Eduardo Galeano 
         Disculpen la molestia  
       (Página/12 Web. Buenos Aires, Argentina. 8 de Mayo de  2009) 
                   Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en  la cabeza. 
     
              ¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la  justicia del mundo al revés? 
     
                     El zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra  Bush, fue condenado a tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una  condecoración? ¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es  culpable de terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de  Irak, asesinó a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla? 
                   ¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los  indígenas mapuches de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin  tierra de Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la  tierra? Si sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados,  también, quienes la defienden? 
                   Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más  peligroso de todos. Pero,¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que  asaltan barcos o los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el  mundo y ahora reciben multimillonarias recompensas por sus afanes? 
                   ¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan? 
                   ¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal Mart, la  empresa más poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también.  ¿Por qué estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley  internacional? ¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos  que la basura y menos todavía valen los derechos de los trabajadores? 
                   ¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos? Si la  justicia internacional de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos?  No van presos los autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son  ellos quienes tienen las llaves de las cárceles? 
                   ¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen  derecho de veto en las Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino?  ¿Velan por la paz los que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz  mundial esté a cargo de las cinco potencias que son las principales productoras  de armas? Sin despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de  “crimen organizado”?  Pero no demandan castigo contra los amos del mundo  los clamores de quienes exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba  más. Los clamores claman contra los asesinos que usan navajas, no contra los  que usan misiles.   
                   Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos  de ganas de matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia  social? ¿Es justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a  los gastos militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o  enfermedad curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada  comunidad internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?  ¿Por qué  los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte contra los  valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan contra la  seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la publicidad  que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal pagados,  repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil, tener zapatos  de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?  ¿Y por qué no se  implanta la pena de muerte contra la muerte?  
                   El mundo está organizado al servicio de la muerte. ¿O no  fabrica muerte la industria militar, que devora la mayor parte de nuestros  recursos y buena parte de nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan  la violencia cuando la ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se  traduce en un hecho inexplicable para los extraterrestres, y también  insoportable para los terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia,  sobrevivir: los humanos somos los únicos animales especializados en el  exterminio mutuo, y hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que  está aniquilando, de paso, al planeta y a todos sus habitantes.  Esa  tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos que  justifican el derroche militar y policial.  
                   Y en tren de implantar la pena de muerte, ¿qué tal si  condenamos a muerte al miedo?¿No sería sano acabar con esta dictadura universal  de los asustadores profesionales? Los sembradores de pánicos nos condenan a la  soledad, nos prohíben la solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a  los otros, el prójimo es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado,  éste te robará, aquél te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba  musulmana y si esa mujer te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que  te contagia la peste porcina.  En el mundo al revés, dan miedo hasta los  más elementales actos de justicia y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales  inició la refundación de Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara  de tener vergüenza de mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era  catastrófico desde el punto de vista del orden racista tradicional, que decía  ser el único orden posible: Evo era, traía el caos y la violencia, y por su  culpa la unidad nacional iba a estallar, rota en pedazos.  
                   Y cuando el presidente ecuatoriano Correa anunció que se  negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia produjo terror en el mundo  financiero y el Ecuador fue amenazado con terribles castigos, por estar dando  tan mal ejemplo. Si las dictaduras militares y los políticos ladrones han sido  siempre mimados por la banca internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a  aceptar como fatalidad del destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea  y la codicia que lo saquea?  
                   Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el  sentido común y la justicia? ¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos,  el sentido común y la justicia?  ¿No es de sentido común, y también de  justicia, ese lema de las feministas que dicen que si nosotros, los machos,  quedáramos embarazados, el aborto sería libre? ¿Por qué no se legaliza el  derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las  mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo? 
                   Lo  mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación  de la justicia y el sentido común: ¿porqué no se legaliza la droga? ¿Acaso no  es, como el aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos  contiene, ¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su  demanda? ¿Y por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la  guerra contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán  casi toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán?  ¿No es ese un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye  la misión de salvarnos a todos? 
                   ¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No  será porque brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de  brindar las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches  trabajan como lavanderías? 
                   Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una  de las consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria  del automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido  de la justicia ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la  disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de vista  de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los peatones,  que morirán un poquito menos? 
            
                       Según Lewis Carroll, la Reina explicó a Alicia cómo funciona  la justicia en el país de las maravillas: –Ahí lo tienes –dijo la Reina–. Está  encerrado en la cárcel, cumpliendo su condena; pero el juicio no empezará hasta  el próximo miércoles. Y por supuesto, el crimen será cometido al final. 
                   En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó  que la justicia, como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a  balazos, por denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano  condenados, por delito de nacimiento. 
                   El resultado de las recientes elecciones en El  Salvador, ¿no es de alguna manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero  y a los miles que como él murieron luchando por una justicia justa en el reino  de la injusticia? 
                   A veces terminan mal las historias de la Historia; pero  ella, la Historia, no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego. 
                 
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