Daniel Innerarity

Dios en el espacio público
(Diario de Noticias,  12.12.04)

Uno de los principales problemas que se plantean en la configuración del espacio político tiene su origen en la peculiar identificación que se articula en torno a las religiones. Contra la suposición de que irían perdiendo influencia social y, en todo caso, privatizándose, está claro que la presencia pública de las religiones no ha dejado de hacerse notar. Muchos acontecimientos recientes las han convertido en tema de discusión, lo que parece indicar cualquier cosa menos su pública irrelevancia: desde la creciente presencia del factor religioso en los conflictos internacionales, la singularidad americana y la expansión fundamentalista, hasta el caso Buttiglione o las recientes polémicas con obispos españoles. En cualquier caso, el tema de la religión en el espacio público democrático no parece ser un problema resuelto o liquidado. El gran interrogante que todo esto plantea es si nos encontramos o no ante un retorno de la creencia en su función estructuradora de la sociedad, si vuelven las religiones dentro del cauce que la modernidad política les había asignado o si lo hacen con la pretensión de recuperar la antigua función de regular el espacio social en su totalidad.

Desde luego que algo extraño está pasando con las religiones. No deja de resultar cuando menos sorprendente una singular coincidencia: que aumente la presencia de lo religioso en nuestros debates, que en ocasiones trate incluso de hacer valer su pretensión englobante, mientras que el peso real de las iglesias y la autoridad de los magisterios continúa debilitándose, al tiempo que las creencias se individualizan notablemente. Todo parece indicar que esas y otras circunstancias nos obligan a pensar de nuevo las condiciones bajo las cuales la religión puede ser tenida en cuenta en el pluralismo de la esfera pública, qué función va a desempeñar la religión en un mundo que ya no está definido por ella.

De entrada, parece un principio irrenunciable en una sociedad democrática que ninguna religión debe beneficiarse de una posición oficial. Seguramente se equivocaron sus apresurados enterradores y la religión no va a ser suprimida sino tan sólo transformada, aunque de una manera radical. Lo que sí se ha acabado es la religión como estructurante de la sociedad, a la que correspondiera definir y legitimar el orden colectivo. Las religiones ya no pueden reclamar un estatuto de oficialidad sin poner en peligro el pluralismo; lo que pueden aportar a las sociedades ya no se presenta bajo el signo de la autoridad sino que se ofrece en un contexto de pluralidad. Con independencia del valor que cada uno quiera darles, sus pretensiones normativas no intervienen en el debate social con ninguna fuerza vinculante especial, con otro privilegio más allá del que reflejan las estadísticas, el respeto que merece una antigua tradición o la fuerza de los argumentos que se utilicen. Esa distinción entre nuestras valoraciones personales y aquello que podemos considerar vinculante para el conjunto de la sociedad continúa siendo una clave para entender cuál es la lógica del espacio público en una democracia.

Todo esto requiere entender la diferencia entre lo privado y lo público, que puede ser sutil y móvil, pero que no ha perdido su relevancia tampoco en lo que se refiere a la cuestión religiosa. Que las religiones se hayan privatizado significa que ya no pueden ser consideradas más que como una parte del espacio público, distintas en cualquier caso del principio de autoridad pública; incluso para alcanzar sus fines específicos las religiones han de aprender a vivir desconectadas del orden político y de su función de marco social. Privatización no significa irrelevancia, ni relegación de las creencias en una intimidad secreta, como tal vez pueda desearlo algún agresor o lamentarlo cierta clericatura. Las creencias son elementos legítimos de la sociedad civil y pueden intervenir en la deliberación pública con el mismo título que cualquier otra convicción política y moral, pero precisamente así: con el mismo título. Una sociedad democrática se nutre de muchas fuentes de valor, pero el horizonte que persigue no puede ser otro que el definido por sus procedimientos. Mientras no hayan sido sancionadas por los instrumentos mediante los cuales la sociedad se prescribe unas obligaciones públicas, las opiniones, creencias, identidades y tradiciones de sus miembros no son más que materiales para una discusión, preferencias que pueden hacerse valer sin otros privilegios que las buenas razones.

También los sustitutos laicos de la religión han sido afectados por este proceso, cuyo cumplimiento plantea una doble exigencia: despolitizar la religión y desacralizar la política. Si carece de sentido organizar religiosamente las sociedades, tampoco es posible hacerlo subrepticiamente con un equivalente funcional que tenga sus mismas pretensiones totalizadoras, como las ideologías omnicomprensivas, las viejas soberanías o determinados rituales sacralizadores que han buscado proporcionar al orden social unas propiedades de necesidad incompatibles con la contingencia democrática. Y lo mismo vale para el progresismo clerical, que pretende recuperar por la izquierda lo que se ha desvanecido por la derecha. Esa posibilidad, que ya fue criticada por Rousseau, no supone ningún avance respecto del tradicionalismo: ni uno ni otro toman en cuenta la naturaleza de la ciudad humana cuando formulan sus imperativos morales desde una evidencia absoluta, como si desconocieran la complejidad social y no se terminaran de tomar el pluralismo en serio.

Es posible que los líderes religiosos no hayan encontrado su lugar ni el lenguaje apropiado en una sociedad pluralista. Una cosa es haber tomado nota del carácter irrevocable del hecho democrático y otra cosa es saber adaptarse a ello. Todo apunta a que, si bien de manera residual, sigue habiendo un deseo de ejercer una posición dominante en el seno de la sociedad. En una serie de temas juzgados fundamentales, persiste la ambición de definir la única norma aceptable, como si no hubiera desaparecido completamente la ilusión de que las normas básicas de la convivencia social puedan definirse antes de iniciar la discusión.

El problema no es si la gente seguirá o no creyendo en Dios, sino saber cuál es el lugar de esa creencia en el mundo social. Lo que se ha terminado no es la religión sino la organización religiosa de la sociedad. Se ha desvanecido lo que sostenía la fe religiosa desde el exterior, aquello que la inscribía en el círculo de lo plausible y le procuraba una suerte de objetividad sociológica. Estamos entrando en la época de una religión liberada de sus connotaciones políticas y sociales, más libre y personal. Tal vez ahora pueda concebirse la experiencia y la práctica religiosa de otra manera más acorde con la realidad democrática e incluso con la naturaleza de la religión. Me atrevería incluso a afirmar que más acorde con lo que Dios quiere, pero eso es mucho suponer.