Daniel Innerarity
Al filo de la actualidad vasca
Entrevista realizada por Josetxo Fagoaga y Antonio Duplá
(Hika, 207zka, 2009ko apirila)

             Los resultados de las recientes elecciones autonómicas y las nuevas mayorías parlamentarias pueden provocar un auténtico cambio político en Euskadi. Se acaban décadas de hegemonía nacionalista y las reacciones de algunos dirigentes nacionalistas parecen augurar toda clase de males. Independientemente de las presumibles dificultades del nuevo gobierno vasco, ¿por qué no aceptar con naturalidad este cambio? ¿No puede tener consecuencias saludables que un partido que lleva tres décadas gobernando pase a la oposición? ¿O es que hay que aceptar una supuesta mayoría natural nacionalista en este país?

            DANIEL INNERARITY. A mi modo de ver, como simple espectador de la escena política vasca, las dificultades para “aceptar con naturalidad este cambio” proceden del hecho de que se ha producido gracias a que los socialistas no han respetado su promesa electoral de configurar un gobierno integrador y no tanto de que no se les reconozca su derecho a gobernar, si tienen los apoyos suficientes. Por otro lado, es evidente que no se ha producido el cambio en la manera en que esperaban que se produjera (con un empate técnico entre PNV y PSE) que pudiera desempatar cualquier pequeño partido que dotara al nuevo gobierno de credibilidad plural. Esto era lo que esperaban los socialistas y esto es lo que no se ha producido, sustituido luego por el plan B del acuerdo programático con el PP. Es algo legítimo pero incoherente con su propio discurso. Por supuesto que es saludable la alternancia, pero yo hubiera celebrado que esta se produjera porque hubiera ganado un proyecto diferente, más ilusionante y con ideas nuevas, no una mera suma de quienes no tienen apenas cosas en común.

            En cualquier caso, yo veo las cosas con tranquilidad. Del mismo modo que se dijo que en España la transición se completaría cuando ganara la izquierda, es interesante que estén una temporada al frente de las instituciones propias quienes no creían del todo en ellas. El elector futuro tendrá más elementos de juicio.

            En un artículo reciente hablabas de la necesidad de centralidad, defensa del autogobierno y capacidad de generar confianza como elementos obligados para gobernar. Otros analistas han hablado también de prudencia. Es decir, parece que se deberían imponer la transversalidad, los pactos y la multilateralidad. Sin embargo, ¿cómo se puede llevar a la práctica todo eso en un país en el que siguen pesando tanto los mecanismos identitarios, el nosotros/ellos, vascos/españoles, etc., al menos en el discurso político oficial? ¿Va a estar la clase política a la altura de las circunstancias?

            D.I. Sobre el asunto de la transversalidad hay mucho eslogan y muy poca reflexión; corre el peligro de convertirse en una mera etiqueta para darse prestigio o para descalificar. En el fondo, lo que con ese término se quiere indicar es que, cuando se trata de definir los marcos de nuestra convivencia, una mayoría de la que esté excluida una de las dos grandes tradiciones políticas de este País es insuficiente, frágil y de poco recorrido. Para los grandes asuntos que tienen que ver con nuestra articulación con el Estado, las políticas lingüísticas, infraestructuras, modelos educativos y pocas cosas más se requieren acuerdos de fondo y en los que estén, al menos, los dos grandes partidos. Para gobernar simplemente basta cualquier mayoría. En este caso concreto lo que tenemos es un gobierno en el que no está presente la cultura política nacionalista. Si pretendiera, como parece, entrar en alguno de esos asuntos que afectan a consensos básicos (por ejemplo, la política lingüística) lo haría con una enorme precariedad. ¿Alguien en su sano juicio desearía que el vaivén electoral modificara cada cuatro años ese tipo de marcos? Por otro lado, es evidente que desde este gobierno resulta imposible articular la necesaria revisión del autogobierno para conseguir unas reglas que cuenten con una mayor adhesión social. Tratarán de reducir el asunto a una serie de traspasos, pero no era ése el problema, sino el desencuentro que se ha producido por no tener unas reglas del juego claras y aceptadas, que no sean interpretadas o gestionadas unilateralmente por el Estado, como ha venido ocurriendo.

            La Ley de Partidos es uno de los temas más debatidos en la arena política vasca y, ciertamente, ha tenido una influencia significativa en los resultados electorales. Algún jurista destacado la ha calificado de aberración jurídica, pero, al mismo tiempo nos enfrentamos a la aberración, ciertamente anómala en Europa, de que varios miles de personas están amenazados y una parte importante de nuestros políticos, jueces o periodistas deben vivir con escolta. ¿Cómo armonizar la necesaria protección judicial y policial frente a ETA con el Estado de Derecho y con la denuncia del oportunismo político de quienes entienden la violencia y se aprovechan de las instituciones democráticas? ¿Se debe plantear esta denuncia en términos ético-políticos y no cabe ir más allá?

            D.I. Me he manifestado muchas veces contra la Ley de Partidos. Creo que este Parlamento no es plenamente representativo de la realidad social y el pluralismo político que hay en Euskadi. Dicho esto, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que, siendo verdad que es una aberración jurídica, la principal anormalidad que hay en este País es que haya gente que mata a quienes no piensan como ellos. La Ley de Partidos no es la causa de la violencia sino una de sus consecuencias (en este caso, como digo, una de sus malas consecuencias). Estoy en contra de la Ley de Partidos porque me parece que condenar la violencia no es una exigencia jurídica que se pueda plantear a los partidos, pero sí que es una exigencia ética y política. Fijémonos que paradoja más curiosa hay en el hecho de que haya quienes consideraron los asesinatos de Carrasco y Uria como un evento que no merece repudio moral y que probablemente se indignarían si los demás consideráramos que la ilegalización “forma parte del conflicto”. Esta asimetría es indecente. Hay cosas que no tendrán nunca justificación con independencia de a quienes benefician o perjudican.

            Más allá de la excepcionalidad vasca y de que la política en Euskadi tenga siempre un plus de interés o incertidumbre y exija una sensibilidad especial, ¿no resulta también este ámbito político un escenario demasiado gris, poco atractivo, encorsetado por unos partidos políticos rígidos, necesitados de más flexibilidad, frescura y transparencia? ¿Cómo se puede avanzar en ese terreno de la crítica de la política? ¿Cómo buscar una democracia más rica, participativa, más suelta? ¿Dónde quedan las viejas reivindicaciones de las listas abiertas, las revocaciones de los políticos o el contacto directo de los representantes con sus electores?

            D.I. Es cierto que la capacidad configuradora de la política retrocede de manera preocupante en relación con sus propias aspiraciones y con la función pública que se le asigna. Esta debilidad contrasta con el dinamismo de otros sistemas sociales. En nuestras sociedades conviven la innovación en los ámbitos financieros, tecnológicos, científicos y culturales con una política inercial y marginalizada. Hace tiempo que las innovaciones no proceden de instancias políticas sino de la inventiva que se agudiza en otros espacios de la sociedad. No se concibe, sino que se repara, desde una crónica incapacidad para comprender los cambios sociales, anticipar los escenarios futuros y formular un proyecto para conseguir un orden social inteligente e inteligible.

            Muchos son los motivos que explican estas dificultades, principalmente a causa de que las profundas transformaciones sociales y políticas han tenido lugar a una velocidad mayor de la que la teoría y la acción política están en condiciones de desarrollar. Las tareas de la política se han modificado de un modo dramático mientras que los actores principales apenas han transformado su discurso y modos de actuación. Nuestros entornos sociales se han modificado de una manera tan radical que apenas ha habido tiempo para concebirlos adecuadamente. Tenemos la sensación de vivir en una sociedad desconocida, cuya realidad se mueve más rápidamente que nuestros conceptos políticos y nuestras praxis de gobierno. Vivimos, sin duda, en mundo que está pidiendo ser reinterpretado, que nos exige abrir la mirada a una realidad mucho más compleja y practicar la política de una forma no convencional. Secretamente todos somos conscientes de que los problemas actuales exigen perspectivas de mayor envergadura, la consideración del largo plazo y una estrategia anticipatoria. Lo que se nos plantea es sustituir una lógica de reacción o adaptación por una lógica de anticipación del futuro.

            Hablabas recientemente de la necesidad de hacer frente a la globalización con respuestas que deben superar los marcos domésticos o nacionales todavía dominantes. El reto es evidente y parece particularmente difícil visto desde una comunidad como la vasca, tan celosa de su autogobierno, de sus competencias, de su especificidad. ¿Cómo se pueden combinar esa necesaria respuesta global a la globalización con la defensa de los ámbitos autónomos de decisión o las respuestas más ajustadas a las específicas condiciones locales o de áreas concretas? ¿Estamos condenados, en especial en esta época de crisis, a delegar toda una serie de decisiones económicas, pero también políticas, a niveles no ya nacionales, de los Estados reconocidos, sino supranacionales e internacionales? Es decir, ir incluso un paso más allá que la propia Unión Europea. ¿Donde pueden quedar, entonces, las aspiraciones de comunidades políticas como la vasca?

            D.I. Entre los cambios que se perciben en el mundo actual, unos cuantos tienen que ver con un cierto redimensionamiento de las escalas, los actores y los espacios de actuación. El mundo se hace más complejo mientras aumenta el número de las interacciones y los sujetos que intervienen en él. En este contexto parecen haberse modificado también las condiciones en las que las naciones sin Estado pueden hacerse valer. El papel que las naciones sin Estado pueden desempeñar en este nuevo escenario está todavía por definir, pero todo apunta a que su cohesión interna, su identidad, su capacidad de autogobierno y su espíritu de innovación serán factores muy decisivos a la hora de asegurarse un adecuado protagonismo.

            En este tema soy más bien optimista y creo que con una cierta lógica. El mundo va hacia la formación de grandes espacios y numerosas pequeñas naciones, mientras que la idea de estado, como unidad soberana territorial, está en declive o ha fracasado, aun cuando resista con fuerza frente a las dinámicas que le están exigiendo una profunda transformación. Los espacios sociales y políticos han sufrido una evolución radical que tiene que ver, entre otras cosas, con el hecho de que la escala de actividad económica ya no corresponde únicamente a los estados. Se está produciendo una nueva definición del territorio a partir de un reajuste entre lo local y lo global. No ha ganado uno frente a otro sino que se encuentran librando una batalla por redefinir su articulación, el nuevo encuentro entre lo local y lo global. Esto ofrece nuevas posibilidades, que a mi me gusta plantear diciendo que los vascos debemos aspirar no tanto a ser un Estado como a ser más que un Estado. Me parece que es mejor no tener que cargar con la pesadez de una forma política pensada para otras épocas, subcontratando por así decirlo, todo aquello que tiene que ver con los desafíos globales y volcándose en el objetivo de ser una comunidad original, más ligera y virtual, de geometría variable diríamos en lo que se refiere a Navarra e Iparralde, sin las exigencias de adhesión exclusivistas de los viejos Estados nacionales. Si avanzáramos en ese línea de hecho, menos preocupados por el blanco o negro del derecho administrativo, probablemente estaríamos más cerca unos territorios de otros y perderíamos menos tiempo en debates esencialistas. Tendríamos que aprovechar las ventajas, por resumirlo así, de haber llegado tarde al reparto de los Estados.

_____________________
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de El nuevo espacio público.