Eugenio del Río

Autoritarismos antipluralistas
(Hika, nº 138/139, noviembre-diciembre de 2002; Página Abierta, nº 132-133,
diciembre de 2002/enero de 2003)

«La carencia de autoconocimiento y la ausencia de autocrítica derivan a menudo de nuestro apego a un grupo de gente y se traducen, al mismo tiempo, en un desastre brutal para otro grupo de gente» (Amartya Sen, “La otra gente. Más allá de la identidad”, Letras Libres, octubre de 2001, p. 12).

Hace unos meses (junio de 2002) publiqué en estas mismas páginas un artículo sobre las posibles formas de enfocar las medidas jurídicas restrictivas que vienen tomándose en diversos países tras el 11 de septiembre de 2001.
Al menos un aspecto de aquel texto resulta insatisfactorio: entre los signos antidemocráticos del momento, hacía mención al crecimiento de ciertos electorados populistas o de extrema derecha. Recientes como estaban las elecciones presidenciales francesas, me detuve en el examen del Front National. Éste aparecía en aquellas páginas como la representación genuina del antipluralismo xenófobo en Europa. Y sin duda es una de las más características. Pero, en las semanas siguientes a su publicación, fui echando en falta la consideración de un antipluralismo autoritario, de rasgos más singulares pero más cercano. Estoy refiriéndome a ETA y a sus seguidores, como cualquiera puede suponer.
El presente artículo trata de colmar aquella laguna.

Antipluralismo, autoritarismo

Éste es uno de los fenómenos más penosos que se registran en la Europa contemporánea, y que corre el riesgo de cobrar más fuerza en los próximos años.
En Europa occidental, el marco en el que se desenvuelve este tipo de autoritarismo es el de los Estados liberales modernos, en los que está consagrado el reconocimiento de la pluralidad política o religiosa: las diversas opciones son reconocidas o no están penalizadas, y las diferencias se remiten al ámbito de lo privado. Pese a todo, el Estado-nación moderno tiene dificultades para asimilar aquellas formas de pluralismo que ponen en cuestión la versión establecida de la identidad nacional, que conlleva una visión de la historia, una definición de la identidad política de la nación, una lengua. Se presupone una homogeneidad cultural, a pesar de que es desmentida por la realidad en esferas como la religiosa: son varias las religiones en presencia, así como las maneras de vivir o de ignorar la religión o las preferencias respecto a las relaciones entre los Estados y las Iglesias, desde el anticlericalismo y el laicismo más estricto hasta el nacional catolicismo.
Llamo autoritarismo antipluralista a una actitud consistente en aferrarse a los rasgos distintivos de una comunidad hasta el punto de procurar impedir el desarrollo de la pluralidad mediante la fuerza o por vías discriminatorias. Hay autoritarismo antipluralista cuando, en lugar de intentar encauzar democráticamente las colisiones intercomunitarias, una parte de la sociedad pretende hacer aceptar al resto, empleando procedimientos coercitivos o antidemocráticos, su idea nacional, su universo cultural, su lengua, su ideología, su moral o su religión.
La persistencia de diferencias no amalgamadas en períodos anteriores o la incorporación a una sociedad de elementos de culturas, fisonomía, lengua, religión... distintas mantienen vivos o ponen en marcha mecanismos defensivos, alimentados por los deseos de orden y de seguridad, permanente y poderosamente activos en la historia humana, así como por la voluntad de preservar las identidades comunitarias
Esa reacción defensiva tiene una virulencia inversamente proporcional a la riqueza de la experiencia multicultural de la comunidad receptora, a su nivel educativo, a la madurez de la conciencia democrática, al acierto de las políticas integradoras en los órdenes político, social, educativo y comunicativo.
Igualmente, el vigor de las reacciones de hostilidad de la población autóctona hacia los inmigrantes depende también de otros factores muy diversos, tales como los conflictos históricos, cuando los ha habido, entre las distintas comunidades, o la situación socioeconómica del país receptor. No hace falta decir que en los períodos de crisis, en los que se producen problemas sociales más graves, la animadversión hacia la población inmigrada se dispara con más facilidad e intensidad.
El autoritarismo antipluralista esparce su hostilidad. No la limita a quienes, venidos de otros lugares, alteran la armonía, real o imaginaria, del universo ideológico comunitario o de las formas de vida locales. Por el contrario, la extiende a los autóctonos que no comulgan con su sentimiento de alarma frente a la invasión de extraños ni con sus ideas xenófobas. Serán tenidos por seres desnacionalizados, caballos de Troya particularmente peligrosos para la supervivencia de la nación.
Así pues, las situaciones de pluralidad, crecientemente implantadas en los países más desarrollados, dan lugar a reacciones antipluralistas, a la vez que hacen necesario un pluralismo entendido como actitud moral y política. Tal es la prueba a la que están sometidas estas sociedades.
Advertiré, en fin, que bajo el nombre de autoritarismo antipluralista se esconden realidades variadas, hasta el punto de que si la mayoría de estos fenómenos entronca con tradiciones de derecha o de extrema derecha, hay algunos que se sitúan en la tradición de izquierda. En esta ocasión aludiré a un antipluralismo muy común, el del Front National francés, para examinar después otro más peculiar, de izquierda, que es el que caracteriza a ETA.

El lepenismo: un antipluralismo típico

En el mencionado artículo me detuve en el examen del alcance de la influencia del fenómeno Le Pen y de sus raíces sociales (sobre estas últimas es de mucho interés el estudio de Pascal Perrineau Le symptôme Le Pen. Radiographie des électeurs du Front National, París: Fayard, 1997). No volveré ahora sobre ello.
Lo que me interesa en esta ocasión es evocar ese fenómeno como uno de los principales exponentes del autoritaritarismo antipluralista. ¿Qué contiene el nacionalismo autoritario antipluralista de Le Pen?
Antes que nada, una concepción de la nación francesa que no coincide con la realmente existente, la cual acumula las mutaciones culturales y se aleja más y más de la Francia semirural de hace apenas un siglo. La Francia de Le Pen vive a la sombra mítica de Clodoveo y Juana de Arco, está orgullosa de su pasado colonial y maldice a quienes reniegan de él, recela del mundo exterior. En ella sigue viva la vieja divisa de la extrema derecha: Trabajo, patria, familia, que resume los valores nacionales fundamentales a los que es menester adherirse frente a las influencias exteriores. La nación de Le Pen es una entidad inmóvil e idealizada, que sólo puede permanecer estática en un universo imaginario.
Los judíos, los europeístas y los inmigrantes, especialmente los de religión islámica, sumergen a Francia en un mundo peligroso. Es necesario, piensan los lepenistas, hacer frente a esas amenazas, incluso empleando la violencia (Maryse Souchard, Stéphane Wahnich, Isabelle Cuminal, Virginie Wathier, Le Pen, les mots. Analyse d’un discours d’extrême droite, París: Le Monde Editions, 1997. Pierre Milza ha publicado hace poco un estudio comparativo de los grupos de extrema derecha europeos: L’Europe en chemise noire. Les extrêmes droites européennes de 1945 à aujourd’hui, París: Fayard, 2002).
Este enfoque es incapaz de digerir la transformación de la sociedad en un sentido pluralista. Se revuelve contra ella dominado por la melancolía, por el ansia de volver a una Francia (que nunca existió, pero que hoy existe menos que nunca) pura, uniforme, blanca y cristiana (una de las medidas tomadas por el Front National cuando se hizo con la alcaldía de Toulon fue consagrar la ciudad al Sagrado Corazón) (Michel Samson, Le Front National aux affaires. Enquête sur la vie municipale a Toulon, París: Calmann-Levy, 1997).
Frente a la amenaza que para Le Pen representa la inmigración, propone medidas expeditivas que van desde la expulsión hasta la preferencia nacional (quien no es francés sólo puede acceder a un empleo si no hay alguien de nacionalidad francesa dispuesto a hacerse con él), dejando en todo caso a los inmigrantes que no abandonen Francia en una posición subordinada, con unos derechos estrictamente limitados. Al margen, hay que recordar que ya en 1932 fue aprobada una ley de preferencia nacional, votada por todos los partidos menos por el PCF, ley que fue aplicada entonces sobre todo a trabajadores europeos (italianos, belgas, españoles, polacos...), pero también a argelinos, marroquíes y tunecinos.
Así pues, Francia es considerada como el patrimonio de una parte de la población, los auténticos franceses, sobre quienes recae la misión de purificarla, liberándola de la influencia de la otra parte de la población, la de origen extraño. Si la Francia eterna ha de salir vencedora de las contingencias que la amenazan, ello se logrará al precio de someter a esos elementos que la apartan de su camino.
En España no ha surgido un fenómeno de estas características. Las dimensiones relativamente modestas de la inmigración explican en parte este hecho. Pero a ello ha contribuido también el Partido popular que, con su política anti-inmigrantes y con su reactivación del españolismo más rancio y agresivo, hace muy difícil el crecimiento de una extrema derecha independiente. Habiendo un Aznar, no hace falta un Le Pen.

Un antipluralismo menos típico

El Front National es un buen representante del antipluralismo de derecha y de extrema derecha. Pero ese tipo de antipluralismo no es el único.
Si bien la sociedad vasca en pleno abomina de personajes como Le Pen y de la extrema derecha, que en su encarnación española tanto mal ha causado al pueblo vasco, el antipluralismo tiene en ella sólidas raíces; ha progresado en sectores sociales diversos, no sólo en aquel del que ETA es la expresión más acabada sino también en otras parcelas del nacionalismo vasco. ETA personifica un antipluralismo radical fusionado con una tendencia acusadamente autoritaria. El actual arraigo del antipluralismo es uno de los lastres más pesados que gravitan sobre el presente y el futuro de la sociedad vasca.
En este caso, el autoritarismo antipluralista se manifiesta en una versión que se ubica en la tradición de izquierda, lo que le otorga un carácter un tanto especial aunque no del todo excepcional. Infortunadamente, antipluralismo y autoritarismo no han sido tan infrecuentes en la historia de la izquierda. En ella encontramos todo un rosario de desmanes represivos a manos de gobiernos socialdemócratas, así como unas tradiciones autoritarias, especialmente en el sector comunista de la izquierda que se mostró identificado con la Unión Soviética.
En ETA y en sus seguidores es muy frecuente describir con los tintes más dramáticos la diversidad de la sociedad vasca, a la que se ve como un peligro mortal para el pueblo vasco (el pueblo vasco corre el riesgo de desaparecer). Este enfoque es tanto más virulento cuanto que la que se conceptúa como cultura verdaderamente vasca es concebida como radicalmente distinta de las vecinas, y en especial de la española, y como necesariamente enfrentada con ellas cuando arraigan en territorio vasco y traban el desarrollo de la cultura vasca tenida por genuina.
Semejante presentación de las cosas supone entender que lo vasco y lo español no se tocan en absoluto; como si lo español fuera esencialmente ajeno a lo vasco, y lo vasco a lo español; como si la relación histórica entre lo vasco y lo español fuera de simple y plena exterioridad. La discusión acerca de si Euskadi forma o no parte de España, cuestión inevitablemente irresoluble en cuanto remite al sentimiento subjetivo de unos y otros, es poco relevante frente a la evidencia de que España está dentro de Euskadi merced al sentido de pertenencia de muchos de sus pobladores, que un cuarto de siglo de hegemonía nacionalista vasca no ha conseguido erradicar. Este hecho no impide que, para el nacionalismo vasco en sus versiones más firmes, la comunicación, o aún más el entendimiento, y no digamos ya la empatía y la implicación mutua entre ambos términos, no es posible ni deseable.
Lo español es objeto de hostilidad (el vocablo “español” se usa como insulto), haciendo caso omiso de que buena parte de la población vasca alberga sentimientos españoles, o precisamente por eso. La pieza más peligrosa de la presencia española en el País Vasco no son las llamadas fuerzas de ocupación ni la administración española, sino las personas que se consideran vasco-españolas o españolas, responsables de la desnacionalización de la nación vasca. Lo español puede llegar a ser respetado, siempre y cuando permanezca en su espacio legítimo, fuera de tierras vascas.
Actualmente, en el nacionalismo vasco, la distinción entre vascos y no vascos no hace referencia a diferencias biológicas, religiosas, culturales... Tiene un carácter marcadamente ideológico: sólo es considerado verdadero vasco quien posee unas convicciones nacionalistas, lo que supone, entre otras cosas, identificarse sólo como vasco (quien declara gozar de una identidad doble o múltiple, sean cuales fueren sus componentes, por esa misma razón ya no es auténticamente vasco). De conformidad con este criterio fue impulsada la campaña Bai Euskal Herriari que comportaba una selección de los ciudadanos vascos según su ideología. Quienes declararan ser ciudadanos vascos, entendiendo por ello no ser ni españoles ni franceses, deberían solicitar un documento nacional de identidad vasco, expedido por el sector de Udalbiltza afín a Batasuna, lo que permitiría confeccionar un padrón de la ciudadanía vasca. Tal es la barrera de la inclusión y, por lo mismo, la de la exclusión.
La gravedad de este enfoque discriminador se puede percibir en su justa medida si se tiene en cuenta que, según la encuesta del Euskobarómetro de mayo-junio del presente año (que se refiere sólo a la Comunidad Autónoma Vasca, y no a Navarra, donde la identidad exclusivamente vasca es mucho más minoritaria), un 43% de los encuestados manifestaban sentirse nacionalistas vascos, en tanto que el 50% declaraban no serlo. Más aún, si en lugar del sentimiento nacionalista se toma en consideración la identidad nacional, los porcentajes son aún más desiguales: sólo un 27% se definen como sólo vascos, mientras que un 64% compatibilizan las identidades vasca y española (en sus diferentes versiones: más vasca que española, 24%; tan vasca como española, 35%; más española que vasca, 5%).
El fondo más nocivo de este antipluralismo reside en su carácter discriminatorio y en su oposición a fundar la comunidad de valores de la sociedad vasca en lo que es común y en lo que, aun no siéndolo, es resultado de un acuerdo libre entre las partes, lo que implica cesiones mutuas, justamente para hacer posible esa comunidad. En lugar de eso, lo que se advierte es la pretensión de asentar la nación vasca en las ideas de una parte de ella, que la otra debería abrazar sumisamente.

Antipluralismo y autoritarismo violento

En tanto no se admita que en la sociedad vasca tan legítima es una identidad sólo vasca como otra vasco-española, o solamente española, o navarra sin más; mientras no se acepte que tan vasco es quien habla euskera como quien emplea el castellano, quien vota a un partido o se afilia a un sindicato como quien lo hace a otros; mientras no se dé todo esto, deberemos seguir hablando de antipluralismo.
¿No contradice la reivindicación del derecho a la autodeterminación por parte de ETA la presencia del autoritarismo al que me estoy refiriendo? Lo dudo. A nadie se le escapa la actitud tan equívoca que ha observado ETA hacia la autodeterminación. Durante años la ignoró e incluso se opuso a quienes exigíamos ese derecho, viendo en esa reivindicación algo que debilitada la demanda independentista. No podía mirar sin desconfianza un procedimiento democrático que, dando la voz a la mayoría, podría conducir a un resultado no deseado (una fuerza política que pretende hablar en nombre de un pueblo es esencialmente recelosa hacia la autodeterminación, entendida como ejercicio popular libre y soberano). Finalmente, ha acabado por esgrimir la bandera de la autodeterminación, pero hoy es el día en que nadie sabe qué entiende ETA por tal cosa. Tampoco están claras las condiciones en las que ETA daría por buena una consulta autodeterminativa.
El antipluralismo de ETA se da la mano con un autoritarismo especialmente violento. Su manifestación más extrema es el asesinato de sus adversarios políticos e ideológicos, pero también lo es la variada muestra de actividades que van desde la kale borroka hasta los atentados menores y tantas y variadas formas de persecución que han generado un nutrido exilio. Estas prácticas se intentan justificar mediante la sistemática exageración de las carencias de la democracia en relación con el País Vasco o invocando hechos escandalosos, y lamentablemente ciertos, como la persistencia de la práctica de la tortura en cuartelillos y comisarías, de la que dan testimonio reiteradamente los informes de Amnistía Internacional.
¿Se puede ver el autoritarismo, en general, como el resultado inevitable de cualquier antipluralismo? ¿Cabe concebir un antipluralismo democrático, no autoritario?
Puede ser útil observar la cuestión bajo dos ángulos: el de la distinción, no siempre fácil, entre la esfera privada y la pública y el de la intensidad del antipluralismo.
Entiendo que si tomamos el antipluralismo en su versión más suave, como el simple deseo de que una nación heterogénea, en este caso la vasca, se haga homogénea, y que esa homogeneidad case con las características de una parte de la población y no con las de la otra, difícilmente se puede calificar de antidemocrático. Si todo queda reducido al “me gustaría que las cosas fueran así”, estamos ante un hecho privado que, si atendemos a sus repercusiones, no es ni democrático ni antidemocrático.
El problema cobra vida cuando se pasa a postular la homogeneidad en la esfera pública, cuando se toma como objeto de debate y de decisión, bajo la forma de propuestas, de acciones, de políticas tendentes a lograr no el entendimiento pluralista entre comunidades diversas sino la disolución de la una en la otra. Por lo demás, si a una de las partes le asiste el derecho de actuar para que prevalezca su idea (homogénea) de la nación, ¿por qué no ha de tenerlo la otra? Y si ambas se empeñan en ese objetivo, ¿qué convivencia y qué vida democrática son posibles?
El pluralismo en la sociedad vasca implica el reconocimiento de las partes tal como son y de su derecho a existir en igualdad. Fuera de ahí, la vía de la coerción y del autoritarismo está abierta. O en la nación vasca cabe toda la sociedad o quedará la puerta abierta para las prácticas opresivas.
El problema guarda relación también con la intensidad del antipluralismo. Es difícil imaginar un antipluralismo intenso, partidario de la uniformidad nacional, que no conduzca a una actitud hostil hacia la parte de la población que no comparte esa aspiración y al deseo de someterla. Cuando esa parte de la población es muy importante y no se aviene buenamente a doblegarse, se requieren medios autoritarios de cierto calibre.
El autoritarismo violento guarda relación con los propósitos de ETA, propósitos que engloba bajo el rótulo de construcción nacional. ¿Quedarían sus anhelos satisfechos con la independencia nacional? Mucho me temo que no.
Los propósitos de ETA no se verían cumplidos del todo con la independencia, o, más exactamente, con cualquier independencia. ETA pretende poner en práctica su solución del problema vasco, acabando con la frustración de quienes, desde un punto de vista nacionalista extremo, no ven realizado su ideal nacional. Y eso es algo más que la independencia.
A mi parecer, lo que persiguen ETA y sus partidarios es una sociedad vasca uniforme en la que los sectores sociales más afines a sus concepciones conquisten una posición de predominio. Se trata de hacer realidad su idea de la nación vasca, con todos sus componentes (representación de la sociedad, mitos, valores, sentimientos, cultura, terminología, símbolos), una idea nacional absoluta y excluyente de otras ideas nacionales y, por lo tanto, innegociable.
No es una lucha contra la opresión nacional; es un combate a favor de una idea nacional. No es una lucha de liberación nacional sino un combate por la supremacía.
Esto incluye la discriminación efectiva dentro de la ciudadanía vasca actual, colocando en una posición subalterna a los vascos españoles, a los españoles o a los navarros a secas, tenidos por extranjeros en su propia tierra.
El predominio de quienes piensan como es debido es la única garantía de que la nación vasca sea finalmente lo que debe ser.
La independencia, bajo este ángulo, es el camino que lleva a ese fin. Es necesaria pero no suficiente. En el caso de que fuera alcanzada, debería llenarse de un contenido determinado, para que no fuera desvirtuada o desviada por la parte de la población que no comulga con los ideales de ETA y de otros sectores del nacionalismo vasco.
ETA es, desde esta perspectiva, una fuerza autoritaria antipluralista, empeñada en someter a una parte de la sociedad e imponerle sus opciones.

¿Necesariamente violento?

El empleo actual de medios violentos ha venido siendo funcional para avanzar hacia una posición de fuerza no sólo ante el Gobierno de Madrid sino también frente a la parte del pueblo vasco que se resiste a aceptar el futuro que ETA y sus adeptos propugnan, e incluso frente a los sectores tenidos por tibios o indecisos dentro del nacionalismo vasco.
Si los contrapoderes pueden llegar a ser un signo de vitalidad democrática, cauce y expresión de la participación popular, no todo contrapoder, es decir, un poder distinto del poder estatal, es un bien. No por el hecho de que sea diferente del Estado y de que esté enfrentado a él es valioso. El nazismo alemán fue un contrapoder de ese tipo antes de ser poder.
Con la ayuda de la violencia, ETA está construyendo ya un poder (o contrapoder), que actúa como garante de su proyecto, y que de manera incipiente, a muy pequeña escala, se ha ido instalando.
La estructura de ese poder paraestatal tiene a ETA como su núcleo duro: con su autoridad asegura la unidad y el rumbo del movimiento popular que ha venido impulsando; garantiza la continuidad en la edificación del poder político, social e ideológico; alienta la práctica de la desaprobación pública , de la denuncia, del escarnio y de la amenaza; propicia la idealización de la fuerza y la exaltación de la sumisión; da cobertura a una violencia menor (la kale borroka), que sin ETA no podría tener su alcance actual; salvaguarda con su vigilancia y con las penas que impone la eficacia de un sistema de condicionamiento y de control social, que en bastantes pequeñas localidades ha obtenido un éxito llamativo.
En ETA, como en otros movimientos del siglo XX, opera una concepción de la relación con la sociedad que no busca el desarrollo de su autonomía sino su determinación heterónoma. Muestra así acusadas concomitancias con el universo autoritario premoderno y con las dictaduras modernas. El ideal no es el control del Estado por la sociedad sino de la sociedad por el Estado (en este caso pre-Estado o semi-Estado).
La fuerza de vanguardia (la “vanguardia armada” denominan a ETA sus simpatizantes), no constituida ni controlada democráticamente, tiene la misión de conducir a la sociedad, de empujarla en la dirección por ella marcada (en esto coincide con algunos ilustres revolucionarios jacobinos, con los regímenes del llamado socialismo real, con tantas experiencias dictatoriales del Tercer Mundo). El mito de la vanguardia se levanta sobre la creencia de que un sector de la sociedad, independientemente de las opiniones y de la voluntad mayoritaria, posee una condición superior, debido a que es portador de una conciencia a la que no pueden acceder otros sectores, lo que le legitima para guiar a la sociedad, arrancándola de sus desviaciones, de sus miedos o de su indolencia.
La vanguardia posee la facultad de legitimarse ella misma. Es el centro de su mundo. No representa a nadie en concreto; no es elegida ni controlada; representa al pueblo, en su abstracción más elevada, pasando por encima de la voluntad concreta de los seres humanos que lo integran. No es la expresión de sus votantes; es la encarnación de una nación vasca ahistórica e intemporal, diferente de la sociedad real y ante la que ésta debe inclinarse. Es vanguardia en tanto que depositaria de la idea nacional a la que la población tiene la obligación de sumarse.
Este talante da lugar a unas relaciones despóticas no sólo hacia los sectores que no participan de sus anhelos sino también respecto a los que le siguen, a los que encuadra férreamente. En el movimiento popular que hegemoniza hay un evidente grado de diversidad en el orden de las motivaciones: desde la solidaridad con los presos, hasta un radical descontento social, pasando por la adhesión a un mito de resistencia forjado bajo el franquismo, así como las formas de entender los ideales nacionales. Pero la diversidad de ideas, en la medida en que la hay, es acallada y carece de expresión pública por la presencia superior de ETA.
Recurriendo a sus medios coercitivos, allí donde puede, ETA y quienes la secundan están construyendo ya una especie de subrégimen político, implantado desigualmente aquí y allá, que ha venido minando importantes realidades de la modernidad (estrechamente unidas muchas veces a tantos defectos propios del Occidente moderno: el extremo individualismo, la desigualdad, el vaciamiento de los procedimientos democráticos...): la existencia de un orden jurídico, la autonomía y la libertad de las personas, el libre pensamiento y el libre sentimiento, la posibilidad de disentir y el ejercicio de la crítica, la práctica de la negociación para resolver los problemas, el pluralismo mismo.
En el interior del poder o contrapoder de ETA no existe un sistema de contrapesos para que a través de él puedan influir las partes concernidas de acuerdo con unos principios jurídicos claramente establecidos. Más aún, se ha convertido en una idea establecida que la mayor parte de los sectores hegemonizados por ETA son contrarios desde hace tiempo a que siga actuando, lo que no ha servido para mucho hasta el presente.
Gracias a la dinámica violenta que impulsa, ETA ha conseguido crear un entramado social sobre el que se proyecta su influencia.
Esa sociedad tiene su propio léxico: se dice pueblo vasco cuando se está hablando de una parte de la sociedad vasca; se dice opresión nacional para aludir a una situación que no coincide con sus aspiraciones nacionales; se dice liberación nacional cuando se está pensando en la conquista del poder y en la realización de su idea de la nación vasca; se dice lucha armada cuando se hace referencia a la condena a muerte sin juicio de sus oponentes políticos.
Es una sociedad paralela estructurada en círculos concéntricos. En ella, ETA se sitúa en el círculo central; luego, sus partidarios más firmes, agrupados en distintas organizaciones y en las instituciones a las que tienen acceso, así como los jóvenes que participan en la kale borroka; después, quienes compran el periódico Gara o acuden a ciertas manifestaciones; más lejos, quienes apoyan electoralmente al movimiento que tiene a ETA como referencia principal. En los círculos exteriores, o más allá de ellos, en una tierra de nadie, están los sectores que, aún sin coincidir con algunos de los puntos de vista característicos de ese ambiente, se amoldan a él (ni luchan con ETA, ni luchan contra ETA; todo lo más critican sus excesos) y tratan de mantener una relación amistosa con quienes forman parte de esos círculos para no verse excluidos y aislados, o simplemente por miedo a posibles represalias. Y, en fin, a cierta distancia, hallamos a muchas gentes que, si no hubiera una presión violenta, se expresarían críticamente pero que, hoy por hoy, optan por guardar silencio. Tal es la obra de ETA, el resultado de su existencia y de su acción.
¿No tiene ETA otra salida que seguir utilizando medios como los actuales? En ETA, probablemente, algunas personas están al corriente de que nada es eterno, ni siquiera su violencia, y que las prácticas a las que actualmente se libra, por más que le sigan reportando algunos beneficios, tienen costos muy elevados, y que algún día deberá salir de ese pantano.
Lo que no es seguro es que la desaparición de la actual violencia conduzca al fin de todas las formas de coerción. Es poco probable que vayan a desaparecer de la noche a la mañana unos hábitos coactivos de décadas. Mientras no decaiga la pretensión de imponer un proyecto de país que una parte importante de la población no apoya cuando no rechaza, mientras no cuaje, bajo una u otra forma, un pacto nacional entre identidades, seguirá gravitando sobre la sociedad vasca la tentación de resolver por la fuerza los litigios interpopulares.¿Cuánto tardarán en abrirse paso en tantas conciencias cegadas el pluralismo y ese sentido de la solidaridad humana del que nace la empatía y la compasión?
Sigue pendiente la edificación de una comunidad vasca de voluntad, moral y jurídica, uno de cuyos valores fundamentales sea el reconocimiento, el respeto y el encauzamiento justo y democrático de la pluralidad.