David Perejil
Crónicas palestinas.
Historias de otro viaje solidario a Cisjordania

(Página Abierta, 204, septiembre-octubre de 2009)

 

Durante los primeros días del pasado mes de agosto participé en uno de los tantos viajes solidarios que habitualmente recorren Palestina. El objetivo era doble: conocer la realidad de la vida diaria en Cisjordania y ayudar al desarrollo turístico del país. Para mí era una oportunidad para conocer a sus gentes, ver sus duras condiciones de vida bajo la ocupación y llevarles un pequeño soplo de solidaridad (1).

Así, unimos fuerzas once personas para compartir durante doce días nuestro viaje solidario (2). Organizado por SODePAZ en nuestro país y Alternative Tourist Group en Palestina, recorrió varias ciudades y pueblos de Cisjordania: Belén, Beit Sahour, Jerusalén, Hebrón, Jericó, Ramallah, Jenín y Nablus, para acabar en los Altos del Golán. Mezclamos visitas a distintos lugares turísticos con reuniones con diversas asociaciones y ONG de izquierda social y laica, asociaciones comunitarias de campos de refugiados y algún político local.

Nuestro primer contacto con la realidad palestina tuvo lugar en Belén. Situada apenas a diez kilómetros de Jerusalén, en la provincia de Belén vive la mayor parte de los palestinos de religión cristiana. La provincia, y sobre todo la visitada Belén, cuenta con un nivel de vida superior al resto de Palestina, debido a la afluencia del turismo religioso. Algo que no le libra de sufrir la ocupación. La ciudad está aislada por el muro que viene construyendo Israel desde 2002 para separarla de la cercana Jerusalén. El muro corta y divide los olivares que pueblan una tierra árida y llena de colinas. Separa a los palestinos pero conecta a los colonos con carreteras exclusivas para sus asentamientos. Y crea graves problemas, como la obligación de levantarse a las cuatro de la mañana para poder llegar al trabajo a las ocho en la vecina Jerusalén cruzando uno de los más extensos puestos de control, check-points, de Palestina.

El muro

El muro, declarado contrario a la ley integral por el Tribunal de la Haya en 2004, tiene una extensión de centenares de kilómetros y sigue en construcción en localidades como la norteña Bil’in. Se extiende no sólo por las fronteras de 1967, sino que se adentra en numerosos territorios más, anexionándose de hecho acuíferos, cultivos, zonas cercanas a los asentamientos o lugares religiosos. Este es el caso de Belén, en el que se deja fuera la tumba de Raquel, rodeando incluso casas. Esto le sucedió a Claire, que vio cómo el nuevo muro se situó apenas a unos cinco metros de tres de las cuatro paredes de su casa, con una cercana torre de vigilancia. Claire nos contó que su casa era un proyecto vital de varias familias, que disfrutaban de una posición privilegiada para vender artesanía cerca de la visitada tumba.

Durante el viaje, oímos numerosas quejas sobre agricultores cuyas tierras han quedado al otro lado del muro y necesitan permisos diarios del Ejército para cultivarlas, o de acuíferos que quedan bajo control israelí. Y “permisos” es una palabra que en la vida cotidiana palestina equivale a arbitrariedad y, muchas veces, a humillaciones. El Ejército puede decidir en cualquier momento cerrar puntos de acceso o ralentizar el paso por ellos con más controles.

Esos mismos permisos, denegados de manera sistemática a personas entre 15 y 45 años, impiden que nuestro guía Nasser Alawy haya podido trabajar en Jerusalén o visitar la ciudad, visible en el horizonte de Belén, durante  más de diez años. Dice que tiene muchos amigos israelíes. «Sueño con que un día la gente de Israel y Palestina hagan una revolución contra sus políticos y podamos vivir en paz». Él, que no vota a ningún partido, dice que desde la segunda Intifada todo ha ido a peor en Belén: más paro, represión, muro y muchas dificultades para la gente.

Una opinión muy distinta a la expresada por Juani Rishwani. Ella es una madrileña de unos 50 años que vive en Palestina desde que se casó hace 24 años con su marido, Elías. Juani trabaja para la ONG Health Work Comittees, que dispone de 16 centros de salud, tres hospitales y 30 clínicas móviles centradas en atención general, además de una gran actividad en prevención de la salud. Juani y su organización sirven de termómetro de la situación social. «Me siento como en una reserva india», dice, para recalcar su impotencia, depresión y odio hacia los israelíes. Ella mezcla, en una charla animada, entre vasos de fuerte café turco, retazos de su experiencia diaria en su organización y como habitante del país. Y es que algo que descubriremos muy pronto es que casi todo el mundo tiene una historia triste cercana o directa. Relatos personales a los que no se les suele dar mucha importancia. Quizá porque son muy extendidos, y por eso habituales, o porque la gente prefiere hablar de la labor de sus asociaciones y de los problemas generales.

Postales israelíes

Durante los dos días que visitamos Jerusalén pudimos vislumbrar caras muy diferentes de la sociedad israelí. Ciudad santa para judíos, cristianos y musulmanes, Jerusalén fue nuestra puerta de entrada a los muchos mundos que caben en los pequeños confines de Palestina e Israel. Fragmentados, abigarrados, contradictorios, pero pegados uno a otro como un mosaico multicolor y difícilmente comprensible. Planetas tan distintos como los barrios árabes de Jerusalén Este, zona en la que la falta de medios era patente, y la parte nueva, llena de grandes avenidas y modernos bares. Y en la que en un corto espacio nos cruzamos con varios civiles con sus metralletas a la espalda; una manifestación de judíos ultraortodoxos, apedreando a los coches que salían de un parking al grito de “sabat, sabat”; y las palabras por la convivencia de Itamar Shapira, del Comité contra el Derribo de Casas (ICAHD, en sus siglas en inglés) y Combatientes por la Paz. Israelí alto, de pelo rapado y sonrisa agradable, primero quiso que conociéramos cómo era la visión de la sociedad israelí. Cree que los judíos acabaron siendo verdugos, similares a la gente que odiaban, pero que al principio su proyecto buscaba un hogar nacional, como su abuelo superviviente del Holocausto, y que simplemente no consideraban que hubiera población en la zona, al estilo colonial, en las tierras de Palestina.

Itamar dice que la capital es un lugar excelente para comprobar la política expansionista y de apartheid de Israel, para desnudar sus falsos argumentos de seguridad. Los palestinos de esta zona cuentan con estatusde residencia permanente y la posibilidad de participar sólo en elecciones locales. Desgrana un dato tras otro. Aunque los árabes de los barrios del Este son el 36% de la población, pagan por valor del 40% de los impuestos y reciben sólo un 7,2% en inversiones. Además, los permisos de construcción para nuevas casas se demoran, hasta hacerse casi inviables. «Hay muchas demoliciones». Sea porque la familia se harta y construye de manera ilegal, o porque se alude a la existencia de restos arqueológicos y necesidad de excavaciones, que luego se paralizan cuando entran a vivir israelíes.

«Los asentamientos son un obstáculo para la paz, hacen imposible la solución de los dos Estados creando una especie de bantustanes sudafricanos para los palestinos», nos comenta Itamar Shapira al enseñarnos el cercano asentamiento de Maale Adumin, con 40.000 colonos y que divide Cisjordania en dos mitades sin continuidad territorial. Al final, le pregunto sobre cómo ve la sociedad israelí a gente como él, que ha estado en la cárcel por rechazar su mes obligatorio anual en el Ejército. Nos da el dato de unos 4.000 asistentes a una manifestación israelí en protesta por el 60º aniversario del desastre de la Nakba [inicio del éxodo palestino, como consecuencia de la guerra árabe-israelí de 1948]. Nos dice que son pocos pero necesarios. Expresa que, aunque las violencias o la situación sean distintas, «debemos acabar con el odio y el dolor de todas las gentes y abrir vías de reconocimiento y reconciliación».

Tensión en Hebrón

Hebrón es una de las ciudades más antiguas del mundo, en la que se cree que están enterrados los “santos patriarcas”: el padre de los padres, Abraham, y sus hijos Isaac e Ismael, santos para judíos, cristianos y musulmanes. El paseo por la zona céntrica de la ciudad fue tan impactante como la realidad que viven y sufren sus habitantes a diario con 600 colonos situados en el centro de la ciudad. Como los más de 100 controles enclavados en esa zona o la honda impresión de ver parte de su zoco central cerrado,  controlado por el Ejército israelí, con muchas tiendas marcadas por los colonos israelíes con la estrella de David, que no podían dejar de evocar la marca a los judíos durante el genocidio nazi en el gueto de Varsovia, o con tiendas de palestinos cuyo cielo estaba cerrado por una malla metálica para recoger la basura que les lanzan los colonos judíos desde sus primeros pisos. Y hacerlo, además, en un lugar en el que parece que caminamos sobre una balsa de gasolina, pese a la existencia de observadores internacionales, desde la matanza de 29 palestinos perpetrada por el colono Baruch Goldstein, en las tumbas, ahora divididas en dos, hace ya casi 15 años.

Un lugar, el centro histórico de Hebrón, con sus casas de origen otomano llenas de historias. Como la de Abet el Raouf, comerciante de unos cuarenta años que dice que vivió sin dificultades hasta el año de la matanza, pero cuya vida empeoró aún más desde 2000. A partir de entonces, no puede acceder en coche a su tienda ni recibir visitas de sus familiares, y debe pedir permiso a los soldados para muchas de sus actividades. La zona, una amplia avenida, está cerrada a los palestinos, y los colonos le boicotean para que nadie le compre bebidas o souvenirs.

Abet cuenta con 800 metros cuadrados divididos entre su casa y cuatro tiendas, de las que hoy sólo mantiene una abierta. Hasta 2000, ganaba unos 200 euros diarios y hoy apenas le alcanza para comer carne un par de veces al año. «La tierra de Palestina no se vende, no tiene precio. Además, yo no soy un colaboracionista», nos dice al exponernos los tres intentos que le han hecho particulares judíos para comprar sus posesiones. Poco antes de despedirnos, Abet nos quiere contar algo más. En 1929 su abuelo acogió durante días a la familia de un rabino en el transcurso de los disturbios y matanzas de judíos en la ciudad. «Yo sólo quiero vivir en paz como antes, cuando había convivencia entre judíos y musulmanes».

Ramallah: centro social y capital administrativa

Después nos dirigimos a Ramallah, la capital administrativa de la Autoridad Nacional Palestina. Administrativa porque la sentimental, la deseada, sigue siendo Jerusalén. Pero llena de agitación urbana y gente. No sólo palestinos, sino un gran número de cooperantes españoles, alemanes, italianos… En las calles del centro de la ciudad, la creciente vestimenta de las mujeres, la mayoría cubiertas con pañuelos y con ropas largas, nos confirmó que estábamos entrando en una zona más religiosa y musulmana. Todo a tan sólo 14 kilómetros de Jerusalén.

En Ramallah, el contacto con varias organizaciones de la sociedad civil también nos acercó a realidades aún más duras de la ocupación. Como la que nos transmitió Alá Jaradat, de Addameer, asociación de apoyo a los presos políticos. Por las cárceles israelíes han pasado cerca de 750.000 presos palestinos desde 1967. Es decir, casi uno de cada familia que vive en el país. Ahora hay cerca de 8.100 personas. Entre ellas, 450 están en situación de detención administrativa, sin juicio, y hay también 380 menores de edad y 60 mujeres. Alá inicia su charla hablando de las leyes militares israelíes elaboradas bajo la ocupación para recalcar la impunidad de la que goza Israel y su Ejército para encarcelar «a cualquiera en cualquier momento». El relato se va haciendo más duro cuando Alá describe las torturas físicas y piscológicas practicadas en las cárceles israelíes desde los años ochenta; o en las detenciones administrativas por orden militar de uno a seis meses y prorrogables hasta ocho años.

Durante su relato, Alá fuma, mira su ordenador y se explica con una sonrisa. Aunque en varias ocasiones se emociona, le afloran lágrimas que contiene a duras penas. Le pregunto por la situación en las cárceles palestinas. «La situación es muy difícil. Siento decirlo, pero a veces es más difícil que en las israelíes». La charla acaba por falta de tiempo, metidos en discusiones de interés de varios viajeros de Amnistía Internacional sobre su definición de crímenes de guerra. Alá afirma: «La resistencia es legal bajo una ocupación, pero los crímenes de guerra, no. Un crimen de guerra es un crimen de guerra, incluso en situaciones de resistencia».

En nuestro programa figuraba en un lugar especial la visita a la ONG Compañía Hidríca Palestina. La escasez de agua es uno de los problemas más acuciantes para la vida futura de los palestinos. Otro conflicto más. La escasez del agua era patente en la vida cotidiana. En las casas palestinas sólo hay agua uno o dos días por semana. Así que la población debe comprar más agua para sus necesidades o  acumularla en grandes bidones negros situados en los tejados o azoteas de las casas.

Ayman Rabí, director general de la Compañía Hídrica Palestina, nos relató en una presentación muy profesional los problemas de acceso a este recurso. Según Rabí, Palestina sólo recibe el 8,2% del agua de la zona, frente al 57,1% que toma Israel o el 34,7% de Jordania, pese a contar con el 50% de las aguas superficiales y acuíferos de la zona. Además, los asentamientos judíos han agravado la situación. Sólo los cerca de 300.000 colonos de Cisjordania consumen 780 litros de agua por persona, frente a los 192 litros de los tres millones y medio de palestinos de Cisjordania. Ayman concluye exponiendo: «No puede haber un desarrollo de un Estado palestino sin agua. La gente deberá emigrar para sobrevivir». Ahora consumen menos de lo que deberían para desarrollarse, 130 millones de metros cúbicos anuales frente a los 500 millones de los que debería poder disfrutar una población en ascenso en 2020, según los índices de desarrollo humano.

Mujeres y palestinas

Bajo la ocupación. Con vivencias similares a otras mujeres del mundo, pero marcadas por la ocupación. Otro de nuestros días en Ramallah empezó y acabó con grupos de mujeres. Empezamos el día, temprano, con la visita al local de Union of Palestinian Women Comittees (Unión de Comités de Mujeres Palestina), organización encuadrada en la OLP, con 5.000 mujeres asociadas en Cisjordania y Gaza. Con un café cerca y un cigarrillo encendido, Khitam Saafin, vicepresidenta de la UPWC comenzó hablando de la ocupación israelí. «Nuestros problemas no son sólo de derechos humanos. Son de libertad y derechos políticos», explica para avalar que Palestina necesita ayudas, sí, pero no sólo de emergencia, como si fueran provocadas por una catástrofe natural. «Es un problema político», y, sobre todo, exige: «Israel debe cumplir las resoluciones de la ONU». Pero además, la UPWC se creó para trabajar por la igualdad. Expone que «las mujeres tuvieron mucho protagonismo durante la primera Intifada: en manifestaciones,en los hogares en los que los maridos estaban en la cárcel…» Sin embargo, después desaparecieron de la vida pública. La UPWC decidió equilibrar su trabajo, otorgando mayor espacio a la igualdad. «No sólo para decidir sobre asuntos de mujeres, sino para tener un papel en la sociedad». De hecho, cita como un avance social una ley de 2006 en la que se aprobó una cuota de mujeres en política, hasta el 20% de escaños y concejalías.

Acabada su intervención, le pregunto sobre el creciente peso de la religión en una sociedad, la palestina, tradicionalmente más laica. «Con Dios no se puede negociar nada», es su primera frase. «Algunos grupos islamistas interpretan la religión en su beneficio». Sin posibilidad de réplica, se queja. Nos cuenta el crudo ejemplo de que tras las últimas elecciones, Hamás decidió aparcar el proyecto de cambio de código de familia. Acuciados ya por el tiempo, Saafin acorta sus respuestas, algunas incluso suenan incómodas. UPWC no cuenta con ningún programa de educación sexual ni en favor de los derechos de los homosexuales. «En Palestina no es como en Europa, hay pocos casos de lesbianas, no hay ningún movimiento. Son opciones personales de unas pocas».

Y, sin embargo, existen. Claro que existen. Quiso la casualidad que una de las viajeras tuviera una amiga palestina. Y que esa amiga palestina fuera cofundadora de Aswat (Voces), grupo de mujeres palestinas por los derechos de los homosexuales. Por la tarde, Nisreen Mazzawi nos contó los inicios y el trabajo en defensa de los derechos de lesbianas, gais, transexuales y bisexuales de su organización.

Desde el principio, decidieron crear el grupo con las bases de su cultura. «Para nosotros, las primeras manifestaciones por los derechos homosexuales de Stonewall no son lo más importante. No más que el logro del voto femenino en Egipto», expresa con convicción Nisreen. «Nuestras vivencias y sentimientos homosexuales son comunes a todo el mundo, pero la cultura es distinta. El aprendizaje de otras feministas es relevante, pero desde nuestras raíces». De hecho, el grupo tiene su sede en Haifa, por lo que le preguntamos si las integrantes de Aswat se consideran palestinas o árabes-israelíes. «Palestinas –dice sin dudar–, y para todas las palestinas, aunque desde la segunda Intifada es más difícil la coordinación entre los territorios ocupados». Palestinas que viven en Haifa, en barrios separados de los judíos. Además, dice que se trataba de una necesidad árabe, pues no se sentían representadas en otros grupos LGTB israelíes.

Mazzawi es un torrente, llena de energía. De camino al hotel sigo hablando con ella, intentando exprimir sus opiniones. «Hay mucha propaganda con Israel. Dicen que es el único Estado democrático de Oriente Medio. ¿Un Estado democrático sin Constitución ni fronteras, confesional y religioso? Que niega sus derechos a los palestinos, el retorno de los refugiados… ¿Eso es democracia? Desde la guerra de Gaza estoy asustada por la deriva aún más autoritaria de Israel, del Gobierno y de la sociedad. Creo que la única solución es una fuerte presión internacional. Si no, no sé qué sucederá». Otra vez, la ocupación.

Una visión política y humana

Nos despedimos de Ramallah para iniciar viaje hacia Jenín. En el camino, otra vez más, nos encontrábamos nuevas imágenes de una Palestina más rural. Ovejas, pastores, carnicerías con su mercancía colgando al aire, niños y niñas en la carretera… Polaroids de un camino en el que se mezclaban autobuses, taxis compartidos y carteles de ciudades.

Al llegar a Jenín nos dirigimos a la sede de la Gobernación, en la que nos recibió el gobernador de la provincia, Qadoura Moussa,  también miembro de la OLP. Apoyados en una doble traducción del árabe al inglés y del inglés al castellano, Moussa inició una sentida presentación. Comenzó ofreciendo algunos datos de Jenín, una provincia de 265.000 habitantes con un único hospital con sólo 115 camas. «Durante la segunda Intifada tuvimos 720 mártires, asesinados por los israelíes. Entre ellos hubo 30 niños y 5 mujeres. Además, hubo 8.000 heridos y 3.000 prisioneros». Poco después nos cuenta que el muro ha dificultado las condiciones de los jornaleros que antes trabajaban en Israel. Ahora, en la provincia de Jenín, «la cesta del pan de Palestina», según nos dice, hay más de un 50% de paro.

Qadoura Moussa habla lentamente. La última parte de su discurso la aborda con un tono político y, también, muy humano. «Nosotros sólo queremos acabar con la ocupación. Queremos libertad y paz para nuestros hijos y para los hijos de los israelíes. No somos terroristas ni asesinos». Cita los muchos problemas de la población en Jenín, para concluir: «Llevamos 60 años esperando a que se apliquen las resoluciones de la ONU. El mundo nos debe un favor y yo le digo: no os olvidéis del pueblo palestino». Qadoura agradece el dinero de la cooperación española que cubre infraestructuras, escuelas, calles, colegios... Le volvemos a plantear la pregunta mil veces formulada sobre una posible solución política. «Estamos de acuerdo con la solución de dos Estados para dos pueblos. Aunque sea a costa de aceptar el 28% de nuestra tierra original. Eso sí, manteniendo el derecho al retorno de los refugiados».

Islam, miembro de una asociación local e improvisada traductora, nos pide permiso para darnos su propia opinión. «lsrael puede lograr la paz cuando quiera. Basta con que cumpla los acuerdos. El problema no es de los palestinos, es de Israel». Al final de la charla, saludamos al gobernador, que nos cuenta que el año pasado, después de muchos años, vio a su hermano en Jordania, donde vive refugiado. El mismo que no veía hace años y años. Y al que no reconoció en un primer momento.

Campos de refugiados

Casas apiñadas sobre fronteras invisibles pero muy reconocibles. Personas con la conciencia de unas resoluciones de la ONU sobre su retorno e indemnizaciones que nunca se cumplieron. Elevado nivel de paro y pobreza. Carteles ajados de mártires, asesinados por el Ejército israelí, combatientes, suicidas. Con gran influencia de la religión. Para muchos, dos vidas enteras: la evocada y la vivida. Cerca de dos millones de palestinos desplazados en Cisjordania. En Gaza, más del 80% del total de la población. En total, siete millones de palestinos refugiados y desplazados, según datos del centro de recursos Badil Center. Los campos de refugiados.

Después de nuestros días en Palestina, impresionaba recorrer las calles del campo de Jenín. Tristemente conocido por el asedio del Ejército israelí en abril de 2002, como símbolo de otro castigo colectivo más. Visitamos la sede del Teatro de la Libertad. Estaba en plena ebullición. Al día siguiente empezaban las representaciones de la obra Fragmentos de Palestina y a la vez rodaban un corto en el campo. Entre la algarabía de los preparativos, nos contaron la historia del Teatro de la Libertad. Un proyecto de intervención con niños mediante el teatro creado por Arna Mer-Khamis, izquierdista judía y activista propalestina que vivió en el campo durante muchos años. Otra vez más, sentí un escalofrío al ver los pequeños reportajes del teatro, resúmenes de la famosa y muy recomendable película Los niños de Arna. Niños y niñas disfrutando y riendo con el teatro. Los niños confesaban que ya no querían ser mártires, que preferían ser actores; y las niñas, que así podían escapar de la dictadura del padre o marido. Después, la destrucción del teatro en 2002; la muerte de todos sus primeros actores, convertidos en jóvenes hombres, milicianos y, dos, en suicidas. Dura. Muy dura. Y ahora todos embarcados en la «tercera Intifada, la cultural», que nos decían que se notaba en el aire de difusión y sensibilización.

Poco después, deshicimos la carretera para volver a Nablus. Nos recibieron Agnet y Ammar, de la asociación del campo de Askar y del centro comunitario Darna. Entre risas e improvisación, nos desglosaron varios consejos sobre las costumbres aún más religiosas de la ciudad. Poco después dimos un paseo hasta una cercana heladería fuera del campo. Allí, Ammar nos relató el cerco especial a Nablus, que entre 2000 y 2008 estuvo rodeada de fuertes controles. Y su ingreso en prisión cuando tenía 16 años. ¿Razón? Ninguna. Estancia: cuatro meses en una celda minúscula y compartida. Obligado a estar en posturas forzadas durante muchas horas. Y mucho miedo y lágrimas.

Durante la visita a los campos de Askar y Balata, donde se hacinan cerca de 27.000 personas en poco más de un kilómetro cuadrado, oímos muchas historias tristes, dolorosas e inquietantes. Niños asesinados por francotiradores del Ejército israelí, los milicianos bombardeados en pleno campo, la de dos o tres suicidas, la entrada del Ejército israelí casi cada noche, presos, familias doloridas y destrozadas… Una vida difícil con hasta 70 personas en casas de cuatro plantas, estrechas calles en las que a duras penas cabe una persona con los brazos extendidos, las basuras quemadas al atardecer, los “ilegales” asentados en los bordes del campamento. Y odio, que lleva a pintar en el suelo una estrella de David para pisarla a diario. «Aquí se sufre la ocupación. En Ramallah están muy tranquilos», nos dice Mahmoud Subuh, encargado de relaciones internacionales del campo de Balata. Mahmoud ya no conoció la antigua ciudad de sus padres. Ni siquiera su madre. «Ella nació en la cueva en la que se escondieron mis abuelos cuando fueron expulsados de su ciudad». Le pregunto sobre cómo vivían en el campo que la cuestión de los refugiados casi nunca aparezca en las negociaciones de paz. «Sin una solución justa para los refugiados, no habrá paz», dice Subuh. «La vida en los campos no es vida», añade.

Sin embargo, tanto en Nablus como en sus campos vimos vida. Mucha vida. Ésa que reivindica el poeta Mahmoud Darwish cuando dice: «Los palestinos son seres humanos que ríen, viven, e incluso tienen una muerte normal. No sólo los matan». Risas, alegría y energía.  Transmitida por sus asociaciones con puntualidad palestina, a través de los más de cincuenta voluntarios internacionales que trabajaban en la zona, a los niños, mujeres y hombres del campo.

 

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(1) Aparte, uno de los objetivos del viaje era difundir todo lo visto. Para ello, he detallado el viaje en el blog http://otroviajeapalestina.wordpress.com.

(2) Actividad organizada por diferentes ONG (como SODePAZ, Setem o ACCP, entre otras), cada una desde sus propios objetivos. Se concibe en general como herramienta de sensibilización sobre los problemas de cada zona y posibilidad de creación de desarrollo turístico. Se mezcla turismo con visitas a asociaciones y proyectos en la zona, cursos y otras actividades.