El País, 3 de noviembre de 2022.
Convertir las universidades —obsesionadas con los ‘rankings’— en empresas y a los estudiantes en clientes ha sido una pésima idea. Europa debería proponer sistemas más cercanos a nuestra tradición cultural.
Todos los años, con gran repercusión en los medios de comunicación y en internet, leemos los resultados de los rankings internacionales de universidades. Al igual que sucede con las mercancías y las empresas que cotizan en Bolsa, los centros universitarios suben y bajan posiciones. Entre las distintas clasificaciones, tres son las más famosas: ARWU-Shanghai (Academic Ranking of World Universities), THE-WUR (Times Higher Education) y QS-WUR (Quacquarelli Symonds). Sus criterios se basan principalmente en la producción científica, en el prestigio y (de alguna manera) también en la docencia. Algunas de las limitaciones de estos modelos son bien conocidas: la desatención a las ciencias humanas y sociales, o los cortes temporales demasiado breves para los sectores de producción más lenta, que no forman parte de las ciencias duras.