Cristina Garaizabal
Despatologización trans.
Retos para la teoría feminista

(Página Abierta,  214, mayo-junio de 2011).

            A finales de los años 80 el acercamiento a los colectivos de transexuales (formados en aquel entonces casi exclusivamente por mujeres transexuales) supuso un nuevo acicate en las reflexiones feministas sobre la construcción del género.

            El conocimiento de las vidas y los procesos de las personas transexuales implicó, para muchas de nosotras, un replanteamiento de algunos de los esquemas feministas con los que hasta entonces nos habíamos movido. Porque parece claro que si admitimos la legitimidad de la convicción de sentirse mujer, independientemente de las características fisiológicas (haberse reproducido, tener la menstruación, tener más o menos pecho...), en el caso de las mujeres transexuales esta construcción no se ha desarrollado sobre la base del sexo biológico. La importancia de lo simbólico, de los discursos y las expectativas del entorno adquiere una nueva dimensión al calor de su experiencia. Así mismo, se abrieron nuevos interrogantes que pueden llegar incluso a replantear cuestiones tan fundamentales como ¿qué es ser mujer u hombre?, ¿en qué se basa esa supuesta identidad de género?, ¿qué papel juega el cuerpo en todo este proceso?

            Aquí, en un primer momento, la transexualidad nos resultó desconcertante porque conocer a personas transexuales nos enfrentó a nuestros propios prejuicios. Nos creaba inquietud, sobre todo, ver que imitaban los tópicos de la feminidad contra los que luchábamos como feministas. Creo, también, que nos ha resultado, y, en parte, nos sigue resultando, inquietante, porque establece un contínuum entre lo masculino y lo femenino en unas sociedades estructuradas, entre otros factores, sobre la base de la dicotomía de los géneros.

            Nos obliga, del mismo modo, a replantearnos si el sexo –entendido como cuerpo sexuado– no es también, en algún sentido, una construcción cultural. Me refiero, por ejemplo, a que realidades que hasta hoy podían parecer incuestionables (la idea, por ejemplo, de que existen solo dos sexos biológicos) no dejan de ser interpretaciones culturales elaboradas con parámetros no tan neutros. Sobre estas dos cuestiones volveré luego.

            Así mismo, si tenemos en cuenta la vida de las personas transexuales, podemos constatar que la identidad de género no siempre queda determinada, de manera rígida y cerrada, a los tres años. Contrariamente a lo defendido en los estudios clásicos sobre transexualidad, muchas personas transexuales han desarrollado una identidad de género contingente, que puede manifestarse o no en un sentido u otro según los acontecimientos vitales de sus biografías.

            Igualmente, no creo que hoy pueda hablarse de la identidad (sea de género, sexual, étnica o nacional) como algo preexistente o esencial. ¿La identidad es esencia, es estable, coherente, unitaria, o contingente, provisional e incoherente? ¿Nos “construimos” homosexuales, transexuales, etc., y esta categoría agrupa a un conjunto diverso de personas y cualquiera puede dar en ellas, o nacemos homo, trans...? Para mí, la identidad es un proceso en construcción, algo contingente, cambiante (aunque no a voluntad, porque existen condicionantes y predisposiciones) y con fisuras, y no algo estático, homogéneo ni monolítico. La identidad sin fisuras es un mito, algo idealizado, una meta para poder conseguir la estabilidad personal, pero que es imposible de alcanzar, aunque lo intentemos a lo largo de toda nuestra vida.

            Otra cuestión en la que creo que merece la pena detenerse es la relación existente entre la identidad de género y las preferencias sexuales. En la literatura clásica sobre la transexualidad se presupone que la práctica sexual adecuada es la heterosexual, pero nuevamente la realidad de las personas transexuales contradice esta visión. Entre las personas transexuales con las que me he relacionado he encontrado una gran diversidad de situaciones y vivencias sexuales, tanto en lo que hace a la orientación sexual como al papel que la sexualidad juega en su vida, a la hora de definir su identidad.

            Y, también, es importante cuestionar la idea de que siempre es necesario adecuar el cuerpo, y particularmente la genitalidad, a la identidad de género. Es decir, generalmente se presupone que todas las personas transexuales tienen como meta la intervención quirúrgica de cambio de genitales. Esta idea ha sido reforzada por la medicina para adecuar a las personas trans a los géneros establecidos. Y es cierto que existe una buena proporción de personas transexuales que desean operarse, como forma de normalizarse y de acabar con el sufrimiento que les comporta vivir sus genitales como algo extraño a sí mismas. Pero no es menos cierto que existen numerosas personas transexuales o transgénero que no tienen la más mínima intención de hacerlo. Entre otros factores, porque no viven mal su genitalidad sino que, por el contrario, disfrutan de ella. Son personas que reivindican su diferencia y su transgenerismo con orgullo y a las que les gusta mostrar su ambigüedad y ambivalencia en relación a los géneros, siendo conscientes de la estructura inestable y construida que tienen.

La despatologización de la transexualidad

            Las Jornadas de Madrid de la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas de 1993 significaron la entrada con fuerza en nuestro movimiento de los debates con las transexuales (además del de prostitución, que ahora no viene al caso). Muchas de nosotras, en ese momento, no teníamos ninguna duda de que si ellas se sentían mujeres no íbamos a ser nosotras quienes se lo negara.

            La posición mayoritaria en nuestro feminismo ha sido la de reivindicar sus derechos y considerarlas mujeres (u hombres, según los casos) en función de sus sentimientos y convicciones. Pero hoy creo que puedo decir que seguíamos viendo el mundo dividido en mujeres y hombres y, aunque debilitáramos estas categorías y planteáramos que no existían identidades fuertes, nunca discutimos el tema de las “fronteras” (las intersexuales o las transgénero). Eso sí, desde el principio cuestionamos la idea de que fuera una enfermedad y hablábamos de «una posibilidad más de desarrollo de la identidad de género», pero sin extraer otras conclusiones de ello.

            En estos años, dentro del movimiento trans se han dado fuertes debates identitarios, es decir, debates encaminados a definir, más allá de lo que la medicina decía, qué es ser transexual y las diferentes formas de vivir este hecho. En los primeros debates se intentaba establecer fronteras rígidas que definieran lo que era la transexualidad, diferenciándose así de homosexuales y travestis, para visibilizarse, construir grupos y actuar en la esfera pública. Posteriormente, la lucha por que se incluyeran en la sanidad pública sus reivindicaciones sobre las trasformaciones corporales permitió que se profundizara en los argumentos que se daban para ello y en el debate de si es una patología o no.

            Al calor de la elaboración del nuevo DSM V [Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Psiquiátrica de EE UU], los colectivos transexuales han lanzado una campaña internacional “Por la despatologización de la transexualidad”, en la que explícitamente se plantea la desaparición de la transexualidad como enfermedad en este manual. La presencia de estos colectivos en las Jornadas Feministas de Granada, en diciembre de 2009, supuso, desde mi punto de vista, nuevos retos al pensamiento feminista.
Un primer reto es responder a la pregunta, ¿solo dos géneros?, porque la despatologización implica más cosas que la reivindicación de que la transexualidad no sea considerada una enfermedad. Esos colectivos reivindican explícitamente la posibilidad de quedarse “en medio”, es decir, no sentirse identificados con las categorías de hombre/mujer, como una posibilidad que se adecua mejor a sus necesidades y que resulta más transgresora. De hecho, apuestan por ello como forma de cuestionar el sistema binario de géneros, aunque son conscientes de lo difícil que es hoy quedarse en un género no identificable y, en consecuencia, defienden también que se puedan dar los tratamientos médicos en la sanidad pública, pero sin la necesidad de considerar la transexualidad como una enfermedad.

            Despatologizar la transexualidad implica contemplarla como una de las posibles variables del desarrollo de la identidad de género, tan válida y legítima como otras. En consecuencia, implica dar visibilidad, legitimidad y validez a las identidades y a los cuerpos que no pueden ser catalogados dentro de los dos géneros binarios existentes, es decir, hombres y mujeres, porque existen personas que no se sienten cómodas identificadas con estas categorías.  Por ejemplo, Norrie May-Welby consiguió, en marzo de 2010, que por primera vez un país (Australia), reconociera legalmente el llamado sexo neutro, inespecífico o tercer sexo.

¿Solo dos sexos biológicos?, otro reto

            Parto de considerar que cuerpo y mente, lo biológico y lo social, se entrelazan de forma permanente influyéndose mutuamente, de manera que es difícil entender estas entidades por separado. Por ello, creo que es necesario cuestionar, también, la verdad sobre la existencia exclusiva de dos sexos. La experiencia de personas trans, intersexuales (algo que está muy invisibilizado porque en nuestras sociedades no se sale del paritorio sin tener asignado un sexo, pero que se da en mayor proporción de la que pensamos: una de cada 2.000 personas), y también los análisis a los que se han sometido a las atletas de los Juegos Olímpicos que han batido récords que superaban los masculinos..., de todo ello se deduce que no se puede seguir manteniendo que existen solo dos sexos. Tal y como se decía en El País a raíz del caso Semenya, la atleta surafricana a la que se cuestionó que fuera mujer, el año pasado:

            «Para la mayoría de la población, rige que una mujer tiene dos cromosomas X en el par 23, y un hombre tiene un par XY. Pero los científicos insisten en que “puede haber individuos con dos X que desarrollen caracteres masculinos, y otros con un X y un Y que nunca los tengan”. Además, para acabar de enredar más la madeja, señalan que también hay personas que son XXY».

            Y si en vez del análisis cromosómico se miden los niveles de hormonas tampoco se obtiene una diferenciación clara».

            Ya un editorial aparecido a principios de los años noventa del pasado siglo en JAMA, la revista de la asociación médica de Estados Unidos, atacaba los controles tradicionales por considerarlos discriminatorios y poco científicos. “No hay una línea clara entre sexo masculino y femenino”, decía. “Que sea la persona la que elija”. Este pensamiento lo ha seguido la Federación Internacional de Atletismo (IAAF) desde 1992, cuando abandonó, antes que el COI, los controles de sexo y fijó las líneas maestras para dirimir los casos controvertidos, siempre uno a uno cuando una duda razonable obligue a proceder a ello, siempre guiados por la discreción».

            En parecidos términos se expresa bióloga feminista Anne Fausto-Sterling en la introducción de su libro Cuerpos sexuados (ver columna aparte).

Relación género y práctica sexual

            Otra de las cuestiones que plantea la despatologización de la transexualidad es la relación entre género y práctica sexual.

            Intersexuales, trans y demás personas que no se sienten ni hombre ni mujer en nuestras sociedades no son algo anecdótico ni forman una categoría fija y predeterminada. Su existencia nos demuestra las fisuras que tienen las teorías tradicionales sobre el sexo, el género y la sexualidad. Por ello, no es suficiente luchar por que no sean discriminados en sus derechos sanitarios y sociales. Esto es imprescindible. Pero hay que ir más allá. Tenemos que preocuparnos por que sus vidas sean lo más legítimas, libres y satisfactorias posibles (*).

            Desde el punto de vista conceptual, género y sexualidad son dos conceptos que es necesario distinguir y analizar separadamente, pero hay que ser conscientes de sus entrecruzamientos, especialmente en el caso de la homosexualidad y la transexualidad, en el que este cruce es muy patente: la homosexualidad porque cuestiona la complementariedad sexual, y la transexualidad porque pone de manifiesto la problemática relación entre sexo y género. Comprender bien los entresijos de esta interrelación, así como las variables a las que puede dar lugar, es algo importante no solo para homosexuales y transexuales, sino también para el conjunto de la población.

            Cuando en el siglo XVIII aparece la categoría de la homosexualidad, esta es entendida –lo señalaba antes–, como una inversión del género. Es decir, se supone que todos los homosexuales masculinos desean a otro hombre desde una posición femenina, y a la inversa, todas las lesbianas desean a otra mujer desde una posición masculina. De esta manera, la heterosexualidad seguía vigente, al entenderse que esencialmente lo masculino y lo femenino son complementarios. Aunque, sin embargo, sí que empezaron a poner en cuestión la relación entre género y orientación del deseo y, de alguna manera también, sin ser muy conscientes de ello, el carácter binario de los sexos.

            Hoy esto ha variado mucho, especialmente porque las distintas formas de ser y expresarse de gais y lesbianas (gais muy masculinos, otros femeninos, lesbianas masculinas y lesbianas femeninas...) han puesto de manifiesto la gran diversidad que existe dentro de estas categorías y, en consecuencia, la falsedad de la afirmación de que era una inversión del género, ganando terreno la idea de que son variaciones del deseo.

            Estas realidades permiten cuestionar el axioma del que partían las teorías clásicas sobre estos asuntos, en las que identificación y deseo se han visto como procesos contrapuestos. Se supone que nos identificamos con aquello que es igual a lo que somos  o queremos ser y que deseamos aquello que no somos pero queremos, de una u otra manera, tener. Así, según la teoría psicoanalítica, la resolución del complejo de Edipo (considerada normal) implica identificarnos con el propio sexo y elegir como objeto al sexo contrario. Y esto es lo que rige a nivel normativo. Así, la homofobia acaba actuando como estructurante de las subjetividades, especialmente en los hombres, estableciendo lo que es posible desear y lo que es inaceptable desde el punto de vista del deseo. Pero la realidad nos demuestra que no siempre esto se da así, como el mismo Freud reconoció. Podemos querer identificarnos con aquellas personas a las que amamos, y así lo demuestran las personas transgéneros o transexuales que, a su vez, son homosexuales. Legitimar estas vivencias y realidades implica considerar que deseo e identificación no tienen por qué ser mutuamente excluyentes ni son procesos unívocos.

            Ante este panorama tan diverso en las formas en que pueden ser vividos el género y la sexualidad es necesario reivindicar los derechos de las minorías sexuales para que puedan estar en pie de igualdad con el resto de ciudadanos. Pero esto no es suficiente. Creo que hay que apostar también por visibilizarlas y legitimar con fuerza su existencia (ver cuadro en la página siguiente “El papel de la transgresión”). 

Libertad, categorías e identidades

            Desde mi punto de vista,  las categorías son ambivalentes, y si bien es cierto que tienen un efecto de poder, fundamentalmente, para regular la diversidad y excluir a quien no se siente representado en ellas, no es menos cierto que su existencia también da la posibilidad de nombrarse y reconocerse. Y este es un elemento crucial para los grupos oprimidos por su sexualidad, ya que necesitan apelar a las categorías colectivas para visibilizarse, para construir una fuerza colectiva y luchar así contra la heterodesignación, es decir, las definiciones que se han hecho sobre ellos y que los patologiza.

            Es importante que nos cuestionemos las categorías binarias que establecen rígidas divisiones entre hombre/mujer, heterosexual/homosexual, travesti/transexual..., así como las propias categorías. Pues si bien creo que la existencia de estas categorías tiene de positivo poder nombrar lo que antes era innombrable y dotar de identidad a aquellas personas que se encuentran fuera de lo que la sociedad considera “normal”, también he observado que, en la práctica cotidiana, no existe una muralla china que separe a las mujeres y hombres biológicos de las personas transexuales ni a estas de las homosexuales o travestidas. Por el contrario, creo que la experiencia humana es de tal riqueza y complejidad que resulta absurdo pretender encajarla en rígidas clasificaciones.

            En las primeras manifestaciones de los colectivos transexuales uno de los empeños fundamentales de estos era definir la transexualidad diferenciándola de otras categorías sexuales, fundamentalmente el travestismo y la homosexualidad, y reivindicando una identidad transexual específica. Creo que esta etapa fue necesaria porque, como  Weeks plantea, «las actuales identidades sexuales de oposición, que desafían la discriminación, son históricamente contingentes pero políticamente esenciales».

            El problema para mí es pensar que estas identidades son “verdaderas”, inmutables o “naturales” y no ser conscientes de que se trata de invenciones sociales y ficciones necesarias para afirmar la identidad del sujeto y su pertenencia a una comunidad. Son, por lo tanto, identidades que no están basadas en la naturaleza (aunque lo biológico algo tenga que ver) ni en la verdad, sino en el campo político. Así, la discusión no es la naturaleza verdadera o mítica de la identidad transexual previamente definida, sino su efectividad y relevancia política.

            Coincido con Diana Fuss que, desde una perspectiva antiesencialista, apuesta por hacer un uso político de las categorías. O en palabras de Gerard Coll: «El reto, pues, es manejar algún tipo de categorías –en el activismo y en lo académico– asumiendo que son falibles, vigilando sus efectos de poder y reconociendo que nunca pueden capturar del todo la realidad. Denunciar los efectos de poder de las categorías sociales no debería derivar, como nos parece que sucede en algunos planteamientos queer, en desatender la vertiente de las agresiones, los insultos, los asesinatos, las discriminaciones, en definitiva, de la homo/transfobia».

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(*) Como Judith Butler plantea: «Tal vez nuestra lucha sea menos por producir nuevas formulaciones del género que construir un mundo en el que la gente pueda vivir y respirar dentro de la sexualidad y el género que ya viven» (entrevista “Butler para principiantes”, mayo 2009).

Cuerpos sexuados

            «Simplemente, el sexo de un cuerpo es un asunto demasiado complejo. No hay blanco o negro, sino grados de diferencia... Una de las tesis principales de este libro es que etiquetar a alguien como varón o mujer es una decisión social. El conocimiento científico puede asistirnos en esta decisión, pero solo nuestra concepción del género, y no la ciencia, puede definir nuestro sexo. Es más, nuestra concepción del género afecta al conocimiento sobre el sexo producido por los científicos en primera instancia... Nuestros cuerpos son demasiado complejos para proporcionarnos respuestas definidas sobre las diferencias sexuales».

            Cuanto más buscamos una base física simple para el sexo, más claro resulta que “sexo” no es una categoría puramente física. Las señales y funciones corporales que definimos como masculinas o femeninas están ya imbricadas en nuestras concepciones del género. Considérese el problema del Comité Olímpico Internacional. Los miembros del comité quieren decidir quién es varón y quién es mujer. ¿Pero cómo? Si Pierre de Coubertin rondara todavía por aquí, la respuesta sería simple: nadie que deseara competir podría ser una mujer, por definición. Pero ya nadie piensa así. ¿Podría el COI emplear la fuerza muscular como medida del sexo? En algunos casos sí, pero las fuerzas de varones y mujeres se solapan, especialmente cuando se trata de atletas entrenados. (Recordemos que Hermann Ratjen fue vencido por tres mujeres que saltaron más alto que él). Y aunque María Patiño se ajustara a una definición razonable de feminidad en términos de apariencia y fuerza, también es cierto que tenía testículos y un cromosoma. Ahora bien, ¿por qué estos rasgos deberían ser factores decisivos?» (Anne Fausto-Sterling. Cuerpos Sexuados. Ed. Melusina).

El papel de la trasgresión

            Dar valor y legitimidad a nuevas formas de vivir el género y la sexualidad implica transgredirlos. Y muchas de las personas que se encuentran en esta situación hacen de la trasgresión un elemento central de su práctica política (*).

            ¿Qué nos parecen las diversas expresiones de género y sexualidad que van encaminadas a escandalizar, a provocar? Creo que la trasgresión, el plantear cosas muy explícitamente y con cierta provocación, tiene el valor de sacar estos prejuicios y poder así discutirlos. El problema es cómo combinar esto con el convencimiento, con la labor explicativa y paciente hacia las mayorías para que se desprendan de sus prejuicios, entiendan la legitimidad de la diversidad y la respeten y puedan así cambiar las mentalidades colectivas.

            No obstante, de lo que estoy convencida es de que visibilizar manifestaciones del género disidentes y, a veces, incalificables tiene la ventaja de servir de referentes a muchas personas que no se hallan conformes con el género adscrito pero que lo sufren en silencio, intentando “disimular” y sintiéndose “bichos raros y únicos”, con el sufrimiento que eso comporta.

            Ahora bien, llegadas a este punto, muchos son los interrogantes en los que también hay que profundizar. Como plantea Gerard Coll, «la demanda de libertad, según cómo se formule, puede entrar en colisión con la necesidad de límites tanto para la vida en común como para no caer en el relativismo ético. Vivir en sociedad implica que todos coartamos nuestra libertad para hacer posible la convivencia. Por lo tanto, la demanda de libertad tout court entra en contradicción con la necesidad de ser para los demás que hace posible la vida social...».

            Decir que género y tendencia sexual son construidos y, en consecuencia, modificables no quiere decir que tengamos total libertad para que estas modificaciones se puedan dar al antojo de cada cual. No se elige ser trans, homosexual, lesbiana o bisexual. Lo que podemos elegir, como dice Jeffrey Weeks, es qué hacemos con ello: si lo escondes, si lo llevas a la práctica, si lo politizas, etc. Establecer esta distinción es importante para no alejarse de la mayoría de trans, lesbianas o gais que han intentado cambiar para evitar el rechazo social.

            Así mismo, no todas las expresiones de la disidencia sexual y de género son éticamente válidas, pues algunas pueden justificar situaciones opresivas o discriminatorias. Por ejemplo, las relaciones intergeneracionales, según la diferencia de edad entre los participantes, deberían implicar tener en cuenta unos límites y unas consideraciones éticas relacionadas con la capacidad de consentir y con las prácticas sexuales que se lleven a cabo; no es suficiente la libertad para expresar tu deseo y darle carta de validez. 

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(*) «La transgresión como potencial revolucionario está basada en la idea de que las cosas inesperadas y excéntricas cuestionan el orden establecido»(Ricardo Llamas, Teoría torcida). También Gayle Rubin afirma: «Los márgenes y los bajos fondos pueden ser un lugar de rebeldía» (Notas para una teoría radical de la sexualidad).