Cristina Garaizabal
Transgresión y convencimiento
(Extracto de la ponencia presentada por Cristina Garaizabal, cofundadora del colectivo Hetaira, teórica y activista feminista, en el IV Encuentro de Otras Voces Feministas).
(Página Abierta, 227, julio-agosto de 2013).

Desde los comienzos del movimiento feminista en nuestro país, la transgresión ha sido una seña de identidad. Como Elisa ha planteado en la presentación, es difícil entender el feminismo sin la transgresión de los mandatos patriarcales. Pero también es cierto que, desde esos comienzos, la preocupación por convencer al conjunto de la ciudadanía de la justeza de nuestra causa ha constituido otra seña de identidad. Transgresión y convencimiento son dos formas de actividad político-social, dos maneras de actividad que tienen también que ver con determinadas visiones y marcos teóricos que hoy se dan en el movimiento feminista y LGTB y que frecuentemente aparecen como contrapuestas.

Siguiendo lo que plantea Gerard Coll-Planas (1), podríamos distinguir dos posiciones dentro del activismo LGTB: normalización y transformación. Estas dos posiciones no se corresponden con grupos concretos o tendencias organizadas, sino que, frecuentemente, las podemos ver dentro de los mismos grupos o personas, aunque la distinción merece la pena hacerla porque son dos discursos que suelen prevalecer a la hora de escoger determinadas formas de expresarse y luchar. Siguiendo los análisis de Coll-Planas, expondré estas dos posiciones relacionadas con el movimiento LGTB, aunque también se dan en los diferentes feminismos, como veremos en los ejemplos. Asimismo, explicaré los rasgos más exagerados de estas posiciones, recordando que es un recurso para que nos queden claras, pero que no son un cuerpo teórico que sea patrimonio de grupos o corrientes concretas.

Normalización

En la primera de esas posiciones, el objetivo es «conseguir la normalización del hecho homosexual». Es decir, se prioriza la voluntad de integrarse y se considera que gais, lesbianas y transexuales son grupos concretos que están discriminados.

El objetivo sería acabar con estas discriminaciones y que el hecho de tener una orientación sexual concreta no sea causa de desventajas o discriminaciones sociales, sino que quede convertido en algo irrelevante. Se pretende una sociedad donde se respeten estas diferencias y se pone el acento en la igualdad y en la necesidad de ser considerados “normales”.

Esta posición, en la práctica, se concreta en demandas para conseguir la mejora de la situación de las personas pertenecientes a estas categorías: derecho al matrimonio, lucha contra el sida, derechos para las trabajadoras del sexo, asistencia psicológica para superar el estigma…

Con frecuencia, quienes mantienen estas posiciones tienden a dejar de lado las cuestiones ideológicas, lo simbólico y el análisis de las estructuras que mantienen la discriminación, primando muchas veces el pragmatismo y quedándose en dar soluciones a problemas individuales.

También, desde estas posiciones se observa en muchos casos cierta tendencia al esencialismo: se habla del “yo verdadero”, o de “la auténtica orientación sexual”, “la máscara o careta hetero”, desprecio del pasado como algo “obligado”. En lo trans se suele caer en el biologicismo, ya que existe cierta consideración de la orientación y el género como algo inmutable, que no se puede modificar. Un ejemplo de este tipo de pensamiento son aquellos trans que consideran que “se nace así”.

Estas posiciones suelen tener éxito porque apelan a la “falta de responsabilidad” en estas cuestiones, lo que facilita el ser aceptado y, en consecuencia, alivia el sentimiento de culpa. Pero tienen el problema de que se conciben el género y la orientación sexual como algo fijo. Así, la no correspondencia entre sexo y género se ve como un error que se debe subsanar defendiendo las intervenciones de cambio de sexo como la meta última del proceso transexual; o se manifiesta mucha incomodidad hacia la “pluma” (gais femeninos y lesbianas masculinas) como imagen del movimiento; o también se puede expresar a través de cierto rechazo a las personas transgéneros.

Otro de los problemas es que, con frecuencia, se hace excesivo hincapié en el sufrimiento como forma de reconocimiento, con el riesgo que eso tiene de caer en el victimismo.

Perspectiva transformadora

En la segunda, la perspectiva transformadora, la finalidad no es la aceptación social sino el cambio social radical. Dentro de esta perspectiva existen dos tendencias: la que persigue la integración, pero en un contexto social diferente, y la que rechaza la aceptación y hace bandera y objetivo de vivir en los márgenes.

Ambas tienen en común la lectura estructural de las problemáticas y la demanda de libertad, en detrimento, muchas veces, de la igualdad. Desde esta perspectiva, el sufrimiento viene provocado por la organización social y, en este sentido, a veces, se desconsidera el sufrimiento individual.

Además se reifican las instituciones sociales, es decir, se las considera como si fueran humanas o poseyeran vida y habilidades humanas. Por ejemplo: se crea el matrimonio para acabar con la libertad sexual, el sistema se apropia de la diversidad y la conduce a una nueva normatividad… Estas expresiones atribuyen vida propia a las instituciones, están basadas en una concepción del poder sólo de arriba abajo y lo conciben como algo que actúa al margen de las personas: el patriarcado, el heteropatriarcado, el sistema… son los que actúan, y las personas son vistas como víctimas pasivas, meras piezas de un sistema que actúa al margen de su voluntad.

Pero, por otro lado, y de manera contradictoria con lo anterior, se pone también mucho énfasis en la voluntad individual, incluso de una manera que resulta voluntarista. Esta contradicción se suele resolver distinguiendo entre los activistas (que tienen conciencia) y el resto de población LGTB que actúa con falsa conciencia (2). Pero como bien plantea Gerard Coll-Planas (3), la demanda de libertad puede entrar en colisión con la necesidad de límites para la vida en común, ya que vivir en sociedad implica renunciar a cotas de libertad individual para facilitar la convivencia.

Así, por ejemplo, en la experiencia de Hetaira la defensa de que las trabajadoras del sexo puedan captar su clientela en la calle entra en colisión con la demanda de los vecinos de vivir en barrios tranquilos. Y esta contradicción de intereses, para ser subsanada, debe ser negociada, teniendo que ceder ambas partes una parcela de su libertad (4).

Pero, además, un énfasis excesivo y excluyente en la libertad puede caer en el relativismo ético. La consigna de “Vivir contra lo establecido” o la libertad de cumplir tus deseos siempre y cuando quieras ¿son suficientes como criterio  de validez para quienes apostamos por una sociedad sin discriminaciones ni dominaciones? ¿Es necesario establecer algún límite para evitar justificar situaciones injustas u opresivas? Judith Butler, por ejemplo, una de las grandes defensoras de la libertad para expresarse según el sexo y la sexualidad que vivimos, defiende la necesidad de poner límites a esa libertad para evitar la dominación o la denigración de una misma o de otros.

También desde esta tendencia transformadora se puede caer en el esencialismo: por ejemplo, en los debates sobre el matrimonio gay una parte del movimiento LGTB se oponía a él por considerarlo siempre una institución opresora. Esta posición ve el matrimonio como si tuviera una esencia inmutable que no puede ser transformada por la voluntad de los seres humanos. Desconsiderando así las transformaciones que este ha tenido en los últimos años en nuestro país, de manera que lo que podría ser su esencia va cambiando, como bien demuestra la resistencia y oposición de la jerarquía eclesiástica al matrimonio homosexual.

A veces, también, desde la perspectiva transformadora se puede incurrir en cierta omnipotencia. Siguiendo con el ejemplo del matrimonio homosexual, no se ve lo que este solventa, por ejemplo. O existe cierta dificultad para tener en cuenta el sufrimiento de las personas o las situaciones en las que estas aparecen vulnerables, necesitadas o en precario, como es el caso de muchas trabajadoras del sexo o de algunas personas gais con sida.  

Asimismo, la lectura que, a veces, se hace de que la orientación sexual o el género cambian según el antojo personal, puede caer en un voluntarismo que aleja a los activistas de otras personas gais, bollos o trans e incluso puede generar enfrentamientos con ellas, especialmente con aquellas que han intentado cambiar y no han podido y que, frecuentemente, suelen ser las personas que peor han llevado su situación y más han sufrido por ello. 

Si bien es cierto que el discurso normalizador puede derivar en un liberalismo individualista que no tenga en cuenta los procesos sociales en los que nos construimos, el discurso transformador puede caer en el elitismo e incluso en el autoritarismo.

Desde mi punto de vista es necesario mantener una tensión entre actuar sobre las problemáticas concretas e individuales, reclamando derechos que mejoren la vida de la gente, y hacer un trabajo ideológico y de denuncia de las estructuras que provocan el sexismo, la homofobia o la transfobia, mirando más allá de lo posible hoy y atreviéndonos a soñar con un mundo diferente que nos sirva de faro.

La experiencia de Hetaira es una buena muestra de este intento de combinar tales cuestiones y demuestra que no es necesario elegir entre una y otra ni contraponerlas, aunque, frecuentemente, en el activismo estas posiciones aparecen enfrentadas y se descalifican mutuamente.

La transgresión

Según el diccionario de la RAE, el significado de transgredir es “quebrantar, violar un precepto, ley o estatuto”. La Wikipedia amplia esta definición: “El quebrantamiento de leyes, normas o costumbres; provocación, especialmente en contextos artísticos y literarios; ficción transgresiva; rock transgresivo; pecado, en religión, quebrantamiento de un precepto moral; o la superación de un obstáculo”.

nos atenemos a estas definiciones, la trasgresión puede tener diversos sentidos y, en sí misma, no tiene un valor ético, ya que depende de las leyes y normas que se transgredan y la valoración ética que éstas nos merezcan. Por ejemplo, los psicópatas son transgresores y eso no les da carta de bondad.

La transgresión, además, puede tener finalidades diferentes y, así, puede servir para mofarse, para ridiculizar, descalificar, dar el valor contrario a algo, reivindicar…

En nuestra sociedad, en definitiva, existen motivos diversos para transgredir. Hay personas que transgreden porque la “normalidad” les resulta aburrida, otras por estética, otras porque no pueden identificarse con las categorías dominantes. Incluso, algunas de ellas no lo hacen de manera consciente y reivindicativa. Por ejemplo, los homosexuales, las lesbianas, los transexuales o las trabajadoras del sexo, por su opción o su trabajo, son transgresores; pero eso no quiere decir que quieran serlo y que sus ansias no sean la “normalización”, es decir, pasar lo más desapercibidos posibles.

En este espacio me voy a centrar en la transgresión como forma de lucha, partiendo de lo que dice Ricardo Llamas en su libro Teoría torcida (5): «La transgresión como potencial revolucionario está basada en la idea de que las cosas inesperadas y excéntricas cuestionan el orden establecido».

Siguiendo este criterio, lo primero que hay que plantear es que la transgresión como forma de lucha no es algo nuevo que nace al calor de las nuevas teorizaciones de finales de los años 90. En nuestro movimiento feminista hemos sido muy transgresoras: abortos ilegales, besadas entre mujeres delante de la DGS, encierros en iglesias por el derecho al aborto… Pero siempre procurábamos tener una gran tensión para que nuestras acciones fueran entendidas, muchas veces utilizábamos el humor para que no fueran agresivas sin más, e intentábamos ganarnos al máximo de gente para nuestra causa.

Hoy, no obstante, la transgresión se ha convertido en una forma de actividad privilegiada por determinados grupos de activistas que hacen de esta casi una seña de identidad.

En este nuevo contexto, Ángel Amaro (6), activista queer y sociólogo, en el libro El orgullo es nuestro, da una nueva vuelta de tuerca y define la transgresión como instrumento político de la manera siguiente: «El ser travesti no es transgresor por el mero hecho de ponerse prendas, sino por el hecho de apropiarse de ellas, deconstruir su significado y ubicar los distintos elementos que componen la estética en un plano transversal en donde se entrecruzan variables como sexo, orientación sexual, identidad de género, etnia, cultura, clase social y, ¿por qué no?, la parodia». Una definición que, desde mi punto de vista, explica bastante bien los elementos que se deben tener en cuenta para considerar la transgresión como forma de lucha.

Importancia de la transgresión

La transgresión es una forma de lucha interesante porque sorprende y puede sacar a la luz determinados prejuicios que muchas veces permanecen ocultos bajo el manto de “lo políticamente correcto”; asimismo sirve para visibilizar a determinados grupos sociales (por ejemplo, los trans o las prostitutas), para darles un espacio; también tiene mucho interés como manera de ampliar los límites de lo considerado socialmente como “legítimo”; como forma de parodiar situaciones injustas…

Por ello, un elemento fundamental a la hora de transgredir es tener en cuenta el contexto en el que nos movemos. Así, por ejemplo, no es lo mismo la acción de Amina Tyler en Túnez, colgando en Facebook una foto con los pechos desnudos y con el torso escrito con la frase “Mi cuerpo me pertenece y no representa el honor de nadie”, que la foto de portada de El País, hace unos meses, de una chica con los pechos al aire en una manifestación masiva contra los recortes. En este sentido, las transgresiones tienen que ser planificadas y evaluadas en función del contexto en el que se dan.

La transgresión como forma de lucha no debería estar basada en el capricho o en el voluntarismo, exclusivamente. Las acciones transgresoras deben tener en cuenta los sectores sociales a los que se pretende representar y responder a sus demandas y necesidades. Y, especialmente, tienen que servir para hacer visibles y empoderar a esas personas. En consecuencia, deben ser entendibles para ellas y también para los sectores sociales más cercanos. Creo que este es uno de los aspectos fundamentales de la transgresión: no perder de vista a las personas que forman parte de los grupos que se quieren reivindicar y empoderar e intentar su inclusión en las acciones o, como mínimo, asegurar que verán con cierta simpatía las acciones transgresoras. Por ejemplo, en Hetaira siempre hemos contado con las trabajadoras del sexo a la hora de realizar cualquier reivindicación en la calle, procurando facilitar su participación y la comprensión por parte de los sectores sociales más cercanos.

Un aspecto de las acciones transgresoras que ha generado mucho debate desde los feminismos es la utilización del cuerpo desnudo de las mujeres como bandera feminista. Esta polémica ha sido suscitada por FEMEN (7), un grupo de Ucrania cuyas componentes realizan desnudas todas sus acciones reivindicativas.

Por último, hay que tener en cuenta que existen otros modos de transgresión como la desobediencia civil, hoy en primer plano por la actuación de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.

La necesidad del convencimiento

Estamos en sociedades complejas y por lo tanto difíciles para que se produzcan cambios radicales en el sentido de que determinadas estructuras que generan opresión o discriminación desaparezcan. Del mismo modo, en estas sociedades vive mucha gente que sufre como consecuencia de las desigualdades y las diferencias que se han ido creando en períodos históricos determinados.

Junto con esto, una determinada ideología de izquierdas que sigue impregnando los movimientos sociales y el activismo, como hemos visto antes, sigue concibiendo el poder como algo externo, que se ejerce desde arriba y ajeno a las personas que forman la sociedad. Desde estas posiciones, se considera que la gran mayoría social es gente pasiva, víctimas sin capacidad de decisión o que se dejan llevar en su toma de decisiones. En definitiva, se les considera con “falsa conciencia” o, directamente, “aborregados”.

En nuestro país, con poca tradición democrática, tenemos una democracia muy pobre, en la que la mayoría de la gente no participa más que en las elecciones. Asimismo, los problemas sociales se viven como algo que deben solucionar los Gobiernos, pero sobre los que parece que no tenemos nada que hacer o decir.

Teniendo en cuenta todo esto –explicado necesariamente de manera sumaria por mi parte–, creo que es necesaria una labor de convencimiento del conjunto social si queremos avanzar en conseguir una sociedad más justa, libre e igualitaria.

Considero que son necesarias reformas legales y acciones institucionales enfocadas a cambiar el imaginario colectivo y las ideas sociales que generan miedo, discriminación e intolerancia hacia la diversidad. Es necesario construir una ciudadanía activa, que se sienta implicada en las injusticias y se cuestione qué hace para evitarlas o fomentarlas.

También es necesario cambiar las mentalidades colectivas, pero no solo para que se expresen de manera “políticamente correcta”, sino para hacer una verdadera labor de educación en valores a fin de cambiar tanto la forma de pensar sobre determinadas cuestiones como los comportamientos discriminatorios e injustos.

Vivimos en sociedad, somos seres sociales que necesitamos de los demás y, también, necesitamos su reconocimiento. Como plantea el psicoanalista Francisco Pereña en “Crítica al concepto de necesidad”: «¿Por qué la demanda de amor, por qué el sujeto niño está sometido al Otro y no tanto a los alimentos? Lo diré de forma algo lapidaria, sencillamente, para ser… Al nacer, el niño está extraviado, carece de identidad propia. Tiene que conseguir su identidad por medio del Otro, y esto supone una demanda de amor y una demanda de reconocimiento» (8).

Por eso es tan importante transformar las mentalidades colectivas en la línea de acabar con los prejuicios existentes y que el respeto a la diversidad sea realmente un valor colectivo. Para hacer una sociedad justa y habitable para todo el mundo.


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(1) Gerard Coll-Planas, La voluntad y el deseo, Egales Editorial, 2010.
(2) Ver la crítica al mercado rosa que se desarrolla en el capítulo II del libro El orgullo es nuestro, editado por Diagonal.
(3) Gerard Coll-Planas, La voluntad y el deseo, Egales Editorial, 2010.
(4) Un ejemplo de ello es la negociación por parte de Hetaira de espacios en determinadas zonas de Madrid en los que las prostitutas puedan desarrollar su trabajo.
(5) Ricardo Llamas, La teoría torcida, Editorial Siglo XXI, Madrid, 1998.
(6) Angel Amaro Quintas, “Cuando la estética no es transgresora”, artículo publicado en el libro El Orgullo es nuestro, Editorial Diagonal, 2012.
(7) Grupo feminista fundado en 2008 en Ucrania.
(8) En Necesitar, desear, vivir, de Jorge Riechmann (coord.), 1998, Los Libros de la Catarata.

C. G.
En la práctica

Creo que el feminismo tiene que ocuparse de las discriminaciones que genera el sistema binario de géneros y atender las necesidades de todas aquellas personas que no se sienten ni mujeres ni hombres al uso y que son discriminadas y estigmatizadas por ello.
Su existencia nos demuestra las fisuras que tienen las teorías tradicionales sobre el sexo, el género y la sexualidad. Por ello no es suficiente luchar por que no sean discriminadas en sus derechos sanitarios y sociales. Esto es imprescindible. Pero hay que ir más allá. Tenemos que preocuparnos por que sus vidas sean lo más legítimas, libres y satisfactorias posibles. Como Butler plantea: «Tal vez nuestra lucha sea menos por producir nuevas formulaciones del género que construir un mundo en el que la gente pueda vivir y respirar dentro de la sexualidad y el género que ya viven» (*). En esta línea me parece que no hay que contraponer las diferentes formas de acción social y lucha política. Todas son necesarias porque la tarea es complicada.
En mi opinión, el problema es cómo combinarlas, cómo combinar transgredir con el convencimiento, con la labor explicativa y paciente hacia las mayorías para que se desprendan de sus prejuicios, entiendan la legitimidad de la diversidad y la respeten y puedan así ir cambiando las mentalidades colectivas. En los primeros años del movimiento feminista supimos combinar ambas cosas, pero esto no siempre es fácil.
Dar la palabra y visibilizar manifestaciones del género disidentes y, a veces incalificables, puede resultar provocador y poco entendible para alguna gente, pero tiene la ventaja de servir de referentes a muchas personas que no se hallan conformes con el género adscrito pero que lo sufren en silencio, intentando “disimular” y sintiéndose “bichos raros y únicos”.
Las personas disidentes que dan la cara y se manifiestan abiertamente, haciendo gala y marcando su diferencia, son vanguardia, adelantadas que permiten imaginar un mundo diferente, más diverso y menos encorsetado que el actual. Su visibilidad es un canto a la libertad. Aunque a veces, al cuestionar algo que aún se considera sagrado o “natural”, pueden generarse tensiones e incomprensiones.

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(*) Entrevista “Butler para principiantes”, mayo de 2009.