César Padilla Ormeño
La expansión de las industrias extractivas
(Página Abierta, 211, noviembre-diciembre de 2010).

            El crecimiento de la economía mundial ha provocado, en los últimos años, una mayor demanda de minerales y otras materias primas, además del correspondiente incremento del consumo de energía.

            Esta situación ha reforzado la creciente expansión minera y supone una mayor presión de las empresas sobre los Estados para obtener facilidades y desarrollar nuevos distritos mineros en la región.

            La enorme demanda de recursos naturales y energía, debido a la incorporación de Asia al dinamismo económico y a la producción de bienes de consumo, ha incrementado la explotación de minerales e hidrocarburos a niveles impensables hasta hace unos años.

            En los últimos años, América Latina ha concentrado la mayor inversión en exploración minera. Chile, Argentina y Perú se sitúan, por ejemplo, entre los países que más inversiones concentran en exploración y explotación de minerales.

            Este proceso de profundización de la explotación de los recursos naturales en América Latina tiene sus orígenes en la reestructuración económica, ocurrida en los años 90, en la mayoría de países de la región. La consolidación de las economías abiertas y las garantías tributarias a las inversiones extranjeras, ambas presagios de un proceso de integración regional, comercial más que económica, a materializarse en el Área de Libre Comercio de las Américas –ALCA–, acomodaron las estructuras de los diversos países a los intereses de las empresas transnacionales.

            Apoyadas por gobiernos democráticos, unos con mayor y otros con menor legitimidad, las inversiones extranjeras se transformaron en objeto de deseo en casi todos los países. De este modo, se dictaron decretos, leyes y reglamentaciones en una carrera por atraer las anheladas inversiones extranjeras. El Estado se retiró en materia de regulación, aceptando así la propuesta transnacional de la autorregulación (1).

            Varios países revisaron este proceso, en función de la real conveniencia de relacionarse de esa forma con las transnacionales, luego de haber perdido recursos naturales, ingresos, soberanía, justicia, derechos y desarrollo. Los países que firmaron el Tratado de Libre Comercio (TLC) son los más perjudicados.

            A su vez, la presión de las inversiones dirigidas a la extracción de recursos naturales, en los diversos países de la región, supone también una presión sobre los ecosistemas y las comunidades que comparten su territorio con yacimientos, represas y otras megainstalaciones destinadas a la producción de recursos naturales, principalmente para la exportación.

Reacción de la población

            En este contexto, identificamos diversas reacciones de comunidades y organizaciones que afrontan la expansión de la minería y de la explotación de otros recursos naturales y energéticos.

            En países como Perú, Chile, Argentina, Guatemala, otros de Centroamérica y, recientemente, Ecuador, se han reproducido movimientos que, haciendo uso de una diversidad de estrategias, han expandido su oposición a la minería y el cuestionamiento de ésta, sustentando su postura en los impactos ambientales y sociales de la extracción de minerales, petróleo, gas y otros recursos. Así mismo, cuestionan las debilidades del modelo extractivo para aportar al desarrollo local y nacional.

            Los graves impactos socio-ambientales han provocado reacciones de las comunidades ante la destrucción de sus ecosistemas y sus formas de vida.

            En muchos casos, la exigencia de reparación de daños irreversibles ha implicado la elaboración de planes de compensación a las comunidades e incluso se ha discutido el reasentamiento como única medida de compensación por daños imposibles de reparar. La Oroya es un ejemplo claro de necesidad de reasentamiento y compensación a la comunidad afectada, irreparablemente, por contaminación por plomo y otros metales pesados. El ecosistema se encuentra, por lo demás, inutilizado para el desarrollo de actividades humanas que puedan sustentar a la comunidad.

            Por otro lado, en aquellas situaciones en las que la actividad extractiva ha ido formando parte de la realidad de la población, e incluso ha constituido una fuente de ingreso para la comunidad, la exigencia se centra en la mitigación de impactos y en la reparación de daños, en la medida en que éstos no tengan el carácter de irreversibles.
Estas comunidades no rechazan la actividad extractiva, sino, más bien, exigen el cumplimiento de normativas ambientales y medidas de protección del entorno, los ecosistemas y la salud de la población. Entre los casos considerados dentro de esta realidad se encuentra la extracción de hidrocarburos en el sur de Bolivia, donde la explotación de dichos recursos se remonta a muchos años atrás.

            En otros casos donde la actividad extractiva aún no tiene lugar, y solamente existen proyectos de explotación, las comunidades se oponen a los efectos más que al desarrollo de la actividad en sí. Sin embargo, muchas actividades extractivas no logran demostrar la inocuidad de sus procesos productivos y no pueden garantizar la ausencia de contaminación y afectación de los ecosistemas y la salud de la gente.

            Es allí cuando la oposición comunitaria se acerca al rechazo de la actividad, antes de que ésta comience. Ello se materializa en la crítica a los estudios de impacto ambiental y en la defensa de los recursos amenazados. El agua es el elemento más sensible, junto a la salud de la población y las actividades tradicionales que desarrollan las comunidades.

Deslegitimar el cuestionamiento

            La oposición organizada contra las actividades extractivas es percibida por gobiernos y gremios empresariales como un rechazo a la modernidad o al desarrollo, al crecimiento y al progreso.

            Según los gremios empresariales y los gobiernos, en sus diferentes niveles, aquellos que se oponen a las industrias extractivas optan por el atraso. En realidad, las críticas a las industrias extractivas históricamente apuntan “al atraso y la pobreza” como un fenómeno de exclusión económica de las comunidades, ya que sus actividades productivas no responden a la demanda de los mercados internacionales, pero aseguran la alimentación de sus comunidades y abastecen mercados locales. A pesar de ello, éstas son catalogadas como actividades económicamente no viables en el concierto de la globalización y el abastecimiento de los mercados internacionales.

            En zonas de pobreza extrema, el discurso extractivo puede calar hondo con facilidad. Y es porque los pueblos que reciben la visita de estas industrias sienten la falta de empleo, y el empleo parece constituir un buen enganche a la hora de ganar el apoyo ciudadano a los megaproyectos extractivos.

            Aunque es difícil contrastar esta resplandeciente oferta con la realidad extractiva, revisando las experiencias de las comunidades afectadas por estas actividades encontramos que su historia está salpicada de desilusiones que brillan más que el resplandor de toda la riqueza natural extraída durante décadas.

            Lo que permanece ausente entre el proceso de convencimiento de las comunidades y la deslegitimación de la crítica al modelo extractivo es el futuro postextracción. Es conocido que los pueblos abandonados por las industrias extractivas son los más pobres y contaminados. El modelo extractivo no considera suficientes alternativas de desarrollo postextracción; tampoco, los Estados se ocupan de este problema. El resultado del desmoronamiento o reemplazo de las economías locales, producto del arribo de los megaproyectos extractivos, no se revierte luego del agotamiento o abandono de los yacimientos. Pueblos fantasmas y pobreza muestran la falta de visión postextracción. Las comunidades remanentes son las que sufren los efectos de esta falta de visión.

            Además, las empresas transnacionales descansan sobre los acuerdos supranacionales de respeto a las inversiones o sobre los nacionales de estabilidad jurídica, tributaria, etc. El CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones) es uno de esos acuerdos que podemos considerar impuestos y que son utilizados por las empresas transnacionales en el momento de fallar sus fórmulas de convencimiento, cooptación, certificación y trabajo de imagen.

Pocos riesgos, grandes beneficios

            Otros aspectos en cuestión dentro del debate son los beneficios económicos de las industrias extractivas.

            Los cuestionamientos plantean que las empresas mineras y petroleras pagan muy poco o nada en impuestos a los países dueños de los recursos. Los exuberantes precios de los metales y los hidrocarburos permiten hoy que estas empresas no puedan disfrazar sus rentas y deban pagar impuestos, aunque éstos nunca representen las sumas que realmente deben pagar al Estado.

            En Chile, por ejemplo, en 2002, de 47 empresas mineras transnacionales, sólo tres pagaron parcialmente el impuesto a la renta. El resto declaró pérdidas, llegando incluso a convertir al Estado chileno en deudor de las mineras. Así, Chile debía a las empresas cerca de 3.000 millones de dólares por concepto de inversiones no descontadas de impuestos nunca pagados.

            Actualmente, las empresas mineras en Chile (paraíso minero de la región) tienen ganancias exuberantes. Escondida, de propiedad de BHP y RTZ, recaudó 6.467 millones de dólares, superada apenas por la estatal Codelco, con 7.141 millones (2).
Con estos ingresos, en Chile, los pagos en impuestos de todas las transnacionales mineras suman unos 6.000 millones de dólares, considerando que son responsables del 70% de las exportaciones mineras nacionales.

            Esto coloca en el centro de la discusión la expoliación que realizan las empresas transnacionales del rubro recursos naturales, y además, plantea la conveniencia de recuperar los recursos y explotarlos nacionalmente, como ocurrió recientemente con los hidrocarburos en Bolivia. En este país, las demandas por tierra y territorio para las comunidades han tocado también como eje central el tema de los recursos naturales. Si bien la discusión no ha llegado a conclusiones al respecto, plantea la necesidad de entregar una parte del acceso y control de los recursos naturales a las comunidades que habitan los territorios que los contienen. Sobre los mecanismos no hay desarrollo significativo en la discusión.

            Lo cierto es que cuando existe la oportunidad de plantear alternativas de explotación de los recursos por las mismas comunidades, en lugar de agentes externos, se abren los espacios de discusión sobre beneficios e impactos, de los que no siempre afloran los mejores resultados. La división de las comunidades es, a veces, la consecuencia de estas discusiones o acciones.

            En el caso de Perú, se sabe que las 25 empresas mineras más grandes que operan en este país no pagan regalías mineras, por ostentar contratos de estabilidad tributaria. «El Estado dejó de recaudar casi 2.700 millones de dólares entre 2006 y 2007 por no cobrar las regalías ni aplicar el prometido impuesto a las ganancias extraordinarias, afirma un estudio elaborado por la no gubernamental Propuesta Ciudadana, con base en datos oficiales» (3).

La responsabilidad en el Norte

            Las principales inversiones y empresas extractivas provienen del Norte. Hacia allá también se dirigen las acciones de lobby y presión, para influir en la conducta de estas corporaciones en el Sur.

            Algunas petroleras presentes en la región tienen sus bases en Europa. Por tanto, podemos pensar que tienen una responsabilidad directa sobre sus actuaciones en nuestros países. Repsol es uno de los malos ejemplos de responsabilidad social y ambiental y, además, es señalada permanentemente como una empresa llena de malas prácticas y afectación a los derechos en América Latina.

            Las mineras, por su parte, son en su mayoría de procedencia norteamericana, especialmente canadiense, salvo algunas excepciones no menos importantes, tales como Monterico Metals, Anglo-American, Río Tinto, Xtrata, entre otras.

            A pesar de que la presencia europea en la minería parece discreta, no lo son los bancos que invierten en empresas mineras con actividades en América Latina. Las actividades mineras no existirían en la magnitud actual si no tuvieran a la banca tras de sí. Por ello, las inversiones europeas en la industria minera tienen, aunque de manera solapada, una gran responsabilidad en los impactos causados en nuestra región.

            Aquí, parece imprescindible el fortalecimiento de una alianza Norte-Sur que permita analizar, descubrir y presionar en ambos extremos para lograr procesos de reconocimiento de los impactos y compromisos de solución real al problema de fondo y las demandas de las comunidades.

            Al tiempo, los procesos de integración regional, producida por una creciente demanda energética, ponen de manifiesto que no todos los procesos extractivos están relacionados exclusivamente con las necesidades del Norte. Ha sido más difícil desarrollar estrategias frente a los impactos de la producción energética para la región, que frente a la explotación transnacional. Esto corresponderá a escenarios futuros, ausentes aún en las demandas de las organizaciones afectadas.

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César Padilla Ormeño es coordinador ejecutivo del Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (www.conflictosmineros.net) e integrante del Centro de Ecología y Pueblos Andinos de Bolivia. Recogemos aquí parte de su texto con el que se abre el documento “Riqueza privada, pobreza pública”, publicado en 2009 por CIDSE y ALAI.

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(1) Chaparro, Eduardo: “Industrias extractivas y desarrollo sostenible en América Latina”, Cepal, Chile, Propuesta Ciudadana y Revenue Watch, Lima, 2006.
(2) Diario La Segunda, Chile, 3 de abril de 2008.
(3) http://ipsnoticias.net/nota.asp?idnews=87863.