Carla Matteini

Realidad y representación
(Página Abierta, 145, febrero de 2004) 

Una de las sesiones de las pasadas Jornadas de Pensamiento Crítico (Madrid, diciembre de 2003) estuvo dedicada al teatro: Carla Matteini habló de “Realidad y representación (Un teatro para el siglo XXI)”. El siguiente texto corresponde al contenido de aquella conferencia.

 ¿Qué sentido tiene el teatro en este nuevo siglo? ¿Cuál es su conexión con una realidad tan confusa, acelerada y profundamente descorazonadora como la que vivimos actualmente? ¿Somos los teatreros restos del pasado, empeñados en un esfuerzo obsoleto y tal vez algo patético? ¿Quiere alguien “escuchar” durante más de una hora, cuando nos hemos acostumbrado a mirar sin oír, a dejarnos atropellar mirada y cabeza con imágenes cada vez más veloces, a discursos o diálogos huecos y mal pensados y peor expresados, inhibiendo más y más toda capacidad de pensamiento, o, por lo menos, de reflexión? ¿Tienen la voz y el cuerpo del actor ante el público el mismo poder de impacto y de involucración que un fotograma cinematográfico o un concurso de la televisión?
Éstas y muchas otras son las preguntas que los más lúcidos en nuestra profesión se hacen, o deberían hacerse, constantemente. Es obvio que el pasado siglo XX, que parece ya tan lejano, fue fecundo y dialéctico para el teatro, precisamente por las convulsiones que lo atravesaron y sacudieron de principio a fin. Y no hablo sólo de las dos guerras mundiales y alguna que otra más casera, o de la bomba atómica y la caída del Muro de Berlín, o de las gestas de los astronautas, o del fin de la Unión Soviética y tantos y tantos avatares. Me refiero a los contrastes de pensamiento, a las voces distintas, al principio en las últimas décadas de los previsibles movimientos migratorios a Occidente, a un imaginario lo bastante diversificado y a menudo feroz que generó múltiples dialécticas y corrientes de pensamiento. Los numerosos grandes autores de teatro, algunos proféticos, como todo buen poeta, intuyeron a lo largo del siglo lo que se avecinaba.
Y, por otro lado, el auge y empuje de nuevas tecnologías incorporó al teatro formas renovadoras y cierto gusto exagerado por la imagen. El teatro quería integrarse en el movimiento acelerado de cine, audiovisuales, experiencias pictóricas distintas, y buscar en ese nuevo escenario su lugar específico. Esto degeneró, en los ochenta y los noventa, en un protagonismo absoluto de la forma, en detrimento, claro está, del teatro de texto – que casi se ignoraba–, de propuestas de pensamiento crítico, de un debate sobre qué y cómo escribir en el cambio de siglo. De alguna manera, si las cosas se ponían feas en ese tránsito para todos, el teatro, minoritario y pequeño, padeció esa crisis de desplazamiento, de falta de identidad, con cierto repliegue de la dramaturgia escrita.
Creo obstinadamente que ese panorama está cambiando, y que ese cambio empezó precisamente en las dos últimas décadas del siglo pasado. De la confusión y el desconcierto generalizados ante el nuevo escenario económico, es decir, político, ante la globalización rampante y cada vez más agresiva en su aspecto más perverso, ante falacias como “el choque de civilizaciones” de Huntington o demás tonterías de los teóricos de este nuevo orden mundial, algunos autores empezaron a reaccionar a tiempo. Y comprendieron que, una vez más, como lo hicieron los griegos, como lo pensaba Shakespeare, y en el pasado siglo gentes como Beckett, Genet, Heiner Müller y Pasolini, el teatro, para sobrevivir, tenía que empaparse del entorno, malo o pésimo, en que nacía, apropiándose de las convulsiones que agitan la sociedad y convirtiéndolas en materia poética. Para muchos de esos autores, para los afortunadamente numerosos dramaturgos de hoy en día, el teatro debe siempre ser político, no puede ser de otro modo.

Un teatro comprometido con la realidad

Siempre he procurado coger con pinzas ese concepto, que nos remite en el pasado a lecturas ortodoxas y cerradas de, por ejemplo, el teatro de Piscator y Brecht. Todo encasillamiento es peligroso y dogmático, y voy a tratar de desmontar ese prejuicio que suele calificar a cierto teatro como “político”, y por lo tanto, necesariamente épico, obligatoriamente didáctico, inevitablemente aburrido. Puede que en los años setenta, y sobre todo en los ochenta, ese prejuicio provocara un rechazo del teatro entendido como herramienta de debate y de reflexión  –lo que para mí define específicamente al teatro, político o no–, y, como he dicho antes, se llegara al extremo opuesto, a cierta desconfianza hacia la materia textual, en aras de la búsqueda de la imagen y el formalismo estético de aquellos grandes montajes de los directores-demiurgos de la época. Pero esa época pasó, afortunadamente, y desde finales de los noventa hasta hoy, nuevos y no tan nuevos dramaturgos demostraron con sus obras que se podía crear una materia dramática ligada a la realidad, bajo diferentes formas y estilos, que recogiera las turbulencias del cambio de siglo, que reflejara tanto en lo privado como en lo colectivo de sus distintas opciones las angustias o las esperanzas de una sociedad en proceso de cambio.
A ese teatro, a los autores de un teatro comprometido con la realidad, no sólo de forma realista, como se verá, sino también poética o metafórica, que emana del imaginario social, lo recoge y lo devuelve transformado en carne teatral, involucrándose como sólo el teatro puede hacerlo entre todas las artes con lo que realmente inquieta a la sociedad de su época, voy a referirme a continuación.
Prefiero, ante todo, citar una famosa frase de Jean-Luc Godard, que hace unos 20 años dijo, hablando por supuesto del cine: «Quiero hacer políticamente cine, no cine político». Esta frase, en apariencia simple, casi una ocurrencia retórica, me sigue pareciendo acertada y oportuna, y nos encamina a tratar de dilucidar cómo se inserta el teatro en estos tiempos convulsos, qué función tiene o debería tener, qué conexión con el mundo puede tener su representación de la realidad, filtrada por la mirada poética del autor.
Si algo me parece claro es que ninguna práctica artística puede desarrollarse y evolucionar al margen del entorno en que se produce, ni aislarse del contexto, histórico, sociopolítico y, por supuesto, cultural en el que nace. Aún menos la creación literaria, y en ella, de forma primordial, el teatro, lugar de encuentro directo y vivo del pensamiento del autor y el público. Como decía tan claramente Juan Mayorga en su Manifiesto de urgencia para el Día del Teatro de este año, si hay un arte político en el sentido clásico, histórico, del término de encuentro de la polis, es el teatro. Pensar hoy que un autor puede escribir aislado, según el concepto romántico, sin escuchar el ruido o los estímulos exteriores, parece no sólo absurdo, sino imposible.
El dramaturgo actual –y hay tantos ejemplos en las últimas dos décadas– se ha enfrentado al pensamiento débil o “único”, al avance espectacular y destructor de la televisión y de cierto cine fast-food –no todo, por fortuna–, a la irrupción de los medios audiovisuales, tecnológicos, a un hábito inducido con éxito al consumo visual y literario acelerado y confuso, para volver a encontrar un hilo, frágil al principio, más fuerte y definido ahora, entre la realidad en la que vive y su representación dramática. Una breve cita de Sarah Kane, autora emblemática de la última generación, sobre la que volveremos, puede servir para terminar este primer apartado: «Odio la idea del teatro como pasatiempo de las tardes. Debería exigir emoción y esfuerzo intelectual».

El sentido del teatro en la contemporaneidad

No nos engañemos: probablemente estemos viviendo una de las épocas más difíciles y convulsas desde mediados del pasado siglo XX. Este nuevo siglo prometía mal, auguraba complicados equilibrios geopolíticos, irrupciones del incómodo Tercer Mundo en el aparente sosiego y seguridad de los Estados “del bienestar” occidentales. Como en una baraja de naipes mal colocada, todo se ha desmoronado en los tres últimos años, con una celeridad que el devenir de la historia en décadas anteriores nunca hubiera presagiado. Y ha ocurrido. Y, por supuesto, los creadores, los dramaturgos en este caso, han sido una vez más proféticos en sus temores. Si en los años ochenta Bernard-Marie Koltés anticipaba el endurecimiento del racismo, de la xenofobia en la cómoda y segura fortaleza europea, con sus obras de exquisita escritura y fuerte intensidad poética, otros autores han detectado antes de tiempo lo que se avecinaba. Por eso, por esa sensibilidad especial, a flor de piel, esas antenas vibrantes de los dramaturgos más receptivos a su realidad, que es la nuestra, la de todos, podemos insistir en ese nuevo concepto de teatro político como eco audible y atento de los movimientos a su alrededor.
Enzo Corman, uno de los dramaturgos más representados en todo el mundo, dijo hace pocos años: «El teatro es una bolsa de resistencia», cuando escribió Diktat, sobre la guerra de Bosnia. Y el pasado año, cuando visitó España para el estreno de su texto Sigue la tormenta, montado por Ur Teatro, declaró: «La función del teatro (y por tanto, según mi punto de vista, su deber) es cuestionar el consenso, la representación dominante». No puede ser más clara como declaración de principios, éticos y estéticos, y creo que lo suscribirían muchos exponentes de la actual generación de dramaturgos.
Ahora bien, antes de seguir con los numerosos ejemplos que pueden ilustrar este planteamiento, convendría aclarar algo que parece obvio, y sin embargo mueve muchas veces a confusión e interpretaciones erróneas. ¿Qué significa, ahora, teatro político? En realidad, la pregunta sería qué ha significado siempre, pues sin duda todo el teatro griego, por ejemplo, es un teatro profundamente político, y lo es Shakespeare, y Calderón, y casi todos los grandes clásicos. Escribir un texto político no es aludir de forma directa a una u otra guerra –ahora nos sobrarían situaciones y ejemplos–, no es necesariamente, como he dicho antes, contar los conflictos de una forma épica, colectiva, la gesta de un pueblo, una minoría, con o sin héroe a la cabeza. Hoy en día, cada vez más, la mirada del dramaturgo contemporáneo afina su percepción para hablarnos de las contradicciones sociales, de la violencia, de la lucha por el poder, del abuso o del rechazo a estos males por medio de la metáfora, situándolo a menudo en lo privado como reflejo poético de los fantasmas colectivos.
Enzo Corman me parece un ejemplo casi paradigmático de esta postura. En su obra más famosa y representada, Diktat, un conflicto entre dos hermanos en una zona indeterminada, un sótano o un garaje –como los lugares inciertos de Koltés–, evoca la lucha fratricida y cruel de la guerra de Bosnia. No se mencionan nombres, etnias o religiones reales, los que aparecen son casi míticos, inventados; pero es imposible dejar de reconocer el desgarro de una sociedad lacerada desde dentro por sus contradicciones y enfrentamientos. En su obra Sigue la tormenta, puesta en escena el año pasado por Helena Pimenta con Ur Teatro, el sólo aparentemente inofensivo encuentro entre un gran actor y un joven director de teatro es la envoltura y la situación dramática que esconde el horror que late debajo: el holocausto judío a manos de los nazis, la culpa, la necesidad de olvidar un pasado atroz.
Oigamos algunas reflexiones de Corman sobre el sentido del teatro en la sociedad contemporánea: «A mi modo de ver, el teatro es una reunión en torno a la siguiente cuestión (en palabras de Edward Bond): ¿cómo ser humano en una sociedad inhumana?». Y también: «La representación teatral del mundo propone una mirada original sobre el mundo, este mundo caracterizado por una mediatización opresiva y por políticas consensuadas e infantilizantes. Su crítica de las representaciones dominantes no tiene nada de teórico. Su mirada no es metafórica, una “visión del espíritu”, sino una mirada concreta sobre la gente, las palabras y las cosas. El examen original, subjetivo, colectivo, este estudio del movimiento del cuerpo social que constituye la representación teatral, me parece realmente que cuestiona el orden supuestamente ineludible, si no “natural”, de las cosas». Y a la pregunta de qué futuro cree que tiene el teatro político y social en una sociedad del entretenimiento, contesta: «No me preocupa el futuro del teatro como tal, sino el futuro de la sociedad. Pero ¿quién dice que “la sociedad” busque sobre todo el entretenimiento? ¿La televisión? ¿Cree que los millones de europeos que viven en una situación precaria, a principios del siglo XXI, se preocupan más de divertirse que de sobrevivir? Los creadores de productos de entretenimiento (audiovisuales u otros) nos dicen: “Todo el mundo quiere divertirse. Nadie quiere ya pensar. Porque pensar aburre, mientras que divertirse... divierte”. ¿Qué cree que piensan las familias de las víctimas del atentado al World Trade Center? ¿Y las del medio millón de niños víctimas del bloqueo económico en Irak?». Obviamente, la entrevista es anterior a la invasión de Irak. Habría que oír a Corman hablar de teatro político ahora.
Sarah Kane, la dramaturga inglesa que se suicidó a los 28 años, en 1999, creía apasionadamente en el teatro como denuncia de los males sociales y políticos que tanto la angustiaban. Odiaba la hipocresía de aquellos críticos que tanto la atacaron por sus obras más violentas y explícitas, y así lo expresó: «Resulta angustioso, además de sorprendente. Me esperaba críticas, pero no que mi obra se convirtiera en tema de noticia. Es tan sólo un teatro de 65 localidades. Lo que más me impresiona es que parecen preocuparse más por la representación de la violencia que por la propia violencia. Acaban de violar a una cría de 15 años en un bosque aquí cerca, pero los periódicos dedican más espacio a mi obra que a ese acto tan brutal. Ése es el tipo de periodismo que mi texto condena absolutamente». Kane, violada cuando era niña por su padre; desesperada ante la realidad de la época que le tocó vivir; angustiada por la guerra de Bosnia, que ocurría cuando escribía sus obras, entendía su teatro como fiel reflejo de esa perversión real, tan obviada por los bienpensantes que se escandalizaban ante su teatro, por los críticos que lo consideraban obsceno e indignante. «En este país no hay un debate real sobre cómo representar la violencia en el arte. La violencia en mi obra está completamente despojada de atractivo. Se presenta tan sólo. La escribí para decir la verdad. Claro que impresiona. Quítale el glamour a la violencia y se volverá absolutamente repulsiva. ¿O acaso la gente preferiría seriamente que la violencia resultara atractiva?».
Tan necesario era para Kane plasmar en su teatro esa inquietud y convulsión que le producía la realidad, insoportable para su sensibilidad,  que llegó a escribir la crónica de su propio suicidio, el cual detalló y adelantó en una especie de oratorio poético: 4.48 Psicosis. ¿Fue Kane una autora psicótica que dramatizó sus fantasmas y obsesiones, como quisieron ver algunos, o una criatura frágil, destrozada por su propia historia personal y la colectiva que tanto le dolía? Cuando murió, de ella dijo uno de sus máximos defensores, Harold Pinter: «Sarah era una escritora de gran talento y personalidad. La sobrepasaron los horrores del mundo, que al final la mataron. Pienso que los encontraba insoportables. Era como un caracol, un caracol sin concha. Era tan delicada, y estaba tan desnuda frente a este mundo, que al final acabó matándola».
Mientras el teatro siga contando con voces tan lúcidas y comprometidas, podemos confiar en que seguirá cumpliendo con ese deber moral de que hablaba Corman, como espejo no simplemente reflectante de la sociedad, sino cuestionador y transformador, aunque modesto, aunque minoritario, aunque a menudo relegado frente a otros medios más poderosos, pero capaz de dejar pequeñas semillas en la mente y en la memoria de los espectadores.

El siglo de las voces

Me sirvo del título que di a una conferencia sobre la traducción para hacer una última reflexión sobre la inserción del teatro en el nuevo y terrorífico escenario mundial. Después de todo, y en esa reflexión, tanto el teatro como la traducción persiguen fines parecidos de transmisores de lenguaje y de intercambio multicultural.
En este contexto, tal vez el pensador más lúcido que haya teorizado sobre la creación literaria y su papel en este nuevo siglo sea George Steiner, filósofo y lingüista, cuyo último libro, Gramática de la creación, parte de una constatación amarga: «Occidente ya no sabe crear. Los progresos de la técnica y los inventos están ahogando al arte». Crítico acérrimo de la globalización económico-política, Steiner es tal vez el máximo defensor del poder de la palabra, del rescate del lenguaje contra las teorías cientifistas de los estructuralistas, del intercambio vivo y fluido entre lenguas y culturas. Sus planteamientos proponen una alerta constante contra la homogeneización impuesta no sólo en el ámbito cultural, en manos de los grandes monopolios económicos, sino también en el lingüístico, al dejar el poder de comunicación y transmisión en manos de las lenguas de mayor peso político y económico.
Acabamos de ver en los telediarios cómo la invasión de Irak ha tenido, entre tantos otros, el efecto perverso de aniquilar la memoria del pueblo donde nació nuestra cultura, permitiendo la destrucción del Museo y la gran Biblioteca de Bagdad. Algo semejante pude ver en Sarajevo, donde también había sido destruida su Biblioteca, a manos de los serbios. Destruir la memoria histórica de un pueblo es sinónimo de dominación, reduciendo todos los lenguajes e idiomas propios a un metalenguaje universal, totalizador y arrasador.
Contra este intento tan poderoso y calculado debe también actuar el teatro, como receptor de aquellos que no tienen voz, de la memoria de cada pueblo. Es el sentido ético más profundo y esencial, el de salvar el pasado a través del presente, preservando cada lengua, identidad y cultura para que puedan mezclarse, contaminarse, enriquecerse con otras, en un intercambio vivo y fértil que debería ser el signo de nuestra época.
De rescatar la memoria habla Juan Mayorga en muchos de sus textos históricos o políticos, como El jardín quemado, hermosa metáfora del encierro de varios republicanos en un manicomio donde han sido recluidos para hacerlos desaparecer, es decir, en el intento de borrar la memoria; o en Cartas a Stalin; o en El sueño de Ginebra, la posible verdadera historia del asesinato de Kennedy; o en su última obra, sobre la ciudad idílica inventada por los nazis, Terezin, para hacer creer al mundo en una especie de Disneylandia donde encerraban a los judíos, terrible simulacro de los campos de concentración. Incidiendo en el compromiso del dramaturgo, decía Mayorga en una entrevista de hace pocos años: «El teatro es un arte político, un arte de la comunidad, de la memoria y de la conciencia, y precisamente hoy, en esta progresiva trivialización, cada teatro puede convertirse en una pequeña bolsa de resistencia. [El mismo concepto de Enzo Corman.] Aunque sólo sea por el hecho de que ahí haya memoria y conciencia, ya se está interviniendo políticamente. Frente a un discurso dominante, que consiste en la manipulación sentimental del espectador, frente a un discurso en el que todo se da masticado, el hecho de que, de pronto, el espectador de teatro se vea enfrentado consigo mismo es fundamental. Memoria y conciencia me parecen palabras claves. El viento del progreso, la extensión del mercado están llevando a un despojamiento de la conciencia y de la memoria, y en ese sentido, el teatro, al menos el teatro en el que yo creo, va a contracorriente, a contrapelo. En la medida de que va a contracorriente de ese curso de la Historia, se puede decir que es obsoleto, pero creo que eso no es negativo. Precisamente, desde un punto de vista crítico, decir que el teatro es obsoleto, cuando el vector de la historia conduce a la trivialización y al fin de la Historia, a un eterno presente y a un Disneylandia generalizado, equivale a decir que no hay más remedio que sea minoritario. En cuanto a la intervención que se puede hacer, está claro que hoy no podemos abrigar una utopía de un teatro pedagógico, pero no hay más cáscaras, hay que intervenir, decidir. Creo que hay que ser lúcidamente pesimista e intervenir críticamente. Hay que desvelar las contradicciones de esta época».
Me parece una lógica conclusión de todo este discurso afirmar que un teatro comprometido con su realidad es, hoy más que nunca, necesario y hasta urgente. Decíamos antes que uno de sus cometidos es el de dar voz a los que no la tienen o están privados de la palabra. Es el caso de la inmigrante de La mujer invisible, doliente prófuga errante por un país próspero y engañoso que la irá condenando poco a poco al aislamiento, al silencio y a la degradación. Su autora, Kay Adshead, actriz de éxito en el teatro y la televisión inglesas, buceó en cárceles, refugios y asilos, escuchando a tantas mujeres que, en busca de ese falso paraíso, sufren en Europa el doble castigo de ser inmigrantes y mujeres. El impulso de la autora por destapar leyes injustas y situaciones de evidente abuso legal y humanitario nos deja un dolorido testimonio de una realidad social que va a endurecerse cada vez más con el regreso a pensamientos fascistas, totalitarios y xenófobos que, primero de forma imperceptible, luego cada vez más visible, ha ido calando en las sociedades liberales de este siglo. Esta llamada de atención, válida en todos los países europeos, es, a mi parecer, imprescindible, y representa uno de los cometidos morales de ese teatro del que hemos venido hablando.
Terminemos con una última cita de Heine Müller: «El teatro es la utopía, y debe seguir siéndolo. El pueblo son los actores y los espectadores».