sinpermiso, 26 de septiembre de 2021.
Para quienes se resisten a participar del festival de elogios que acompaña el adiós de Angela Merkel, su despedida tiene algo profundamente incómodo. Hace apenas unos años Merkel personificó la imposición sobre el sur de Europa de un orden de austeridad -implacable, inútil, cruel- cuyos efectos seguimos pagando casi una década después. Fue ella quien articuló aquella fábula moral que distinguía entre santos y pecadores, frugales y derrochadores, austeros e irresponsables, con la que se camufló una gigantesca operación de rescate para los capitales del norte de Europa que habían quedado entrampados en la burbuja especulativa que acababa de estallar. El reverso de aquella falsa caricatura era la asfixia planificada de los países del sur, que terminaron pagando la factura de la crisis con un extraordinario ajuste económico y social y el desbaratamiento de los horizontes de vida de una generación entera. Por encima de la frialdad anónima de la Troika, nadie dudaba quién llevaba los mandos de aquella operación: era Merkel quien llamaba por teléfono para dictar nuestras reformas de la Constitución.