El independentista resiliente

2

18458
El Periódico, 17 de noviembre de 2017.

El secesionismo ha creado una cultura impermeable a la política y al estropicio causado por sus líderes.

 

Resiliencia: «capacidad de determinados ecosistemas de absorber perturbaciones sin alterarse de modo significativo, pudiendo regresar a su estadio original una vez estas han terminado». Pues eso. No hay mejor manera de definir la principal virtud del independentismo catalán. Su extraordinaria resiliencia. Su prodigiosa capacidad para absorber perturbaciones que inhabilitarían a cualquiera. Y lo más sorprendente es que esta cualidad le permite volver a caer siempre sobre sus pies, tanto si los embates recibidos son los del Estado como si proceden de sus propias filas.

Encerrados en su caparazón

En el caso de acometidas del Gobierno es más fácil de entender. Los altibajos del procés han estado siempre en estrecha correlación con las iniciativas procedentes de Madrid. Desde la recogida de firmas contra el Estatut de MaragallRajoy se ha mostrado siempre dispuesto a alimentarlo y a lanzarle a Puigdemont un bote salvavidas cuando se encontraba en horas bajas. Una política insensata para los intereses del Estado pero habilidosa para los del Partido Popular. Ahí están los resultados electorales. Intercambio de favores. Simetría de resiliencias. La del PP también tiene mérito, teniendo en cuenta su récord en materia de corrupción. La actuación policial del 1-O y la prisión incondicional para los Jordis y los consellers han encerrado a muchos independentistas en su caparazón. Los ha endurecido, los ha hecho más resistentes. No creo que fuera el propósito. Se trataba más bien de empujarlos al precipicio con una alocada política de cuanto peor mejor, pero este ha sido el resultado. Se resume en la consigna con la que el procés ha conseguido sobrevivir, modificando por enésima vez su hoja de ruta: Esto va de democracia. Un hábil quiebro que le ha permitido cavar una trinchera más acogedora, en la que cabe mucha gente. No solo los que están por la DUI. También Ada Colau.

Más sorprendente resulta la resiliencia del independentista frente a la errática actuación de sus líderes. Es como si el universo procesista hubiese generado un antídoto que sirve para todo. Para transformar una mentira en un error. Para entonar una inenarrable autocrítica sin que nadie pida cuentas. Para que todo quede en un rasgarse las vestiduras durante un par de días. El tiempo de componer las candidaturas. Con las mismas caras. En cualquier otro cuerpo político, o en cualquier empresa, contradicciones de este calibre provocarían un descalabro. Pero el independentismo no es un movimiento estrictamente político. Es metapolítico. Y cuenta con seguidores que no se comportan como los afiliados de un partido o como los accionistas de una sociedad. Razonan de otro modo. Como razonaban los seguidores del Barça durante la larga noche de resultados aciagos, echando las culpas al eterno rival. O como Atanasio, aquel obispo alejandrino del siglo IV, que se consideraba incomprendido por la Iglesia y amado por los suyos. «Si el mundo va contra la verdad, entonces Atanasio va contra el mundo», escribió. Es lo que tiene estar tan seguro de sí mismo. Que se puede hacer virtud de ir contra el mundo. Contra Madrid, Bruselas y Washington a la vez.

Es difícil ser optimista

La pasmosa resiliencia del independentista es fruto de la mutación de su ideario. Lejos queda el debate sobre el Estatut. Ya nadie habla de balanzas fiscales. Ni de cupo a la vasca. Ni de nuevo reparto del poder. El tema es España. Mejor dicho, una caricatura de España dibujada a trazos gruesos y legitimada por la cerrazón autoritaria del PP. Esta mutación ha creado una cultura impermeable a la política. Solo es cuestión de tiempo, piensan muchos independentistas, encerrados en su torre de marfil y acompañados en sus certezas por una red de comunicación eficacísima. Encallecidos por años de ingentes movilizaciones sociales y por la ceguera del Estado, se muestran indiferentes al estropicio provocado por sus líderes. Inmunes al precio que Catalunya tendrá que pagar por la proclamación de una república simbólica. Peor le irá a España, suelen contestar. Se trata de un cambio de paradigma radical respecto del catalanismo histórico. Lo han constatado quienes vaticinaban, erróneamente, que el suflé iba a bajar. Y lo comprobará Rajoy si piensa que los independentistas llegarán a las elecciones desmovilizados. Ya no hay represión ni conejo en la chistera que valga. Solo una política de largo alcance, que provea a España de un nuevo relato (y de un nuevo Gobierno) puede modificar la ecuación. Y hacer que el independentista resiliente empiece a salir de su caparazón. El reto es tan mayúsculo que resulta difícil ser optimista.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies