el apoyo de los movimientos sociales y partidos políticos de la izquierda más tradicional. Sin embargo el movimiento indígena no logró articular finalmente una opción alternativa de cambio en el gobierno, por la propia debilidad histórica de los movimientos sociales en el Ecuador, por sus disensiones internas, la tensión entre los diversos proyectos enfrentados en su seno y la erosión en la legitimidad y cohesión interna del Movimiento Indígena Ecuatoriano producida por la participación en el gobierno del coronel Lucio Gutiérrez (2003-2005), fundador y líder del mencionado partido Sociedad Patriótica.

Este gobierno, al menos desde el punto de vista de los avances sociales, de construcción de un proyecto nacional y reconstitución de un Estado que estuvo históricamente colonizado por las oligarquías, ha supuesto cambios y transformaciones sin parangón en la historia de la República ecuatoriana. Pero en estos momentos la frontera que divide la arena política en dos bandos que se observan a sí mismos desde el prisma distorsionador del maniqueísmo se ha convertido en una camisa de fuerza que limita el avance, potencia algunas características del pasado y se constituye como una enorme losa que amenaza con truncar lo que de positivo ha tenido la Revolución Ciudadana.