Carlos Vaquero
La crisis de la UE. Un poco de historia y algunos retos
(Página Abierta, 232, mayo-junio de 2014).

Para entender en toda su complejidad la crisis por la que atraviesa la Unión Europea, que tiene su expresión en el mínimo histórico de apoyo que los ciudadanos europeos manifiestan a la integración, en el descontento generalizado hacia ésta y en el aumento de la desconfianza entre los países miembros, es necesario remitirse a algunas de las características que han modelado lo que hoy conocemos como Unión Europea y al permanente estado de crisis y cambio en que ha estado inmersa desde los años setenta del siglo pasado.

No pretendo hacer una historia de la UE, cuestión por lo demás compleja y que tiene múltiples aristas, sino seleccionar algunos de los aspectos de esa historia que creo nos sirven para situar la crisis actual.

Es bien sabido que no podemos entender la constitución de la UE sin hacer referencia a las guerras europeas, sobre todo a la Primera y a la Segunda Guerra Mundial, que desolaron el continente. En la historia de Europa, después de cada gran guerra se intentaba buscar entre diversas elites políticas la manera de evitar otra nueva. Entre las soluciones recurrentes siempre han estado los proyectos de unificación de Europa.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la discusión vuelve a estar presente. Y, sin embargo, esta vez se propone un método que intenta dar la vuelta a la forma de construcción, empezando por algo tan “sencillo” como poner de acuerdo a varios países, pero sobre todo a Alemania y Francia, en la gestión común de dos de las materias primas claves en esos momentos, tanto para la economía como para la guerra, como eran el carbón y el acero.

Ese primer acuerdo, que se concretó en 1951 con la firma, el 18 de abril, del Tratado de París, por el que se establece la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), tiene dos características que van a marcar lo que se conocerá como el método comunitario. La primera fue la conspiración entre elites políticas que, en el contexto de profundas desconfianzas y heridas provocadas por la última guerra, deciden ponerse de acuerdo y crear una Alta Autoridad de la CECA –embrión de lo que luego sería la Comisión Europea– presidida por Jean Monnet y una Asamblea Común presidida por Paul-Henri Spaak en la que participaban los seis países firmantes del Tratado de París –Bélgica, Francia, Luxemburgo, Italia, Países Bajos y Alemania–.

Estamos, por lo tanto, en una especie de Despotismo Ilustrado, donde unas elites políticas conspiran para desarrollar un método de integración técnico y, sobre todo, sin pasión, después de que los continuos arrebatos europeos pusieran a este continente al borde de la autodestrucción. A esto hay que añadirle algo que también está en el ADN de la construcción europea, y de lo que Jean Monnet dejó constancia cuando afirmó que Europa se forjará en crisis y será la suma de las soluciones adoptadas para esa crisis.

Esa integración técnica, sin pasión, elitista, da un siguiente paso en 1957, el 25 de marzo, con la firma del Tratado de Roma por los seis países de la CECA, creándose la Comunidad Económica Europea (CEE). Con este acuerdo, y en línea con las características anteriores, se da un paso más en la integración económica: formemos un mercado común cuyo objetivo sea mejorar el rendimiento económico y con ello el bienestar de los ciudadanos de los países firmantes del tratado. Este último aspecto marca lo que se ha convertido en una pieza clave para entender el “consenso permisivo” que los ciudadanos de los distintos países han manifestado hacia la integración: el interés instrumental, económico, basado en el balance del coste-beneficio: qué nos aporta, cómo podemos beneficiarnos de la Unión.

La historia de la construcción europea ha estado marcada, por lo tanto, por la existencia de dos polos interconectados: los intereses de seguridad y bienestar económico de los ciudadanos y los intereses de los Estados miembros, determinados por su peculiar historia como Estados nación (y por el enfrentamiento entre estos).

Con fricciones y altibajos, algunos intensos, la integración funcionó de una manera positiva hasta comienzos de los setenta, desarrollándose entre los Estados tres elementos que nos ayudan a entender ese éxito: la creación de confianza y solidaridad entre países y elites políticas; el imperio de los acuerdos escritos, y la búsqueda de soluciones negociadas donde todos ganan.

Decía anteriormente que las cosas funcionaron bien hasta comienzos de los setenta. Dos hechos, a mi modo de ver, marcaron el desarrollo posterior: la crisis económica y la primera gran ampliación. En 1973 se integran en la CEE tres países: Irlanda, Dinamarca y Reino Unido. Europa, y el mundo, entraron en una dinámica de cambios acelerados que han provocado diversas crisis a las que la UE ha tenido que ir dando respuestas. Veamos de una manera sintética los más importantes a los que ha tenido que enfrentarse:

· Al declive económico: la ralentización del crecimiento y la dependencia energética. La crisis del Estado de bienestar y el surgimiento en el Reino Unido del fundamentalismo de mercado –neoliberalismo– como forma de hacer frente a esa crisis.

· Los cambios en la geoeconomía mundial, con el auge en los años ochenta de los llamados Tigres Asiáticos y de Japón y posteriormente con el surgimiento de China y la emergencia del Pacífico en la economía mundial.

· La desintegración de la URSS, que acaba con la Guerra Fría –que marcó a Europa tras la Segunda Guerra Mundial– y que puso en escena tres retos directos: la unificación alemana –Alemania refuerza su poder en el centro de Europa–; la integración de los países del bloque soviético, y la desintegración de Yugoslavia –la guerra vuelve al centro de Europa–.

· El auge en los noventa de la globalización fundamentalista de mercado, o neoliberal si se prefiere, y, sobre todo, de la liberalización financiera.

· El declive demográfico de Europa y el aumento de la inmigración, con los problemas de integración que se han suscitado, sobre todo, en situaciones de recursos escasos.

Estos cambios acelerados, algunos de los cuales ponen patas arriba el consenso de posguerra con el que se crea la Comunidad Europea, traen de nuevo a los ciudadanos de los diversos Estados europeos la inseguridad, la incertidumbre y el miedo. A partir de 1985, entre las elites políticas europeas se empieza a ser consciente de que, o se avanza en la integración, para dar respuesta a los cambios, o el declive europeo será imparable.

Las respuestas que se han puesto en marcha han sido básicamente cuatro: La primera es la reforma de los tratados constitutivos de la integración europea. Entre 1957 y 1986  se funcionó con el Tratado de Roma. Sin embargo, entre 1986 y 2010 se han creado cinco nuevos tratados, con la característica de que cuando se ponían en marcha parecían ya estar obsoletos. Además, estos tratados empiezan a crear controversia ciudadana. La “conspiración elitista” basada en el consenso permisivo empieza a ser puesta en cuestión y pasa a un primer plano la necesidad de buscar una legitimación ciudadana directa de las reformas.

En segundo lugar, como la reforma de los tratados siempre es lenta, se ha intentado hacer frente a problemas diversos desarrollando políticas y acuerdos ad hoc, como por ejemplo, el acuerdo de Schengen para gestionar las fronteras que, al no estar contemplado en los tratados –acuerdos escritos aprobados por unanimidad por los Estados y que tienen valor jurídico primario–, han favorecido el intergubernamentalismo, es decir, la negociación diplomática entre los Estados y, por lo tanto, la potenciación del Consejo Europeo (reunión de los jefes de Estado y de Gobierno de cada país miembro) y la lucha por la primacía de los intereses estatales, aspecto que ha llegado a su punto culminante con la crisis del euro, cuando se han tenido que ir creando sobre la marcha políticas e instituciones que no estaban previstas en los tratados.

La tercera respuesta es la ampliación de los países miembros, que han pasado de seis a veintiocho Estados, con lo que ha aumentado la diversidad de intereses y la gobernabilidad se ha visto dificultada. Y la cuarta es la creación del euro.

¿Cómo podemos valorar esta respuesta? Quizá como la historia de un éxito con pies de barro. Este éxito ha tenido un precio. La UE se ha hecho más grande, ha integrado a muchos países –no hay ningún país de Europa que no quiera ser miembro de este club–, pero la contrapartida es que ha crecido al mismo tiempo la diversidad, la heterogeneidad y ha disminuido su eficacia de funcionamiento.

La heterogeneidad hace más difícil la búsqueda de consensos sobre los rumbos, ritmos y modalidades de la integración. Se da el caso de  países miembros que muestran públicamente su euroescepticismo y bloquean, por la regla de la unanimidad, iniciativas que profundicen la ampliación y mejoren la eficacia de la gobernabilidad. Este aspecto hace muy lenta la toma de decisiones, dando la sensación de que se va continuamente por detrás de los acontecimientos y llegándose a acuerdos mucha veces insatisfactorios que generan consecuencias indirectas o imprevistas que hacen necesarias nuevas políticas concretas que se acuerdan, otra vez, de una manera pasmosamente lenta.

También la integración se ha vuelto más intrusiva, las decisiones empiezan a alcanzar la mayoría de los rincones y recovecos de nuestras sociedades. Esto ha generado un efecto perverso con respecto a la Unión, cuando los Gobiernos la han convertido en el chivo expiatorio de los costes de algunas políticas –y, a la inversa, apuntándose los Gobiernos los éxitos–. Al tiempo que, en el contexto de la crisis, donde los Estados tienen dificultades para hacerse cargo de los damnificados y donde la relación coste-beneficio ya no aparece clara, sobre todo en los momentos de mayor deterioro económico, el interés instrumental en el que se basaba el consenso permisivo comienza a quebrarse. Del todos ganan, parece pasarse al todos pierden.

La diversidad y las dificultades económicas han hecho a la Unión menos inclusiva, disminuyendo la cohesión interna y con ello la confianza y la solidaridad. Se empieza a cuestionar no sólo si es necesaria más o menos integración, si realmente nos beneficia, sino qué tipo de Europa queremos.

El euro merece  una atención aparte. Mucho se ha escrito sobre la crisis del euro. Yo sólo remarcaré tres cuestiones que me parecen importantes de ese debate. La primera es, como afirma Pisani-Ferry, que con el euro los Estados entraron “en un nuevo mundo sin tener plena conciencia de ello”. Segundo, que el motor de su creación fue más político que económico. Y tercero, que fue defectuoso porque no se crearon las instituciones necesarias para su gestión, y que además ha tenido mala suerte, porque su primera gran crisis ha coincidido con la crisis mundial más grande desde los años veinte, con la Gran Depresión.

No obstante, el euro se ha salvado. Se han creado nuevos mecanismos de gobernabilidad económica, que como una buena parte de las decisiones del Consejo Europeo se han tomado de una manera lenta, a veces en el borde del abismo, y todavía insuficientes. No obstante, la crisis económica no ha desaparecido. Su manifestación más clara son  el desempleo y el pago de la deuda.

Estos cinco años de crisis han dejado a la UE en una situación que podíamos resumir en seis puntos, a los que tendrán que hacer frente la instituciones europeas, los Estados miembros y los ciudadanos proeuropeos si se quiere que el deterioro no sea irreparable.

1. El apoyo ciudadano a la integración se encuentra en mínimos históricos. El descontento hacia las políticas europeas y la desconfianza hacia la Unión han aumentado.

2. La cohesión interna ha disminuido. La Unión Europea se ha fragmentado: parecen volver la desconfianza entre países y el desarrollo de los estereotipos negativos entre ciudadanos miembros de los Estados, según se sitúen en el norte o en el sur de Europa.

3. Las políticas de austeridad están teniendo efectos devastadores para el conjunto de la UE, pero sobre todo para los países del Sur.

4. Se ha roto el equilibrio de poder entre los Estados, a favor de Alemania.

5. El “consenso permisivo” hacia la integración se ha deteriorado. Parece que lo único que mantiene unida a la UE es el miedo.

6. El “sueño europeo”, con su modelo económico, social y político, específico está siendo profundamente erosionado y puesto en cuestión en aspectos importantes.