04 de diciembre 2017
El cerebro más audaz de Podemos de gira por el conurbano, en un diálogo vertiginoso por las autopistas bonaerenses. El riesgo de que Podemos se convierta en No Pudimos, el costado horroroso de los aparatos políticos partidarios, la actualización doctrinaria de la izquierda pop, y una mirada sutil sobre las conquistas electorales de la derecha posmoderna.
El Íñigo de carne y hueso no encaja con la imagen que suele transmitirse de Errejón. Se lo ha concebido como un estratega en las sombras, inventor de la “máquina de guerra electoral” podemita; como un Robespierre redivivo que azota con lengua filosa a sus colegas diputados de las Cortes Generales de España; o como el Secretario Político rosquero que osó disputarle la conducción al líder indiscutido del movimiento que excita las esperanzas del progresismo europeo. Pero en persona Íñigo es un tipo afable, incluso frágil, de andar desgarbado y distraído. Y un gran bebedor de ron cubano.
Eso sí: habla sin tomar aire. Encadena reflexiones de largo aliento sin hacer la pausa. Y parece haber dejado atrás Vistalegre II, el evento partidario donde conoció el polvo de la derrota a comienzos de este año. “Hay una tensión que nosotros no hemos sabido resolver bien: la inercia nos llevó de una manera rápida y forzada a convertirnos en un partido, con todas las miserias que eso implica. Un partido, básicamente, es una máquina horrorosa. Pero no estoy seguro de que uno pueda ganar elecciones sin adoptar esas dinámicas”.
La entrevista tiene lugar en un auto moderno entre Belgrano y Pilar, y de allí a Moreno. Un reportaje por las rutas de la primera sección del conurbano, sobre el destino del populismo.
¿Por qué decís que los partidos son máquinas horrorosas?
—Porque no fomentan la discusión ni el pensamiento, más bien estimulan el cálculo. Seleccionan un tipo de militantes que hacen vida de partido: alinéate con los que van ganando, aprende a no cuestionar ciertas cosas, estate siempre de acuerdo con la línea oficial, todo lo que hace el partido está bien, todo lo que sucede afuera carece de razón. Se genera un ensimismamiento. Sumado a ciertas lógicas burocráticas-autoritarias que son consustanciales a la forma del partido y al entramado de lealtades que genera el reparto de puestos de trabajo, de recursos y facilidades que ofrece el aparato. Por eso creo que, como organización, hemos envejecido muy rápido. Pero tengo que reconocer que fue una elección consciente: jugamos con un demonio sabiendo que era un demonio. Decidimos dotarnos de una forma ultra jacobina y plebiscitaria para asaltar el poder por la vía electoral en un proceso corto y acelerado. Soy el autor intelectual de esa estrategia, que luego sufrí. Necesitábamos marcar coordenadas discursivas que no iban a ser del agrado de los militantes, pero que nos darían más votantes. Nuestro primer Congreso Nacional adopta esa línea política y esa forma organizativa. Llegamos muy lejos pero no tan lejos como queríamos. No fuimos capaces de formar gobierno ni romper el bipartidismo, pero impedimos la restauración y el retorno a la etapa previa al 15M de 2011, conseguimos acumular cinco millones de votos, con un impacto muy destacado en el sistema político.
¿Pensás que es inevitable tener un partido para hacer política?
—Bueno, puede no llamarse un partido. Puede ser una agrupación electoral, una iniciativa. Pero no diría que es necesario para hacer política, sino para ganar elecciones. Yo llevo haciendo política desde los catorce años y nunca precisé un partido. Es más, he tenido una militancia marcada por la hostilidad con los partidos. Puede que sea imprescindible para el objetivo que nos propusimos, pero no es lo más recomendable cuando la contienda deja de ser un asalto y se convierte en un asedio más lento, en el que corresponde expandirte en el territorio, formar cuadros, representar intereses diferentes, conseguir flexibilidad. Lo que no cabe son respuestas fáciles: sin ese modelo no hubiéramos llegado tan lejos tan rápido, pero ese modelo luego no se deja reformar fácilmente. Sumado a un problema más general, que es la escasez de cuadros. La mayoría están centrados en el trabajo institucional en las ciudades o municipios que gobernamos, por lo tanto su aporte a la construcción territorial o al movimiento popular es limitado. Por último, buena parte de la gente que se apuntó a participar con nosotros lo hizo en base a la promesa de una victoria rápida. Cuando esta no se produce, sobreviene cierta desmovilización en algunos sectores.
¿Es el costo de jugar con la esperanza de la gente?
—El otro día estaba leyendo una historia de la rebelión de Tupac Amaru que cuenta cómo organizó un grandísimo ejército de indios contra la corona española, sin entrenamiento ni comportamiento de ejército regular. Eran muchos en el momento de avalancha. Y arrasan en la medida en que van a la ofensiva. Cuando llegan a Cuzco, los españoles son menos pero están en una ciudad amurallada, con mejores armas y bien entrenados. Aguantan la primera acometida y obligan a un asedio más largo a la ciudad. Entonces el ejército indio se desmoraliza, la mitad se va, surgen peleas entre ellos. Salvando las enormes distancias, nuestro discurso pone el énfasis en la voluntad política: hay cosas que no se arreglan porque los que están en el gobierno no quieren arreglarlas. Prometimos una victoria rápida que cuando no se produjo desencantó a los simpatizantes, que son nuestra mejor toma de contacto con la realidad social española, porque los militantes vivimos siempre en una realidad propia. La ilusión también está signada por las lógicas televisivas y mercantiles: los portavoces de Podemos nos convertimos en una especie de íconos pop, una fuerza política nueva sin ningún lastre del pasado, con la promesa de que se puede ganar y todo se puede cambiar. Y cuando hay un parón o eso no se produce de inmediato, una parte de la gente dice “me prometiste que esto iba a ser otra cosa”, “me prometiste que si yo me compraba este aparato me iba a producir felicidad, y la verdad es que me ha producido felicidad un rato y luego no ha rendido todo lo que decía en el prospecto”.
¿Considerás entonces otras formas de agrupamiento político que no necesariamente tienen que ser partidarias?
—De hecho las formas más ricas de experimentación, de multiplicación y creación de ideas nuevas surgen de afuera, casi siempre. Porque los partidos están atrapados en la pelea coyuntural y mediática, en el día a día. Entonces hay luchas que no podemos dar, o porque no tenemos tiempo o porque no podemos trabajar con el largo plazo. Hay demandas que yo puedo pelear inmediatamente en la dinámica institucional y de la comunicación, pero hay otras que son minoritarias hoy en la sociedad, que queremos que se abran paso, pero que requieren de un lento trabajo territorial, cultural, pedagógico. Y los partidos, por su propia naturaleza, eso no lo pueden hacer. Básicamente porque, seamos honestos, los partidos no determinan sus ritmos ni sus prestaciones. Por lo menos en Europa es la televisión la que decide y marca de qué hablas, cuándo hablas, cómo te posicionas. También organizan qué es político y qué no. Si yo convoco a los medios para hablar sobre una fábrica recuperada, pues vienen los canales, graban algunos recursos de imágenes y sonidos, yo hablo sobre los trabajadores y la necesidad de apoyarlos, los periodistas me escuchan por cordialidad y luego me preguntan sobre los dos temas políticos del día. La parte que yo he querido trasmitir nunca se emitirá y salgo en la tele manifestándome sobre lo que ellos querían, en pequeños cortes del telediario. Luego me paran por la calle y me dicen “tenéis que hablar más de los salarios”. “Hablo permanentemente pero nunca lo vais a ver”. La sensación es que sois uno más. Los medios presentan un tema y arman ronda de referentes por partido, quince segundos para cada portavoz. Eso nos hace envejecer muy rápido porque la gente pone la televisión, te ve, y arman la serie. A menudo son temas del día que dejan de importar 24 horas después. Es una superficialidad y coyunturalismo permanente que nos incapacita para hacer algunas tareas que son imprescindibles para el cambio político. Esas las tiene que desarrollar el movimiento popular. Las tareas de un movimiento popular son más amplias y de más largo recorrido. Es como si hubiera dos carriles: uno de la batalla inmediata, mediática, institucional y electoral, que nosotros libramos sobre los temas que queremos ganar (y en eso los partidos siempre son conservadores, es decir van a la ofensiva en los temas que creen que pueden ganar); y un carril más largo, de educación política, de estructuración en el territorio, y de una batalla cultural para que temas que hoy parecen una locura mañana sean muy razonables. Son tareas diferentes y nosotros no podemos cumplir con ambas.
Un español nacanpop
Para venir a Buenos Aires Errejón hizo un desvío desde sus vacaciones en alguna playa mediterránea, las primeras desde que se formó Podemos —el colorcito epidérmico lo delata. Cuando el auto pasa frente a la ex ESMA interrumpe la bajada de línea y hace un paréntesis para la contemplación. Íñigo es un entusiasta de la historia política argentina y querrá dedicar sus últimas horas en el país a conocer “Los Octubres”, un bar-librería palermitano y peronista. Era eso o un reportaje en LN+, que decidió cancelar. Terminó siendo un bife de chorizo a las siete de la tarde, a modo de despedida.
El evento principal en su corta visita fue el “Foro para la construcción de una Mayoría Popular”, organizado por un sector de La Cámpora. A pesar de la difusión casi clandestina del encuentro, la Facultad de Medicina de la UBA se colmó de un público angustiado por la performance electoral de Cambiemos, ávido de escuchar al combo Axel + Íñigo, las dos jóvenes estrellas de la Internacional Populista. El madrileño le puso ají picante a su exposición: “Hay siempre una parte de verdad en el adversario, que yo quiero combatir pero que nos tenemos que tomar en serio. En política, y esto es una de las peores herencias que la interpretación más vulgar del marxismo nos dejó, no existe algo así como la falsa conciencia”. También: “las nuevas mayorías de signo nacional-popular y democrático no pueden limitarse a un ejercicio de nostalgia que aspire a recuperar el tiempo pasado”. Una más: “Diagnostiquemos bien qué gente beneficiada por la expansión de los derechos haya podido darnos la espalda. Pero no regañemos: no hay nada peor que las fuerzas progresistas que regañan a sus pueblos”.
En Medicina dijiste que la izquierda tiene que hacerse cargo del deseo de orden que tiene la sociedad: ¿tu idea entonces es correrse hacia el centro para llegar al gobierno?
—No necesariamente. Yo pienso que lo más radical del evento revolucionario no es, en la metáfora clásica, asaltar durante la noche el Palacio de Invierno, sino cuando al dia siguiente los bolcheviques son capaces de garantizar el orden público.
Pero los revolucionarios instauran un orden nuevo, lo cual es muy distinto que gobernar el orden instituido.
—Ningún orden es del todo nuevo. Creo que hay una parte de invención y otra parte, mucho más de lo que nos gusta reconocer, es herencia. Por desgracia. Desconfío mucho del mito de la revolución como “tabula rasa” que de repente funda un orden de la nada. Un ejemplo clásico: la persistencia de la religión en los países socialistas que intentaron eliminarla. La idea de asumir el deseo de orden que trasmite la gente apunta a que nuestras experiencias en el poder político no pueden ser felices, breves y hermosas primaveras. Venimos para quedarnos. Ahora bien, quedarse no significa eternizarse en el poder, sino diseñar un hueco también para el adversario. En ese sentido, tenemos que hacernos cargo de la relación un tanto esquizofrénica de los gobiernos populares con la clase media, que ellos mismos producen con sus políticas de redistribución pero que a menudo le abandonan en el trayecto. Le dan las gracias por el ascenso social, y luego expresan deseos nuevos que nuestros gobiernos parecen no poder satisfacer. Tendríamos una especie de contradicción cerrada, por la cual tu éxito se convierte en tu enterrador. Hay que pensar cómo nos hacemos cargo de esa gente a la que le hemos cambiado la vida, y después les decimos “qué traidores sois”. Quizás haya que administrar nuestros propios éxitos y reconocer los momentos de crisis o de reflujo: hemos llegado hasta aquí, hay síntomas de cansancio y agotamiento, pues a lo mejor toca un momento de estabilización. Mientras, nos dedicamos a preparar el relanzamiento de una nueva ofensiva.
Al kirchnerismo se le ha cuestionado el no reconocimiento de intermediarios entre la conducción y la gente. ¿Es una idea consustancial al populismo y su noción de hegemonía?
—Creo que no. Los populismos clásicos por ejemplo, aunque con dificultades, reconocieron una fuerte mediación sindical. La ausencia de intermediación nunca es posible. Es cierto que tenemos un enfoque de la política como construcción de sentido, según la cual los sujetos no pre-existen antes de que el discurso ordene el campo político. Los discursos construyen a los sujetos. Pero no creo que esta perspectiva sea incompatible con estructuras de intermediación y canalización de demandas. Creo que la crítica que le hacen al kirchnerismo tiene que ver con la institución del presidencialismo en América Latina. Otro problema que tenemos que discutir teóricamente es la extrema dificultad de organizar el relevo. Y no creo que eso tenga que ver con un conjunto de errores individuales, sino con una dificultad intrínsecamente relacionada con el modo de construcción de poder. Los Uno muy fuertes no generan un ecosistema fértil para que emerjan los Dos o los Tres. Incluso porque se activa un mecanismo de exención de responsabilidades por el cual los partidarios liberan siempre al Uno de cualquier error, de modo que cuando algo se hace mal nunca es el jefe o la jefa sino el entorno. Este modo de construcción política es insuperable para romper las estructuras tradicionales, irrumpir en el Estado y ganar el poder político, por lo que no podemos prescindir del método. Pero las dificultades abundan cuando hay que organizar la estabilidad. Por eso buena parte de los gobiernos populistas han funcionado como una máquina de polarizar y la sociedad no siempre acompaña. Claro que hay que chocar contra poderes concentrados y espurios si queremos construir un país más justo. Y ganarles. Pero somos buenos en eso y no somos igual de buenos cuando se trata de organizar una cierta normalidad.
El macrismo comprendió que los flujos semióticos en las redes sociales tienen cada vez mayor centralidad en la formación de opinión pública. ¿Ustedes trabajan este asunto, no?
—En cierto momento de nuestro crecimiento allá en España dije en una entrevista que nos tocaba construir una maquinaria de guerra electoral, idea que apuntó precisamente a ese tipo de labor. Una parte de los medios nos elogió como si fuéramos una especie de startup: igual que Facebook se creó en un garaje por muchachos en zapatillas con Apple, pues estos chavales han montado un partido político. Nos elogiaron por haber puesto en marcha con más eficacia que nuestros adversarios, con muchísimo menos dinero, una maquinaria capaz de disputar electoralmente. Y sin tener arraigo en el territorio, ni en la militancia tradicional de organización, pudimos dar una pelea semiótica por el sentido que funcionó bien. Sin embargo, tengo que reconocer que soy extremadamente escéptico con el marketing político. En general me parece que los expertos son maravillosos vendedores de humo. Lo principal en el marketing político es la política: qué se ha sabido leer, interpretar, qué articulación de deseos, expectativas o frustraciones que estaban dispersas, fragmentadas, o no expresadas. Después, si se expresa de forma más innovadora y eficaz, si se difunde con un timbreo, un spot o un acto, es importante pero por sí solo no funciona. Es el vehículo.
Pero el macrismo gobierna porque articuló una lectura política superior al resto, y no solo porque usó bien el marketing. Quizás esas herramientas de análisis de la comunicación son significativas en la propia construcción de la idea política, no solo en su difusión.
—Es que nosotros no le podemos regalar a la derecha los valores de diferenciación y libertad individual, no podemos ser los portadores de un comunitarismo cerrado por el cual solo te interpelo en calidad de pueblo. Es verdad que las redes sociales captan mejor ese tipo de deseos más individualizados, porque apelan de forma más segmentadas y no a un conjunto indefinido. A medida que la economía diferencia más las pertenencias sociales, hay que estar muy atentos a cómo se orientan esas diferenciaciones. Y entender por qué el adversario, en un momento dado, es capaz de leer una parte de nuestra victoria.
Hegemonía y estrategia madridista
Íñigo tiene el instinto provocador de un tábano. Pero, como buen aspirante a político profesional, guarda las formas: “Que quede claro que estas críticas las hago desde mi propia experiencia en una formación muy cercana afectivamente, no desde la comodidad del que se baja del avión y dice cómo tienen que ser las cosas. Porque todos acertamos en los países ajenos, y en los nuestros siempre la cagamos. El tipo de entrevista que estoy haciendo con ustedes la enfocaría de una manera muy diferente en España, porque cuando la gente te vota de representante no quiere que actúes de analista”.
Lo cierto es que Errejón parece haber retrocedido un paso para dar el salto, y apunta los cañones a un objetivo estratégico en 2019: la presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid, el equivalente ibérico de la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Allí deberá probar la tesis de que es posible construir mayorías fluyentes, surcando un electorado que vota al Partido Popular hace treinta años. Si pierde, quedará recluido en una legislatura provincial. ¿Desprenderse de la conducción para desplegar las velas? ¿O volver al llano, como tantos cuadros podemitas que no aguantaron el olvido de sí, que supone la aventura política contemporánea? La apuesta parece ser a todo o nada.
Después de la dura interna que sostuviste con Pablo Iglesias, ¿en qué posición queda tu punto de vista al interior de Podemos? ¿Se van a convertir en una corriente minoritaria?
—Después de la interna se reequilibraron las relaciones de fuerza entre las diferentes sensibilidades de Podemos, quedando nosotros con el cuarenta por ciento de la dirección nacional. Pero nosotros tomamos una decisión desde el principio: el debate se abría y se cerraba. Es bueno que las organizaciones políticas tengan debates abiertos, francos y sinceros sobre qué compañeros las van a conducir, pero también es bueno que así como se abren luego se cierren. Claro que sigue habiendo diferencias, pero una vez que la discusión se cerró, hay una dirección nacional, una hoja de ruta, hay rumbo, y nosotros acompañamos. Y hay un objetivo estratégico de toda la organización, que es al que apuntamos todos los cañones: 2019. El año 2019 es el momento de revalidar las ciudades que gobernamos, que son las más importantes de España (Madrid, Barcelona, Zaragoza, Coruña, Cádiz), ampliarlas, y conquistar algunas regiones centrales, las llamadas Comunidades Autónomas, que son las que gestionan el presupuesto para el Estado de Bienestar. La hoja de ruta prevé que para llegar en condiciones de ser gobierno nacional a las elecciones de 2020, antes tenemos que conseguir el objetivo en 2019.
¿Vos serías el candidato a gobernador de la Comunidad Autónoma de Madrid?
—Es posible. La decisión no está tomada, pero pensamos dedicar los principales recursos de la organización a ese objetivo. Hemos pasado de un momento de guerra de movimientos, concentrada, acelerada, corta, a un momento de guerra de posiciones en la que desde las ciudades y desde las regiones vamos a ir dejando sin aire al gobierno de Rajoy. Al mismo tiempo que iremos construyendo la certeza de que el cambio no es algo que proponemos en la televisión, sino una realidad concreta, palpable, que ya millones de ciudadanos experimentan en su vida diaria, porque tienen gobiernos de signo popular o transformador.
Si te dijéramos que Podemos es una actualización doctrinaria del viejo reformismo socialdemócrata europeo, ¿qué dirías?
—Que en parte tienen razón, siempre que le añadas que ese reformismo es hoy en Europa un programa antioligárquico. Las más tímidas reformas de las socialdemocracias e incluso de los partidos democristianos de los años cincuenta y sesenta hoy son intolerables para las oligarquías. Eso produce la siguiente contradicción: un movimiento político que tiene un programa más bien modesto de transformación social y económica, es tratado por el sistema político y mediático de nuestro país como una especie de excrecencia antisistema, populista, radical y alocado. ¿Y por qué se produce esta contradicción? Por un lado, porque se ha corrido mucho el eje político hacia la derecha en Europa. Y por otra parte, porque algunas de las reformas que proponemos son inmediatamente rupturistas. Para decirlo de otra forma: una política reformista hoy en Europa se torna inmediatamente revolucionaria. Porque no hay posibilidades de hacer reformas por consenso. No es posible conducir un programa mínimo digno de llamarse reformista, si no es con un enfrentamiento sostenido con nuestra oligarquía nacional y con los poderes financieros en la Europa neoliberal.
¿No te parece que el límite de esa idea es que sigue confiando en la política como representación?
—Es cierto que la política no es solo representación. Pero básicamente el poder político se conquista con dinero, con fusiles o con votos. Yo no conozco otra cosa. Y lo que se nos da mejor son los votos.
Una de las enseñanzas de los procesos recientes es que la posibilidad de un cambio reformista aparece cuando previamente emerge una crítica radical a la representación política, eludiendo la falsa alternativa entre democracia y autoritarismo. En eso se parecen el 2001 argentino y el 15M español.
—Es un diálogo difícil porque el momento destituyente, de expansión de los posibles, es hermoso. Y luego su plasmación política siempre nos defrauda un poco. Pero en nuestro caso la evolución no fue lineal, no es que la explosión insurreccional resultó suplantada y representada, sino que la movilización empieza a decaer y Podemos surge no como hijo del auge sino del reflujo del 15M. El movimiento había tocado techo, las movilizaciones eran menos masivas, las funciones se hacían repetitivas y cundió una incertidumbre generalizada. La pregunta era: ¿y ahora qué hacemos? Hubo entonces que pasar de una fase expresiva a una fase de construcción de institucionalidad. Parece algo inevitable, especialmente en lugares donde existe una estatalidad fuerte y consolidada. La movilización social tiene su ciclo, y cuando toca techo necesita asumir la disputa estatal, sino decae. Podemos nace cuando todo ese magma social y cultural ya no ardía pero estaba en brasas, con una crisis de horizonte. Y lanzamos una iniciativa que en su momento fue considerada una herejía.
Insistir en el momento insurreccional, como si pudiera ser eterno, conduce a un callejón sin salida. Pero el salto a la institución casi siempre termina en un giro conservador. Como sucede ahora.
—Por eso ahora debería surgir un nuevo proceso de movilización. Cosa que no depende de nosotros y que si aparece debería también incomodar a Podemos. Y no lo digo en términos estéticos. Lo que reaparezca tiene que ser algo que a nosotros nos cuestione, nos interpele. No va a surgir de nuestras entrañas, porque no tenemos tiempo, gente, hueco en la cabeza, espíritu, ni ilusión como para empujarlo. Pero es verdad que es difícil que surja en un momento de estabilización económica como la que vive hoy España, con un empobrecimiento masivo de amplios sectores de la población pero estabilización al fin y al cabo. Lo necesitamos como el comer, como el aire, pero no lo podemos producir. Así que no deberíamos fijar nuestras hipótesis o nuestra estrategia política en función de que eso ocurra. Y si ocurre, pues que nos lleve por delante, que nos de tres vueltas, que nos descoloque, y si produce algo mejor que nos mande a casa.
¿No es el “procés” independentista de Catalunya precisamente esa movilización que no estaba en los planes y que a Podemos lo ha descolocado?
—En los últimos años en España se han desarrollado dos oleadas de movilización política de signo democratizador: una de alcance nacional (estatal), que normalmente identificamos con el 15M; y otra a escala catalana, de formación de una voluntad soberanista frente a los ataques del gobierno del PP y su estrategia centralizadora, quebrando de facto los equilibrios territoriales contemplados en nuestra Constitución. Podemos ha tenido desde su nacimiento la firme voluntad de articular estos dos impulsos en un proyecto de reconstrucción nacional que atienda a las necesidades de justicia social, modernización económica, democratización del sistema político e integración de la diversidad plurinacional en un nuevo pacto territorial. Respetamos las demandas independentistas aunque no las compartimos. Consideramos que la única solución estable y duradera ha de pasar por el referéndum y el acuerdo para construir un futuro compartido en el que quepa Catalunya. En estos días la movilización en Catalunya desborda los contornos tradicionales del independentismo, choca contra la cerrazón del Gobierno nacional de Rajoy, y amenaza con generar una crisis de Estado en la que me temo que el PP estará muy cómodo. Porque por primera vez en años el Partido de los recortes, de la venta de soberanía nacional al poder financiero, de las grandes tramas de corrupción y de saqueo de los recursos de todos, ha visto una oportunidad para cohesionar a buena parte de la sociedad tras un discurso nacionalista español que se construye discursivamente frente al “enemigo catalán”. Para nosotros es crucial que la derecha no se apropie de la identidad nacional española, aprovechando la crisis catalana para una involución social y democrática. Tenemos que anudar la voluntad de un nuevo acuerdo territorial con las demandas de blindaje de los derechos sociales y democratización de nuestro país.